53
EL GRUPO DE LOS DIEZ
Una tarde, Milton me ordenó caminar y envió a los portadores a la retaguardia de la tropa. Iba arrastrándome por aquella selva como zombi, con Milton al lado mío. Intentaba de ser estricto y elevaba el tono para hacerme acelerar el paso. Pero no era que me faltara voluntad, sino que mi cuerpo se empeñaba en rebelarse. Cuando la noche empezó a caer, todavía estábamos a varias horas del campamento.
Nos alcanzó un grupo de muchachas. Habían salido muy tarde del campamento anterior. Su misión consistía en no dejar ninguna huella de nuestro paso. Tenían que borrar el rastro de todo tipo que los secuestrados dejábamos con la esperanza de que el ejército colombiano lo detectara. Llegaron contentas. Habían gastado cinco horas al trote con sus equipos a la espalda para cubrir una distancia que a nosotros nos había tomado nueve horas de marcha.
Me había sentado en el suelo y tenía la cabeza metida entre las rodillas tratando de retomar fuerzas. Sin esperar la orden, decidieron cargarme.
La muchacha que había tomado la iniciativa se acurrucó detrás de mí, metió la cabeza entre mis piernas y, de un tirón, me levantó a horcajadas sobre sus hombros.
—Esta no pesa nada.
Echó a correr como una flecha. Cada veinte minutos se relevaban en la labor.
Dos horas después llegamos al pie de una quebrada que serpenteaba, silenciosa, entre los árboles. Un vaho parecía ascender desde la superficie del agua, que aún reflejaba los últimos rayos de luz. Podía escucharse el ruido de los machetes. El campamento debía de estar muy cerca.
Sombra estaba sentado un poco más lejos sobre la trocha, rodeado de media docena de jóvenes que lo adulaban. La muchacha que me llevaba se acercó al trote y me depositó a sus pies. No hizo ningún comentario, pero lo miró severamente. El grupo estaba impactado, y yo no entendía exactamente por qué. Sombra me dio la respuesta: «¡Se ve pésimo!». Dijo.
Guillermo estaba en el grupo. Comprendió de inmediato que debía hacerse cargo de la situación.
Trató de pasarme el brazo, pero me solté.
Todos regresaban de bañarse. Lucho me dio la bienvenida, preocupado: «Tienes que cuidarte. Sin medicamentos te puedes morir y será culpa de ellos», dijo, en tono fuerte y claro para estar seguro de que Guillermo lo oyera.
Orlando se acercó también. Aún llevaba la cadena al cuello. Me ciñó con su brazo. «Son unos hijueputas. No les des el gusto de morirte. Ven, te voy a ayudar».
Ya estaba debajo del toldillo cuando Guillermo volvió a aparecer. Traía un montón de cajas en las manos. Encendió su linterna apuntándome el haz de luz en plena cara.
—¡Qué le pasa! —protesté.
—Le traigo silimarina. Tómese dos de estas después de cada comida.
—¿Cuál comida? —le respondí, pensando que me tomaba del pelo.
—Tómeselas cada vez que huya comido alguna cosa. Esto debe alcanzarle para aguantar otro mes.
Volvió a marcharse. Me oí decir: «¡Dios mío, haz que en un mes esté en mi casa!».
A la mañana siguiente hubo un trajín tremendo del lado de los guerrilleros. Eran las seis de la mañana y no había ningún indicio de partida. Había llegado demasiado tarde la víspera para notar que los militares habían acampado justo detrás de nosotros. Mis compañeros aprovechaban para hablar con ellos animadamente, y los guardias se hacían los de la vista gorda. Lucho regresó muy pálido de su conversación con nuestros dos nuevos amigos:
—Van a separarnos —informó Lucho—. Creo que los dos nos vamos con otro grupo.
Era exactamente lo que el Indio me había contado. El corazón me dio un salto.
—¿Cómo lo sabes?
—Los militares están bien informados. Algunos tienen sus parceros en las filas de Sombra… ¡Mira!
Me volteé y vi a un tipo grande, joven, de piel cobriza, bigotito bien cuidado y uniforme impecable que se nos acercaba.
Antes de que llegara hasta donde estábamos, Gloria lo abordó, bombardeándolo con preguntas. El hombre sonreía, francamente encantado de la importancia que se le daba.
—¡Vengan todos! —gritó en un tono mitad amable y mitad autoritario.
Lucho se acercó, desconfiado, conmigo detrás.
—¿Usted es la Betancourt? ¡Se ve muy mal! Ha estado muy enferma, según me han dicho.
Dudé, sin saber qué responder. Gloria terció:
—Es nuestro nuevo comandante. ¡Va a darle radios nuevos a todo el mundo!
El grupo se apretó a su alrededor. Todos querían saber más y, sobre todo, dar una buena impresión.
El hombre retomó la palabra. Parecía una persona consciente del peso de cuanto decía: «A todo el mundo no. Seré el comandante de una parte de este grupo. La doctora Ingrid y el doctor Pérez irán a otra parte».
Sentí una contracción a la altura del hígado. Por orgullo decidí callar las mil y un preguntas que me atravesaban el alma. Afortunadamente Gloria las hizo todas por mí en el lapso de medio minuto. Estaba claro, Lucho y yo íbamos a estar separados de los demás —¿quién podía saberlo?— quizá para siempre.
Jorge atravesó toda nuestra sección para estrecharme en sus brazos. Me apretó con tanta fuerza que me dejó sin aliento. Tenía los ojos llenos de lágrimas y, con voz entrecortada, tratando de ocultar el rostro sobre mi hombro, me dijo:
—Madame querida, cuídate mucho. Nos vas a hacer mucha falta.
Gloria llegó por detrás y lo regañó. —¡Aquí no! ¡No delante de ellos!
Jorge se contuvo y fue a abrazar a Lucho. También yo hacía lo posible por tragarme las lágrimas. Gloria me tomó la cara entre sus manos y me miró directo a los ojos.
—Todo va a salir bien. Rezaré todo el tiempo por ti. Tranquila.
Clara se acercó.
—¡Quería quedarme contigo!
Enseguida, como para atenuar la carga dramática de sus palabras, se puso a reír y concluyó:
—¡Seguro que de aquí a unos meses nos vuelven a juntar!
Guillermo había regresado a buscarnos.
Atravesamos nuestra sección y, luego, parte del campamento de la guerrilla. Bordeamos la quebrada unos dos minutos y llegamos a un lugar lleno de aserrín, donde evidentemente habían instalado un aserradero provisional. Me senté sobre un tronco apenas Guillermo nos dio la orden de esperar. Ya habían ubicado allí un guerrillero para la guardia.
Cavilaba. ¿Qué quería decir todo aquello?
No tuve tiempo de responderme. Un grupo de ocho militares encadenados por parejas avanzaba hacia nosotros. Les dieron la orden de esperar. Me levanté para darles la bienvenida y, uno por uno, los abracé. Sonreían, eran amables, y nos miraban con curiosidad.
—¡Supongo que ahora vamos a formar parte del mismo grupo! —dijo Lucho a modo de presentación.
La discusión comenzó de inmediato. Cada quien tenía su tesis, su opinión, su forma de ver. Hablaban con prudencia, escuchándose entre ellos cortésmente, y escogían con cuidado las palabras que empleaban para no dar la impresión de contradecirse.
—¿Cuánto tiempo llevan secuestrados?
—Yo llevo más tiempo en las Farc que la mayoría de estos pelados —respondió un joven agradable, y, volviéndose hacia el guardia, le soltó:
—Venga, paisano, ¿cuánto hace que está en las Farc?
—Tres años y medio —respondió el adolescente, orgulloso.
—¿Sí ve? —remató—. Se lo dije. Van a ser cinco años que me pudro aquí.
Al decir esto, los ojos se le pusieron rojos y brillantes. Se tragó la emoción, echó a reír y comenzó a cantar: «La vida es una tómbola, tómbola». Era una tonada que sonaba con frecuencia en la radio. Luego, recobrando la seriedad, añadió: «Me llamo Armando Castellanos, para servirle; soy intendente de la Policía Nacional».
Nuestro nuevo grupo estaba conformado por ocho hombres más. John Pinchao, también de la policía, estaba encadenado a un oficial del ejército, el teniente Bermeo, el que había pedido que me transportaran en hamaca. Castellanos, por su parte, estaba encadenado al subteniente Malagón. El cabo Arteaga a Flórez, también cabo del ejército. Finalmente el enfermero, cabo William Pérez, estaba encadenado al sargento José Ricardo Marulanda, a todas luces el mayor de todos.
Su presencia me devolvió cierta tranquilidad. La separación de mis antiguos compañeros me parecía ahora un mal menor. Decidí dedicar tiempo a establecer relaciones sin intermediarios con todos, y evitar cualquier situación que pudiera generar tensiones entre nosotros. Estaban abiertos y mostraban curiosidad por conocernos. También ellos habían vivido experiencias difíciles, y aprendido las lecciones. Su actitud hacia Lucho y hacia mí era radicalmente diferente de la de nuestros antiguos compañeros.
Lucho tenía sus reservas.
—No los conocemos, hay que esperar.
—Me sentiría mejor si también pudiéramos cambiar de comandante —le susurré a Lucho.
Fue el propio Sombra quien vino a buscarnos. Se nos plantó delante con las piernas separadas y las manos en las caderas. No me había dado cuenta de que el guardia se había acercado y estaba justo detrás de Lucho y de mí. Había oído mi comentario porque nos dijo, como en secreto:
—¡De malas, van a tener Sombra para rato!
Y soltó la risa.
Al día siguiente nos despertamos bajo un aguacero torrencial. Tuvimos que empacar nuestras cosas en plena tormenta y empezar a caminar ya empapados. Debíamos escalar una pendiente empinada.
Yo iba despacio y, sobre todo, me sentía muy débil. Después de la primera media hora, mis guardias decidieron que preferían cargarme, y no tener que esperar. Volví a verme empacada por horas en una hamaca; esta se inflaba con el agua que retenía y los guerrilleros debían vaciarla echándome por tierra cada vez que las circunstancias lo permitían. La mayor parte del tiempo me izaban, arrastrándome el de adelante y empujándome el de atrás. En varias oportunidades soltaron la vara y me rodé peligrosamente mientras ganaba velocidad, hasta estrellarme contra un árbol que detuvo la caída. Me cerré la hamaca sobre los ojos para no ver nada. Estaba empapada y molida a golpes. Repetía oraciones cuyo sentido se me escapaba, pero que me evitaban pensar en cualquier cosa y ceder al pánico. El que escuchaba mi corazón sabía que estaba pidiendo auxilio.
En el descenso mis portadores saltaban como cabras y aterrizaban sobre raíces que los mantenían en equilibrio, con mi peso sobre sus espaldas. Mi hamaca se mecía demasiado y me golpeaba contra todos los árboles, que ellos ya ni trataban de esquivar.
Al día siguiente mis compañeros abandonaron el campamento antes del amanecer. Quedé sola, a la espera de las instrucciones que me correspondieran. Los portadores habían salido antes a dejar sus equipos; volverían a buscarme a media mañana. Sombra había asignado una muchacha a mi guardia. Se llamaba Rosita.
Me había fijado en ella durante la marcha. Era alta, con un porte elegante y un rostro de refinada belleza. Tenía ojos negros radiantes y una sonrisa perfecta.
Para matar el tiempo me puse a organizar los escasos objetos personales que me quedaban bajo una llovizna fina y pertinaz. Rosita me observaba en silencio. No tenía ganas de hablar con ella. Al fin se acercó y, poniéndose en cuclillas, comenzó a ayudarme.
—¿Está bien, Ingrid?
—No, para nada.
—Yo tampoco.
Alcé la mirada: una viva emoción la perturbaba.
Quería que le preguntara por qué. Yo no estaba segura de querer hacerlo. Terminé de amarrar mi equipo en silencio. Se levantó, e improvisó un refugio encima de un tronco de árbol que se pudría en el suelo. Puso los morrales debajo y me invitó a sentarme con ella a escampar.
«¿Quiere contarme?», me resigné a preguntar. Me miró con los ojos anegados en llanto, sonrió y me dijo: «Sí, creo que si no hablo con usted voy a morirme». Le tomé la mano y susurré: «Hágale, la escucho».
Hablaba despacio, tratando de no mirarme, hundida en sus recuerdos. Era hija de una paisa y de un llanero. Sus padres trabajaban duro pero no les alcanzaba para atender las necesidades de todos sus hijos. Al igual que sus hermanos mayores, Rosita dejó su casa en cuanto alcanzó la edad para trabajar. Se había enlistado en las Farc para no tener que terminar en un prostíbulo.
Desde su incorporación, un jefe de poca monta, Obdulio, comenzó a pretenderla. Se resistió, porque no estaba enamorada de él. Yo conocía a Obdulio. Era un hombre en sus treintas, con cadenas de plata que le colgaban del cuello y las muñecas, ya calvo y medio desdentado. Solo lo había visto una vez pero lo recordaba, pues había pensado que debía de ser una persona cruel.
Obdulio había sido enviado a apoyar las unidades de Sombra. Pertenecía a otro frente y recibía órdenes de otro comandante. Incluyó a Rosita en el grupo que conformó para servir de apoyo a Sombra, esperando acabar con su resistencia.
Finalmente, tuvo que aceptar acostarse con él. En las Farc, rechazar los requiebros de un superior era muy mal visto. Era preciso demostrar camaradería y espíritu revolucionario. Satisfacer los deseos sexuales de los compañeros de armas formaba parte de lo que se esperaba de las guerrilleras. En la práctica había dos días de la semana en que los guerrilleros podían pedir permiso para compartir la caleta con alguien más: los miércoles y los domingos, los jóvenes presentaban sus solicitudes al comandante. Las muchachas podían negarse una o dos veces pero no tres, a riesgo de hacerse llamar al orden por falta de solidaridad revolucionaria. El único medio de escapar era declararse oficialmente en pareja con alguien más y conseguir la autorización para vivir juntos bajo el mismo techo. Pero si el superior le había echado el ojo a alguna muchacha, era poco probable que otro guerrillero quisiera interponerse.
Rosita había, pues, cedido. Se había convertido en una ranguera, es decir una chica «asociada» con alguien de alto rango. Mediante este atajo, accedía a los «lujos» versión Farc: mejor comida, perfume, joyitas, aparaticos electrónicos y ropa más bonita. Todo ello le importaba un rábano a Rosita. Sufría con Obdulio. Era violento, celoso y mezquino.
Al llegar adonde Sombra, Rosita conoció a un joven llamado Javier. Era bien plantado y valiente. Se enamoraron locamente. Javier pidió permiso para compartir su caleta con Rosita. Sombra accedió a la petición de la joven pareja y desató la ira de Obdulio; como no era el superior de Javier, Obdulio solo podía emprenderla contra Rosita. La abrumo de tareas. Los trabajos más cansones, más duros o más desagradables le eran sistemáticamente encomendados. Entretanto, Rosita se enamoraba cada vez más de Javier quien, apenas terminaba de hacer su trabajo, corría a ayudar a su compañera a terminar sus faenas.
Había visto a Javier salir pitando para llegar de primero al campamento. Tiró su equipo y salió intempestivamente a traer el de Rosita. Se lo terció, tomó a Rosita de la mano y juntos se fueron riendo hacia el campamento.
Al día siguiente Fue la división de los secuestrados. Javier se fue por su lado con su unidad y Obdulio recobró a Rosita. Quería obligarla a volver con él.
Así es en Las Farc. —Pertenezco a un frente distinto del suyo no volveré a verlo nunca más —dijo Rosita, llorando.
Vete con él, sálganse juntos de las Farc.
—No tenemos derecho a desmovilizarnos de las Farc Eso es desertar. Si lo hiciéramos, matarían a nuestras familias.
No sentimos llegar a los portadores. Cuando los vimos, los teníamos enfrente. Nos miraban con malevolencia.
—¡Lárguese de aquí! —le bramó uno a Rosita.
—¡Qué hubo, súbase a la hamaca, no hay tiempo que perder! —me dijo el otro, lleno de odio.
Me volví hacia Rosita. Ya estaba de pie con el fusil al hombro.
—¡Eche pa'l campamento! ¡Y no mame gallo por ahí si no quiere que le meta un pepazo en la cabeza! Luego, volviéndose hacia mí:
—¡Y usted también: mucho ojo! Estoy de pésimo genio y sería un placer meterle una bala entre los ojos.
El resto de aquella jornada lo pasé llorando la suerte de Rosita. Tenía la misma edad de mi hija. Hubiera querido darle algún consuelo, ternura, esperanza. En cambio la había dejado con el miedo a las represalias. Sin embargo, aún pienso a menudo en ella. Una de sus frases se me quedó clavada como un puñal en el corazón. «¿Sabe? Lo que más me aterra es saber que me va a olvidar».
No tuve la presencia de ánimo para decirle en ese momento que eso era imposible, porque ella era sencillamente inolvidable.