El publicista
Frena violentamente, se baja de su Renault Fuego, pisotea su Philip Morris y entra a casa corriendo. Apenas traspone la puerta se desprende con rapidez de sus gafas Ray-Ban y de su maletín James Bond. En un rictus nervioso (casi tic), mientras se dirige atropelladamente al dormitorio, afloja el nudo de su corbata Castedo y la apelotona sobre la cubierta de una cómoda. Impaciente, sin fijarse en dobleces, deja caer sobre ella su vestón Pierre Cardin y su listada camisa Arrow. Acto seguido, presionando cada talón con la punta del otro pie, sin desatarlos, se descalza de sus brillantes zapatos Gino, apoya luego una mano en la cómoda y flexionando cada una de las piernas, de dos bruscos tirones, se arranca los calcetines Moletto que caen sobre la alfombra arrepollados y marchitos. Después baja el cierre de sus pantalones Príncipe de Gales, da unos pasos hacia el centro de la habitación y, de un solo envión, arrastrando con él sus minúsculos slips Apolo, se los arrea hasta los mismos tobillos. Sin inclinarse, usando sólo los pies, deja ambas prendas apeñuscadas en el piso y, enredándose en ellas, irritadísimo, se dirige al baño mientras se desprende de su reloj Casio que tira sobre la cama sin detenerse. Ansioso, neurótico, ya casi fuera de sí, se mete por fin a la ducha. Cuando el agua termina de llevarse por la rejilla del desagüe los últimos efluvios de su colonia Patrichs y de su desodorante en barra Lancaster, se apoya exhausto contra los azulejos blancos y, en susurros, como una letanía, repite una y otra vez su recobrado nombre: raimundo lópez gonzález, raimundo lópez gonzález, raimundo lópez gonzález…