El Evangelio según el loco Santana

Que uno de mis discípulos sea capaz de traicionarme sin asco por un turro de monedas, y que los demás se me queden dormidos en el huerto ese de Getsemaní justo en mi hora más peliaguda, y que para más remate venga después el más yunta de todos y me niegue tres veces al hilo, vaya y pase, padre, lo acepto.

Que una vez detenido por los soldados deba dejar tranquilamente que me den de azotes, que me disfracen de rey (yo sé que el Comegatos me chantará la coronita sin ninguna fijación) y que luego me injurien, me escupan, me punceteen las costillas con un palo y me agarren para el fideo con eso de «Salve, Rey de los Judíos», y que a todo esto yo no deba decir esta boca es mía, vaya y pase también, padre.

Que después, con esa facha de loco me exhiban ante la turbamulta junto a Barrabás, y que la turbamulta, olvidándose que fui yo el que hizo ver a sus ciegos, el que limpió las llagas de sus leprosos, el que resucitó a sus muertos, olvidándose de todo prefieran al pato malo ese y comiencen a gritar como locos que me crucifiquen, que me crucifiquen, sin que yo pueda mover un dedo para mostrarle mi desprecio, también lo acepto, padre (aunque sería lindo darse el gusto y hacerles un gesto obsceno con el dedo, a la manera de los futbolistas argentinos).

Es más, padre, estoy dispuesto a que sea don Nono, el papá de la morenaza que está haciendo el papel de María Magdalena —o sea mi futuro suegro—, el que haga el papel de Pilatos y me entregue en manos de mis verdugos. Aunque podría ser de mal agüero, digo yo, estoy dispuesto a correr el riesgo.

Pero quiere que le diga algo, padre. Yo creo que don Nono no funca con el personaje. Es que para lavarse las manos y quedarse tan piola como lo hizo el Pilatos ese, hay que ser bien patevaca para sus cosas. Y don Nono, pues, padre, con esa carita de chanchito obediente que se gasta…

Bueno, y como le iba diciendo, además de todo eso, padre, como si fuera poco, estoy dispuesto también a cargar por las calles ese pedacito de cruz que se mandaron los exagerados de la construcción, y dejar que me cuelguen de ella como a un carnal corte de vacuno, mientras unos soldados langucientos se juegan mi vestimenta a los dados como si se tratara de vulgar ropa americana.

Ahora, padre, si usted dice que está escrito, y que una vez clavado allá arriba, ya agonizante, deba recitar aquello de «Perdónalos, padre, porque no saben lo que hacen», le juro que lo recito. Así peque de ingenuo, así quede de gil ante la gallada, por Dios que lo recito. Aunque permítame decirle, padre, que los verdugos han sabido siempre lo que hacen.

Y, por último, si para darle más color, más veracidad al asunto, si para lograr ese toque de realismo escénico que le llaman, si para hacerlo mejor que el cristito pililiento del año pasado, es necesario empapar la esponja en vinagre de verdad y dármela a beber, no tienen por qué urgirse, padre: peores vinos he tomado en mi vida.

Pero lo que no va conmigo, lo que no podría aguantar bajo ningún punto de vista, es que después de toda esa barraca, de todo ese aporreo tremendo, después de mandarme hasta el conchito y sin chistar todo ese «amargo cáliz», como usted lo llama, padre; que después de pasarme tres días entre los muertos —tres días y tres noches enteritos en el patio de los callados—, al resucitar y presentarme ante mis apóstoles, venga un pelagatos escéptico y con el cuento ese de «ver para creer» pretenda meter sus dedos en mis pobres llagas. Yo no sé cómo Nuestro Señor le pudo aguantar semejante pendejada (perdonando la expresión, padre) al Santo Tomás ese. Lo que es yo, no pienso; eso sí que no, padrecito.

Menos todavía tratándose del casposo ese que está haciendo el papel de Santo Tomás, que ni siquiera es de la población, y que todos saben que se viene a meter en los ensayos nada más porque se me quiere hacer el lindo con la María Magdalena. Por eso, por el bien de la velada de Semana Santa, padre, mejor dígale al tiñoso ese que no se me acerque mucho en el proscenio. Yo no respondo de mí.