Historia de amor
«Ni más pequeña que una rosa ni más grande que la luna; el tamaño preciso para ser engastada en un soneto», así dice que se dijo la vez que la encontró. Que era la hora del mediodía, esa hora sonámbula de la pampa, y que ella, allí, como puesta con la mano, como esperándolo, descollando entre la blancura opaca de las otras, era el sonambulismo hecho piedra. ¡Si la hubiesen visto ustedes!, acota eufórico.
Que delicadamente, así como se tomaría una estrella recién nacida, cuenta que la tomó; que con su aliento y frotándola en su camisa como un niño a una manzana, procedió a limpiarla, a lustrarla, a hacerla brillar. Y se la llevó.
Que en su casa no hallaba dónde ponerla; tan poca cosa le parecían sus escaparates para su belleza pura, sus anaqueles tan fríos, tan pobres sus repisas. Que el tiempo pasaba y él pasaba la mayor parte del tiempo contemplándola, admirándola, metaforizándola. «Burbuja mineral, luna de cuarzo», dice que le susurraba. «Dentadura nevada, trueno frío», y que la cosmogonía de imágenes poéticas memorizadas de sus viejos libros se le hacían insuficientes para celebrar su prodigiosa textura.
Y es que por el día era como una caracola, afirma ya en franco delirio, y que un rumor y una frescura de mares inéditos le traía. Que por las tardes, a la luz del crepúsculo, se transfiguraba en algo así como la maqueta imposible de un palacio en llamas, y una felicidad de cuento, hasta entonces para él desconocida, le embriagaba el espíritu.
Que otra luz por las noches no necesitaba, jura por Diosito, sólo el resplandor sereno de su blancura de astro.
Todo eso era para él su piedra. Todo eso y más. Y que el tiempo seguía pasando sin poder hallar un sitio —fuente, jardín o altar— digno de ella.
Hasta que un día, termina contando con tristeza, un intruso de visita en casa la vio, la tomó como si cualquier cosa y, sopesándola en sus manos utilitarias, sentenció indolente: «Ni más liviana que una rosa ni más pesada que la luna; el peso exacto para ser usada como pisapapel». Dice que lloró.