56
LA LUNA DE MIEL
Sin las cadenas, todos nos sentimos más livianos. El ambiente en el campamento era bueno. Arturo marchaba adelante y los niños se comportaban como niños. Jugaban, peleaban entre sí, se perseguían, rodaban por el musgo abrazados. Parecíamos una tribu de nómadas.
Hablaba bastante con Lucho. En las horas de quietud, cuando la marcha se detenía, discutíamos reformas y proyectos que soñábamos para Colombia.
Yo estaba obsesionada con la idea de construir un tren de alta velocidad, una de esas máquinas de aspecto supersónico que cortaría el aire como un bólido al abrirse paso entre las montañas de mi país, suspendido en el vacío mediante un viaducto que desafiaría la ley de la gravedad. Quería que partiera de la costa norte de Colombia, se metiera en los páramos y en los valles para comunicar a tantos pueblos inaccesibles y olvidados que morían de soledad, serpenteara hacia el occidente buscando la salida y terminara abriéndose camino por el Valle del Cauca hasta llegar al Pacífico colombiano, grandioso y abandonado. Quería que fuera el medio de transporte de todos, ricos y pobres, para que el país fuera accesible a cada colombiano, convencida de que solo a través de un espíritu de unión y reparto era posible ser iguales. Lucho me decía que estaba loca. Yo le respondía que era libre de soñar:
—Imagina solo por un instante que pudieras, en un arranque, tomar el tren y estar dos horas más tarde bailando salsa en las playas de Juanchaco. Y con toda la seguridad del caso.
—¿En un país plagado de guerrilla? ¡Imposible!
—¿Por qué imposible? La conquista del oeste en Estados Unidos se logró con bandoleros en todas partes, eso no los detuvo. Es algo tan importante, que podríamos darnos el lujo de tener hombres armados cada quinientos metros. Querías trabajo para desmovilizar a la guerrilla, por qué no esto.
—¡Colombia está súper endeudada, no hay siquiera con qué financiar el metro! ¡Y ahora quieres un tren de alta velocidad! ¡Es una locura, pero es genial! —dijo Lucho.
—Sería una obra inmensa que daría trabajo a los profesionales, ingenieros y demás, pero también a esta juventud que no tiene más remedio que ponerse a disposición del crimen organizado.
—¿Y la corrupción en todo eso? —preguntó Lucho.
—Hace falta que los ciudadanos se organicen para vigilar el desarrollo del proyecto en todos los niveles, y que la ley los proteja.
Era la hora del baño. Fuimos a una ciénaga nacida del desbordamiento del río. Habían instalado dos varas paralelas a ras del agua, entre las ramas medio inundadas de los árboles a lo largo de unos cincuenta metros. Había que caminar por ellas haciendo equilibrio para llegar al lugar que nos habían asignado para bañarnos y lavar nuestra ropa. Estábamos todos repartidos a lado y lado de aquellas varas, guerrilleros y secuestrados, despercudiéndonos.
Era la hora preferida de mis camaradas porque las chicas se bañaban en ropa interior y desfilaban por la pasarela para ir a vestirse en tierra firme. La compañera de Jeiner, Claudia, era la más admirada por todos. Era rubia, de ojos verdes, con una piel de nácar que parecía luminiscente. Era, por cierto, de una coquetería espontánea que se afirmaba cuando se sabía mirada.
El día en que vino el comandante del frente, nadie se apresuraba a regresar al campamento. Al comprender el porqué de aquella falta de entusiasmo, Arturo le ordenó a Claudia salir e ir a vestirse a otra parte.
El nombre de guerra del comandante del primer frente era, de nuevo, César. Estaba de pie, de impecable uniforme kaki, boina inclinada a lo Chávez y una gran sonrisa de un blanco químico que suscitó nuestra envidia. Cuando nos preguntó, magnánimo, por lo que nos hacía falta, le respondimos en coro que queríamos un dentista. Prometió encargarse del tema, tanto más cuanto que el gordo sargento Marulanda había insistido en mostrarle los estragos de cinco años de secuestro abriéndole la boca en las narices. Indicó el hueco enorme dejado por una prótesis dentaria perdida durante una marcha, y César consideró suficiente la ilustración.
César también nos dio permiso de hacer una lista para aprovisionarnos. Recité de memoria la que años atrás le había hecho al Mono Jojoy, agregando un aparato de radio para todos, puesto que nos hacía muchísima falta. Desde nuestra unificación habíamos dependido totalmente de mi destartalado radiecito, que transmitía caprichosamente cuando le daba la gana. La emoción de los militares ante la idea de hacer un pedido contrastaba con el abatimiento de Lucho.
—No nos van a liberar —me dijo, con el corazón destrozado, y admitiendo que mi esperanza lo había contagiado.
—Los soldados me contaron que, cuando los rasos fueron liberados, las Farc los vistieron con ropa nueva de los pies a la cabeza —respondí con terquedad.
—Necesito salir, Ingrid. No puedo seguir aquí, me voy a morir.
—No, aquí no te vas a morir.
—Escucha. Prométeme algo.
—Sí.
—Si no nos liberan de aquí a fin de año, nos fugamos.
—¿Sí o no?
—Es muy jodido…
—Sí o no; respóndeme.
—… Sí.
César hizo armar una carpa, y bajo la carpa mandó construir una mesa con troncos de árboles jóvenes. Luego sacó de su morral una computadora portátil metalizada y ultraliviana. Era el primer Vaio que veía en mi vida. Sentí la misma admiración que un niño ante la apertura del bolso de Mary Poppins. La escena me parecía incongruente y fascinante. Teníamos una pequeña maravilla tecnológica frente a nosotros, un aparato de vanguardia, lo último en innovación, puesto sobre una mesa digna del Neolítico. Como para servir de eco a mis pensamientos, nos trajeron troncos para que nos sentáramos. César había tenido la amabilidad de traer una película; la sesión de cine iba a comenzar. Quería que todos estuviéramos sentados frente a la pantallita, y eso fue lo que hicimos sin recelo. Se puso a manipular los controles de la computadora con cierto nerviosismo.
Bermeo verbalizó mis pensamientos más rápidamente que yo misma. Dándome un codazo, me susurró:
—¡Pilas, trata de filmarnos!
La alerta se regó como la pólvora. Al instante todos nos dispersamos y solo aceptamos regresar una vez que la película hubiera empezado. Como buen perdedor, César se reía; pero la desconfianza se había instalado. Nada de lo que nos preguntó después obtuvo respuestas espontáneas. Lo que retuve de aquel diálogo de sordos era fruto de la información periférica que había podido captar al vuelo.
César era el comandante del frente primero. Era un hombre rico, sus negocios iban de maravilla. La producción de cocaína llenaba sus arcas a reventar. «Hay que financiar la revolución», había dicho entre risas. Su compañera se ocupaba de las finanzas; era ella quien ordenaba los gastos y autorizaba, entre otras cosas, la compra de aparatos, como la computadora portátil de la que César estaba tan orgulloso. También comprendí que César, quien mencionaba el nombre de Adriana cada vez que tenía la oportunidad, debía de estar muy enamorado. No fui la única en pensarlo. Pinchao me susurró, con aire travieso: «¡Espero que Adriana esté de buen genio cuando reciba nuestra lista!».
Dos días después —un tiempo récord—, recibimos nuestro pedido. Llegó todo, excepto mi diccionario.
Aquella noche, Arturo nos presentó a otro comandante.
—Jeiner fue llamado a otra misión. En adelante, Mauricio se encargará de ustedes.
Mauricio era un tipo esbelto, con mirada de águila, bigote fino cuidadosamente delineado sobre los labios delgados y un poncho de algodón liviano, como el que Marulanda llevaba en cabestrillo, y que Mauricio utilizaba para ocultar el brazo que le faltaba.
A diferencia de Jeiner, había llegado como un gato a darse una vuelta por las caletas con aire suspicaz. Los soldados bajaron de las hamacas para hablar con él y nos llamaron para que nos les uniéramos:
—¿Cómo te pareció? —me preguntó Lucho después de haberse ido Mauricio.
—Prefiero a Jeiner —le respondí.
—Sí, con ellos lo bueno nunca dura.
Por la mañana recibimos la visita de un grupo de jóvenes guerrilleras. Igual que Mauricio, mariposearon alrededor de las caletas, riendo entre ellas y mirando a los rehenes con el rabillo del ojo. Al cabo se asomaron a mi carpa. La más linda, una chica voluptuosa de senos prominentes y camiseta escotada, largas trenzas negras que le llegaban más abajo de la cintura, ojos almendrados sombreados por unas pestañas gruesas e interminables, me preguntó con voz de niña:
—¿Usted es Ingrid?
Me reí y, para que se sintieran bien, llamé a mis compañeros para presentárselos.
Zamaidy era la compañera de Mauricio. Ella lo llamaba Pata Grande, y aprovechaba visiblemente el ascenso de su «socio» para reinar sobre una corte de chiquillas que la seguía. El top fosforescente que destacaba sus curvas era la envidia de sus amigas. Era evidente que querían vestir como ella, aunque sin conseguir el mismo resultado, lo que contribuía a aumentar la influencia de Zamaidy sobre el resto del grupo. Si Zamaidy caminaba, ellas caminaban; si se sentaba, ellas hacían otro tanto; y si Zamaidy hablaba, ellas callaban.
La aparición de Zamaidy paralizó nuestro campamento. Los soldados se empujaban para poder hablarle. Ella no se hacía de rogar para repetir su nombre, explicando que no era corriente y que se escribía con zeta inicial. Ello le permitía, de paso, dejar en claro que sabía leer y escribir, lo que tampoco era usual.
Cuando el enfermero que acababa de sernos asignado llegó a presentarse, solo Lucho y yo estábamos disponibles para recibirlo. Camilo era un joven inteligente y rápido, con un rostro simpático que le ayudaba a agradar. De entrada nos gustó, sobre todo luego de confesarnos que no le gustaba el combate y que su vocación siempre había sido aliviar el dolor del prójimo.
A medianoche, después de haber caminado unos minutos en la oscuridad y en silencio absolutos, apareció el río en toda su majestad. Una niebla fina flotaba sobre la superficie y medio ocultaba una gigantesca embarcación que esperaba amarrada a la orilla. Íbamos a emprender un viaje interminable a lo profundo de la selva. La luna se escondió y los vapores se hicieron más densos. Camilo soltó las amarras y todos los fierros del bongo se estremecieron con un lamento de submarino viejo que anunciaba las profundidades abisales de las aguas que íbamos a surcar.
Cada cual fue a ubicarse en un rincón para pasar el final de la noche, mientras el bongo se hundía en las entrañas de una selva cada vez más densa, con su tripulación de niños armados jugando sobre la cubierta y su carga de presos exhaustos encogidos en su añoranza. Mauricio se situó en la proa: con un enorme proyector entre las rodillas, apuntaba al túnel de agua y vegetación que se abría adelante. Con su único brazo daba instrucciones al capitán, que se encontraba de pie en la popa, y no pude dejar de pensar que estábamos a merced de un nuevo tipo de piratas.
Al cabo de una hora, Camilo volteó un balde metálico que estaba tirado en la cubierta, se lo encajó entre las piernas y lo transformó en timbal. Su ritmo endiablado nos despertó el alma y prendió la fiesta. Las canciones revolucionarias se mezclaron con las populares. Era simplemente imposible mantenerse al margen de la embriaguez colectiva. Las chicas improvisaban cumbias contoneándose y girando sobre sí mismas, como presas del vértigo de vivir. Las voces se desgañitaban y las palmas de las manos llevaban la cadencia con entusiasmo. Camilo ahuyentó el frío y el tedio, también el miedo. Miré el cielo sin estrellas, el río sin fin y aquel cargamento de hombres y mujeres sin futuro, y canté con todas mis fuerzas, buscando en la apariencia de la alegría un dejo de felicidad.
Una vez que atracamos de noche, cerca de un campamento abandonado y fantasmagórico, una voz gangosa nos llamó desde lo alto de los árboles:
—¡Hola, pendejo; el que come solo, muere solo, ja ja!
Luego, desde más cerca:
—¡Te veo, pero tú no, ja ja!
Era un loro hambriento que no había olvidado lo aprendido. Aceptó que le diéramos de comer pero guardó su distancia. Apreciaba su libertad. Al observarlo, me dije que él sí lo había entendido todo. En el momento de zarpar, desapareció. Nada lo hizo bajar de la copa de su árbol.
Más abajo en el río, Pata Grande dispuso la construcción de un campamento permanente. El lugar estaba a orillas del río, entre unas casas campesinas que habíamos visto desde el bongo. Nuevamente, se trataba de un campamento abandonado. Llegamos en plena noche, bajo una tormenta brutal. Los jóvenes armaron nuestras carpas en un abrir y cerrar de ojos, usando parte de las antiguas instalaciones que se mantenían en pie.
Cuando escampó me fijé en un niño menudo, rubio, con el pelo cortado a cepillo y cara de ángel, que parecía incómodo con el fusil en las manos.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté cortésmente.
—Mono Liso —murmuró.
—¿Mono Liso? ¿Es tu apodo?
—Estoy de centinela, no puedo hablar.
Katerina pasaba por ahí. Se burló de él y, dirigiéndose a mí, soltó:
—No le pare bolas al Mono Liso, es una caspa.
Ya no tenía ganas de estrechar vínculos con mis secuestradores. Hacía días que le daba vueltas al asunto. La partida de Jeiner había dañado el ambiente amistoso que predominó durante algunos días. La actitud de la tropa calcaba el comportamiento del superior. Estaba convencida de que, con el tiempo, el deslizamiento hacia el despotismo era inevitable.
Unos meses antes de mi secuestro, encendí el televisor y di con un documental apasionante. En los años setenta, la Universidad de Stanford determinó simular una situación carcelaria para estudiar el comportamiento de personas comunes y corrientes. El sorprendente resultado del experimento reveló que jóvenes equilibrados, normales, que se disfrazaban de guardianes y tenían el poder de cerrar y abrir puertas, podían convertirse en monstruos. Otros jóvenes, tan equilibrados y normales como los anteriores, puestos en el rol de presos, se dejaban maltratar. Un guardia metió a un preso en un armario donde solo cabía de pie. Lo dejó allí durante horas, hasta que se desmayó. Era un juego. Sin embargo, frente a la presión del grupo, solamente una persona supo salir de su papel y pedir que detuvieran el experimento.
Sabía que las Farc jugaban con candela. Estábamos en un mundo cerrado, sin cámaras, sin testigos, a merced de nuestros carceleros. A lo largo de las últimas semanas había observado el comportamiento de aquellos niños obligados a portarse como adultos y con un fusil en las manos. Ya podía ver todos los síntomas de una relación que habría de deteriorarse y pudrirse. Creía que era algo contra lo que se podía luchar, conservando al mismo tiempo la identidad. Pero también sabía que la presión del grupo podía convertir a aquellos niños en guardianes del infierno.
Estaba perdida en mis elucubraciones cuando vi un hombrecito de gafas bien trepadas sobre la nariz y el pelo muy corto. Caminaba como Napoleón, con los brazos cruzados a la espalda. Su presencia me indispuso. Había un aura lúgubre en torno a él: «Otro nuevo», me dije. Se me acercó por detrás para decirme, con vocecita sibilante:
—Buenos días, soy Enrique, su nuevo comandante.