Por favor, Brando, no te hagas nunca famoso

En asuntos de amoríos no soy ningún santo. Lo reconozco. Y en mis correrías de poeta trashumante he tenido más de una aventura con poetisas maternales y solitarias damas amantes de las Bellas Letras. Sin embargo, debo decir que una rubia de ojos azules —siempre me han ligado las rubias de ojos en colores— me hizo cometer una noche la más ruin canallada de mi vida.

Todo comenzó en una lectura de poesía en un pequeño puerto nortino. El local que los organizadores pudieron conseguir para el acto resultó ser estrecho y poco ventilado, y esa noche de domingo el calor chorreaba amelcochado por las paredes. Era la primera vez que yo realizaba uno de mis recitales underground en ese puerto.

Mientras leía en una mesa coja, encaramado en una especie de pódium de velada escolar, no podía dejar de sentirme nervioso ante la presencia de una rubia carita de sueño, mononita ella, que sentada en primera fila, piernas cruzadas y todo, me miraba con el azul lánguido de sus ojitos de cielo. «Claro que tiene que mirarte, pedazo de idiota», me decía a mí mismo, tratando de tranquilizarme. «Si eres tú el papanatas que está haciendo de payaso». Y blando de calor bebía el agua tibia de un vaso de plástico puesto sobre la mesa y carraspeaba asnalmente entre poema y poema.

Al finalizar la lectura, y como dejándose llevar por la casi vaporosa ola de aplausos, la rubiecita fue la primera que se adelantó a saludarme. Yo había cateado expertamente el público femenino y la rubia treintañera era lejos lo mejor de la veta (melena despeinada, aretes de gitana y pañuelito de seda al cuello, era lo que más brillaba en la sala). Las demás mujeres que componían la audiencia, o eran angulosas profesoras de lentes, o poetisas demasiado voluminosas para mi gusto venéreo.

Sin decir agua va, luego de aplayizar (esto por lo de la ola de aplausos) frente a mis colmillos babeantes, la rubia me abordó con una pregunta que me hizo pestañear incrédulo (por un momento pensé que me iba a preguntar que por qué tenía la boca tan grande, abuelito). Lo que me preguntó en cambio, susurrante, fue si me podía dar un beso. Y acto seguido, sin esperar respuesta, en un arrebato de «pura sensibilidad artística», como diría melosamente después justificándose ante el barbilindo que la acompañaba esa noche, me estampó en la boca (que dos tampones de tinta fucsia eran sus labios) un efusivo beso acorazonado.

Después, mientras nos tomábamos un trago en el boliche al que me llevaron los vates organizadores (entre los que descollaban con luz propia un corpulento poeta camionero y un sanguíneo poeta en silla de ruedas), llegó la rubia con su acompañante y hubimos de comprimirnos aún más en las dos mesitas que habíamos logrado arrejuntar. La rubia, haciendo gala de un tupé increíble, ignoró olímpicamente a su compañero y acomodó una silla a mi lado y se apretujó contra mi cuerpo. De su escote fluían olorositos los vapores de un perfume de violetas.

En una atmósfera agrisada de humo de cigarrillos, mientras resonaba una música de charango y quenas y los poetas discutían sobre los mascarones de proa de Neruda, la rubia —a la que yo le acariciaba los muslos por debajo de la mesa—, batiendo melindrosamente las pestañas (en verdad la muñeca era el epítome de las rubias melindrosas que había conocido hasta entonces), me lanzó una frasecita que aún me hace engrifar los pelos de susto: «Por favor, Brando», me dijo, «no te hagas nunca famoso». Y por Dios que me lo pidió como si la vaina dependiera exclusivamente de mi antojo; como si me estuviera pidiendo, por ejemplo, que no dejara de usar esos bototos industriales que llevaba puestos, o que no cambiara nunca esas camisas que por ese tiempo yo todavía usaba: de mezclilla y sin cuello, y que eran el resabio de los años que había vagado a dedo por las carreteras del país, cuando por un deschavetado acto de higiene, además de no usar ropa interior, le arrancaba el cuello a mis camisas.

Acaso no sabía ella, la damisela de los ojos aturquesados, comencé a disertar admonitorio, etílicamente grave, que todos los que estábamos metidos en este forro que era la literatura éramos una manga de neuróticos egocéntricos del carajo que lo único que anhelábamos en nuestra vida de gorriones inútiles era darnos un día de narices con esa puta gorda que era la Fama. Y el cabrón que asegurara lo contrario no era sino un pobre rulenco que no tenía la más remota posibilidad de sentarla alguna vez en sus rodillas enclenques. Porque, claro, para lograr eso, primero había que sentar a esa otra meretriz que era la Belleza, que bien podía ser tonta y floja, como dijera el gran Pablo de Rokha, pero que no se dejaba ver las canillas muy fácilmente, y menos por cualquier pelagatos de tres al cuarto.

Y traposamente embalado en mi perorata, mientras devoraba un sándwich de jurel frito, la especialidad de la casa y único ágape con que pudieron atenderme los paupérrimos vates del puerto, seguí pontificando en voz alta, demostrando a los de la mesa todo lo erudito que podía ser en esas paparruchadas seudoliterarias. Todo esto, mientras la rubia melindrosa no hacía sino mirarme con la expresión de una vaca bizca (lo espirituoso del vino parecía haberle desviado levemente la mirada) y su novio adoptaba poses de inteligencia y el poeta paralítico no despegaba la vista del vaso y el poeta camionero interrumpía a cada tanto invitando a hacer un brindis por «la Madre Poesía y sus hijos aquí presentes».

Ya era pasada la medianoche cuando los escritores locales, emparafinados todos como piojos, comenzaron a desbandarse de a uno. Antes de que la rubia se retirara del brazo de su acompañante —y en la mesa nos quedáramos sólo el poeta camionero, el paralítico y yo—, en una de sus idas a empolvarse la nariz, me metí con ella al baño de las mujeres y la arrinconé decidido contra los azulejos. La ricura en verdad no me dejó avanzar mucho, pero me dijo, prometedoramente ronroneante, que por la noche del día siguiente iría a visitarme. Que ella sabía en dónde me iban a alojar los poetas.

El poeta camionero, de gruesos bigotes de manubrio, carcajadas largas y pesados manotones amistosos, era un tipo de muy buena sombra. Chofer de un camión de transporte, de ésos con acoplado, hablaba en metáforas mecánicas y hermaneaba a todo el mundo; «hermanos en la poesía», llamaba a los demás poetas. En la cabina de su vehículo tenía pegado un retrato de Federico García Lorca en el que había escrito: «Lorca es mi copiloto», y un busto de madera de Pablo Neruda que colgaba en el parabrisas como un zapatito de guagua. En el círculo literario local se le conocía un solo poema: un larguísimo romance en octosílabos dedicado a su camión y que tras cada uno de sus viajes traía cambiado y retocado, sin llegar nunca a una versión definitiva.

El poeta de la silla de ruedas, en cambio, era todo lo opuesto a su amigo. En su cuadrado rostro vultuoso tenía petrificada una expresión de despotismo que se encendía cada vez que era transportado en su trono de paralítico (en las dos veces que en el boliche se había hecho llevar a las casitas le vi aflorar en el rostro la expresión arrogante de un mandarín oriental). Además de su altanería, vislumbré que era uno de esos insufribles tipos que creen ver debajo del alquitrán.

Lo que en verdad sabía de él era muy poco: que era separado y que vivía solo en una casa vacía, en la que había ofrecido alojarme esa noche. Se decía que también había sido camionero, y que su esposa lo había abandonado al quedar artrítico. Que el tipo había sido un bruto como marido y que ahora ella no perdía ocasión de desquitarse. «Tengo que verlo un día en la calle vendiendo números de Lotería en su silla cabrona», dicen que decía la mujer.

Era casi de madrugada cuando salimos del boliche. Embullados y borrachos como taguas, echamos a caminar por el medio de esas calles desiertas que, a la luz del amanecer, parecían ser las más tristes y desamparadas del litoral chileno. El poeta camionero empujaba la silla de ruedas de su amigo como si fuera el carrito de un niño. Piteando y haciendo ruido con la boca lo llevaba corriendo a todo dar por el pavimento ejecutando bruscos virajes, frenando de pronto violentamente, soltándolo en las bajadas y luego corriendo a alcanzarlo sin dejar de reír sus roncas carcajadas gremiales. Todo eso mientras el poeta perlático cantaba tangos a voz en cuello y, tras cada frenada o viraje de la silla, bramaba como toro e insultaba a gritos al camionero. Su insulto preferido era barbeta, palabra que esa noche había usado varias veces en la mesa.

En un momento, mientras él se ponía a mear en un poste, el poeta camionero me pidió que empujara un rato la silla de ruedas. No pude negarme. Pero me sentí como uno de esos chinos de Hong Kong arrastrando en su carrito de bambú a un estirado inglés de mierda. Además, mientras yo empujaba la silla con delicadezas de enfermero nuevo, el paralítico paró su cantilena tanguística e imitando la vocecilla de la rubia comenzó a gritarme a todo hocico: «¡Por favor, Brando, no te hagas nunca famoso!». Remedaba tan bien la voz de la rubia que el poeta camionero, de tanto reírse, se meó toda una pierna del pantalón.

Ya en la casa, antes de tirarme a dormir en un colchón preparado en el suelo, tuve que sacar al vate de su silla, estirarle cuidadosamente su osamenta de piedra y tenderlo de espaldas en la cama. Al otro día el cuento fue al revés: hube de sacarlo de la cama, doblar sus huesos endurecidos y sentarlo en su triste trono de ruedas de bicicleta. Ese lunes, durante toda la jornada, prácticamente tuve que hacer de mayordomo del inválido. No me fui de la ciudad esa misma mañana puramente por la visita de la rubia acordada para esa noche. Además de afeitarlo, peinarlo y llevarlo al baño tres veces durante el día, tuve que hacerle friegas de salicilato en el cuello y en sus manos artríticas. Sus pobres articulaciones sonaban como tuercas o pernos oxidados.

La casa del paralítico estaba pintada por dentro de un horrible color de membrillo machucado, y se hallaba vacía casi por completo. Además de venderle el camión, su esposa le había ido quitando los muebles uno por uno. El descuido y el desaseo eran ostensibles; por las habitaciones vacías esa noche vi pasear miríadas de cucarachas color conchovino.

La pieza del living-comedor, la única que lucía un par de muebles, y donde el hombrecito tenía su escritorio, estaba revestida en sus cuatro paredes de un verdadero especilegio. Diplomas, banderines, pergaminos y galvanos otorgados por las instituciones más inverosímiles, en reconocimiento a los más rebuscados méritos, pendían convenientemente enmarcados y dispuestos en escala real. El vate de la silla de ruedas había ganado premios por odas a la patria, por acrósticos al día de la madre, por coplas al minero nortino, por himnos de jardines infantiles y hasta por letras de cuecas en concursos radiales organizados para las festividades patrias.

El hombre pertenecía a esa especie de cofradía que conforman los poetas de medio pelo (cofradía en la que yo me he negado rotundamente a ingresar), y en la cual se dedican a florearse mutuamente, se escriben cartas cada semana, publican opúsculos y hojas sueltas rigurosamente mes a mes, se premian unos a otros en los más sospechosos concursos literarios y se invitan al menos una vez al año a encuentros y asambleas de nombres tan rimbombantes como: «Primer Encuentro de Intelectuales y Artistas no Oficiales de América Latina».

Sólo una vez durante aquel día vi reír al paralítico mala leche. Fue después de comernos una fuentada de salmón con cebolla (preparado por mí, por supuesto) y mientras se ufanaba en mostrarme su colección epistolar. Luego de leerme algunos versos de un libro recién enviado por uno de sus poetas amigos, mientras lo comentaba y elogiaba con entusiasmo, inconscientemente se puso a matar moscas con el ejemplar. A cada elogio que hacía, mandoble que le daba a una mosca. Cuando las manchitas de sangre comenzaban a cubrir el plenilunio en blanco y negro de la portada, y sobre el mantel de hule negreaba una decena de moscas muertas, le dije amablemente que por qué no le escribía a su amigo pidiéndole que la segunda edición la sacara con mango.

Cuando por fin se hizo de noche y apareció la rubia, yo, podrido de oír tanto verso malo, me hallaba en un rincón de la pieza desintoxicándome con un libro de Ernesto Cardenal. El poeta, con la silla de ruedas arrimada a su escritorio, trataba a duras penas de redactar una carta con los tres dedos nudosos que aún podía manejar. Al entrar, la rubia saludó con un melodioso buenas noches que él no se dio el trabajo de contestar. Ni siquiera levantó la vista. La ignoró completamente. Encorvado en su silla de ruedas, el inválido daba la impresión de un melancólico animal disecado.

Con el pretexto de mostrarle algunos de los epigramas del poeta nicaragüense, nos instalamos con la muñeca detrás del poeta, junto a una mesita en donde una pequeña radio chicharreaba música del recuerdo. Al ratito nomás, abroquelados (y exacerbados) por la imposibilidad del paralítico de volverse a mirarnos, o de siquiera girar la cabeza, luego de nada más subirle un poquito el volumen a la radio (y sólo un poquito también la minifalda a la rubia), nos echamos un polvo a horcajadas en una silla, en las espaldas mismas del lisiado.

Hubimos de contener el aliento dolorosamente, no emitir un solo suspiro, ahogar los estertores cada uno mordiendo el hombro del otro (la rubia zureaba como una paloma enferma). Y en el momento culminante, cuando yo trataba de que la silla no crujiera y aguantaba el jadeo hasta lo imposible, vi las espaldas del hombre estremeciéndose en unos espasmos atroces, como si el pobre estuviese sollozando o achicharrándose a golpes de corriente en su silla eléctrica.

Repito que no me considero ningún santo en la materia. Pero tampoco soy un canalla sin corazón. Y aunque reconozco que lo hice un poco como desquite por todo lo que el anciano atrabiliario me había hecho mayordomear durante el día, les juro por mi madre que sólo cuando la rubia me lo dijo —sonriendo arteramente al despedirnos—, supe que era su esposa.