Aunque el fragmento no está fechado, al parecer este relato se escribió mucho después de la muerte de su esposa, quien supongo es una de las personas a las que se alude. Sin embargo, no hay nada en esta extraña historia que permita confirmar tal suposición, aunque tal vez eso carezca de importancia. Cuando entré en posesión de sus efectos personales, encontré estas páginas en un cajón cerrado con llave, entre papeles que hacían referencia a la vida tan breve de la infortunada dama, muerta de parto un año después de su boda: cartas, memorandos, cuentas, fotografías amarillentas, tarjetas de invitación. Esa es la única relación que he podido encontrar, y es muy posible, e incluso probable, que el lector la juzgue demasiado arriesgada para tener una base sólida. Reconozco que no tengo pruebas de que en este escrito se haya querido referir a hechos reales; lo único que puedo garantizar es la veracidad general de lo que cuenta. En cualquier caso, era algo escrito para sí mismo, no para los demás. Yo lo presento a los lectores, con pleno derecho para hacerlo, precisamente debido a su singularidad. Con respecto a la forma, que nadie olvide que se escribió en exclusiva para él. No he cambiado nada salvo los nombres.

Si existe una historia en todo eso, puedo indicar el momento exacto en que empezó. Fue en un suave y plácido mediodía de domingo en el mes de noviembre, nada más salir de la iglesia, en el soleado paseo marítimo. Brighton rebosaba de gente; estábamos en plena temporada y el día era aún más respetable que hermoso, lo cual contribuía a explicar la afluencia de paseantes. Hasta el mar azul era decoroso: parecía dormitar con un leve ronquido (suponiendo que eso sea decoroso) mientras la naturaleza pronunciaba un sermón. Después de haber estado escribiendo cartas durante toda la mañana, yo había salido a contemplarla un momento antes del almuerzo. Me apoyé en la balaustrada que separaba King’s Road de la playa y creo que estaba fumando un cigarrillo, cuando fui consciente de una broma intencionada al sentir que se apoyaba sobre mis hombros un ligero bastoncillo. Vi que se trataba de Teddy Bostwick, de los Fusileros, y que de este modo me invitaba a charlar. Fuimos conversando mientras paseábamos —siempre te cogía del brazo para señalar que perdonaba tu torpeza acerca de su sentido del humor— y miraba a la gente, saludaba a algunas personas, se preguntaba quiénes eran otras y difería en opinión en lo que se refiere a la belleza de las muchachas. No obstante, sobre Charlotte Marden estuvimos de acuerdo cuando la vimos avanzar hacia nosotros con su madre, y sin duda habría sido difícil que alguien disintiera. El aire de Brighton siempre ha hecho parecer bonitas a las muchachas sin atractivo, y a las hermosas aún más bellas… No sé si esa especie de hechizo sigue dándose. Sea como fuere, el lugar era excepcional para resaltar la belleza de la tez, y el encanto de la señorita Marden era tal que la gente se volvía a su paso. Y bien sabe Dios que también a nosotros nos hizo detenernos… Al menos esa fue una de las razones, porque ya conocíamos a esas damas.

Dimos media vuelta para unirnos a ellas y las acompañamos. Pensaban ir hasta el final del paseo y volver; acababan de salir de la iglesia. Teddy manifestó en ese momento su sentido del humor acaparando de inmediato a Charlotte y dejándome emparejado con su madre. Sin embargo, no podía quejarme: la joven caminaba delante de mí y yo podía hablar de ella. Prolongamos nuestro paseo; la señora Marden siguió a mi lado y por fin dijo que estaba fatigada y que necesitaba descansar. Nos sentamos en un banco resguardado y nos pusimos a charlar viendo cómo pasaba la gente. No era la primera vez que reparaba en el sorprendente parecido entre madre e hija, incluso tratándose de ese tipo de parecidos, sobre todo teniendo en cuenta que apenas se diferenciaban en cuanto a carácter. A menudo se oye hablar de madres de edad madura como ejemplos o indicadores más o menos desalentadores del camino que pueden seguir las hijas. Pero no había nada disuasivo en la idea de que Charlotte fuese a los cincuenta y cinco años tan bella como la señora Marden, aunque heredase su misma palidez y su aire preocupado. A los veintidós, tenía una blancura sonrosada y era admirablemente hermosa. Su cabeza tenía la misma forma encantadora que la de su madre y sus rasgos presentaban la misma noble armonía. Y luego había miradas, ademanes y entonaciones de voz —momentos en los que era difícil decir si era algo que se veía o se oía— que tejía entre las dos toda una red de referencias y recuerdos.

Estas damas disfrutaban de una pequeña fortuna y de una acogedora casita en Brighton, llena de retratos, recuerdos y trofeos (animales disecados sobre los anaqueles de la biblioteca y descoloridos peces barnizados detrás de cristales), a los que la señora Marden tenía mucho apego como recuerdos piadosos. Por «orden» de los médicos, su esposo había pasado allí los últimos años de su vida, y ella ya me había dicho que en aquel lugar se sentía bajo la protección de la bondad del difunto. Al parecer, esta bondad había sido muy grande y, en ocasiones, su viuda parecía defenderla de vagas insinuaciones. En efecto, necesitaba sentirse protegida, notar una influencia benéfica que pudiese evocar; experimentaba una confusa ansiedad, un anhelo de sentirse segura. Necesitaba amigos y tenía muchos. Desde que nos conocimos, se había mostrado amable conmigo y yo nunca advertí en ella la vulgar intención de «halagarme»…, sospecha desde luego excesivamente frecuente en los jóvenes presuntuosos. Nunca se me ocurrió que había puesto los ojos en mí pensando en su hija, ni tampoco, como algunas madres desnaturalizadas, pensando en sí misma. Diríase que ambas compartían una misma necesidad profunda y temerosa, como si quisieran dar a entender: «¡Oh, sea amable con nosotras y no recele! ¡No tema, no esperamos que se case con nosotras!». «Desde luego, mamá tiene algo que hace que todo el mundo la quiera», me dijo en confidencia Charlotte en los primeros tiempos de nuestra relación. Sentía una gran admiración por el aspecto físico de su madre. Era lo único de lo que se vanagloriaba: aceptaba las cejas levantadas como un rasgo encantador y definitivo. «Mi querida mamá siempre parece que esté esperando al médico —me dijo en otra ocasión—. Tal vez sea usted ese médico, ¿cree que lo es?». Al parecer, yo tenía ciertos poderes curativos. En cualquier caso, cuando descubrí, porque en una ocasión ella dejó caer el comentario, que la señora Marden también opinaba que había en Charlotte algo «muy extraño», la relación existente entre las dos damas no podía por menos de resultarme interesante. En el fondo las unía un sentimiento de felicidad; cada una de ellas pensaba mucho en la otra.

En el paseo marítimo continuaba el fluir de los paseantes y al rato apareció Charlotte junto a Teddy Bostwick. Sonrió inclinando la cabeza y siguió su camino, pero cuando volvió a pasar frente a nosotros se detuvo a hablarnos. El capitán Bostwick se negó tajantemente a dejar el paseo: dijo que la ocasión era demasiado festiva. ¿Podían dar otra vuelta? La madre dejó caer un «haced lo que queráis», y la joven me dirigió una impertinente sonrisa de soslayo mientras se alejaban. Teddy me miró a través de su monóculo, pero no me importaba. Yo solo pensaba en la señorita Marden cuando dije riendo a mi acompañante:

—Es un poco coqueta, ¿sabe usted?

—¡No diga eso… no diga eso! —murmuró la señora Marden.

—Las jóvenes más encantadoras siempre lo son… solo un poquito —argüí mostrándome magnánimo.

—Entonces ¿por qué siempre son castigadas?

La intensidad de la pregunta me sorprendió, había surgido como un vívido destello. Por eso reflexioné un momento antes de responderle.

—¿Qué sabe usted de esos castigos?

—Bueno, yo también fui una mala muchacha.

—¿Y la castigaron por ello?

—Sufriré el castigo toda la vida —repuso desviando la mirada.

Y de pronto soltó un «¡Ay!» y se puso de pie mirando con fijeza a su hija que había vuelto a acercarse a nosotros, siempre en compañía del capitán Bostwick. Permaneció de pie durante unos segundos, con una expresión de lo más extraña pintada en el rostro, y luego se dejó caer de nuevo en el banco y vi que tenía la cara arrebolada. Charlotte, que se había dado cuenta de todo, fue hacia ella y, cogiéndole la mano con un rápido y cariñoso movimiento, se sentó al otro lado de la señora Marden. La joven había palidecido… Miraba con atención a su madre con expresión asustada. La señora Marden, que había sufrido alguna impresión por causas que se nos escapaban, se repuso; es decir, siguió sentada, inmóvil e inexpresiva, contemplando el gentío indiferente, el aire soleado, el mar adormecido. Sin embargo, mi mirada se posó en las manos enlazadas de las dos mujeres, y enseguida advertí la violenta crispación de las de la madre. Bostwick seguía ante nosotros preguntándose qué ocurría e interrogándome desde su estúpido cristalito si yo lo sabía, lo cual movió a Charlotte a decirle al cabo de un momento, con cierta irritación:

—No se quede ahí plantado, capitán Bostwick. Váyase… por favor, váyase.

Al oír esto me levanté confiando en que la señora Marden no estuviera enferma, pero enseguida nos rogó que no la dejáramos sola, insistiendo mucho en que nos quedásemos y que almorzáramos con ella en su casa. Hizo que volviera a sentarme a su lado y, durante un momento, sentí que su mano me apretaba el brazo de una manera que tal vez traicionaba sin pretenderlo un sentimiento de zozobra, si no se trataba de una señal secreta. No pude adivinar lo que pretendía darme a entender. Quizá había visto entre la multitud a alguien o algo anormal. Al cabo de unos minutos nos aclaró que se encontraba perfectamente, que solo sufría palpitaciones, pero que le desaparecían con tanta rapidez como le asaltaban. Ya era hora de irnos… así que nos fuimos. Parecía que el incidente se daba por terminado. Bostwick y yo almorzamos con nuestras afables amigas, y cuando ambos salimos de su casa me aseguró que jamás había conocido a criaturas que fuesen más de su agrado.

La señora Marden nos había hecho prometer que volveríamos al día siguiente a tomar el té, y rogó que la visitásemos tan a menudo como pudiéramos. No obstante, al día siguiente, cuando a las cinco en punto llamé a la puerta de su encantadora casita, resultó que las señoras se habían ido a la ciudad. Habían dejado un mensaje para nosotros al mayordomo, quien nos dijo que las damas habían recibido una llamada inesperada y que lo sentían mucho. Su ausencia iba a durar unos cuantos días. Esto fue todo lo que pude averiguar del taciturno criado. Volví tres días después, pero aún no habían regresado. Al cabo de una semana recibí una nota de la señora Marden: «Ya estamos de vuelta —escribía—, venga a vernos y discúlpenos». Recuerdo que fue entonces, al ir a visitarlas poco después de recibir su nota, cuando me dijo que había tenido intuiciones. Ignoro cuántas personas había en Inglaterra en aquel entonces que se viesen en este trance, pero habrían sido muy pocas las que lo habrían mencionado. De modo que sus palabras me sorprendieron y me llamaron mucho la atención, sobre todo cuando me dijo que algunos de esos misteriosos impulsos tenían relación conmigo. Había otras personas presentes, gente ociosa de Brighton, ancianas de ojos asustados y exclamaciones impertinentes, y solo pude hablar unos pocos minutos con Charlotte; pero al día siguiente cené con las dos y tuve la satisfacción de sentarme al lado de la señorita Marden. Recuerdo esta ocasión como el momento en que cobré plena conciencia de que era una mujer tan bella como generosa. Antes había vislumbrado destellos de su personalidad, como una canción de la que solo nos llegan fragmentos de la tonada, pero ahora estaba ante mí como un amplio resplandor rosado, al igual que una melodía que se hace perceptible en su plenitud. Oía la totalidad de la música, que era de una suave hermosura, y que a menudo volvería yo a tararear.

Aquella tarde intercambié unas palabras con la señora Marden. Fue hacia una hora ya tardía, cuando empezaban a servir el té. Cerca de nosotros pasó un criado con una bandeja, yo le pregunté a ella si quería tomar una taza y, al responderme con una afirmación, cogí una para ofrecérsela. Ella tendió la mano y se la di con todo cuidado, o al menos eso creí; pero, cuando sus dedos estaban a punto de sujetarla, se estremeció y vaciló, de modo que la frágil taza y el delicado recipiente cayeron al suelo en medio de un estruendo de porcelana, sin que ella hiciera ese movimiento tan propio de las mujeres de protegerse el vestido. Me agaché para recoger los pedazos y cuando volví a levantarme la señora Marden miraba con fijeza al otro extremo de la estancia, donde se encontraba su hija, quien le devolvió la mirada con una sonrisa, pero con ojos inquietos. «Pero ¿qué demonios te pasa, querida mamá?», parecía decir la muda pregunta. La señora Marden estaba tan colorada como cuando hizo aquel extraño gesto en el paseo marítimo una semana atrás, y cuál no sería mi sorpresa cuando me dijo con un inesperado aplomo:

—La verdad es que podría usted haber tenido más cuidado.

Había empezado a balbucear una frase en mi defensa cuando advertí sus ojos fijos en los míos, como suplicándome. Al principio me sentí desconcertado y aquello solo contribuyó a aumentar mi confusión, pero de pronto lo comprendí con tanta claridad como si hubiera murmurado: «Finja que ha sido usted… finja que ha sido usted». El criado acudió para llevarse los restos de la taza y limpiar el té derramado, y mientras yo me entregaba a la tarea de fingir que había sido por mi culpa, la señora Marden se alejó con brusquedad de mí escapando así a la atención de su hija, y se dirigió a otra habitación. No hizo el menor caso al estado en que se encontraba su vestido.

Aquella noche no volví a ver a ninguna de las dos, pero al día siguiente por la mañana, en King’s Road, me encontré con la joven con un rollo de música en el manguito. Me dijo que en ese momento estaba sola porque había ido a ensayar unos dúos con una amiga, y yo le pregunté si me permitía acompañarla. Dejó que la acompañase hasta la puerta de su casa, y una vez llegamos le pregunté si podía entrar.

—No, hoy no…, prefiero que no entre —dijo con toda franqueza, pero sin dejar de mostrarse amable.

Estas palabras me hicieron dirigir una mirada ansiosa y desconcertada a una de las ventanas de la casa. Y allí vi el pálido rostro de la señora Marden que nos estaba observando desde el salón. Permaneció allí el tiempo suficiente para convencerme de que era ella no era una visión, que es lo que estuve a punto de pensar, y luego desapareció antes de que su hija hubiese advertido su presencia. La joven, durante nuestro paseo, no había mencionado a su madre. Como se me había dicho que preferían no verme, estuve un tiempo sin aparecer por la casa, y luego una serie de circunstancias motivaron que no volviésemos a coincidir. Por último regresé a Londres, y una vez allí recibí una insistente invitación para trasladarme sin pérdida de tiempo a Tranton, una antigua y preciosa finca del condado de Sussex que pertenecía a un matrimonio que había conocido hacía poco.

Fui de Londres a Tranton, y a mi llegada encontré en la casa a las Marden, junto con una docena de otras personas. Lo primero que me dijo la señora Marden fue:

—¿Me perdonará usted?

Y cuando pregunté qué debía perdonarle, respondió:

—Haber vertido el té sobre su traje.

Repliqué que se lo había vertido sobre sí misma, a lo cual me dijo:

—En cualquier caso me porté de un modo muy poco cortés, pero sé que algún día me comprenderá y entonces tal vez pueda disculparme.

El primer día de mi estancia dejó caer dos o tres alusiones (con anterioridad ya me había hecho más de una) a la iniciación mística que me estaba reservada. De modo que yo empecé, como suele decirse, a hacerla rabiar, afirmando que prefería una iniciación menos prodigiosa, pero inmediata. Me contestó que cuando se produjera no tendría más remedio que aceptarla, que no existía otra opción. Estaba íntimamente convencida de que aquello iba a producirse, tenía un fuerte presentimiento. Esta, me dijo, era la única razón de haberlo mencionado. ¿No recordaba que ya me había hablado de sus intuiciones? Desde la primera vez que me vio había estado segura de que yo no podría evitar conocer ciertas cosas. Mientras, lo único que se podía hacer era esperar y mantener la calma, no precipitarse. Ella misma no deseaba volver a caer en estado de nerviosismo tan intenso. Y, sobre todo, yo no debía ponerme nervioso… Uno se acostumbra a todo. Le contesté que, aunque no sabía de lo que me estaba hablando, me hallaba asustado de muerte, ya que al carecer de toda pista la imaginación tendía a desbocarse. Exageré a propósito, porque si la señora Marden podía ser desconcertante, estaba lejos de creerla inquietante. No acertaba a imaginar a qué se estaba refiriendo, pero mi curiosidad era mucho mayor que mi miedo. Podría haber pensado que tal vez estaba un poco desquiciada, sin embargo, semejante idea no llegó a ocurrírseme. Me producía la impresión de alguien irremediablemente cuerdo.

En la casa había otras jóvenes, pero Charlotte era la más atractiva, y esta opinión estaba tan generalizada que casi llegó a constituir un serio obstáculo para la cacería. Hubo dos o tres hombres, y debo confesar que fui uno de ellos, que prefirieron su compañía a la de los ojeadores. En otras palabras, hubo acuerdo general en considerarla como una forma de deporte superior y exquisito. Era amable con todos nosotros: nos hacía salir tarde y volver temprano. Ignoro si coqueteaba, pero varios miembros del grupo opinaban que ellos sí lo hacían. En cuanto a Teddy Bostwick, quien había acudido de Brighton, estaba por completo convencido de ello.

El tercer día de mi estancia en Tranton fue un domingo, lo que justificó un hermoso paseo campo a través para asistir al servicio religioso de la mañana. Hacía un tiempo gris y sin viento, y la campana de la vieja iglesia incrustada en la depresión de la meseta de Sussex sonaba muy próxima y familiar. Avanzábamos en grupos dispersos, el aire era suave y húmedo (como siempre en esta estación, con los árboles desnudos, parecía que hubiera más, como si el cielo fuese más grande), y yo me las arreglé para quedar bastante rezagado junto con la señorita Marden. Recuerdo que, mientras caminábamos sobre la hierba, sentí un fuerte impulso de decir algo muy personal, algo vehemente e importante, importante para … como, por ejemplo, que nunca la había visto tan bonita, o que aquel preciso momento era el más dulce de mi vida. Pero, cuando se es joven, esas palabras han estado muchas veces a punto de salir de los labios antes de que, en efecto, se pronuncien, y yo tenía la impresión, no de que no la conocía lo suficiente —eso me importaba poco—, sino de que era ella la que no me conocía lo bastante a . En la iglesia, un museo de antiguas tumbas y placas conmemorativas de Tranton, el banco grande estaba ocupado. Varios de nosotros nos dispersamos, y yo encontré un sitio para la señorita Marden y otro para mí a su lado, a cierta distancia de su madre y de la mayoría de nuestros amigos. En el banco había dos o tres campesinos de apariencia muy digna que se corrieron para hacernos sitio, y yo me senté el primero para separar a mi acompañante de nuestros vecinos. Una vez ella se hubo sentado, aún quedaba un espacio libre, que siguió vacío hasta que el oficio religioso estuvo por la mitad.

Al menos fue en ese momento cuando me di cuenta de que había entrado otra persona y había ocupado aquel lugar. Cuando reparé en él debía de llevar unos minutos en el banco. Se había sentado y había dejado el sombrero a un lado, tenía las manos cruzadas sobre el pomo de su bastón y miraba con fijeza hacia adelante, en dirección al altar. Era un joven pálido y vestido de negro, con aspecto de caballero. Su presencia me sorprendió ligeramente, ya que la señorita Marden no había atraído mi atención moviéndose para dejarle sitio. Al cabo de unos minutos, al ver que no tenía devocionario, alargué el brazo por delante de mi amiga y dejé el mío ante él, sobre el reborde del banco, gesto cuyo motivo estaba relacionado con la posibilidad de que, al verme sin libro, la señorita Marden me dejase sostener uno de los lados del suyo encuadernado con terciopelo. Sin embargo, la maniobra estaba destinada a fracasar, ya que en el momento en que ofrecí el libro al intruso, cuya intrusión había así condonado, este se levantó sin darme las gracias, salió sin hacer ruido del banco, que no tenía puerta, y de un modo tan discreto que no atrajo la atención de nadie atravesó la nave central de la iglesia. Muy pocos minutos le habían bastado para hacer sus devociones. Su proceder era impropio, y más aún por irse tan pronto que por haber llegado tarde, pero lo había hecho todo tan en silencio que no causó molestias, y al volver un poco la cabeza para seguirle con los ojos comprobé que no había incomodado a nadie al salir. Solo reparé con asombro que la señora Marden, al verle, se había impresionado tanto que de forma involuntaria se había puesto en pie. Ella lo miró con fijeza mientras pasaba, pero él se marchó muy aprisa, y la señora Marden también volvió a sentarse enseguida, no sin que antes nuestras miradas se cruzaran a través de la iglesia. Cinco minutos después en voz baja pregunté a su hija si era tan amable de devolverme mi devocionario… En realidad había estado esperando a que ella lo hiciera de forma espontánea. La joven me devolvió este auxiliar de la devoción, sin embargo había estado tan ajena al libro que no pudo por menos de decirme:

—¿Pero por qué demonios lo había dejado aquí?

Estaba a punto de responderle cuando se arrodilló, ante lo cual consideré preferible callarme. La contestación que tenía en la punta de la lengua era:

—Para ser decoroso y cortés.

Después de la bendición, cuando nos disponíamos a irnos, volví a sorprenderme un poco al ver que la señora Marden, en vez de salir con los demás, se dirigió a nuestro encuentro, al parecer para decirle algo a su hija. En efecto, habló con ella, pero al instante comprendí que era solo un pretexto, y que en realidad quería hablar conmigo. Hizo que Charlotte se adelantara y de pronto me dijo en un susurro:

—¿Le ha visto?

—¿Se refiere al caballero que se ha sentado aquí? ¿Cómo no verlo?

—¡Chist! —exclamó, presa de una gran excitación—. ¡No le diga nada a ella, no le diga nada a ella!

Deslizó la mano por debajo de mi brazo para que no me moviera de su lado, para mantenerme, al menos eso parecía, apartado de su hija. La precaución era innecesaria, porque Teddy Bostwick ya había tomado posesión de la señorita Marden, y cuando salían de la iglesia delante de mí vi que uno de los hombres de nuestro grupo la escoltaba también por el otro lado. Al parecer consideraban que mi vez ya había pasado. La señora Marden me soltó en cuanto salimos, pero no antes de que yo comprendiera que necesitaba mi ayuda.

—¡No se lo diga a nadie, no se lo diga a nadie! —repetía.

—No entiendo. Decirle a nadie, ¿el qué?

—¡Qué va a ser! Que usted le ha visto.

—Sin duda también ellos le han visto.

—Nadie le ha visto, nadie.

Hablaba con una decisión tan apasionada que no pude por menos de mirarla; tenía la mirada fija ante sí. Pero notó el desafío en mis ojos y se detuvo de pronto, en el viejo pórtico de oscura madera de la iglesia, cuando los demás ya empezaban a alejarse. Allí me miró de un modo en verdad singular.

—Usted ha sido el único —dijo—, la única persona del mundo.

—Exceptuándola a usted, mi querida señora…

—¡Yo! Oh, sí, claro. ¡Esta es mi maldición!

Y se alejó con rapidez para unirse al resto de nuestro grupo. Regresé a la casa con paso vacilante y a cierta distancia de los demás, porque tenía tantas cosas que meditar… ¿A quién había visto y por qué la aparición, que volvió a surgir en mi memoria con toda claridad, era invisible a los otros? Si se había hecho una excepción para la señora Marden, ¿por qué eso debía considerarse una maldición y por qué tenía yo que compartir un honor tan dudoso? Esta súplica, que guardaba bajo llave en mi pecho, sin duda hizo que estuviese muy silencioso durante el almuerzo. Después de comer salí a la vieja terraza para fumar un cigarrillo, pero apenas había dado una o dos vueltas cuando sorprendí la máscara moldeada de la señora Marden tras la ventana de una de las salas que daba a la terraza de baldosas irregulares. Me recordó la misma presencia fugitiva, detrás de los cristales, en Brighton, el día en que encontré a Charlotte y la acompañé a su casa. Pero esta vez mi enigmática amiga no desapareció, dio un golpecito en los cristales y me hizo señas de que entrase. Era una estancia pequeña y más bien rara, una de las muchas salitas de recibir que había en la planta baja de Tranton. La llamaban la sala india y era de un estilo denominado oriental: tumbonas de bambú, biombos de laca, farolillos con largos flecos y extraños ídolos dentro de vitrinas, objetos todos ellos que no son los más propicios para contribuir a la sociabilidad. El lugar era poco frecuentado y cuando entré estábamos solos.

Apenas aparecí, me dijo:

—Por favor, dígame una cosa: ¿está usted enamorado de mi hija?

Lo cierto es que hice una pequeña pausa antes de responder.

—Antes de contestar a su pregunta, ¿sería usted tan amable de decirme qué le hace pensar eso? No creo haberme mostrado muy explícito.

La señora Marden, que me contradecía con sus ojos hermosos e inquietos, no atendió a la pregunta que le había formulado, y siguió hablando con gran vehemencia:

—¿No le dijo nada a mi hija cuando iban a la iglesia?

—¿Qué le hace pensar que le dije algo?

—Pues el hecho de que usted le viera.

—¿Que viera a quién, mi querida señora Marden?

—Oh, bien lo sabe usted —respondió con gravedad, incluso con un pequeño matiz de reproche, como si yo tratase de humillarla obligándola a nombrar lo innombrable.

—¿Se refiere al caballero del cual me hizo usted aquel comentario tan extraño en la iglesia, el que se sentó en nuestro banco?

—¡Le ha visto, le ha visto! —dijo en un jadeo, con una curiosa mezcla de consternación y de alivio.

—Por supuesto que le he visto, y usted también.

—Son dos cosas distintas. ¿Lo sintió usted como algo inevitable?

De nuevo me quedé perplejo.

—¿Inevitable?

—El que usted le viera.

—Desde luego, dado que no soy ciego.

—Podría haberlo sido. Todos los demás lo son.

Yo no podía estar más desconcertado y se lo confesé con toda franqueza a mi interlocutora, pero la situación distó mucho de aclararse cuando ella exclamó:

—¡Sabía que usted le vería desde que se enamoró de verdad de ella! Sabía que esta iba a ser la prueba… ¿qué digo?… la confirmación.

—¿Este estado maravilloso comporta, pues, trastornos tan inusitados? —pregunté sonriendo.

—Juzgue usted mismo. ¡Le ve, le ve! —exclamó, exultante—. Y volverá a verle.

—No tengo nada que objetar, pero me interesaría más por él si tuviese usted la amabilidad de decirme quién es.

Esquivó mi mirada. Sin embargo, luego se enfrentó a ella de forma deliberada.

—Se lo diré si antes me cuenta usted lo que ha dicho a mi hija camino de la iglesia.

—¿Acaso ella le ha contado que yo le dije algo?

—¿Necesito que me lo cuente? —preguntó con viveza.

—¡Ah, sí, ya recuerdo! ¡Sus intuiciones! Pero lamento decirle que esta vez han fallado, porque la verdad es que no le dije absolutamente nada a su hija fuera de lo normal.

—¿Está usted bien seguro?

—Le doy mi palabra de honor, señora Marden.

—Entonces, ¿considera usted que no está enamorado de mi hija?

—¡Esa es otra cuestión! —repuse riendo.

—¡Lo está, lo está! Si no lo estuviera, no le habría visto.

—Dígame, ¿quién demonios es, señora? —pregunté ya un poco irritado.

No obstante, por toda respuesta siguió formulándome preguntas.

—Al menos, ¿sentía usted el deseo de decirle algo? ¿No estuvo casi a punto de decírselo?

Bueno, aquello sonaba más sensato, justificaba las famosas intuiciones.

—Ah, «casi a punto» sería la expresión exacta… Diga usted que faltó bien poco. Aún no sé lo que me impidió hablar.

—Con eso basta y sobra —dijo la señora Marden—. Lo importante no es lo que dice, sino lo que siente. Esto es lo que le mueve a él.

En ese punto ya estaba realmente enfadado con sus reiteradas alusiones a una identidad que aún no se había aclarado, y junté las manos en una posición de súplica que ocultaba detrás una gran impaciencia, una viva curiosidad e incluso las primeras y breves palpitaciones de cierto terror sagrado.

—Por lo que más quiera, le ruego que me diga de quién está hablando.

Ella levantó los brazos, desvió la mirada, como si quisiera librarse a un tiempo de cualquier sentimiento de reserva y de toda responsabilidad, y dijo:

—De sir Edmund Orme.

—¿Y quién es sir Edmund Orme?

Al oír mis palabras se sobresaltó.

—Silencio. Ahí vienen.

Siguiendo la dirección de su mirada, vi a Charlotte en la terraza, al otro lado de la ventana, y entonces su madre me advirtió en un tono vehemente:

—Haga como si no le hubiera visto… ¡nunca!

La joven, que se había puesto las manos sobre los ojos a modo de visera, miraba hacia el interior de la sala y, sonriendo, nos hacía señas a través del cristal para que la dejáramos entrar; entonces me dirigí hacia la puerta y la abrí. Su madre se apartó y ella entró en la sala riendo, y en un tono desafiante preguntó:

—¿Puede saberse qué están conspirando los dos?

Se había hablado de un plan (he olvidado cuál) para aquella tarde, y se necesitaba la participación o el consentimiento de la señora Marden, ya que mi adhesión se daba como segura, y la joven había recorrido la mitad de la casa buscándola. Me turbó ver que la madre estaba muy nerviosa, y cuando se volvió para ir al encuentro de su hija disimuló su aturdimiento bajo cierto aire de extravagancia, arrojándose al cuello de la joven y abrazándola. Para atraer la atención de Charlotte, exageré mi galantería:

—Estaba solicitando su mano a su madre.

—¿De veras? ¿Y se la ha concedido? —preguntó muy risueña.

—Estaba a punto de hacerlo cuando la hemos visto a usted.

—Bueno, yo termino enseguida… y les dejo solos.

—¿Te gusta, Charlotte? —preguntó la señora Marden con un candor que francamente no esperaba.

—Resulta difícil contestar delante de él, ¿no crees? —replicó la encantadora muchacha, aceptando el tono humorístico de la situación, pero mirándome como si no le gustara en absoluto.

La señora Marden habría tenido que contestar delante de otra persona más, pues en aquel momento entraba en la salita, ya que la puerta se había quedado abierta, un caballero al que yo no había visto hasta ese instante. La señora Marden había dicho: «Ahí vienen», pero parecía como si el hombre hubiese seguido a su hija a cierta distancia. Le reconocí en el acto como el mismo personaje que se había sentado a nuestro lado en la iglesia. Esta vez le vi mejor, su extraño rostro y su no menos extraña actitud. Le llamo «personaje» porque, sin saber la razón, uno tenía la impresión de que había entrado en la estancia un príncipe reinante. Se movía con una indescriptible solemnidad, como si fuese distinto de los demás. Sin embargo me miraba con fijeza y gravedad, y me pregunté qué esperaba de mí. ¿Acaso creía que debía doblar la rodilla y besarle la mano? Luego posó la misma mirada sobre la señora Marden, pero ella sabía lo que debía hacer. Una vez superado el nerviosismo inicial, no dio la menor muestra de haber advertido su presencia, y entonces recordé la apasionada súplica que me había hecho. Tuve que hacer un gran esfuerzo para imitarla, pues, aunque no supiese nada de él excepto que era sir Edmund Orme, su presencia ejercía un poderoso atractivo, casi como una opresión. Se quedó allí sin hablar. Era un joven pálido y apuesto, pulcro y bien afeitado, con ojos de un inusitado color azul desvaído y un aire anticuado, como un retrato de tiempo atrás, en su aspecto y en la manera de peinarse. Iba de luto riguroso (enseguida uno se daba cuenta de que vestía muy bien) y llevaba el sombrero en la mano. Volvió a mirarme con una singular intensidad, como nadie en el mundo me había mirado hasta entonces, y recuerdo que sentí frío en la espalda y que deseé que dijera algo. Nunca un silencio me había parecido tan insondable. Desde luego, esta fue una impresión intensa y rápida, pues solo habían transcurrido unos pocos instantes, como comprendí de pronto por la expresión de Charlotte Marden, cuyos asombrados ojos se posaban alternativamente en su madre y en mí —él nunca la miraba y ella no parecía verle—, hasta que exclamó:

—Pero ¿qué demonios les pasa? ¿Por qué ponen esas caras tan raras?

Sentí que el color volvía a mi rostro, y ella prosiguió en el mismo tono:

—¡Se diría que han visto un fantasma!

Yo era consciente de que me había puesto muy colorado. Sir Edmund Orme nunca enrojecía, y yo estaba seguro que ninguna turbación podía afectarle. Había conocido a personas así, pero jamás a alguien que se mostrase tan indiferente.

—No seas impertinente y diles a todos que ahora me reuniré con ellos —dijo la señora Marden con gran dignidad, pero percibí un temblor en su voz.

—Y usted… ¿va a venir? —preguntó la joven, volviéndose hacia mí.

Yo no respondí acogiéndome a la vaga sensación de que la pregunta iba dirigida a su acompañante. Pero él estaba más silencioso que yo, y cuando Charlotte llegó a la puerta de la terraza, pues iba a salir por allí, se detuvo, con la mano en el picaporte, me miró y repitió la pregunta. Asentí y me precipité hacia ella para abrirle la puerta, y mientras salía me dijo en un tono burlón:

—Está usted como ido, así no conseguirá que le conceda mi mano.

Cerré la puerta y me volví, y comprobé entonces que sir Edmund Orme se había retirado mientras yo le daba la espalda. La señora Marden seguía allí, de pie, y nos miramos largamente el uno al otro. En ese momento, mientras la muchacha se alejaba con ágiles pasos, comprendí que Charlotte no se había dado cuenta de lo ocurrido. Por extraño que parezca, fue eso lo que de pronto hizo que me estremeciese con violencia, y no el que yo hubiera visto a nuestro visitante, cosa que me parecía lo más natural del mundo. Entonces recordé con vividez que ella tampoco había advertido su presencia en la iglesia, y los dos hechos juntos, ahora que ya habían pasado, hicieron que mi corazón latiera con más fuerza. Me sequé el sudor de la frente y la señora Marden dejó escapar un leve gemido quejumbroso.

—Ahora ya conoce usted mi vida… ahora ya conoce usted mi vida.

—Pero, en nombre del Cielo, ¿qué es?

—Un hombre a quien hice daño.

—¿Cómo ocurrió eso?

—¡Oh, fue algo horrible! Hace ya mucho tiempo.

—¿Mucho tiempo? Pero si es un hombre muy joven.

—¡Joven! ¿Joven? —exclamó la señora Marden—. ¡Nació antes que yo!

—Pero entonces, ¿cómo puede tener este aspecto?

Se me acercó, puso la mano sobre mi brazo y en su rostro vi una expresión que me sobrecogió.

—Pero ¿no lo entiende usted? ¿No lo siente? —insistió con gran vehemencia.

—¡Lo que siento es una sensación muy extraña! —repuse riendo, pero comprendí que mi tono me traicionaba.

—¡Está muerto! —dijo la señora Marden, con la cara muy pálida.

—¿Muerto? —exclamé jadeando—. Entonces ese caballero era… —No pude pronunciar ni una palabra más.

—Llámele como prefiera…, hay muchísimos nombres vulgares. Es una presencia perfecta.

—¡Una presencia espléndida! —casi grité—. ¡La casa está encantada, encantada! —Me exaltaba pronunciando esa palabra, como si resumiese todo lo que yo siempre había soñado.

—No es la casa, no, por desgracia —contestó ella enseguida—. La casa no tiene nada que ver con esto.

—Entonces, ¿es usted, mi querida señora? —dije, como si esta alternativa fuese aún mejor.

—No, tampoco yo. Ojalá fuese yo.

—Tal vez se trate de mí —sugerí con una débil sonrisa.

—Se trata de mi hija, mi inocente, sí, mi inocente hija.

Y al decir eso la señora Marden se derrumbó. Se dejó caer en un sillón y prorrumpió en lágrimas. Balbucí una pregunta, le dirigí ruegos desconcertados, pero ella se negó a responder de un modo inesperado y tenso. Yo insistí: ¿no podía ayudarla, no podía intervenir de alguna manera?

—Usted ya ha intervenido —dijo entre sollozos—. Ya está dentro, ya está dentro.

—Pues me alegra mucho intervenir en algo tan extraordinario —afirmé con audacia.

—Le guste o no, no tiene elección.

—No quiero quedarme al margen… Es demasiado interesante.

—Me alegra saber que se lo toma así. —Se había apartado de mí, apresurándose a enjugarse los ojos—. Y ahora váyase.

—Pero quiero saber más.

—Ya verá todo lo que quiera. ¡Váyase!

—Pero es que quiero entender lo que veo.

—¿Cómo va usted a entenderlo… si yo misma no lo entiendo?

—Lo intentaremos juntos… y lo aclararemos.

Se levantó haciendo todo lo posible para borrar el rastro de sus lágrimas.

—Sí, será mejor que nos unamos… Por eso me gustó usted.

—¡Oh, lo pondremos en claro! —le dije.

—Entonces debe usted aprender a controlarse mejor.

—Lo hare, lo haré… Lo conseguiré con la práctica.

—Ya se acostumbrará —dijo mi amiga en un tono que nunca olvidaré—. Ahora vaya a reunirse con los demás, yo iré enseguida.

Salí a la terraza pensando que tenía un papel que desempeñar en aquella historia. No temía en absoluto otro encuentro con la «presencia perfecta», como ella le había llamado; experimentaba más bien una sensación de placer. Deseaba que volviera a repetirse mi buena suerte. Me sentía dispuesto a acoger las nuevas impresiones. Di la vuelta a la casa tan aprisa como si esperase sorprender a sir Edmund Orme. Aquella vez no le sorprendí, pero el día no iba a terminar sin que tuviese que reconocer que, como había dicho la señora Marden, le vería tantas veces como yo quisiera.

Hicimos, o la mayor parte de nosotros hizo, el paseo colectivo y social que en las casas de campo inglesas es, o era en aquellos tiempos, el pasatiempo obligado de las tardes de domingo. Teníamos que ajustar nuestro paso al ritmo de las señoras, además las tardes eran cortas y a las cinco ya estábamos reponiendo fuerzas al lado del fuego en el salón grande, con una vaga aprensión, al menos por mi parte, de que hubiéramos podido hacer algo más para merecer nuestro té. La señora Marden había dicho que iría con nosotros, pero no había aparecido; su hija, que la había visto antes de que saliéramos, se había limitado a darnos por toda explicación que estaba cansada. Siguió sin dejarse ver durante toda la tarde, pero concedí poca importancia a este detalle, como tampoco se la di al hecho de no haber podido estar con Charlotte, ni siquiera cinco minutos, en el curso de nuestro paseo. Estaba demasiado absorto con otra cuestión para que aquello me preocupara: sentía bajo mis pies el umbral de una puerta extraña, en mi vida, que de pronto se había abierto y de la que salía un aire tan sutil como nunca lo había respirado y de un sabor más fuerte que el vino. Había oído hablar muchas veces de apariciones, pero era muy distinto haber visto una y saber que volvería a verla de forma habitual, por así decirlo. La estaba acechando como un piloto el resplandor de una luz giratoria, dispuesto a discutir acerca de este terrorífico tema, y a decir al primero que se presentase que los fantasmas eran mucho menos inquietantes y mucho más divertidos de lo que suele suponerse. Sin duda alguna estaba en un estado de gran excitación. No acertaba a comprender la causa del privilegio que se me había conferido, la excepción, en el sentido de un ensanchamiento místico de visión, hecha en mi favor. Al mismo tiempo creo que comprendí la ausencia de la señora Marden… Un comentario, pensándolo bien, sobre lo que me había dicho: «Ahora ya conoce usted mi vida». Quizá había tenido que sufrir a nuestro fantasma durante años, y, al carecer de mi firmeza de carácter, aquello había sido demasiado para ella. Sus nervios no lo habían soportado, aunque había sido capaz de afirmar que, en cierto modo, uno se acostumbraba. Ella se había acostumbrado a darse por vencida.

El té de la tarde, cuando anochecía muy pronto, era un momento muy agradable en Tranton: el resplandor de las llamas danzaba por el amplio salón blanco del siglo pasado; las afinidades casi se confesaban por sí mismas; todo el mundo se demoraba, antes de vestirse para la cena, en hondos sofás, todavía con las botas enfangadas, para cambiar unas últimas palabras después de los paseos; e incluso si alguien se absorbía en solitario en el tercer volumen de una novela que algún otro estaba deseando leer, la cosa podía pasar como una muestra de afabilidad. Estuve esperando el momento oportuno y abordé a Charlotte cuando vi que estaba a punto de retirarse. Las señoras ya habían salido del salón una a una, y después de haberme dirigido a ella, los tres hombres que aún quedaban cerca se fueron dispersando poco a poco.

Sostuvimos una breve charla sin abordar nada en particular (ella tal vez estaba muy inquieta, y bien sabe Dios que yo sí lo estaba) y después me dijo que tenía que irse porque no quería llegar tarde a la cena. Le comenté que aún faltaba mucho tiempo y ella objetó que de todos modos deseaba subir a ver a su madre, ya que temía que se encontrara indispuesta.

—Al contrario, le aseguro que está mejor de lo que ha estado en mucho tiempo —dije—. Ahora sabe que puede confiar en mí y eso le ha hecho mucho bien.

La señorita Marden se dejó caer de nuevo en el sillón mientras yo seguía de pie ante ella, y alzó la mirada hacia mí, sin sonreír, con una oscura congoja en sus hermosos ojos; no del todo como si yo la estuviera hiriendo, sino como si ya no estuviera dispuesta a seguir tratando lo que había ocurrido como una broma, aunque fuera lo que fuese no era nada que se prestase a una solemnidad excesiva, entre su madre y yo.

Pero pude responder a sus preguntas con toda afabilidad y franqueza, ya que en el fondo era consciente de que la pobre señora se había quitado de encima una parte de su carga para compartirla conmigo y que se sentía relativamente aliviada y más tranquila.

—Estoy seguro de que ha dormido toda la tarde como hacía años que no dormía —seguí diciendo—. No tiene más que preguntárselo.

Charlotte se levantó de nuevo.

—Se cree usted muy útil, ¿verdad?

—Todavía dispone de más de un cuarto de hora —dije—. ¿No tengo derecho a charlar con usted así, a solas, cuando su madre me ha concedido su mano?

—¿Y acaso la madre de usted me ha concedido la suya? Se lo agradezco mucho, pero no la quiero. Opino que nuestras manos no pertenecen a nuestras madres… ¡Yo diría que son bien nuestras! —exclamó la joven riendo.

—¡Siéntese, siéntese y déjeme hablarle! —le rogué.

Yo seguía de pie, insistiendo, con la esperanza de que accediese a lo que le pedía. Ella miraba a su alrededor dirigiendo con vaguedad los ojos en una u otra dirección, como si yo la estuviese coaccionando y eso le resultase algo desagradable. El salón desierto estaba silencioso, y oíamos el sonoro tictac del gran reloj. Entonces se sentó despacio y yo acerqué una silla. Quedé ahora frente a la chimenea y al hacer ese movimiento descubrí con estupor que no estábamos solos. Al cabo de un instante, y por extraño que parezca, mi turbación en vez de ir en aumento desapareció, pues la persona que estaba ante la chimenea era sir Edmund Orme. Estaba allí tal como le había visto en la sala india, mirándome con una fijeza inexpresiva que debía su gravedad a su sombría elegancia. Ahora sabía mucho más de él y tuve que reprimir un ademán de reconocimiento, algo que confirmase su presencia. Una vez estuve seguro de que allí estaba y de que no desaparecía, la sensación de que Charlotte y yo no estábamos solos me abandonó; por el contrario, la sensación que tuve fue la de que aquello nos unía más. Ella no era sensible a ninguna influencia de nuestro compañero, e hice un esfuerzo muy grande, que puedo considerar casi como un éxito, para ocultarle que mi capacidad sensitiva era distinta a la suya y que mis nervios estaban tan tensos como las cuerdas de un arpa. Digo «casi como un éxito» porque ella me miró un momento, mientras las palabras no acababan de salir de mis labios, de una manera que temí que volviera a decirme, como lo había hecho en la sala india: «Pero ¿qué demonios le pasa?».

Me apresuré a decirle lo que me sucedía, porque cuando lo comprendí por completo me avasalló junto con la conmovedora visión de la inconsciencia de ella. Era conmovedor ver que la joven se transformaba en presencia de aquel extraordinario prodigio. Si auguraba peligro o desdicha, felicidad o castigo, eso era secundario; lo único que yo veía, mientras se hallaba sentada frente a mí, era que, inocente y encantadora como era, estaba al borde de algo horroroso, o con seguridad así lo habría llamado ella, que en aquel momento permanecía oculto para la joven, pero que podía revelarse de un momento a otro. Descubrí que a mí no me preocupaba… o que al menos era una preocupación soportable. Pero era muy posible que sí le afectase a ella, y si todo aquello no le resultaba curioso e interesante, podía convertirse con facilidad en aterrador. Más tarde comprendí que si no me preocupaba por mí mismo era sobre todo porque estaba absorto con la idea de protegerla a ella. De pronto, al pensar en ello, mi corazón empezó a palpitar con fuerza, y decidí hacer todo lo posible para que sus sentidos permaneciesen sellados. Quizá no habría sabido qué hacer si, a medida que pasaban los minutos, no hubiera sido cada vez más consciente de que la quería. La única manera de salvarla era quererla, y la mejor manera de quererla era decírselo de inmediato. Sir Edmund Orme no me lo impidió, y al cabo de un momento nos volvió la espalda y se quedó contemplando con discreción el fuego de la chimenea. Tras unos instantes, apoyó la cabeza sobre un brazo contra el delantero de la chimenea, en una postura de progresivo abatimiento, como un espíritu más cansado que discreto. Charlotte Marden se sobresaltó al oír mis palabras y se puso en pie de un salto, como si quisiera huir de ellas. Pero no se sintió ofendida, pues el sentimiento que yo estaba expresando era demasiado sincero. Se limitó a pasear de un lado a otro de la estancia con un murmullo de desaprobación, y yo estaba tan ocupado en sacar provecho de cualquier ventaja que pudiera tener que no reparé en la manera como sir Edmund Orme desaparecía. Pero de pronto descubrí que su lugar estaba vacío. Aquello no cambió nada, pues no me había molestado en lo más mínimo. Solo recuerdo que de pronto me conmocionó, como algo inexorable, el lento y triste saludo con la cabeza que me dirigió Charlotte.

—No pido que me dé una respuesta ahora mismo —le dije—; solo quisiera estar seguro… de que usted sabe la enorme importancia de lo que acabo de decirle.

—¡Oh, no pienso darle una respuesta ni ahora ni nunca! —replicó—. Odio esta conversación; se lo ruego… ¿sería posible que me quedara sola?

Pero luego, dado que aquel irreprimible grito, tan sincero, de la beldad acosada, podría haber supuesto para mí un golpe algo duro, añadió, con una rápida y vaga amabilidad, en el momento de abandonar el salón:

—Gracias, gracias…, se lo agradezco muchísimo.

En la cena fui lo bastante generoso para alegrarme por ella de que, al sentarme en el mismo lado de la mesa que yo, no pudiera verme. Su madre estaba casi enfrente de mí, y muy poco después de que nos sentáramos la señora Marden me dirigió una larga y penetrante mirada que expresaba en un grado máximo nuestra extraña comunión. Desde luego significaba «me lo ha contado», pero también significaba otras cosas. En cualquier caso, estoy seguro de con mi muda respuesta ella me entendería: «¡He vuelto a verle, he vuelto a verle!». Todo ello no impidió que la señora Marden tratara a sus vecinos de mesa con su habitual y meticulosa amabilidad. Después de cenar, cuando los hombres se reunieron con las mujeres en el salón, y yo me dirigí directamente hacia ella para decirle lo mucho que deseaba tener una conversación privada, me dijo al momento en voz baja, fijando la vista en su abanico que abría y cerraba sin cesar:

—Está aquí… está aquí.

—¿Aquí? —exclamé mirando a mi alrededor, pero sin verle.

—Mire donde está ella —dijo la señora Marden, en un tono algo áspero.

En realidad Charlotte no estaba en el salón principal, sino en otro más pequeño y contiguo, al que llamaban la sala matinal. Di unos pasos y la vi, a través de la puerta abierta, de pie en medio de la sala, conversando con tres caballeros que prácticamente me daban la espalda. Por un momento mi búsqueda resultó infructuosa, y luego comprendí que uno de los caballeros, el de en medio, no podía ser otro que sir Edmund Orme. Esta vez me pareció asombroso que los demás no le vieran. Charlotte parecía estar mirándole y dirigirse a él. Sin embargo, al cabo de un momento me vio y de pronto abandonó el grupo. Volví al lado de su madre con el creciente temor de que la joven pudiera creer que la estaba vigilando, lo cual habría sido injusto. La señora Marden había encontrado un pequeño sofá un poco apartado y me senté junto a ella. Tenía tantas ganas de hacerle algunas preguntas que habría deseado que nos encontrásemos de nuevo en el salón indio. No obstante, enseguida comprendí que el lugar era lo suficientemente discreto. Nos comunicábamos de un modo tan íntimo y completo, y con una reciprocidad tan silenciosa, que eso nos bastaba en cualquier circunstancia.

—Sí, está aquí —dije—, y hacia las siete y cuarto estaba en el salón principal.

—En ese momento, supe que estaba… ¡y me alegré tanto! —respondió sin ambages.

—¿Dice que se ha alegrado?

—Que esta vez se tratara de usted y no de mí. Es un gran alivio.

—¿Ha dormido toda la tarde? —pregunté.

—Como no lo había hecho desde hace meses. Pero ¿cómo lo sabe?

—Del mismo modo, supongo, que usted supo que sir Edmund estaba en el salón. Es evidente ahora cada uno de nosotros sabe cosas… sobre lo que le ocurre al otro.

—Cuando le están ocurriendo a él —me corrigió la señora Marden—. Es maravilloso que usted se lo tome así —añadió con un largo y suave suspiro.

—Lo tomo —repliqué de inmediato— como un hombre que está enamorado de su hija.

—Claro, claro. —Por intenso que fuese mi sentimiento por la joven, no pude por menos de reírme un poco por el tono con que pronunció estas palabras, y ella añadió enseguida—: De no ser así, no le habría visto usted.

A decir verdad, apreciaba en su justo valor mi privilegio, pero tenía que hacer una objeción al respecto.

—¿Acaso lo ven todos los que se enamoran de ella? Porque deben de ser docenas.

—Los demás no están enamorados de ella como usted.

Comprendí lo que quería decir y no pude por menos de aprobarlo.

—Por supuesto, solo puedo hablar por mí mismo… y antes de la cena he encontrado una ocasión propicia para hacerlo.

—Me lo dijo en cuanto me vio —repuso la señora Marden.

—¿Y puedo tener alguna esperanza, alguna posibilidad?

—Yo no deseo otra cosa y rezo por ello.

La dolorosa sinceridad de esta confesión me emocionó.

—Ah, ¿cómo podría agradecérselo? —murmuré.

—Creo que todo esto pasará… si ella le quiere a usted —siguió diciendo la pobre mujer.

—¿Que todo esto pasará? —Yo estaba algo confuso.

—Quiero decir que entonces nos libraremos de él…, que nunca más volveremos a verle.

—Oh, si ella me quiere, no me importa volver a verle a menudo —repliqué con franqueza.

—Ah, usted se lo toma mejor de lo que yo me lo he tomado —me dijo—. Tiene usted la suerte de no saber… de no comprender.

—Es evidente que no. Pero ¿qué demonios quiere?

—Quiere hacerme sufrir. —Al decir estas palabras volvió hacia mí su palidísimo rostro, y por vez primera comprendí con claridad que si esta había sido la intención de nuestro visitante, había logrado por completo su propósito—. Por lo que yo le hice —explicó.

—¿Y qué le hizo usted?

Me dirigió una mirada que jamás olvidaré.

—Le maté.

Dado que le había visto a cincuenta yardas de distancia cinco minutos antes, estas palabras me sobresaltaron.

—Sí, le he impresionado a usted; tenga cuidado. Sigue estando aquí, aunque se haya suicidado. Le destrocé el corazón… Él creyó que yo era terriblemente mala. Debíamos casarnos, pero rompí mi compromiso… en el último momento. Conocí a alguien que me atrajo más, esa fue la única razón. No fue por interés ni por dinero ni por una posición social ni por ninguna otra mezquindad. Él lo tenía todo. Sucedió que me enamoré del comandante Marden. Cuando le conocí, comprendí que no podía casarme con nadie más. No estaba enamorada de Edmund Orme: mi madre y mi hermana mayor, ya casada, lo habían arreglado todo. Pero él me quería, y yo sabía, ¡quiero decir que casi sabía!, hasta qué punto era grande su amor. Pero le dije que eso no me importaba, que no podía casarme con él, que nunca me casaría con él. Le rechacé y él ingirió no sé qué droga o licor abominable que tuvo consecuencias fatídicas. Fue espantoso, fue horrible, le encontraron en este estado… Murió entre atroces sufrimientos. Dejé que transcurrieran cinco años antes de casarme con el comandante Marden. Fui feliz, muy feliz… El tiempo lo borra todo. Pero cuando mi marido murió empecé a verle.

Yo la escuchaba muy atento a la vez que asombrado.

—¿A ver a su marido?

—¡Oh, no, eso nunca, nunca! ¡No de esa manera, gracias a Dios! A verle a él… y con Chartie, siempre con Chartie. La primera vez casi me costó la vida… Fue hace unos siete años, cuando ella se presentó en sociedad. Nunca cuando estoy a solas, solo con ella. A veces no le veo durante meses, y luego todos los días durante una semana. Lo he probado todo para romper el hechizo: médicos, régimes, cambios de clima; le he suplicado a Dios de rodillas. Aquel día en Brighton, mientras paseábamos los dos, cuando usted creyó que me encontraba enferma fue debido a que le veía por vez primera desde hacía mucho tiempo. Y luego aquella tarde, cuando derramé el té, y el día en que usted estaba en la puerta con ella y yo les miraba desde la ventana… Él siempre estaba allí.

—Comprendo, comprendo. —Yo estaba más impresionado de lo que era capaz de expresar—. Es una aparición como cualquier otra.

—¿Como cualquier otra? ¿Acaso ha visto usted alguna más? —exclamó.

—No, quiero decir que es el tipo de cosas de las que uno ha oído hablar. Es enormemente interesante conocer un caso.

—¿Me llama usted «un caso»? —exclamó mi amiga con un intenso rencor.

—Me refería a mí mismo.

—¡Oh, usted es la persona más indicada! —dijo—. No me equivoqué al confiar en usted.

—Le estoy en extremo agradecido por haberlo hecho; pero ¿qué le indujo a confiar en mí? —pregunté.

—He pensado mucho sobre esta cuestión; he tenido tiempo a lo largo de estos terribles años durante los cuales él me ha estado castigando en la persona de mi hija.

—Es mucho suponer —objeté—, ya que la señorita Marden nunca ha llegado a enterarse.

—Eso es lo que me aterraba, que ella llegara a enterarse en algún momento. Tenía un miedo indecible al efecto que pudiese causarle.

—¡No se enterará, no se enterará! —le aseguré en un tono lo bastante alto para que varias personas se volvieran hacia nosotros.

La señora Marden me hizo levantar y dejamos la conversación por esa noche. Al día siguiente le dije que era mejor que me fuera de Tranton, no era agradable ni considerado por mi parte quedarme en calidad de pretendiente rechazado. Se quedó desconcertada, pero aceptó mis razones, apelando tan solo a mí con ojos llenos de tristeza:

—¿Va a dejarme sola con mi carga?

Desde luego, los dos convinimos que durante unas cuantas semanas no sería prudente por mi parte «agobiar a la pobre Charlotte». Estos fueron los términos exactos con los que, dando muestras de una curiosa inconsecuencia femenina y maternal, aludió a mi actitud que ella misma alentaba. Me dispuse pues a mostrarme considerado hasta un punto heroico, pero consideré que esa delicadeza por mi parte me autorizaba a decirle unas palabras a la señorita Marden antes de partir. Después del desayuno, le rogué, pues, que diese una vuelta conmigo por la terraza, y como ella parecía vacilar y mirarme con un aire distante, le hice saber que solo quería formularle una pregunta y decirle adiós, que me iba por ella.

Salió conmigo y dimos con lentitud tres o cuatro vueltas completas a la casa. Nada más hermoso que esa gran plataforma oreada desde la cual la vista abarca una gran extensión de campo, con el mar en el horizonte. Es posible que, al pasar frente a las ventanas, nuestros amigos de la casa tal vez nos vieran y comprendiesen con cierto sarcasmo el porqué de mi repentina marcha. Pero no me importaba, tan solo me preguntaba cómo era posible que aquella vez no viesen a sir Edmund Orme, que se unió a nosotros para dar una o dos vueltas, y que avanzaba a pasos lentos al otro lado de Charlotte. Desconozco cuál era su extraña naturaleza; no tengo ninguna teoría acerca de él (dejo esta cuestión a los demás) como tampoco opino sobre cualquiera de mis semejantes mortales, y de la norma que rige sus vidas, que habré encontrado a lo largo de mi existencia. Era una realidad tan evidente, tan particular y definitiva como cualquiera de ellos. Por encima de todo, según todas las apariencias, estaba hecho de una mezcla tan sutil y delicada como plenamente honorable; de modo que no se me habría ocurrido ni mucho menos tomarme una libertad, hacer un experimento con él, tocarle, por ejemplo, o dirigirle la palabra, ya que él daba ejemplo de silencio, como tampoco se me habría pasado por la cabeza cometer cualquier otra inconveniencia social. Mostraba siempre, como más adelante comprobé sin ningún género de dudas, un perfecto dominio de su posición, se presentaba siempre impecable y acicalado, y se comportaba, en cada detalle, del modo apropiado que exigía cada ocasión. Cierto es que su presencia me parecía extraña, pero, sin saber muy bien por qué, tenía la sensación de que estaba en su lugar. Muy pronto llegué a asociar una idea de belleza con su irreconocible presencia, la belleza de una antigua historia de amor, dolor y muerte. Y acabé presintiendo que estaba de mi parte, velando por mis intereses, vigilando para que no me engañasen, para que mi corazón, al menos, no quedara destrozado. Oh, él se había tomado en serio su propia pena y su pérdida… Sin duda alguna lo había comprobado en su momento. Si la pobre señora Marden, responsable de todo aquello, había reflexionado mucho, tal como me había dicho, sobre la cuestión, yo también intenté proceder al análisis más profundo de que fui capaz. Era un caso de justicia retributiva: hacer pagar a los hijos los pecados de las madres, ya que no de los padres. Aquella desdichada madre iba a pagar, con dolor, el sufrimiento que había infligido, y como podía existir una predisposición en la hija a burlarse de las legítimas aspiraciones de un hombre sincero, en este caso en mi detrimento, la joven debía ser examinada y vigilada, para que recibiese un merecido castigo si ella causaba el mismo daño. Quizá emulase a su madre en algún rasgo característico de perversidad, del mismo modo que se parecía a ella en los encantos; y si podía comprobarse semejante inclinación, si fuese sorprendida, por así decirlo, en algún abuso de confianza o en un acto cruel, sus ojos, por una insidiosa lógica, se abrirían allí mismo, súbita e implacablemente, a la «perfecta presencia», que a partir de entonces tendría que incorporar, como pudiese, al concepto del universo que tuviera aquella señorita. No sentía grandes temores por ella, pues no tenía la impresión de que obrase movida por la frivolidad, y sabía que si yo estaba desconcertado era porque había ido demasiado aprisa. Aún faltaba mucho camino por recorrer antes de que yo pudiera estar en condiciones de ser sacrificado por ella. No podía devolver lo que había dado antes de dar un poco más. El que yo pidiera más ya era otro asunto, y la pregunta que le hice en la terraza aquella mañana era la de si podía seguir visitando la casa de la señora Marden durante el invierno. Prometí no ir demasiado a menudo ni hablarle durante tres meses del tema sobre el que habíamos conversado el día anterior. Me respondió que podía hacer lo que gustara, y de ese modo nos separamos.

Cumplí la promesa que le había hecho: callé durante tres meses. De forma inesperada para mí, hubo momentos en el curso de este tiempo en que me pareció que ella echaba de menos mis atenciones, aun cuando le fuera indiferente mi felicidad. Yo tenía tales deseos de complacerla que me volví sutil e ingenioso, prodigiosamente atento, pacientemente diplomático. En ocasiones creía haberme ganado la recompensa, haber conseguido que me dijese: «Bueno, bueno, está visto que usted es el mejor de todos ellos… Ahora ya puede hablarme». Pero luego su belleza resultaba más fría que nunca, y algunos días se veía un brillo burlón en sus ojos, un resplandor que parecía significar: «Si no anda con más cuidado acabaré aceptándolo para luego acabar con usted de una vez por todas». La señora Marden era para mí una gran ayuda, solo porque creía en mí, y yo apreciaba en su justo valor su confianza porque sabía que seguía concediéndomela a pesar de la súbita interrupción del prodigio que se había obrado en mi favor. Después de nuestra estancia en Tranton, sir Edmund Orme nos dio vacaciones, y reconozco que al principio me sentí decepcionado. Quiero decir que tenía la impresión de estar menos destinado, menos implicado y relacionado… con Charlotte, quiero decir.

—¡Oh, no cante victoria antes de estar a salvo! —era el comentario de su madre—. En ocasiones me ha dado un respiro de hasta seis meses. Aparecerá de nuevo cuando menos lo espere… Conoce bien su juego.

Para ella estas semanas fueron de felicidad y fue lo bastante discreta para no hablar de mí a su hija. Tuvo la amabilidad de asegurarme que yo había adoptado la mejor actitud, que daba la impresión de sentirme seguro y de que a la larga las mujeres cederían ante mi firmeza. Había conocido casos en que había ocurrido así, aun cuando el hombre fuese un necio por esa apariencia y esa seguridad en sí mismo… Desde luego, un necio en todos los aspectos. Por lo que se refiere a ella, eran muy buenos tiempos, casi los mejores de su vida, una especie de veranillo de san Martín del alma. Se encontraba mejor de lo que había estado en bastantes años y creía que me lo debía a mí. El significado de aquellas visitas le importaba bien poco, y ya no sentía angustia cada vez que miraba a su alrededor. Charlotte me llevaba la contraria una y otra vez, pero aún se contradecía más a menudo a sí misma. Aquel invierno, junto al viejo mar de Sussex, fue una maravilla de bonanza, y con frecuencia nos sentábamos al aire libre para tomar el sol. Yo paseaba en compañía de la joven, y la señora Marden, a veces sentada en un banco, a veces en una silla de ruedas, nos esperaba y nos sonreía al vernos pasar. Yo siempre trataba de leer un aviso en su cara: «Está con usted, está con usted» (ella le habría visto antes que yo), pero no pasaba nada, pues la estación nos había aportado también una especie de indulgencia espiritual. A finales de abril, el tiempo era tan parecido al de junio que, al encontrar a mis dos amigas cierta noche en una reunión social de Brighton, una velada con música a cargo de aficionados, saqué a la joven, sin que opusiera resistencia, a un balcón al que se abría la puerta abierta de una de las habitaciones. La noche era oscura y sofocante, las estrellas tenían un brillo apagado, y a nuestros pies, bajo el acantilado, se oía el sordo rumor de la marea. Lo escuchamos un momento, mientras del interior llegaban hasta nosotros los sones de un violín que acompañaba a un piano, una actuación que nos había servido de pretexto para escabullirnos.

—¿Le gusto un poco más? —le pregunté de pronto al cabo de un minuto—. ¿Puede escucharme de nuevo?

Apenas había acabado de hablar cuando me cogió el brazo y me lo apretó con cierta fuerza.

—¡Calle! Me parece que no estamos solos.

Tenía los ojos fijos en la oscuridad del otro extremo del balcón. Este daba la vuelta a toda la casa y era de gran anchura, como solía serlo en las mejores casas antiguas de Brighton. Había cierta luz que procedía de la puerta abierta que estaba detrás de nosotros, pero las otras puertas, con las cortinas corridas por dentro, no alteraban para nada la oscuridad, de modo que solo percibí con vaguedad la silueta de un caballero que estaba allí de pie mirándonos. Iba vestido de etiqueta, como un invitado (podía ver el tenue resplandor de su pechera blanca y el pálido óvalo de su rostro) y podría haber sido muy bien un invitado que hubiese salido antes que nosotros a tomar el aire. Al principio Charlotte lo creyó así, pero luego, al cabo de unos pocos segundos, tuvo que rendirse a la evidencia de que la intensidad de su mirada no era normal. Si vio algo más, no llegué a saberlo; yo estaba demasiado absorto con mis propias impresiones para captar algo que no fuese la rápida proximidad de su turbación. De hecho, yo experimentaba una sensación intensa de horror, porque todo aquello ¿qué podía significar sino que la joven por fin veía? Oí que soltaba un súbito gemido y se metió con rapidez en la casa. Solo después comprendí que yo también había experimentado una emoción nueva por entero… Mi horror se había convertido en cólera y mi cólera en un brusco movimiento hacia adelante en el balcón, acompañado de un ademán reprobador. Todo aquello quedaba reducido a la visión de una adorable muchacha amenazada y aterrada. Avancé para salvaguardar su seguridad, pero no encontré nada ante mí. O todo había sido un error o sir Edmund Orme se había desvanecido.

Fui enseguida tras ella, pero cuando entré en el salón vi que se había producido un gran revuelo. Una señora se había desmayado, la música se había interrumpido, se oía mucho ruido de sillas y la gente se abría paso a empujones. La dama en cuestión no era Charlotte, como yo temía, sino la señora Marden, que se había sentido súbitamente indispuesta. Recuerdo el alivio con que recibí la noticia, porque ver sufrir a Charlotte habría sido insoportable, y lo de su madre podía distraerla de su agitación. Por supuesto, los que se hicieron cargo de la situación fueron los anfitriones y las señoras, y yo no intervine en los cuidados prodigados a mis amigas ni en el acompañarlas hasta su carruaje. La señora Marden se recuperó e insistió en volver a su casa, después de lo cual me retiré muy intranquilo.

Al día siguiente las visité con la esperanza de que me dieran mejores noticias, y me dijeron que se encontraba mejor, pero, al preguntar si Charlotte accedería a recibirme, se me dio una disculpa por toda respuesta. No me quedaba más que vagar de un lado a otro durante todo aquel día, con el corazón palpitante. Sin embargo, al caer la tarde recibí una nota escrita a lápiz que se me entregó en mano: «Por favor, venga; mi madre quiere verle». Cinco minutos después volvía a estar en su puerta y me hicieron pasar al salón. La señora Marden estaba tendida en el sofá y en cuanto la vi reconocí en su cara la sombra de la muerte. Pero lo primero que me dijo fue que se encontraba mejor, incluso mucho mejor, su pobre, viejo y alborotado corazón había vuelto a traicionarla, pero ahora volvía a portarse bien y estaba en calma. Me alargó la mano y yo me incliné sobre ella mirándola con fijeza a los ojos y de esta manera pude leer en ellos lo que no dijeron sus labios: «La verdad es que estoy muy enferma, pero finja que cree al pie de la letra todo lo que digo». Charlotte, que estaba de pie a su lado, no parecía asustada, pero tenía un aire muy serio, y sus ojos evitaban encontrarse con los míos.

—Me lo ha dicho, me lo ha dicho —dijo la madre.

—¿Que se lo ha dicho?

Miré con ojos penetrantes a una y a otra, preguntándome si mi amiga quería decir que la muchacha le había hablado de la inexplicable aparición de la noche anterior.

—Que usted ha vuelto a hablar con ella, que le es admirablemente fiel.

Al oírla sentí una gran alegría. Aquello significaba que esta cuestión la preocupaba más que cualquier otra cosa y también que su hija había preferido decirle lo que contribuyese a calmarla, no a inquietarla. No obstante, ahora yo estaba seguro, tan seguro como si la señora Marden me lo hubiese dicho: que ella lo sabía y que lo había sabido en el mismo momento en que su hija había tenido la visión.

—Sí, le hablé, le hablé, pero ella no me dio ninguna respuesta —dije.

—Ahora le responderá, ¿no es así, Chartie? Lo deseo tanto, tanto… —murmuró con una indecible ansiedad en su voz.

—Es usted muy bueno conmigo.

Charlotte se dirigía a mí, muy seria y afectuosa, pero con la mirada fija en la alfombra. Había en ella algo diferente, diferente de todo lo anterior. Había descubierto algo: se sentía coaccionada. Vi que no podía dominar su temblor.

—¡Ah, si usted me dejara demostrarle lo bueno que puedo ser! —exclamé, tendiéndole las manos.

Mientras pronunciaba estas palabras, tuve el convencimiento de que algo acababa de pasar. Al otro lado del sofá se había ido espesando una forma, y esta forma se inclinaba sobre la señora Marden. Todo mi ser se concentró en una muda plegaria para que Charlotte no la viera y para que yo fuese capaz de no delatarme. El impulso de dirigir una mirada a su madre era aún más fuerte que el movimiento involuntario de darme por enterado de la presencia de sir Edmund Orme, pero conseguí dominarme, y la señora Marden permaneció inmóvil por completo. Charlotte se levantó para tenderme la mano, y entonces, al hacer este ademán, vio el horror. Dio un chillido, sus ojos expresaron el desaliento, y en aquel mismo momento llegó a mis oídos otro sonido, un gemido de condenado. Pero yo ya me había precipitado hacia la mujer que amaba para protegerla, para cubrirle la cara, y ella se había arrojado apasionadamente en mis brazos. La estreché con fuerza contra mi pecho, abandonándome a ella, sintiendo cada uno de los latidos de su corazón que se confundían con los míos sin que fuese posible distinguirlos. Luego, de pronto, con la mente fría, tuve la seguridad de que estábamos solos. Ella se soltó. La forma que había estado junto al sofá había desaparecido, pero la señora Marden seguía en su lugar con los ojos cerrados, y había algo en su inmovilidad que de nuevo nos aterró. Charlotte lo expresó con claridad con un grito de «¡Madre, madre!» y se arrojó sobre ella. Yo me arrodillé a su lado… La señora Marden había muerto.

Lo que había oído cuando Chartie gritó, me refiero al otro grito, aún más trágico, ¿era el grito de desesperación de la desdichada mujer al recibir el golpe de la muerte o el sollozo articulado (fue como una ráfaga de una gran tormenta) del espíritu exorcizado y apaciguado? Tal vez esto último, porque aquella fue, por fortuna, la última aparición de sir Edmund Orme.