- Hernán Rivera Letelier
- Donde mueren los valientes
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Saltos de cama
- No sé qué es más calentador, si contemplarte cuando en dulce
atolondramiento te desnudas, o cuando desnuda y campante, comienzas
lenta y ondulantemente a vestirte.
- Fue un placer, muchacha, un verdadero placer, pero rogaríate
que a la próxima —así más no fuera por respeto a la profesión—
tuvieras la delicadeza de hacerlo sin mascar chicle.
Na-da-más-que-sin-mas-car-chi-cle.
- Y yo que me enamoré de ella creyendo que era mozuela, pero
tenía marido y amante. ¿Y yo por dónde?
- Preferible, mujer de mala fama, ver tu nombre rayado en las
paredes de ciertos lugares públicos —con ilustraciones alusivas y
todo— que, perfumado de incienso y en letras góticas, leerlo
inalcanzable al pie de un altar.
- Aquella noche le hice todo lo que debía, después la tipa me
salió con que le debía todo lo que le hice.
- No te abaniques tanto, mi rubiecita aburguesada, que la última
vez que tu recuerdo, dejándose venir en puntillas por la espalda,
me cerrara los ojos y me preguntara engreído: «Adivina quién soy»,
fue sólo por uno de nuestros orgasmos, y tu manía de mascar hielo,
que te adiviné. Mañana, te lo aseguro, será sólo por tu manía de
mascar hielo.
- Perdona mi desconfianza, vida mía, este cuidado de no darte
mucho la espalda ni cerrar los ojos cuando estoy contigo. Perdona
que no me abandone ciegamente en tus brazos, que no apague la luz,
que no eche el cerrojo. Perdona mi recelo, vida mía, vi(u)da negra
mía.
- Unas me olvidaron en el espaldar de algún catre. Otras, sin
darse cuenta, me llevan pegado detrás de la oreja. Más de alguna
—quisiera creerlo— aún hará globitos con mi recuerdo.
- El peor error de mi vida fue haberme casado; el mejor acierto,
haberlo hecho contigo.