La albina del oficio
Todos los del oficio tenemos una albina propia, una albina que nos sigue y nos pena. Y todos hemos tenido que hacernos algún método —originalísimos unos; otros más bien convencionales— para mantenerla a raya. O por lo menos hacer más cortas sus intempestivas visitas.
Al principio es cosa fácil deshacerse de ella; y se podría decir que hasta resulta divertido hacerlo. Es más, advertidos de su existencia por los testimonios, en algunos casos dramáticos, de colegas antiguos en el oficio (el oficio no lo voy a nombrar, pues aunque lo hiciera resultaría igual de ambiguo para los legos oídos), aguardamos con una especie de morbosa curiosidad su primera aparición.
En mi caso particular ésta se produjo una tarde de otoño en que, abstraído junto a la ventana de mi taller, me empeñaba en reparar una nube color de buey que, atravesada en mitad del paisaje, no quería avanzar (esto no significa que el oficio sea el de mecánico de nubes ni mucho menos; pero tampoco quiere decir que no lo sea). Cuando me percaté de su presencia, ella ya había traspuesto las rejas de mi jardín y apoyada en el tronco de un aromo me miraba con un mohín entre burlón y zalamero. Desconcertado, me quedé un rato sin saber qué hacer. La tersa blancura de su piel transparentada al trasluz de su también albísima saya resultaba dulcemente adormecedora. Cuando me sonrió, el destello de sus dientes inmaculados me hizo cerrar los ojos lo mismo que cuando nos dan el reflejo del sol con una loncha de espejo. Luego, habituadas mis pupilas a su albor encandilante, nos quedamos mirando todo el tiempo que dura la sensación de asombro ante una visión extraña. Ella sin pestañear, yo tratando a duras penas de sostenerle la mirada.
Tras un rato de estudiarla, satisfecha ya mi curiosidad, fue asunto de niños deshacerse de ella: bastó que le hiciera un gesto obsceno con la mano a través de los cristales para que se echara a correr perseguida por la nube —esa color de buey— que como por arte de magia comenzó a avanzar por el paisaje sin ninguna clase de problema. Por supuesto que me llevó un buen tiempo darme cuenta de que no fue la zafiedad del gesto lo que horrorizó a «Blancamusa» —como, sin ningún asomo de originalidad, comencé a llamarla—, sino que había sido el sortilegio negro de mis uñas sin limpiar.
Este episodio se repitió un par de veces con algunas ligeras variantes. Después, pasado un corto período, ya un tanto envanecido de mis facultades de exorcista, fui dejando temerariamente que la albina se acercara cada vez más. A veces, con una leve sonrisita de provocación, la desafiaba a acercarse hasta los vidrios mismos de mis ventanales: su hálito polar los dejaba como recién nevados.
Un lunes a la hora de la siesta me dio por abrirle la ventana para ver qué hacía la albina: sólo me observó un rato inquieta, aunque sin acercarse mucho. Otra vez la invité a que se sentara en el alféizar de la ventana; otra, hasta le ofrecí un cigarrillo. De ese modo, casi sin darme cuenta, la albina se fue tomando libertades de novia demasiado insinuante. Acomodada con estudiada negligencia en el marco de la ventana, dejando ver buena parte de sus muslos lechosos, cuando no me hacía argollitas de humo me soplaba motitas de algodón o me lanzaba migas de unos dulces como de nieve que extraía desde el escote de su saya vaporosa.
Algunas tardes de abulia estival, y nada más por antojo de artista engreído, la enarbolaba alegremente por la cintura y la metía a mi taller. Con afectadas reverencias y galanuras de caballero chapado a la antigua, le ofrecía asiento en el más mullido de mis sofás, luego me acomodaba zalameramente a su lado y retozaba con ella horas y horas acariciando su sedosa cabellera de bruja. La albina se dejaba hacer melindrosa y amante. Lo que más le gustaba en aquellas ocasiones (en verdad la volvía loca) era que yo, al abrazarla, mientras le acariciaba el pelo con una mano, con el índice de la otra le fuera haciendo dibujitos y rayitas sin sentido en la blancura de su espalda. A contar por sus espasmos y risitas ahogadas, aquello le era de una delicia insoportable.
En dichas ocasiones, cuando ya estábamos en lo mejor de la fiesta y ella se creía la mujer más amada del mundo, de pronto, como quien no quiere la cosa, me ponía de pie y le ofrecía leche helada (ella sólo bebe leche helada). Pero antes de pasarle el vaso le dejaba caer disimuladamente una de mis famosas mosquitas de broma en la leche. Como una vampira humillada ante la sombra de un crucifijo, la muy escrupulosa lanzaba lejos el vaso, se incorporaba de un salto y, fulgurantes de rabia sus ojos rosados, sin decir palabra, se mandaba a mudar de mi casa y de mi vista y no volvía a aparecer por un larguísimo período. Antes de salir, desde la puerta, se levantaba las polleras y, en un gesto de pueril desprecio, me mostraba su deslumbrante trasero de albina. Muerto de risa, yo recogía los añicos del vaso, limpiaba los restos de leche derramada y me sentaba a proseguir mi interrumpido trabajo, trabajo que bien podría haber sido la construcción de la maqueta de una basílica lunar o el cocimiento de unas canicas de barro (no quiero decir con esto que la profesión tenga que ver con la arquitectura o la juguetería; o tal vez sí, y mucho).
Recuerdo perfectamente bien la noche de verano en que, en un arrebato de impúdica audacia, me la llevé a la cama. Era sábado. Por la ventana entreabierta, y en oleadas de brisa cálida, me llegaba el mundanal ruido de una ciudad en fiesta. Yo llevaba varios días encorvado aleando metales para una joya que —esto me tenía desanimado— quizás nadie iba a lucir (no somos ni joyeros ni alquimistas; aunque hay algunos colegas que van por la vida asegurando que eso es lo que somos). En el momento en que me afanaba febrilmente en engastar una piedra preciosa, muy difícil de trabajar, apareció ella más radiante que nunca. Entró por la ventana y, riendo lascivamente, me arrebató la gema de las manos. Yo, exhausto, no le dije nada; nada hice porque se fuera, sólo me limité a desnudarla de dos zarpazos y a meterla en brazos al dormitorio.
Pasamos tres días sin levantarnos, sólo nos bajábamos de la cama para ir al baño o para volvernos a tender en el sofá o revolcarnos en la alfombra. Al segundo día, ella comenzó a sentirse con atribuciones poco menos que de señora de la casa. Desde la cama empezó a sugerir pequeñas modificaciones en el decorado. Las plantas de interiores —las naturales— no le agradaban; las prefería artificiales, que eran más profilácticas, decía.
El tercer día, al despertar, entre los vapores del letargo eché de menos mis acuarelas y mis aguafuertes. La albina los había cambiado por cuadros totalmente en blanco. Trató (y por un momento casi lo consiguió, lo confieso) de convencerme, con argumentos de especialista en el rubro, de que esos cuadros en blanco representaban el último ismo en el arte pictórico, el último gesto de la moda (no dijo ni grito ni alarido, dijo gesto de la moda). Yo callé y otorgué.
Pero cuando descubrí que bajo el embeleso diabólico de sus pestañas níveas hasta mis gallinas más coloradas sólo estaban poniendo huevos blancos (ni uno solo de color), caí en la cuenta de que a la princesa se le estaba pasando la mano, y que a mí se me estaba quedando. Pero aún entonces me fue fácil deshacerme de ella; bastó nada más con desnudarme en sus narices y restregarle por la cara uno de mis más recónditos lunares, uno gordo y negro como el alquitrán. Salió huyendo como gata a la que le han dejado caer agua caliente.
Sin embargo, esta facilidad para deshacerme de ella fue deviniendo cada vez más en verdaderas batallas de conjuros, en algo sumamente complicado. Y es que ocurre —por suerte lo supe a tiempo— que, como las cucarachas, esta sílfide empolvada va creando sus propios anticuerpos. Que a la larga las mosquitas de alquitrán, las alabardas negras de las uñas, los verrugones y lunares más oscuros ya no bastan para espantarla, y hay que echar mano a exorcismos mucho más fuertes. Algunos colegas de los más vehementes aconsejan métodos tan misteriosos y exóticos como, por ejemplo: vestidos completamente de negro, quemar un gato negro en un círculo de cirios negros en una cabalística noche negra; vade retro que, según susurran verecundos los esotéricos, conseguiría alejar a la vampira blanca por unas cuantas lunas.
Pero testimonios hay por montones de compañeros de oficio que han sucumbido sin remedio al maleficio de la maligna. Que han despertado una mañana, cuentan, y se han encontrado con ella en total posesión de la casa, cuyas paredes ha limpiado hasta la exacerbación y blanqueado enteramente a la cal. Y no sólo eso, sino que la maniática también les ha velado los espejos, les ha congelado los acuarios y, en un gesto de crueldad exquisito, les ha lamido los peces de colores hasta dejarlos enteramente albinos.
Que completamente desnuda, cuentan sus víctimas entre sollozos, bailando lo blanco con sus pasitos de bailarina inválida, heladísima de halo, ya instalada para siempre en la casa, la morbosa se lleva de la mañana a la noche ofreciéndoles cubitos de hielo con la boca y congelándoles el alma con sus helados orgasmos estériles. Todo esto en aposentos rigurosamente esterilizados, en los cuales no se halla un solo pelo de las sábanas, una sola cagarruta de mosca en las paredes de salitre. Y que de nada valen las gafas ahumadas, sollozan con la cabeza entre las manos los pávidos, que los párpados de nada sirven, porque todo se vuelve esclerótica bajo su alud insomne, bajo su voluptuosa marea blanca. Y que no conforme con esto, en un alarde de perversidad pura, antes de irse a dormir, la albina se acerca contoneándose a la ventana y de una sola mirada borra las manchas de la luna —afuera los lobos enceguecen y los cuervos dormidos encanecen de súbito—. Gloriosamente pálida, entonces, conteniendo apenas los espasmos de su orgasmo de nieve, se acerca en puntillas hasta el lecho del durmiente y le sube la sábana a la cara.
Algunos de estos desdichados han asumido tan fatalmente su derrota que han llegado al hecho, siempre impresionante, de descerrajarse un tiro en la boca o vaciarse las venas con la liviandad horrenda de quien deja correr la llave del agua. Otros, con la cara arrebatada de un llanto arcangélico, no han visto otro destino que entrar caminando al mar, y lo hacen sin pensarlo dos veces, con la actitud piadosa de quien entra a una líquida catedral de vitrales verdes.
Y están además —y son una triste mayoría— los que tratando de ocultar su descalabro a los ojos de sus colegas, le ciñen peluca negra a la pálida, le pintan grotescos lunares de artificio y salen con ella a la calle muy sueltos de cuerpo. Si alguien los descubre y les pregunta, se hacen los sorprendidos, carraspean su tosecita grave y, haciendo ridículos guiños de complicidad, proceden a presentarla sólo como a una circunstancial amiga. Mas, por debajo de sus grandes gafas oscuras, uno adivina los ojos hueros de los que han sido hechizados sin vuelta por esta medusa de nieve. Algunos de éstos, más pusilánimes, se hacen los mártires y se enclaustran en torres de marfil y otros recintos inaccesibles y pretenden convencer a sus restringidos visitantes —y convencerse a sí mismos— con el ingenuo cuento de que solamente han invitado a la maligna a pasar unas cortas vacaciones a su lado. Pero la huella de un anillo en el dedo del corazón —símbolo claro de su fatal matrimonio— los delata con crueldad.
Sin embargo, los más insoportables de todos son aquellos que se jactan a voz en cuello de haber desposado voluntariamente a la albina. Y lo declaran fumando orondamente en mesas de bares y cafés. Pero mientras se les oye pontificar sobre las ventajas de tener como esposa a tan adorable ser, nadie puede dejar de mirar la cadenita de perro faldero con que la escrupulosa cónyuge los mantiene a raya. Si su matrimonio es un hecho innegable, no lo es menos que éste es completamente involuntario: la cadena salta demasiado a la vista.
Y es que entre nosotros, los del oficio, los casos de enlace por voluntad propia con esta meretriz blanca son escasísimos. Yo personalmente sólo he oído de uno. Sin embargo, para emular la hazaña de este verdadero prócer del oficio, primero habría que hacer la gracia de pasar una temporada en el infierno; viajecito que todos nosotros, con nuestras más buenas intenciones (entiéndase precarias condiciones), soñamos poder realizar alguna vez en nuestra vidas. Y esto no significa que nuestro oficio sea el de empedrador de caminos al infierno o algo parecido. Aunque tal vez… quizás… quién sabe.