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CASTIGAR

Finales de julio de 2005

No dormía. ¿Cómo dormir con esa cadena alrededor del cuello, tensándose dolorosamente cada vez que William hacía el menor movimiento? Tenía las piernas de mis compañeros atravesadas, un pie contra mis costillas, otro enredado detrás de la nuca. Aplastada por el apretujamiento de los cuerpos que no encontraban espacio, me veía obligada a encogerme para evitar cualquier contacto inconveniente.

Levanté con prudencia una esquina de la lona. Ya era de día. Saqué la nariz para llenarme los pulmones de aire fresco. El pie del guardia me pisó los dedos para castigar mi atrevimiento. Luego, cerró cuidadosamente la lona. Estaba muerta de la sed y con muchísimas ganas de orinar. Pedí permiso para aliviar mi urgencia. Enrique gritó desde la proa: «Díganle a la cucha que orine en un tarro».

—No tiene espacio —respondió el guardia.

—¡Que lo encuentre! —replicó Gafas.

—Dice que no puede hacer delante de los hombres.

—¡Dígale que no tiene nada que ellos no hayan visto! —rió con sarcasmo.

Me ruboricé en la oscuridad. Sentí una mano que buscaba la mía. Era Lucho. Su gesto hizo que mi dique interno se derrumbara. Por primera vez desde nuestra captura, rompí en llanto. ¿Qué me faltaba soportar, Dios mío, para tener el derecho de regresar a casa?

Enrique hizo quitar la lona por unos segundos: mis compañeros tenían los rostros deformados, secos, cadavéricos. Mirábamos a nuestro alrededor tensando los cuellos arrugados, angustiados, sin saber qué pensar, entornando los ojos enceguecidos por el sol del mediodía. Por un instante tuvimos la visión de cuan extensa era nuestra desolación. Habíamos llegado a un cruce de cuatro ríos inmensos. Era una avalancha de agua que cortaba en cruz la selva infinita; nosotros, un puntito que hacía agua peligrosamente en los violentos remolinos de la colisión de corrientes.

Una mañana, el bongo se detuvo pesadamente, como por un capricho de Enrique. Los guardias desembarcaron. Nosotros no. Lucho cambió de puesto para estar cerca de mí:

—Vas a ver que nos va a ir mejor —le dije.

—No te engañes, esto solo va a empeorar.

Finalmente, al cabo de tres días, nos hicieron bajar. «Si llueve», había dicho Armando, «nos vamos a empapar». Llovió. Mis compañeros estaban secos bajo sus carpas. Enrique me encadenó a un árbol, apartada del grupo. Estuve horas debajo del aguacero. Los guardias se negaron a entregarme los plásticos que mis compañeros me enviaron.

Empapada, con escalofríos, me encadenaron nuevamente a William. Pidió permiso para ir a los chontos. Le quitaron la cadena. Cuando volvió, pedí permiso para ir también. Pipiólo, un hombrecito barrigón de manos regordetas del grupo de Jeiner y Patagrande, se quedó mirándome mientras,, despacio, volvía a echarle la cadena al cuello a William. Guardó un mutismo terco y luego se alejó.

William me miró, turbado. Llamó al guardia:

—¡Guardia! Ella necesita ir al baño, ¿no oyó?

—¡Y qué! No es asunto suyo. ¿Quiere meterse en problemas? —replicó, acerbo.

Quería agradarle a Enrique. Eso significaba que el reinado de Patagrande había llegado a su fin. Pipiólo cortó una ramita y la usó como palillo de dientes, mientras me miraba sin recato.

—Pipiólo, tengo que ir a los chontos —repetí, monocorde.

—¿Quiere cagar? Hágalo aquí, frente a mí, acurrucada a mis pies. ¡Los chontos no son para usted! —gritó.

Oswald y Ángel pasaron llevando unos troncos de madera al hombro. Se atacaron de la risa y le dieron un golpe en la espalda para celebrarle la gracia. Pipiólo fingió recuperar el equilibrio apoyándose en su fusil, un Galil 5,56 mm, encantado de tener público.

Tendría que aguantarme hasta el cambio de guardia.

William se puso a hablar conmigo, como si nada. No quería que yo le hiciera caso a Pipiólo, y se lo agradecí. Pipiólo se acercó. Se me plantó delante:

—Cierre la jeta, ¿entendió? Ahora soy yo el que ríe. Mientras esté aquí, se calla.

Enrique dejó a Pipiólo de guardia todo el día. No hubo cambio hasta la noche.

La tropa trabajó a toda velocidad en una obra que podíamos ver a través de los árboles. En una jornada la cárcel quedó lista: mallas, alambres de púas, ocho caletas apretadas en una sola fila, y otras dos retiradas en las esquinas de ambos extremos. Al lado de una de ellas montaron una letrina cerrada por un muro de palmas. Del otro lado, un árbol. En el centro, un tanque de agua. Alrededor de todas las caletas, un barrizal.

Me asignaron la caleta entre la letrina y el árbol al que me encadenaron. Tenía suficiente amplitud de movimiento para ir de mi hamaca a la letrina, pero me estrangulaba para alcanzar el tanque de agua. Lucho estaba del otro lado del tanque, también encadenado. Nos quitaron las botas, obligándonos a andar descalzos.

Mi cercanía a la letrina fue un castigo refinado. Vivía entre los tufos permanentes de nuestros cuerpos enfermos. Las náuseas ya nunca se me quitaban, obligada como estaba a ser testigo importuno del desahogo de los cuerpos de todos mis compañeros.

Hice de mi mosquitero mi burbuja. Allí me refugiaba del ataque del jején, de la pajarilla, de la mosca marrana y del contacto con los hombres. Pasaba las veinticuatro horas encogida en mi capullo, cediéndole el paso a un silencio adictivo, un silencio sin fin.

Encendía por fin la radio, y recorría cuidadosamente todas las bandas de onda corta. Un día di con un pastor que emitía desde la costa oeste de Estados Unidos. Predicaba la Biblia como quien enseña filosofía. En varias oportunidades lo había pasado por alto, desdeñosa, pensando que se trataba de otro de esos charlatanes de Dios. Un día me arriesgué a escucharlo. Analizaba un pasaje de la Biblia que diseccionó apoyándose con erudición en las versiones griega y latina del texto. Cada palabra adquirió un sentido más profundo y preciso, y tuve la impresión de que estaba tallando un diamante frente a mí. Se trataba de los últimos párrafos de una carta de san Pablo a los corintios: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad […] porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». Debía leerse como un poema, sin prevenciones. Me pareció tan universal que quienquiera le buscara algún sentido al sufrimiento, podía apropiársela.

Entré en hibernación. Se acabaron para mí el día y la noche, el sol y la lluvia. Los ruidos, los olores, los bichos, el hambre y la sed: todo desapareció. Mi relación con Dios cambió. Ya no necesitaba intermediarios, ni tener rituales, para llegar hasta Él. Al leer su libro veía una mirada, una voz, un dedo que mostraba e incomodaba. Me tomé el tiempo de reflexionar en lo que me molestaba y vi en las miserias humanas el espejo que devolvía mi propio reflejo.

Ese Dios me cayó bien. Hablaba. Escogía sus palabras. Tenía sentido del humor. Tal como el Principito al seducir a su rosa, lo hacía con cuidado.

Una noche, mientras escuchaba la retransmisión nocturna de una de sus conferencias, oí que me llamaban. Era una noche negra, resultaba imposible ver absolutamente nada. Paré la oreja, la voz se acercó.

—¿Qué pasa? —grité asustada, temiendo que pudiera tratarse de la alerta para evacuarnos.

—¡Chito! Fresca —reconocí la voz de niño de Mono Liso.

—¿Qué quiere? —pregunté, desconfiada.

Había pasado la mano a través de la malla y trataba de tocarme, mientras me decía obscenidades que sonaban ridículas en su voz de niño de pantalones cortos.

—¡Guardia! —grité.

—¡Qué! —me respondió una voz ofuscada al extremo opuesto de la cárcel.

—¡Llame al relevante!

—¡Soy yo! ¡Qué quiere!

—¡Tengo un problema con Mono Liso!

—¡Eso lo veremos mañana! —cortó.

—¡Que aprenda a respetar! —gritó alguien al interior del cercado—. Oímos todo. ¡Es una basura, corrompido!

—¡Se callan! —replicó el guardia.

El relevante nos barrió con su linterna. El haz de luz alumbró a Mono Liso, quien se había alejado de un brinco dé la malla y fingía limpiar su AK-47.

Al día siguiente, después del desayuno, Enrique envió a Mono Liso con la llave de mi candado. Llegó pavoneándose.

—¡Venga para acá! —me gritó, con la suficiencia de la autoridad recién adquirida.

Abrió el candado y me apretó aún más la cadena. Apenas podía tragar. Contento con su obra, volvió a salir caminando con arrogancia. Una vez fuera, dio órdenes inútiles a los que estaban prestando guardia. Quería que nos diéramos cuenta de que acababa de ser ascendido a relevante.

Regresé a mi hamaca y abrí mi Biblia. No me volví a levantar.

Al cabo de algunos días, Enrique decidió hacer una visita a la cárcel. Reunió a los militares presos y adoptó el papel de buena gente. Fingió tomar nota de las solicitudes de cada uno. Finalmente, cuando le pareció que todo había salido bien y que nadie protestaba, les preguntó si tenían peticiones «especiales». Pinchao levantó el dedo:

—Yo tengo una, comandante.

—A ver, mijo, soy todo oídos —le respondió Gafas, con voz meliflua.

—Quisiera pedirle… —Pinchao hizo una pausa para aclararse la garganta—, quisiera pedirle que les quite las cadenas a los compañeros. Ya van a ser seis meses que están amarrados y…

Gafas lo cortó.

—¡Seguirán encadenados hasta su liberación! —replicó con saña.

Recobrándose, se levantó sonriendo y dijo:

—¿Supongo que no hay nada más? ¡Bien! ¡Buenas noches, muchachos!

Al día siguiente, hacia las seis de la mañana, unos aviones pasaron sobre el campamento. Algunos minutos más tarde escuchamos una serie de explosiones a unos veinte kilómetros.

—¡Están bombardeando!

—¡Están bombardeando!

Mis compañeros no sabían qué más decir.

Lo primero que guardé en el equipo fue mi Biblia. Angustiada, clasifiqué mis cosas: solo me importaba conservar lo que tuviera que ver con mis hijos. Acababan de llegar a los veinte y diecisiete años. Me había perdido todos los años de su adolescencia. ¿Recordarían aún mi rostro? Me temblaban las manos. Todo lo demás era de botar: tarros reciclados, ropa remendada, mi ropa interior de hombre. Debido al permanente contacto con el barro, los bichos, las micosis plantares, mis pies me daban miedo. Mis piernas se habían vuelto enclenques, había perdido la mayor parte de mi masa muscular.

Cuando el guardia vino a anunciarme nuestra inminente partida, ya estaba lista para marchar.