Plegaria por el nuevo rico

De los oportunistas líbralo, Señor,

de los viejos amigos nunca antes vistos

de la exultante jauría de parientes lejanos

que como por encanto le irán apareciendo

de norte y sur del país

(los tíos del primo de un cuñado de su medio hermano).

De las tenaces señoras de instituciones benéficas protégelo

con tu sangre

de los mil vendedores de automóviles que caerán a su diestra

y de los diez mil promotores de intangentes

(esos entes casi sublimes)

que se dejarán caer a su siniestra.

Si en plena borrachera en el boliche de la esquina

Tú lo iluminaste de tu gracia y le afirmaste el pulso tembloroso

para que eligiera el cartón preciso.

O si en un arranque de sentimentalismo divino

—tú también los tienes, Señor—

le mostraste en sueños el número de los números

(y luego le diste la inspiración suficiente para que lo jugara

al revés)

Si fue tu mano sacra la que guió la mano de la guagüita

o la patita del minino regalón

para que se posara en ese y no en otro boleto de la Lotería

Si fue por tu santa voluntad, Señor

—casi digo tu infinito sentido del humor—

que el pobre se ganó solito esa porrada de millones

entonces ten misericordia de él.

Que la torta no se le vuelque sobre su propio rostro.

Mantén alejados de su casa a los limosneros profesionales

—esos que usan la palabra óbolo

a los sablistas joviales que cercenan sin dolor

y a los pedigüeños de cara lánguida que en

interminable

procesión misérrima llegarán de rodillas hasta su casa

rogándole favores de animita milagrera.

Dale de tu fortaleza, Señor

(revístelo de la dureza prehistórica de tu

cuero santo)

para que pueda resistir el tormento

de las toneladas de cartas que abrumarán su espíritu.

Pedidos que irán desde una muñeca de trapo más que sea hasta

una cabañita en la playa prescrita por el médico

—pasando por cosas tan inverosímiles

como un traje de viuda, una rueda de triciclo fletero

o pasajes para traer de vuelta al amante vagabundo

extraviado en los bares de puerto

de algún lejano país helado—.

No se le vaya a obnubilar la razón en complejos de Santa Claus

Adviértele, Señor, que él no es ningún Rey Midas

(que ni papá Rockefeller lo fue).

Guíalo siempre por el camino de la austeridad y la prudencia.

Líbralo de la tentación del cheque en blanco

de las propinas exuberantes

de la arrogancia torpe de no preguntar por los precios

Tantéale el desprendimiento de su mano abierta

—que su derecha sepa siempre lo que da su izquierda—

Los pobres, tú también lo fuiste, Señor,

suelen ser demasiado munificientes.

Aconséjale que se lo tome con calma

que se vaya despacito por las piedras.

Que no vaya a cambiar muy de sopetón la rayuela por el golf

los causeos de patitas por el caviar

los incomparables boleros de amor de Lucho Barrios por música que sólo lo hace imaginar catedrales de aire y no le trae a la memoria ningún nombre de mujer.

Que está bien, que es comprensible que cambie su modo de andar

que cambie de loción, de marca de cigarrillos

de raza de perro.

Incluso que cambie la raya de su peinado si le parece que le sienta mejor.

Pero palmotéale el hombro amistosamente, Señor,

y dile que no sea desconsiderado

que no sea patevaca:

que no vaya a cambiar a la mujercita nublada de suspiros

que lo amó a pan y cebolla (al menos no muy luego).

Muéstrale que las rubias platinadas son fatales

que las mulatas de fuego llevan el diablo en

el cuerpo y que el noventa por ciento de las

pelirrojas no lo son.

Que una danza del vientre no vale la caída

de un imperio.

Que el auto que de todas maneras se va a comprar no lo atiborre tanto de adornos y calcomanías

Que la casa nueva no sea muy grande

en donde en las noches no pueda hallar una ventana con luna

y corra el riesgo de extraviar su propia sombra.

Procúrale amigos nuevos para que pueda usar su correo electrónico

(sin que por ello se olvide del cabro Felo, del maestro Froilán y de la flaca Nancy).

Pero antes instrúyelo en el arte del buen anfitrión.

Dale roce social.

Enséñale a pronunciar correctamente anglicismos y galicismos (hall - champagne - champignon - etc.).

Lo va a necesitar.

Consíguele un volumen del Manual de Carreño.

Alecciónalo en los puntos más elementales

(tampoco se trata de volverlo un

petimetre, claro).

En la manera de usar expeditamente los cubiertos por ejemplo

(tú sabes, Señor, que él sólo usaba la cuchara grande y, a veces, algún domingo, tenedor y cuchillo).

Y por sobre todo, por lo que más quieras

que no comience a vestirse como un turista

norteamericano

de farra en el carnaval de Río.

Que no ostente demasiado la hilacha, Señor.

Ilústralo sobre que el glorioso banderín del Colo no va muy bien junto a un Matta o un Lira

—así más que no sean reproducciones—

y que el busto de Chopin o de Mozart —aunque remanidos ambos—

dan mucho mejor tono sobre el piano que su vieja imagen

de la Virgencita del Carmen moldeada en yeso.

Exímelo, en lo posible, de tales papelones, Señor.

Los ricos de cuna —Tú lo sabes— pueden llegar a ser muy crueles.

Y si por obra del diablo, estafas, despilfarro

malos negocios, socios inescrupulosos, etc. etc.,

la torta se le volviera sal y agua

paja en el viento

migajas de un pan frío en sus bolsillos rotos

que lo tomado, lo comido y lo bailado no se

lo quite nadie.

Que ningún hijo de mala leche se atreva a venir a quitárselo. Eso sí que no, Señor.

Mas si ocurriere lo contrario.

Si por milagro lograse aumentar y consolidar

su fortuna.

Si de millonario pasase a multimillonario.

Si se transformara en ese algo pálido y liso

que se conoce como «un rico»

y en calidad de tal exhalara su último suspiro

olvida entonces la hiperbólica sentencia

del camello y el ojo de la aguja

y porque la culpa no fue toda de él

déjalo entrar en el Reino de los Cielos.

Cual un viejo portero de circo

todo corazón ante un niño con cara de bueno haz la vista gorda, Señor, y dale la pasada a tu Santo Reino

Así más no sea por debajo de la carpa.

Amén.