Tarjeta de visita
Ningún letrero prohíbe el paso a mis recintos. En ellos no hay perros ni muros injertados de botellas rotas. El pasto se puede pisar libremente, así como cortar flores y orinar detrás de los árboles —mariposas y matapiojos están ahí para cazarlos—. Además de no ser preciso venir vestido de oveja, ni soplar mucho para echar abajo mis puertas, se puede perfectamente llegar con las manos vacías, entrar con los pies sucios. Una vez adentro se puede tocar todo a regalado gusto: la calavera de los huesos cruzados sonriendo sobre el piano, de ningún modo significa peligro de nada. Ella es sólo el afable busto del dueño de casa —o sea el mío propio— que, junto con darles la bienvenida de rigor, los desafía seriamente (muy seriamente) a corresponder su sonrisa.