I
Confieso desde el principio que me parece la pregunta más interesante del mundo en cuanto adquiere toda la intensidad de que es capaz. Lo hace, de manera insidiosa aunque inevitable, a medida que vivimos más y más años; lo hace al menos para muchas personas. Yo mismo, en cualquier caso, observo que afirma su poder cada vez mayor de atraer y, si se me permite utilizar la palabra tan injustamente comprometida por aplicaciones triviales, de divertir. Digo «afirma su poder» a fin de ocuparnos, porque solo quiero expresar su efecto más general. Este, en nuestro espíritu, adopta sobre todo una de dos formas: el efecto de hacer que deseemos la muerte, y con razón, de manera absoluta como una extinción y finalización bien recibidas; o bien que la deseemos como una renovación del interés, del aprecio, de la pasión, de la amplia y consagrada conciencia, en una palabra, de la que hemos tenido una muestra tan espléndida en este mundo. Acabará declarándose uno u otro de estos estados opuestos de sentimiento, consideramos, en personas de una fina sensibilidad y cuya íntima experiencia espiritual tenga alguna vibración; pues la condición de indiferencia e ignorancia es la de vivir tan por debajo del privilegio humano que se tiene poco derecho a pasar por excluido o descuidado de forma injusta en este asunto de la estimación especulativa.
Que un número inmenso de personas no reconozca el atractivo de nuestras especulaciones, o ni siquiera haya advertido la existencia de nuestra pregunta, es un hecho que podría exigir, en conjunto, alguna consideración particular. Sin embargo, al fin y al cabo, nuestro miedo, inquietud o esperanza pende sobre nosotros solo porque nos atormenta en mayor o menor medida, y para contribuir en algún grado a debatir esa posibilidad hemos de tenerlo presente de manera consciente. Solo puedo contemplar el gran interrogante o el gran desdén al que en definitiva estamos abocados como una parte de nuestra preocupación general por la vida y nuestra forma de reaccionar, general y muy variada, pues hablo de la generalidad de cada ser humano, ante esa preocupación; pero para atestiguar una experiencia debemos haber reaccionado de uno u otro modo. Es posible, en efecto, que el peso de quienes no reaccionan recaiga en uno de los platillos de la balanza, dado que cabe muy bien preguntarse en nombre de ellos si se les tiene que considerar «vivos» antes o después. Sin embargo, si analizamos el asunto con detenimiento, solo la reacción especial de otros o sus especulaciones habrán puesto allí ese peso. ¿Cómo puede haber una vida personal y diferenciada «después», nos podemos preguntar entonces, por supuesto, para quienes la tuvieron antes en tan escasa medida? A no ser, claro está, que se conciba que esa posibilidad pueda oscilar de una persona a otra, de un caso a otro, y que la cantidad o calidad de nuestra práctica de la conciencia tenga algo que decir al respecto. Si yo mismo estoy predispuesto a concebirla, como por cierto espero hacerlo antes de que acabemos, debo echar un vistazo a otras relaciones sobre el tema.
Mi planteamiento, de momento, es que la distancia decreciente más o menos visible que nos separa a determinada edad de la muerte es, con independencia de si creemos o no en una existencia más allá de ella, un intensificador del sentimiento que actúa en nosotros; y que a la luz de la lámpara así alzada, nuestro agravado sentido de la vida, como tal vez deba llamarlo, nuestra impresión de lo que hemos experimentado, es lo que en esencia alimenta y determina, en general, nuestro deseo o nuestra aversión. Así que, en cualquier caso, la situación me afecta, y uno solo puede hablar de ella por sí mismo. El asunto resulta significativo, y cualquier manifestación personal sobre él, por ingeniosa o grave que sea, no es sino un leve grito o un patético balbuceo. No obstante, sostengo que, como no podemos tener tantas visiones, tantas declaraciones o imágenes de la utopía social concebida como el tierno soñador declarado, el creyente en mejores realidades, puede atisbar ante sí, el sincero y esforzado hijo de la tierra entre aquellos que son como él da parte de la creencia positiva o negativa en el encanto de su mundo, que no es el de la tierra, y de ese modo añade su testimonio, por limitado que sea, a los demás. En otras palabras, todo depende fundamentalmente, y me refiero al peso, a la fuerza o al interés de este testimonio, de lo que la vida nos ha dicho. Y hay algunos, que yo considero que son una constante e inmensa mayoría, a los que, en forma de sugerencia inteligible, no les dice nada. Es muy posible que la inmortalidad misma, o al menos una nueva oportunidad, como podemos tomarnos la libertad de llamarla, tampoco les diga demasiado: una forma justa y simple de descartar la idea de un nuevo comienzo en cuanto a ellos se refiere. Aunque, en realidad, debo añadir, al crítico contemplativo le cuesta ver, salvo en una posibilidad, por qué debería tomarse el universo la molestia de un nuevo comienzo para aquellas personas en las que el viejo parece haberse desperdiciado (podría replicarse, por supuesto, que para nuestra visión miope). Es muy probable, de hecho, que lo que nosotros percibimos con vaguedad como desperdicio sea para la sabiduría del universo algo muy distinto. No consideramos un desperdicio a las babosas y medusas, sino más bien una diversión, un testimonio de riqueza y variedad de jardines y playas. Así pues, ¿por qué deberíamos, con respecto a la escena humana y su discutible secuela, considerar de otro modo a los apáticos?
Sin embargo, cuanto acabamos de decir es solo un ejemplo, o una insignificancia, de entre las muchas dificultades que presenta este asunto para las personas que se han visto obligadas por lo vivido a abordarlo de forma atormentada. La cuestión es la experiencia personal de otra existencia: el hecho de ser yo mismo, y tú, por supuesto, y él y ella, quienes siguen adelante, y no unos sustitutos o metamorfosis impensables. Todo el interés del asunto consiste en que es mi sensibilidad o la tuya la que se halla implicada, la que está en juego; aquello que se nos antoja trascendental solo porque esa sensibilidad y los frutos que le debemos a la vida son o bien lo bastante rentables y lo bastante dulces, o bien demasiado secos y demasiado amargos. Solo porque la supervivencia póstuma en otras condiciones implica lo que sabemos, lo que hemos disfrutado y sufrido, y nuestra particular aventura personal atrae o suscita nuestra protesta, solo debido a las asociaciones de conciencia, nos preocupamos y meditamos, deseamos que esta se prolongue y nos preguntamos si no podría ser indestructible, o decidimos que ya hemos tenido suficiente e invocamos la conclusión a la que hemos llegado de una vez por todas. Atravesamos, creo, muchos cambios de impresión, muchas valoraciones variables, en lo que respecta a la fuerza y a la importancia de tales asociaciones, y no hay un solo sentido decisivo de ellas en que, a lo largo de todo nuestro paso por la tierra, resulte fácil o necesario detenerse.
Cualquiera que sea nuestro comienzo, llegamos de forma casi inevitable, bajo la disciplina de la vida, a una aceptación más o menos resignada del triste hecho de que la «ciencia» no tiene en cuenta el alma, el principio que nos preocupa, y de que, aunque seamos criaturas de pensamientos y sentimientos nobles, estamos abyecta e inveteradamente encerrados en nuestros órganos materiales. Nos alejamos revoloteando de esa consideración de nosotros mismos, en sublimes ocasiones, solo para volver a ella con el desplome de nuestras alas, y durante gran parte de nuestra vida la triste visión, como la he llamado, la sensación del rigor de nuestra base física, nos es confirmada por unas apariencias abrumadoras. El mero espectáculo, a nuestro alrededor, de la decadencia personal, y de la decadencia, al parecer, de todo el ser se añade de forma terrible a la de tanto florecimiento, seguridad y energía, las cosas que percibimos en su propia identidad material. Hay momentos en que todos los elementos y cualidades que constituyen la afirmación de la vida de cada uno en la tierra nos afectan como potencial contra cualquier otra afirmación comprensible de ella. Y esa observación y esa evidencia generales permanecen con nosotros y nos hacen compañía; refuerzan el veredicto de los laboratorios funestos y de los satisfechos analistas en cuanto a la intercambiabilidad de nuestro genio, tal como es en comparación en el peor de los casos, y nuestro cerebro (el pobre cerebro de laboratorio, palpable, ponderable y sondeable, que nosotros mismos vemos en ciertas condiciones inevitables) se queda en nada.
De ese modo, se pone de manifiesto en toda clase de formas que, incluso en los vuelos más excelsos de nuestra personalidad y de los mayores logros de nuestra mente, somos de la misma esencia que la abyecta realidad, y que la idea más sublime que podamos formular y la esperanza y el afecto más noble que podamos albergar no son sino flores que brotan en esa tierra que puede cavarse hasta el infinito. Puede ser tan favorable para ellas (y para otros brotes morales muy diferentes) como queramos, pero nos percatamos de que su fuerza para darles vida se derrumba y termina, y lo mismo ocurre con nuestra capacidad de recibirlas de ella: observamos el implacable reflujo de la marea en la que nos transporta la nave de la experiencia, y que nunca vuelve a fluir para nuestros ojos terrenales. La idea del ser renovado se asocia a la personalidad, y no hay nada que veamos tan escrito sobre las personalidades del mundo como que son finitas, precarias e insensibles. Toda la fealdad, la grosería, la estupidez, la crueldad, la desmesura en la medida en que constituyen un registro de brutalidad y vulgaridad, la tan sencilla inexistencia de conciencia que nos rodea como a la mayor parte de las cosas que hacen deseable vivir, aunque solo sea una vez, por no mencionar la posibilidad de hacerlo más veces; esas cosas nos restriegan con justicia por las narices que tener una personalidad no tiene por qué generar ninguna suposición más allá de lo que este mundo tan variado puede de sobras cumplir. ¿Una renovación del ser, preguntamos, para personas que entienden el ser, incluso aquí, donde resultan posibles lo que podríamos llamar renovaciones de esa forma, y al parecer solo de esa forma? Lo cual nos lleva a preguntarnos en vano, en presencia de un objeto tan obvio y ofensivo de decadencia y putrefacción, a qué puede aferrarse la renovación, o qué elemento puede juzgarse lo bastante bueno para suscitar el deseo de llevárselo. El mero hecho, en definitiva, de que gran parte de la vida que conocemos deshonre la mayor parte de la belleza e incluso la oportunidad de este mundo, o al menos caiga por debajo de ellas, actúa para convencernos de que nadie más puede estar deseoso de recibirla.
Con ello coopera entretanto la limitación de nuestra facultad de persistir, de no ceder, de no dejar de atestiguar la inextinguible o extinguible chispa en el mínimo de tiempo. Lo imaginable, lo posible cabría decir, dentro de las resistencias y renovaciones del día que se nos concede, nos desconcierta y se sitúa ya más allá de nuestro control. Me refiero a que el espíritu, aunque siga activo, nunca recupera ante nuestros ojos ni una pulgada del terreno que el cuerpo le arrebató. Observamos que la personalidad, cuyo eclipse en apariencia definitivo con la muerte estamos debatiendo, no logra alcanzar ninguna victoria parcial sobre los eclipses parciales, y mantiene ante nosotros, de una vez por todas, el mismo borde cortante y negro sobre el disco de luz afectado. Mientras «nosotros» seguimos adelante de forma figurada, aquellas partes nuestras que se han visto ensombrecidas quedan como muertas, es decir, nuestras pasiones, facultades e intereses extinguidos se niegan a revivir. Nuestra personalidad, y me refiero a nuestra «alma», al declinar, en muchos casos, o en la mayoría, poco a poco, es consciente de sí misma en cada momento tal como es, aunque esté contraída, y no tal como era, aunque fuese sublime. Podemos morir de forma deslavazada, pero no se ha captado ninguna señal demostrable que indique que el espíritu «liberado» reacciona ante la muerte de la misma forma. Podríamos responder, por supuesto, que las reacciones que pueden ser «captadas» no son alegadas ni siquiera por los más apasionados partidarios de esta precaria idea; lo máximo que se afirma es que la reacción tiene lugar en alguna parte, y con mayor probabilidad lo más lejos posible de las condiciones y circunstancias de la muerte. Lo significativo parece ser, no obstante, que durante las etapas lentas y sucesivas de la extinción material cabe suponer cierta cercanía (de la porción personal que parte a la porción personal que permanece, y en el nombre de la asociación y de los sentimientos personales, y hasta la eliminación del eclipse personal total), y que es eso justo lo que añoramos.
Esa, al menos, es una de las caras, aunque sea pequeña, que adopta la vida para persuadirnos sobre la naturaleza del todo contingente de nuestro familiar bienestar interior —bienestar de ser— y, para nuestra comodidad o nuestro desconcierto, esa familiaridad es algo por completo restringido. Y así seguimos anotando, a lo largo de nuestro tiempo y entre la abundancia de vida, todo lo que contribuye, para nuestros sentidos terrenales, al inconfundible absoluto de la muerte. Cada hora nos proporciona una nueva ilustración de ello, que procede sobre todo de la condición de otros; pero una imagen en concreto, si le prestamos auténtica atención, aparece siempre como la más conmovedora de todas. ¿Cómo es posible que apenas entendamos la forma terrible con que el universo se empeña en enfatizar y multiplicar la desconexión de quienes desaparecen de nuestra vista? Aunque tal vez no desaparezcan tanto ellos de la nuestra como nosotros de la suya; no obstante, si alguna vez nos prestamos a la hipótesis de la renovación póstuma, el hecho de que nuestros compañeros ya fallecidos parezcan haber encontrado un objeto de interés muy superior al del pobre mundo que han abandonado podría pasar por un argumento muy favorable. Si nos basamos en que disfrutan de otro estado de existencia, tenemos que suponer, desde luego, que así es, pues la cualidad inveterada de su olvido del yo anterior, a través de todas las épocas y los espacios, la severidad de su absoluto rechazo, tal como lo padecemos, por dar una señal personal retrospectiva, parecería apuntar de forma directa a la probabilidad de un caso muy diferente. (Solo puedo tratar aquí como no establecido en absoluto el valor de esas señales personales que llegan hasta nosotros al parecer a través del médium en estado de trance. Admito que esas señales despiertan a menudo atención, asombro e interés, pero interés por encima de todo hacia el propio médium y el trance. Ya sea que gocen o no en el caso concreto de otro estado de ser por parte de aquellos de los que afirman venir, gozan con intensidad, en mi opinión, de ellos, y, con sus extraordinarias dichas y aptitudes, su inmensa exigencia de explicación, confieren al personaje, en ese estado, una atracción casi irresistible).
Así, en todo caso, chocamos con la concepción de la inmortalidad como algo personal, que es lo único que le da sentido o relevancia. El hecho de que sea personal y no obstante haya cedido de forma tan completa e inexorable a la disociación nos lleva a preguntarnos si tales términos resultan aceptables para el pensamiento. ¿Que esté tan disociada es coherente con la personalidad tal como entendemos nuestra condición? Porque en cualquier contingencia, salvo por esa comprensión de ella, desaparece nuestro interés en el asunto. En la práctica sé de qué estoy hablando cuando digo «yo», de manera hipotética, por mi plena vivencia de otro modo de ser, como lo sé cuando digo «yo» por mi vivencia de este, aunque no debería hacerlo en absoluto si no pudiera decir «yo», es decir, si tuviera que enfrentarme a un fallo de las señales por las que me conozco a mí mismo. En presencia de la gran pregunta me aferro a estas señales más que nunca, y para concebir el verdadero alcance de la inmortalidad por parte de otros que puedan haber tenido un conocimiento parecido he de atribuirles un aferramiento a unas señales similares. No obstante, pese a esa ventaja, por así decirlo, para cualquier nueva participación amistosa, tanto si es por nuestro bien como por el de ellos mismos, en esa conciencia en la que se bañaban en la tierra, no parecen hallar ni una pizca de alivio que conceder a nuestra inquietud, ni la más tenue chispa con la que iluminar nuestra ignorancia. Este hecho, que seguimos observando después de la mediana edad, contribuye a la confirmación en nuestro interior de que las cosas extinguidas están absoluta y verdaderamente extinguidas, por espléndida que sea la intensidad con la que vivieron. Esa idea se nos aposenta con un peso formidable a medida que el tiempo y el mundo amontonan a nuestro alrededor su afirmación de otras cosas, todas inoportunas, lo cual, poco a poco, actúa sobre nosotros como una negación triunfante del pasado y de lo perdido; el destello de un vasto, sarcástico y malicioso «¿no lo ves?» sobre la máscara de la Naturaleza.
Tendemos tanto a pensarlo que ello se convierte para nosotros en la última palabra sobre el asunto, y toda la Naturaleza, la vida, la sociedad y el llamado conocimiento, con lo que esas inmensas y sombrías indiferencias se esfuerzan por lograr, y hasta cierto punto logran hacer de nosotros, adoptan la forma y ejercen el efecto de una masa de maquinaria destinada a ignorar y negar, a través del universo, todo lo que no pertenece a su propia realidad. Es así, por lo tanto, como seguimos adelante y reflexionamos; empezamos compadeciendo a los muertos recordados, incluso por el peligro mismo de nuestra indiferencia hacia ellos, y acabamos compadeciéndonos de nosotros mismos por la demostración definitiva, por así decirlo, de su indiferencia hacia nosotros. «Desde luego, deben estar muertos —decimos—, deben estar tan muertos como afirma la “ciencia” para que tenga lugar una consagración semejante y con esos tremendos ritos de invalidación». Pensamos en los casos particulares de aquellos que habrían podido ser respaldados, como solemos llamarlo, para no dejar de ponerse en contacto en ocasiones con nosotros de algún modo. Recordamos las fuerzas de la pasión, de la razón y de la personalidad que vivían en ellos, y aquello de lo que dichas fuerzas les habían hecho capaces desde nuestro punto de vista; y luego decimos, a modo de conclusión: «¡Qué identidad triunfante hay si ellos, que querían triunfar, no lo han hecho!».
De aquellos cuya conciencia de nosotros vimos déménager pieza por pieza y que se desprendieron de ella dando más o menos su consentimiento, aceptemos si es necesario que su interés (en nosotros y en otros asuntos) alcanzó «inconfundiblemente» su límite. Pero ¿y las luces que se apagaron con una sola ráfaga y las pasiones vitales que fueron cortadas en su flor y sus promesas? ¿Cabe pensar que esos espíritus agotasen todo aquello que los sentidos podían ofrecerles? ¿Nos sentimos capaces de una ruptura brutal con las promesas realizadas, las curiosidades comenzadas y las iniciaciones en espera? La mera inercia de la inteligencia, la percepción, la vibración y la experiencia al fin les habrían llevado, creemos, a algo, ese algo que jamás nos sucede a nosotros, si el cerebro de laboratorio no lo fuese todo en realidad. El resultado es que nuestra fe y esperanza resisten hasta cierto punto el hecho consumado de la muerte contemplada y lamentada, pero pueden derrumbarse ante la avidez y coherencia con que todo, de forma insoportable, continúa muriendo.
II
He dicho «creemos» porque lo que recibimos son unas impresiones del orden de las que he enumerado, de las cuales, por cierto, solo he pretendido mencionar unas pocas. Sin embargo, no las presento para pesarlas directamente en la balanza; las considero la obsesión inevitable de aquellos que, ante el fracaso de las ilusiones de la juventud, han tenido que aprender cada vez más para poder enfrentarse a la realidad. En efecto, si antes he dicho que nuestro número va en aumento, me refería a la salvedad que puede aplicarse a nuestra actitud, o a la de muchos de nosotros, acerca de la cuestión que nos ocupa: se encuentra sometida a las variables admoniciones de esa realidad, a la que unas veces podemos asignar un significado y otras veces otro muy distinto. No obstante, en lugar de intentar hablar por «muchos de nosotros», lo mejor es que lo haga por mí mismo, puesto que solo así se puede responder con certeza. Haber visto multiplicarse hasta la saciedad las obsesiones que he nombrado y luego soportar que fuesen desplazadas por otras, para reaparecer de nuevo y una vez más dar paso a otras distintas, es una cuestión de experiencia individual. Hablo como alguien que ha tenido tiempo de tomar muchas notas, de detectar muchas diferencias y de ver, de forma un tanto característica, lo que puede acabar sucediendo; y es así y solo así como aporto mi grano de arena a estas consideraciones.
Puedo decir, en consecuencia, que empecé con la clara sensación de que nuestra cuestión no me atraía —como atrae en general a los jóvenes, aunque de forma escasa—, y durante mucho tiempo me conformé con dejarla a un lado, pidiendo solo que a su vez ella, como irrelevante e irresoluble que era, me dejara a mí. Eso hizo, en abundancia, durante muchos días, lo cual, sin embargo, no es sino otro modo de decir que la muerte siguió resultando para mí, en gran medida, algo no exhibido, no agresivo. La exhibición y la agresión de la vida estaban muy dispuestas a cubrir el terreno y cumplir con esa tarea, aunque en mi opinión la balanza siguió estando inclinada aun después de que la presión opuesta hiciera su aparición en el platillo. El duelo resentido es al principio, y puede seguir apareciendo durante mucho tiempo más que cualquier otra cosa una de las exhibiciones de la vida; las diversas formas y necesidades de nuestro resentimiento responden de modo suficiente a las preguntas que suscita la muerte. No obstante, ese aspecto cambia cuando al parecer vemos lo que es morir, y haber muerto, en contraposición con sufrir (que significa estar) en la tierra. Cuando contemplamos lo que es, las dificultades que implica la idea de que no es absoluto tienden a apoderarse de nosotros y gobernarnos. Al tratar mi propio caso, de nuevo, como un caso «concreto», durante mucho tiempo me resultó imposible no sucumbir al desaliento (en la medida en que empezaba a ceder a un irresistible asombro) ante la mera aridez despiadada de todas las apariencias. Durante años ello hirió bastante mi sensibilidad, y se impusieron las apariencias, como las he llamado, que con tanta seguridad se muestran, sobre todo en la «ciencia». El universo, o la parte de él que yo podía distinguir, proclamaba sin cesar en una multitud de voces que yo y mi pobre forma de conciencia éramos una parte de la que muy bien podía prescindir en cualquier momento, incluso en lo que podría complacerme llamar nuestro mejor principio. Si podía prescindir de mí, también parte prescindir de otros, y todavía más porque, si no se deshacía así de ellos, la simple bête situación de que no percibieran el más mínimo atisbo de un síntoma positivo en sentido contrario no persistiría de un modo tan inefable.
Durante ese período, no obstante, como más tarde averiguaría, la cuestión se ocupó de forma sutil de sí misma en mi nombre, despertando como yo, de forma gradual (muy despacio, desde luego, sin percepciones repentinas ni saltos de entusiasmo), para mirarme a la cara con un rechazo «suave aunque firme» a considerarse resuelta. Una vez observada esa circunstancia, empecé a preguntar (sobre todo, lo confieso, a mí mismo) por qué debía ser tan obstinada, qué razón clara podía darme; y eso me condujo a su debido tiempo a recibir, o al menos formular, mi respuesta, una respuesta tal vez no tan multitudinaria como esas voces del universo que he calificado de desalentadoras, pero que de todos modos, me parece, sigue manteniendo su sólida posición desde mi punto de vista. Lo que había sucedido, en definitiva, era que mientras yo intentaba de forma práctica aunque vaga calibrar mi conciencia, sobre la base apropiada y prescrita de ser tan limitada, había aprendido, por así decirlo, a vivir más en ella, con la consecuencia de minar, y no poco, la conclusión más desfavorable para ella. Sin duda, había empezado así a vivir más en mi conciencia como reacción contra un mundo con tan groseras limitaciones, pues al menos contenía el mundo y podía manejarlo y criticarlo, podía jugar con él y burlarme de él; tenía esa superioridad. Ello significaba, mientras tanto, una vida tan lograda que esa propia morada se volvía para mí cada vez más interesante, y con una hermosa señal de su carácter: cuanto más se le pedía más parecía dar. Debería decir tal vez que cuanto más la orientaba, como un cómodo reflector, aquí, allá y en todas partes hacia la inmensidad de las cosas, más parecía abarcar, lo cual no es sino otra forma de presentar, por su «interés», la misma verdad.
Reconozco que las preguntas que de este modo he llegado a plantearle a mi conciencia están comprometidas por las condiciones de este mundo; pero, no obstante, al final me ha dejado la sensación de que, bella y adorable como resulta, es capaz de unos tipos de actos para los cuales aún no tengo siquiera la lucidez necesaria para recurrir a ella. En cualquier caso, hablaré de lo que le encuentro sugestivo, pero antes debo explicar la conexión experimentada entre esa impresión aumentada de su calidad y portée y la posibilidad mejorada de debatir sobre una vida posterior a esta. Espero, pues, no dar la sensación de empujar más allá de lo posible la relación de esa idea hacia el más amplio disfrute de la conciencia cuando digo que se ha ganado terreno mediante la gran extensión así obtenida para la valiosa «personalidad» interior, no en sí misma, por supuesto, ni en sus exigencias de importancia general, sino como una posible cooperación para la supervivencia. No es que haya encontrado al envejecer ninguna línea marcada o trascendental que pueda cruzarse en la vida de la mente o en el juego y la libertad de la imaginación, sino que tiene lugar un proceso que solo sé describir como la acumulación del tesoro mismo de la conciencia. No diré que «el mundo», como solemos referirnos a él, se vuelva más atrayente, aunque diré que el universo lo va siendo cada vez más, y que ello nos hace presentes en la enorme multiplicación de nuestras posibles relaciones con él; relaciones aún vagas, sin duda, tan indefinidas como alentadoras e inspiradoras, en una escala que se sitúa más allá de nuestra utilización o aplicación efectiva, y que sin embargo nos llenan (a través de la «ley» en cuestión, la ley de que la conciencia nos ofrece inmensidades y posibilidades de la imaginación allá donde la dirijamos) con la visión ilimitada del ser. El mero hecho de que una parte tan pequeña de nuestra actividad visionaria, especulativa y emocional guarde una relación, aunque sea indirecta, con nuestros actos, propósitos o deseos particulares contribuye de un modo extraño al lujo, que es el desperdicio espléndido, del pensamiento, y nos recuerda con firmeza que, aunque dejáramos de estar enamorados de la vida, sería difícil, en tales términos, que no lo estuviésemos de vivir.
Vivir, o sentir que tu exquisita curiosidad acerca del universo es alimentada una y otra vez, recompensada una y otra vez (aunque, por supuesto, no digo respondida de forma definitiva), se convierte así en el mayor bien que puedo concebir, un millón de veces mejor que no vivir (aunque ese consuelo pueda haberme importunado en momentos malos). Todo ello ilustra a qué me refiero al hablar del «interés» consagrado de la conciencia. Esta se puebla, se anima, se extiende y se transforma a sí misma; me da la posibilidad de tomarme, en nombre de mi personalidad, desmesuradas e irresponsables libertades intelectuales con la idea de las cosas. Y, una vez más —hablando solo por mí mismo y ateniéndome a mi propia experiencia—, aprecio por encima de todo, como artista que soy, la hermosa y placentera independencia de criterio, y aún más el asalto de la relación personal (la mía propia), multiplicada hasta el infinito, que me lleva más allá incluso de cualquier «máxima» observación de este mundo y de cualquier aventura mortal, y me remite a logros con los que por el momento estoy condenado a soñar y nada más. Para el artista, el sentido del lujoso «desperdicio» de la postulación y la suposición es uno de los más fuertes; de él resulta cierto, en grado superlativo, que conoce la agresión en un número ilimitado de formas de ser. Su caso, tal como yo lo veo, le lleva a declarar con facilidad que si no impulsara sin cesar el campo de la conciencia en sus procesos más comunes, forzándolo a perderse en lo inefable, no debería en absoluto sentirse artista. Más o menos como todos, yo, por ejemplo, trato con el ser, invoco y evoco, figuro y represento, comprendo y arreglo tantas fases, tantos aspectos y tantas concepciones de él como me lo permiten las fuerzas de mi mano insegura; y al hacerlo me encuentro (no sé expresarlo de otro modo) en comunicación con las fuentes, fuentes a las que debo la comprensión de muchas más combinaciones, de muy distinto orden, de aquellas para las que me han dado la pauta la observación y la experiencia en su sentido ordinario.
La verdad es que vivir en esta sintonía, de modo intelectual y con el fin de hacer cosas hermosas, con todas esas cuestiones del ser que pueden planteársele en abundancia al hombre de imaginación, es encontrar la visión de la propia participación en la vida, y por encima de todo de su atractivo para ser compartida en una variedad enorme, infinita. Es la provocación misma que el universo ofrece al artista, la provocación para que sea —¡pobre del hombre que sepa tan poco de lo que le espera!— un artista, y por lo tanto le sirva de una forma suprema. ¿Cómo interpreto eso si no es como el deseo intenso del ser de verse compartido personalmente, de mostrarse como compartible personalmente, y promover así la más sublime fe? Si la rendición del artista a los invasivos torrentes es en este sentido las nueve décimas partes de la materia que forma su conciencia, eso hace que la mía, tan persuasiva e interesante, me lleve a ver a las gentes de nuestro carácter como víctimas especiales si la disposición vulgar de nuestro destino, como lo he llamado, imputable al poder que nos produjo, acabase resultando ser la auténtica. Porque me veo a mí mismo en posesión del máximo motivo para desear la renovación de la existencia (una existencia cuyas formas he tenido que cultivar de forma admirable y hasta la saciedad), y por lo tanto aceptándola en el pensamiento como una posibilidad que será mejor que lo que hemos conocido aquí. Solo entonces me plantearé si es creíble que ese poder que acabo de mencionar se limite a disfrutar del «placer» impío o de la brutal diversión de alentar esa convicción en nosotros a fin de decir jubiloso: «Pues tendrás la encantadora confianza (porque dejaré de forma cruel que la situación llegue hasta ese punto) solo mientras madure y adquiera hermosura; después, tan pronto como se te hayan abierto unas perspectivas vívidas y deseables, te quedarás en nada».
«Bueno, habrás tenido el sentido y la visión de la existencia», puede ser la réplica a eso; a lo que respondo a mi vez: «Sí, las tendré exactamente en el intervalo de tiempo durante el cual pueda aclararse la cuestión de mi apetito por lo que representan. La privación completa, como secuela más o menos inmediata de esa aclaración, solo es digna de la lucidez de un niño burlón que hace saltar a su perro hacia un bocado exquisito para luego apartarlo de golpe; una broma de la más baja descripción, con cuyo gusto execrable me niego a cargar a nuestro primordial originador».
No niego, desde luego, que el caso pueda ser distinto para quienes han tenido otra experiencia: son muchas las diferentes experiencias de conciencia que uno puede vivir, y con el resultado de muchas posturas dispares sobre el asunto. Los infortunados a quienes han sucedido cosas tan horribles que ni siquiera cuentan con el refugio del estado mental negativo, sino que se han visto empujados al estado positivo exasperado, de forma que solo anhelan soltar la carga del ser y no volver a levantarla jamás, tienen la misma oportunidad de expresar su actitud de manera tan elocuente y representativa como quieran. Su testimonio puede ser tremendo y sus revelaciones oscuras. ¿Pertenecerán, sin embargo, a la categoría de aquellos cuya vida tiene como condición principal trabajar y trabajar su espíritu interior hasta llegar a un fin productivo o ilustrativo, y sentir así que encuentran en él una justificación general para todo en forma de unas proyecciones y aventuras particulares para las que atribuyen propensión a dicho espíritu? Ello nos lleva de nuevo a preguntar, sin duda, si ha sido su destino percibirse a sí mismos, en la plenitud de los tiempos, y para bien o para mal, viviendo sobre todo a través de la imaginación y teniendo que recurrir a ella a cada momento para verse. No pretendo afirmar que ningún artista sincero se haya sentido superado por la vida ni haya encontrado rotas sus conexiones con lo infinito, de forma que pueda parecer que su historia representa para él la evidencia de que este mundo tan fácilmente atroz es la última palabra para nosotros, y además una palabra horrorosa: podrían alegarse casos que me contradijeran. La cuestión es, no obstante, que en la misma proporción en que nosotros (los de la categoría a la que me refiero) disfrutamos del mayor número de nuestras más características reacciones interiores, en la misma proporción en que interrogamos y liberamos, intentamos, probamos y exploramos, con curiosidad y amor, de forma ansiosa e irreprimible, nuestra conciencia productiva general y, como nos gusta decir, creativa (aunque el individuo, lo admito, puede llevar a cabo su trabajo en ocasiones y durante algún tiempo y sin embargo no haberlo hecho nunca), en esa misma proporción se nos antoja que nuestra función establece relaciones sublimes. Es este efecto lo que resulta exquisito, es el carácter de la respuesta que da, y cuya más mínima fracción o más tenue sombra se anuncia de nuevo en lo que «podemos mostrar»; es, en una palabra, la conciencia y privilegio artístico en sí lo que brilla de ese modo como si se hubiera sumergido en la fuente del ser. En esa fuente se hunde nuestro espíritu hasta profundidades inconmensurables para sentirse, en virtud de la imaginación y de la aspiración, bien perfumado por las fuentes universales. ¿Qué es eso sino una aventura de nuestra personalidad, y cómo podemos después considerar probable una desconexión completa?
Por mi parte declaro que no la considero probable, y sobre todo reconozco que no deseo hacerlo. La conciencia ha llegado a interesarme demasiado y a una escala demasiado grande (voy a revelar un secreto: a una escala demasiado grande para que no me pregunte qué puede pretender al halagarme así) para el ignorante individuo escogido al azar que soy yo y que encuentra en su vida los obstáculos normales. ¿Acaso pretende solo que la vida aquí, gracias al enriquecimiento que me ha aportado, me haya resultado más divertida? Si bien, en este penúltimo tramo, lo resulta sobre todo ante la posibilidad de que la idea de un mundo en exclusiva presente, con todas las apariencias que dependen por completo de nuestra vestimenta corpórea, pueda suponer para nosotros la mera oportunidad de experimentar para lograr un ser mejor y más libre, para honrarlo y reforzarlo; la mera oportunidad de practicar y adquirir una confianza inicial en nuestras facultades y pasiones, en la valiosa personalidad que está en juego —al menos valiosa para nosotros— que no habrá sido muy distinta del armazón con ruedecitas que a menudo sostiene y protege al bebé mientras crece, de forma que, al balancearse y agitarse dentro de él, pueda incrementar su seguridad al caminar y enseñar a los pequeños dedos de sus pies a conocer el suelo. Me agrada pensar que aquí, en cuanto al alma, nos balanceamos desde el infinito y nos agitamos dentro del universo, que este mundo y su conformación y estos sentidos constituyen nuestro útil e ingenioso armazón, bien provisto de ruedas y plagado de lecciones sobre cómo plantar nuestros pies desde un punto de vista espiritual. Esa concepción del asunto responde más bien, lo reconozco, a la disciplina espiritual de la teología ortodoxa consistente en la purificación y la preparación en la tierra para la vida en el cielo, una analogía a la que no pongo objeciones, con mayor motivo porque es superficial y demuestra sobre todo, en cualquier caso, hasta qué punto se tocan los extremos en algunas ocasiones.
Sea como fuere, mi mente no se resiente en absoluto por su asociación con toda la muy apreciable y perecedera materia de que se compone el resto de mi personalidad, ni deja de reconocer la hermosa asistencia (que de hecho se alterna a menudo con la extrema inconveniencia) que de ese resto recibe, prestando, como hacen estas últimas formas, una gran atención a la experiencia. A veces esa atención le habrá parecido torpe a mi conciencia, pero en otras ocasiones le ha parecido exquisita, y acepta, utiliza y consume todo lo que el universo pone en su camino; materia a toneladas, si es necesario, en la medida en que tales cantidades son, en una esfera tan misteriosa y complicada, una de sus condiciones de actividad. Por encima de todo, aprecia esa admirable visión filosófica que hace de la materia el mero revestimiento o funda, más o menos grueso, más o menos áspero, más transparente o más opaco, de un espíritu en cuya producción no toma más parte que el armazón del bebé en la producción de su inteligencia, por más que esa inteligencia pueda así verse favorecida.
Me «agrada» pensar, repito, aun a riesgo de resultar demasiado tosco, que esta, aquella y las demás apariencias son favorables a la idea de la independencia, detrás de todo (su todo), de mi alma individual. Me «agrada» pensar incluso en el riesgo de contarme entre esas mentes superficiales, felices e insensatas, que pueden creer lo que prefieran. No es en realidad una cuestión de creencia, término que no he utilizado en estas observaciones; es, por otro lado, una cuestión de deseo, pero de deseo tan confirmado, tan bien establecido y alimentado que, en comparación, relega la creencia a un lugar irrelevante. Además, hay un aspecto en el que vienen a ser lo mismo, al menos en presencia de una cuestión tan irresoluble como la que nos ocupa. Si uno actúa a partir del deseo igual que actuaría a partir de la creencia, poco importa el nombre que se dé a la propia motivación. Al decir «acción» me refiero a acción de la mente, me refiero a que puedo animar a mi conciencia a adquirir ese interés, a vivir en esa elasticidad y en ese bienestar, que me parecen sintomáticos y prometedores. No puedo hacer más si deseo, pero no debería poder hacer menos si creyese. De igual modo no debería poder hacer más que cultivar la creencia; y justo al cultivo someto mi sentido esperanzado de lo prometedor, con tanto éxito, o al menos con tanta intensidad, que me proporcione la espléndida ilusión de hacer algo por mi propia perspectiva o posibilidad de inmortalidad. Una vez más, reconozco que los extremos «se tocan»; no se habla en otros términos, sin duda, de entender la propia salvación. Pero también tengo plena libertad para acoger con mi beneplácito esta coincidencia, observando que la disposición teológica coincide con un sentido de las apariencias igual que el mío (aunque en el fondo puede haberse basado en él de manera insidiosa). En todo caso, si estoy hablando de lo que me «agrada» pensar, bien puedo decirlo todo: me agrada pensar que tengo la posibilidad de establecer conexiones especulativas e imaginativas y de adoptar presunciones y garantías concebidas que, para mí, no pueden evitar redimirse. Y una vez que esa relación mental con la cuestión empieza a planear y a posarse, ¿quién sabe sobre qué campos de la experiencia, pasados y actuales, y sobre qué inmensidades de la percepción y del deseo no extenderá la protección de sus alas? No, no y no: yo voy más allá del cerebro de laboratorio.