Algo jamás visto

Como todos los días —llueve o truene— levanto mi carpa, me cuelo por debajo, me siento en primera fila y doy comienzo a la función. Y como todos los días, luego de anunciarme como el mejor malabarista del mundo, termino con la pista sembrada de platos rotos. De hombre goma acabo hecho un barullo; de mago ilusionista, tras varios abracadabras, sin lograr sacarme del sombrero convertido siquiera en un mísero pichón; de payaso, bostezando de lo lindo con los mismos chistes y tortazos de siempre, y de domador de fieras (recién llegado del África), mordiéndome la testa a todo intento de meterla en mi hocico. Abochornado, sin haber conseguido arrancarme un infeliz aplauso, me anuncio rimbombante el número final. Desde lo alto del trapecio, sin red protectora —pobre águila humana—, me veo venir guardabajo a la primera cabriola.

Y aunque después de esto debo dar por terminada tan desastrosa actuación, no dejo de invitarme a la función de mañana prometiéndome, iluso, como todos los días, ¡algo jamás visto!