Por Dios no abra la mano

Yo digo que lo mejor es hacerlo en una mesa. Aunque un escritorio también sirve, o un velador, o un púlpito. Claro que hay quienes lo pueden hacer sin problemas sobre sus propias rodillas. Incluso se sabe de algunos virtuosos que poseen la pasmosa facilidad de ejecutarlo en el aire. Pero yo insisto en lo de la mesa. Y más aún, en la del comedor de diario. Y si fuera posible, cubierta con un mantel de hule, a cuadros.

Se inicia la operación despejando el área de todo obstáculo a la vista, llámese jarrón, lámpara, florero, etc. Preparado el terreno se pone la carnada justo en el cuadradito donde, apoyado el codo al borde de la cubierta, le alcance la mano. Con esto queda explícito que lo del mantel cuadriculado no es ningún capricho ni mucho menos.

Dispuesta ya la carnada, que puede ser un cristalito de azúcar, una triza de boñiga de ángel o una gota de nuestra propia sangre, se arrima una silla y se sienta a esperar como si nada. En tanto, por aquello de que el que espera desespera, se recomienda pensar (no divagar) en algo que guarde relación, aunque difusamente, con el asunto que nos ocupa. Se podría pensar, por ejemplo —digo yo—, en un lunar bamboleándose impúdico en el glúteo de una bailarina o en el sustantivo propio Li Po, o en las miríadas de ángeles que caben en un microchip. Todo esto sin quitarle el ojo al cuadradito en donde blanquea, hiede o coagula el sebo.

Si resulta que se está en el día de suerte y, de pronto, se ve, se siente o se presiente que la presa se acerca, que ya está, que comienza a descender, entonces, sin pensar en nada, hay que quedarse quieto, no pestañear, no respirar.

Convertido casi en un ánima, sin siquiera girar las pupilas, obsérvesela maliciosa sobrevolar el manjar —hacer parábolas, ejecutar acrobacias, realizar suspicaces maniobras, falsos descensos— hasta que rápida como rayo, centelleante como centella —sin más ni más— venga a posarse justo sobre el señuelo.

Ahuecada en forma de garra comiéncese entonces a desplazar lentamente la mano, muy lentamente; si se es derecho, por el flanco derecho; si se es zurdo, etcétera. Recuérdese que esta es la parte más difícil de la operación, la más peliaguda; cualquier apresuramiento, la más leve torpeza y se va todo al diablo.

Cuando la mano —zarpa, red, arpón— se halle a la distancia de un jeme de la refocilada, párese el bombeo del corazón, deténganse las maquinarias del cerebro y, sin cerrar los ojos, dispárese el manotazo. ¡Dispare!

Ahora uno respira, se relaja, le vuelve el cuerpo al alma; con el puño levemente cerrado sale al claro de la selva, emerge a la superficie, remonta el vuelo. Siempre con la mano empuñada y tarareando algún estribillo alegremente idiota abre ventanas al día, saluda a una flor, besa una nube, la sopla, la sigue, la vuelve a besar.

Pero usted debe tener muy en cuenta que esta euforia durará más bien poco. La duda pronto comenzará a oscurecerlo. Se mirará el puño, ¿la habré cazado?, ¿no habré pestañeado a última hora? Se llevará la mano al oído, la agitará a la manera de los jugadores de dados. Tal vez no oirá nada. Entonces, para asegurarse, la querrá abrir un poquito. No lo haga. No la vaya a abrir por nada ni por nadie. Porque, ¿quién dice que, de haber fallado el manotazo, no haya recapturado al vuelo, y sin siquiera esperarlo, eso que traía empuñado al nacer? Y en el fondo, dígase lo que se diga, lo que se busca es eso, explícitamente eso.