Tenía veintidós años y acababa de abandonar la universidad. Podía elegir con libertad mi carrera y la elegí sin vacilar. A decir verdad, más adelante renuncié a ella con la misma rapidez, pero nunca lamenté aquellos dos años juveniles de experiencias confusas y agitadas, tanto como agradables y fructíferas. Me gustaba la teología y durante mi estancia en la universidad había sido un ferviente lector del doctor Channing. La suya era una teología atractiva y con sustancia, parecía ofrecer la rosa de la fe deliciosamente despojada de sus espinas. Y además (porque me inclino a creer que esto tuvo cierta relación) me había encariñado con la vieja facultad de Teología. Siempre había aspirado a situarme en la parte trasera de la comedia de la vida y creía que allí podía representar mi papel con ciertas posibilidades de aplauso (al menos por mi parte) en esa sede apartada y tranquila de benigna casuística, con su respetable avenida a un lado y su perspectiva de campos verdes y de bosques al otro. Cambridge, para los amantes de los bosques y de las praderas, se ha estropeado desde aquellos tiempos, y su recinto ha perdido gran parte de su paz mitad bucólica mitad erudita. Entonces era una sala de estudio en medio de los bosques… Una mezcla encantadora. Lo que es hoy en día no tiene nada que ver con mi historia, y no tengo la menor duda de que aún hay jóvenes estudiantes de último año obsesionados por cuestiones doctrinales que, mientras pasean cerca de allí en los atardeceres de verano, se prometen que más adelante disfrutarán de su tranquilidad. Por lo que a mí respecta, no quedé decepcionado. Me instalé en una espaciosa habitación cuadrada, baja de techo, en la que las ventanas profundas formaban un espacio para sentarse. Colgué en las paredes grabados de Overbeck y Ary Scheffer, ordené mis libros según un elaborado sistema de clasificación en los huecos que había a ambos lados del alto manto de la chimenea, y me puse a leer a Plotino y a san Agustín. Entre mis compañeros había dos o tres hombres de mérito y de trato agradable con los que de vez en cuando bebía una copa junto al fuego. Y entre arriesgadas lecturas, profundas discusiones, libaciones siempre de poca importancia y largos paseos por el campo, mi iniciación en el misterio clerical progresó de un modo bastante agradable.
Con uno de mis camaradas me hice muy amigo y pasábamos mucho tiempo juntos. Por desgracia tenía un mal crónico en una rodilla que le obligaba a llevar una vida muy sedentaria y yo era un caminante incansable, lo cual creaba ciertas diferencias en nuestras costumbres. Normalmente me alejaba en mi deambular cotidiano, sin más compañero que mi bastón en la mano o el libro en el bolsillo, aunque siempre había tenido suficiente con estirar las piernas y respirar el aire libre y puro. Tal vez debería añadir que usar mis ojos penetrantes era un placer comparable al de cualquier compañía. Mis ojos y yo éramos muy buenos amigos. Eran observadores infatigables de todos los incidentes del camino, y mientras ellos se divirtieran yo me daba por satisfecho. Lo cierto es que, gracias a su naturaleza inquisitiva, llegó a mí esta notable historia. Gran parte de los terrenos que rodean la vieja ciudad universitaria son bonitos, pero lo eran mucho más hace treinta años. Las numerosas viviendas de cartón piedra que ahora adornan el paisaje, en dirección a las bajas y azules Waltham Hills, aún no habían brotado. No había preciosas casas que dejaran en mal lugar a los prados de poca hierba y a los jardines descuidados, yuxtaposición por la cual, en los últimos años, ninguno de los elementos en contraste ha salido ganando. Por lo que recuerdo, ciertas veredas entonces eran más profundas y auténticamente campestres, y las casas solitarias en lo alto de largas pendientes herbosas, bajo el típico olmo que curvaba su follaje en el aire, como las espigas exteriores de una gavilla de trigo, aparecían asentadas con sus techos bien calados hasta las orejas, sin influencia alguna de los tejados franceses (viejas campesinas arrugadas por el tiempo, parecían, luciendo apacibles la cofia nativa, sin soñar con sombreros altos ni con exponer sin decencia sus frentes venerables). Aquel invierno fue lo que se llama «abierto». Hizo mucho frío, pero hubo poca nieve: las carreteras eran seguras y transitables. Pocas veces me vi obligado a cancelar mis caminatas a causa del mal tiempo. Una tarde gris de diciembre me dirigí a la ciudad adyacente de Medford, y cuando volvía a un paso regular, al ver el tono pálido y frío, color rosa y ámbar desleído y transparente, del firmamento invernal en el ocaso, pensé en una sonrisa escéptica en los labios de una mujer hermosa. Al anochecer me encontré con un camino estrecho por el cual no había pasado nunca y creí que atajaría para llegar a mi alojamiento. Me encontraba a unas tres millas y ya era tarde, agradecería reducir la distancia a dos. Cogí el desvío, anduve unos diez minutos y me di cuenta de que el camino ofrecía un aspecto insólito. Las marcas de ruedas eran antiguas, y la quietud parecía sensible de un modo peculiar. Y, sin embargo, junto al camino había una casa, de manera que, hasta cierto punto, aquello había tenido que ser un lugar de paso… A un lado había un terraplén natural, elevado, en lo alto del cual se veía un pomar, cuyas ramas entrecruzadas hacían una inmensa tracería, negra y tosca, a través de la que podía contemplarse el poniente fríamente rosado. No tardé en llegar a la casa y enseguida me llamó la atención. Me detuve y la observé, sin saber por qué, con una vaga mezcla de curiosidad y de timidez. Era una casa como la mayoría de las del lugar, pero resultaba, sin duda, una bella muestra de su estilo. Se levantaba sobre un montículo verde, y a un lado se encontraba el alto olmo y en el otro la vieja tapadera negra del pozo. Era una construcción de vastas proporciones y su madera daba la impresión de solidez y de resistencia. Llevaba muchos años allí, pues las molduras de la entrada y de bajo el alero, en gran parte bien talladas, me remitieron, por lo menos, a mediados o finales del siglo pasado. En ese momento debió de estar pintada de blanco, pero la ancha espalda del tiempo, recostada cien años contra la madera, había dejado al descubierto el veteado. Detrás de la casa había unos manzanos, más nudosos y fantásticos de lo habitual, y se veían en la oscuridad creciente ajados y exhaustos. Las persianas de todas las ventanas estaban mohosas y cerradas con firmeza. Nada daba indicios de vida allí. La casa parecía inexpresiva, fría y desocupada, pero cuando me acerqué me pareció notar algo familiar, una elocuencia audible. He pensado siempre en la primera impresión que me causó aquella gris vivienda colonial como una prueba de que la inducción puede, algunas veces, ser semejante a la adivinación, porque, después de todo, en apariencia no había nada que justificara el serio razonamiento inductivo que yo había hecho. Retrocedí y crucé el camino. El último destello rojo del crepúsculo se desprendió, pronto a desvanecerse, y se posó un momento en la fachada, antaño plateada, de la vieja casa. Tocó con una regularidad perfecta la serie de pequeñas hojas de la ventana en forma de abanico que había sobre la puerta y centelleó de un modo irreal. Cuando desapareció el lugar adoptó un aspecto aún más sombrío. En aquel momento me dije, con un tono de profunda convicción: «En esta casa hay algún fantasma».
No sé por qué pero estaba seguro de ello, y la idea, mientras yo no estuviera allí dentro, me causaba cierta satisfacción. Lo sugería su aspecto, y con eso me bastaba. Si me lo hubieran preguntado media hora antes, habría contestado, como correspondía a un joven que de manera explícita cultivaba un criterio burlón de lo sobrenatural, que tales cosas no existen, que no hay casas encantadas. Pero la que tenía ante mí daba un sentido vivo a aquellas palabras vacías: allí había una maldición espiritual.
Cuanto más la observaba, mayor parecía el secreto que escondía. Di una vuelta por los alrededores y traté de mirar al interior, aquí y allá, a través de alguna rendija entre las persianas, y obtuve una satisfacción pueril al empuñar el pomo del vestíbulo y tratar de hacerlo girar. Si la puerta hubiera cedido, ¿habría entrado? ¿Habría penetrado en aquella polvorienta oscuridad? Por fortuna, no tuve que poner a prueba mi audacia. La puerta era increíblemente sólida y no pude ni siquiera sacudirla. Al fin me alejé de la casa, volviéndome de vez en cuando para mirarla. Continué mi camino y, después de andar más trecho de lo esperado, llegué a la carretera. A cierta distancia del punto en el cual salía el largo sendero que he mencionado, había una edificación, pequeña y de aspecto acogedor, que podría, según mi criterio, ponerse como modelo de casa no encantada, que no ocultaba secretos siniestros y que disfrutaba de una floreciente prosperidad. Pintada de blanco, se la distinguía en la oscuridad y se veía el porche cubierto por una parra a la que se le había añadido paja para el invierno. Frente a la puerta había un viejo coche de un caballo, ocupado por dos visitantes que se iban. El vehículo se puso en marcha y, a través de las ventanas sin cortinas vi una sala iluminada por una lámpara y una mesa con el servicio de té, preparado como agasajo a los visitantes que acababan de partir. La dueña de la casa los había acompañado hasta el umbral de la puerta. Permaneció allí unos momentos después de que el coche desapareciese entre chirridos, para ver cómo se alejaban y de paso echarme una mirada inquisitiva mientras yo avanzaba en la penumbra. Era una mujer joven y bien parecida, de ojos penetrantes. Me atreví a detenerme para hablar con ella.
—¿Podría usted decirme de quién es esa casa, a una milla de aquí más o menos? La única que hay…
Me miró un momento y me pareció que se ruborizaba.
—Nuestra gente no va nunca por ese camino —dijo.
—Pero es un atajo para ir a Medford —contesté.
Sacudió la cabeza con levedad.
—Tal vez sea un atajo, pero, en todo caso, no lo usamos.
Aquello era interesante. Una próspera ama de casa americana había de tener sus buenas razones para no aprovechar ese ahorro de tiempo.
—Pero usted, al menos, ¿la conoce? —pregunté.
—Bueno, la he visto.
—¿De quién es?
La mujer rió y desvió la mirada, como si supiera que para un forastero sus palabras podrían sonar a superstición campesina.
—Yo diría que es de quienes están en ella.
—Pero ¿es que la habita alguien? Está cerrada por completo.
—No importa. Nunca salen y nadie entra.
Dicho esto, la mujer se volvió. Pero yo puse mi mano sobre su brazo de forma respetuosa.
—¿Quiere decir que la casa tiene fantasmas?
Se apartó, con las mejillas coloradas, se llevó un dedo a los labios y se metió corriendo en la casa, de cuyas ventanas, un momento después, corría las cortinas.
Durante unos días pensé mucho en esa pequeña aventura, pero me dio cierta satisfacción mantenerla en secreto. Si había fantasmas en la casa, era inútil revelar mis pensamientos y resultaba agradable apurar la copa del terror sin ayuda de nadie. Resolví pasar otra vez por aquel camino, y una semana más tarde (era el último día del año) volví sobre mis pasos. Me aproximé a la casa por la dirección opuesta y me encontré enfrente casi a la misma hora que la otra vez. Oscurecía, el cielo estaba gris, el viento aullaba sobre la tierra dura y pelada, y formaba lentos remolinos con las hojas ennegrecidas por el frío. Allí estaba la melancólica mansión, atrayendo a su alrededor, al parecer, el crepúsculo invernal para enmascararse en él, inescrutablemente. Apenas sabía qué propósito me había llevado hasta allí, pero sentía que si en esta ocasión cedía el pomo y se abría la puerta, me armaría de valor y la cerraría tras de mí. ¿Quiénes eran los misteriosos habitantes a los que la mujer del recodo del camino había aludido? ¿Qué era lo que había visto u oído? ¿Qué se contaba sobre ellos? La puerta se mostró tan tenaz como la vez anterior y no conseguí, a pesar de mis torpes y osados intentos con el pestillo, ni que se abriera una de las altas ventanas ni que apareciese, tras las vidrieras, un rostro extraño y pálido. Me aventuré incluso a levantar el llamador y dar media docena de golpes, pero estos no produjeron más que un sonido muerto y sin ningún eco. La familiaridad es causa de desprecio; no sé lo que habría hecho después si, a lo lejos, en la carretera (la misma que yo había seguido), no hubiese visto una figura solitaria que avanzaba hacia allí. No quería que nadie me encontrara junto a aquella casa de triste fama, y me escondí en la densa sombra de un pinar próximo desde donde podía observar sin ser visto. El que se acercaba era un hombre viejo de escasa estatura, cuyo rasgo más llamativo era una capa voluminosa, de corte militar. Llevaba un bastón y avanzaba despacio, con dificultad, cojeando un poco, pero con una actitud muy resuelta. Dejó la carretera, siguió su marcha por el camino señalado por los surcos de las ruedas y se detuvo a pocas yardas de la casa. La observó, con mirada fija y escrutadora, como si contara las ventanas o examinase ciertas señales familiares. Luego, se quitó el sombrero y se inclinó, de una manera lenta y solemne, como si se tratase de una reverencia. Mientras se mantuvo descubierto, pude echarle una buena ojeada. Era, como ya he dicho, un hombre pequeño, y habría sido difícil decidir si pertenecía a este mundo o al otro. Su cabeza me recordaba un poco a los retratos del presidente Andrew Jackson. Tenía el pelo gris, tieso como un cepillo, un rostro delgado, pálido y bien afeitado, y unos ojos de intensa brillantez, coronados por unas espesas cejas, que se conservaban negras. Su cara, como la capa, se asemejaba a la de un viejo soldado. El hombre se daba aire de ser un militar retirado, de rango modesto, pero me impresionó porque excedía el típico privilegio de tal personaje a ser raro y excéntrico. Cuando terminó su saludo, se dirigió hacia la entrada, buscó en los pliegues de su capa, que caía por delante más que por detrás, y sacó la llave, que metió con lentitud y cuidado en la cerradura. Pareció que le diera una vuelta, pero la puerta no se abrió de inmediato. Antes el hombre inclinó su cabeza, apoyó la oreja contra ella, como si escuchara, y luego miró hacia un extremo y otro de la carretera. Satisfecho y tranquilizado, empujó con su viejo hombro, y la puerta cedió y se abrió en la oscuridad. El hombre se detuvo de nuevo en el umbral y otra vez se quitó el sombrero y se inclinó en una profunda reverencia. Luego entró y cerró el portón tras él con cuidado.
¿Quién era y qué le llevaba a aquella propiedad? Parecía un personaje de los cuentos de Hoffmann. ¿Era una visión o una realidad? ¿Un habitante de la casa? ¿Un familiar? ¿Un amigo visitante? ¿Qué sentido tenían, en todo caso, aquellos místicos saludos, y qué se proponía hacer en la oscuridad? Salí de mi escondrijo y examiné de cerca varias de las ventanas. En cada una de ellas, a intervalos, se hizo visible un rayo de luz en la rendija entre los batientes de los postigos. Era evidente que el hombre estaba iluminando el interior. ¿Iba a dar una fiesta? ¿Se trataba de una juerga entre fantasmas? Mi curiosidad aumentaba, pero no sabía cómo satisfacerla. Por un momento estuve tentado de llamar con furia a la puerta, pero descarté la idea por descortés y por la posibilidad de romper el hechizo, si es que lo había. Di la vuelta a la casa y traté, sin violencia, de abrir una de las ventanas inferiores. Se resistió, pero fui más afortunado, un momento después, con otra. Corría un riesgo, sin duda: el de que me vieran desde el interior o, peor, de presenciar algo de lo cual podría arrepentirme. Pero, como digo, me incitaba la curiosidad y el riesgo me resultaba agradable. A través de la rendija entre los postigos miré al interior: una habitación iluminada por dos velas puestas en viejos candelabros de latón, colocados sobre la repisa de una chimenea. Al parecer era una especie de salón en el que se había conservado el viejo mobiliario, de un estilo hogareño y anticuado, consistente en varias sillas y sofás, algunas mesitas de caoba y labores de niña, enmarcadas y colgadas de las paredes. Pero aunque la habitación estaba amueblada, no parecía estar habitada: las mesas y las sillas se hallaban en estricto orden y no se observaban objetos familiares. No veía toda la pieza, y tan solo podía adivinar la presencia, a mi derecha, de una gran puerta plegable. Parecía abierta y por ella se filtraba la luz de la habitación contigua. Esperé un rato, pero la estancia permaneció vacía. Al fin me di cuenta de que en la pared opuesta se proyectaba una gran sombra, obviamente, de una figura en la otra sala. Era alta y grotesca, y aparentaba ser la de una persona sentada, inmóvil, de perfil. Me pareció reconocer el pelo erizado y la nariz curvada del hombre que había visto. Había una extraña quietud en su postura. Parecía estar sentado y mirando algo con fijeza. Observé largo rato aquella sombra y en ningún momento noté que se moviera. Pero al fin, cuando mi paciencia empezaba a agotarse, se desplazó, poco a poco, hasta llegar al techo y hacerse borrosa. No sé qué habría visto a continuación, pero, siguiendo un impulso irresistible, cerré el postigo. ¿Fui cuidadoso? ¿O un pusilánime? Apenas sabría decirlo. No obstante, seguí rondando la casa esperando ver reaparecer a mi amigo. No quedé decepcionado; al fin salió, con el mismo aspecto que cuando llegó, y se despidió de la misma manera ceremoniosa. (La luz, observé, había desaparecido de las rendijas de las ventanas). Se situó frente a la puerta, se quitó el sombrero e hizo una reverencia. Cuando se volvió, sentí la necesidad de preguntarle mil cosas, pero lo dejé marchar en paz. En esta ocasión, puedo decirlo, fui cuidadoso, aunque se me podrá objetar, quizá, que era una actitud tardía. Me dije que el hombre tenía razones para estar resentido por mi excesivo interés, aunque mi derecho a sentir curiosidad (si se trataba de fantasmas) me parecía igualmente razonable. Continué mirándolo mientras bajaba el terraplén cojeando y en silencio, y se alejaba por la senda solitaria. Entonces me retiré, pensativo, en dirección opuesta. Tuve la tentación de seguirlo a distancia para ver qué era de él, pero también esto me pareció poco respetuoso; y, además, confieso que sentí la tentación de coquetear un poco, por así decirlo, con mi descubrimiento, arrancando los pétalos de la flor uno a uno.
Continué oliendo la flor de vez en cuando, pues la rareza de su perfume me fascinaba. Pasé otras veces por el cruce de caminos que conducía hasta la casa, pero nunca volví a toparme con el hombre de la capa ni con ningún otro caminante. Al parecer los observadores se mantenían a distancia y yo tenía buen cuidado de no chismorrear: un solo curioso, me dije, puede llegar a saber algo, pero dos se estorbarían el uno al otro. Al mismo tiempo, por supuesto, habría agradecido cualquier información casual que cayera en mi conocimiento, aunque no veía de dónde podría provenir. Confiaba encontrar al viejo de la capa en algún lugar, pero pasaban los días y no volví a verlo, de modo que empecé a perder las esperanzas. No obstante, yo me decía que con toda probabilidad vivía en algún lugar de los alrededores, sobre todo porque había ido hasta la casa a pie. Si hubiera venido de algún lugar distante, habría llegado en una vieja calesa de ancha capota y ruedas amarillas, un vehículo tan venerablemente grotesco como él. Un día di un paseo hasta el cementerio de Mount Auburn, una institución nueva en aquel tiempo, con mucho encanto silvestre que ahora se ha perdido. Contenía más arces y abedules que sauces y cipreses, y los difuntos disponían de mucho espacio. No era una ciudad de muertos, pero sí casi un pueblo, y un paseante pensativo podía caminar por el lugar sin que nada le recordara de forma inoportuna lo grotesco de nuestros propósitos de hacer consideraciones póstumas. Había ido a gozar del primer anticipo de la primavera, uno de aquellos apacibles días de finales de invierno, cuando parece que la tierra adormecida exhala el primer suspiro al despertar de un prolongado sueño. El sol estaba algo cubierto por la neblina, aunque calentaba el ambiente, y el hielo empezaba a derretirse en los lugares más recónditos. Había andado durante media hora por los senderos tortuosos del cementerio cuando de pronto percibí una figura familiar sentada en un banco, contra un seto de hoja perenne orientado hacia el sur. Digo que la figura me era familiar porque la había encontrado a menudo en mis recuerdos y en mi fantasía, aunque en realidad la había visto solo una vez. Estaba de espaldas a mí, pero vestía una voluminosa capa que era inconfundible. Allí, por fin, encontré a mi compañero de visita de la casa encantada, y allí tenía la oportunidad de hablar con él, si decidía acercarme. Di un rodeo y me aproximé a él de frente. Vio cómo me acercaba por la avenida y no se movió. Permaneció inmóvil, con las manos sobre el puño del bastón, observándome desde debajo de sus espesas cejas negras. De lejos, aquellas cejas parecían formidables, eran lo único que veía de su rostro. Pero ya más cerca, me tranquilicé, porque me di cuenta enseguida de que nadie podía ser tan fiero como aparentaba aquel pobre viejo caballero. Su rostro era una especie de caricatura de truculencia marcial. Me detuve ante él y le pedí permiso, de modo respetuoso, para sentarme y descansar en el banco. Accedió con un gesto silencioso, con mucha dignidad, y me acomodé junto a él, en una posición que me permitía observarlo con disimulo. Me resultó una rareza igual en la claridad de la mañana que a la luz dudosa del crepúsculo en que lo había visto por primera vez. Los rasgos de su rostro eran tan rígidos como si hubieran sido tallados en un bloque de madera por un tallista torpe. Sus ojos relucían, su nariz era imponente y su boca inhumana. No obstante, poco después, cuando se volvió con lentitud y me miró con fijeza, percibí que, a pesar de su portentosa máscara, era un anciano apacible. Estaba seguro de que incluso le habría gustado sonreír, pero, en efecto, sus músculos faciales estaban demasiado agarrotados; habían adoptado su forma definitiva. Me pregunté si estaría loco, pero descarté enseguida la idea: el brillo de sus ojos no era el de la demencia. Lo que expresaba su rostro era una profunda y sencilla tristeza. Quizá tenía el corazón herido, pero su cerebro estaba intacto. Su indumentaria se veía raída, aunque limpia, y su vieja capa azul había conocido medio siglo de cepillados.
Me apresuré a hacer alguna observación sobre la suavidad excepcional del día y me respondió con una voz dulce y en un tono amable, que sorprendía al salir de unos labios tan belicosos.
—Este es un lugar muy agradable —dijo.
—Me gusta pasear por los cementerios —respondí de forma deliberada, felicitándome por iniciar un tema que podría conducir a algo.
Me sentí estimulado. El hombre se volvió hacia mí y me miró con fijeza con sus ojos de un brillo oscuro. Luego, gravemente, dijo:
—Pasear, sí. Haga su ejercicio ahora. Algún día se quedará rígido, tendido para siempre, en un cementerio.
—Muy cierto —dije—, pero ¿sabía usted que dicen que algunos hacen el mismo ejercicio aun después de ese día?
Había estado observándome con atención y, al oír estas palabras, desvió la vista.
—¿No me comprende? —dije en tono amable.
Siguió mirando ante sí.
—Hay personas que andan aun después de muertas —añadí.
Al fin se volvió y clavó sus ojos en mí.
—Usted no cree eso.
—¿Cómo sabe si lo creo o no?
—Porque es usted joven e ingenuo.
Lo dijo sin amargura, casi afirmaría que con bondad, pero en el tono de un viejo que, consciente de su gran experiencia, considera superficial la de los demás.
—Es verdad que soy joven —contesté—, pero no creo ser un ingenuo. Si dijese que no creo en fantasmas, la mayoría de la gente estaría de acuerdo conmigo.
—La mayoría de la gente es tonta —dijo el hombre.
Dejé la cuestión y hablé de otras cosas. El hombre parecía estar en guardia. Me miraba de forma desafiante y respondía con pocas palabras a mis observaciones; no obstante, tenía la impresión de que nuestra conversación le resultaba agradable e incluso que nuestro encuentro le parecía un hecho social de alguna importancia. Era, en efecto, un ser solitario, y sus oportunidades de charla debían de ser escasas. Habría tenido sus dificultades, que lo habrían apartado del mundo y habrían hecho que se replegase en sí mismo. Pero la fibra social de su alma anacrónica no estaba del todo insensibilizada y tuve la seguridad de que estaba contento de percibir que aún podía vibrar, aunque fuera con debilidad. Por último pasó a hacerme preguntas. Quiso saber si yo era un estudiante.
—Estudio teología —respondí.
—¿Teología?
—Sí. Estudio para ser ministro del Señor.
Al oír esto me contempló con curiosa intensidad, pero después apartó de nuevo la mirada.
—Entonces hay ciertas cosas que usted debería conocer —dijo, al fin.
—Tengo un gran deseo de saber —repuse—. ¿A qué se refiere usted?
Me contempló de nuevo, pero sin responder a mi pregunta.
—Me gusta su aspecto —dijo—. Me parece usted un joven formal.
—¡Oh, muy formal! —exclamé, olvidando por un momento mi formalidad.
—Me parece que es usted juicioso —continuó.
—¿Ya no le parezco ingenuo, entonces?
—Me mantengo en lo que dije sobre la gente que niega el poder de los muertos para volver: ¡es tonta!
El hombre golpeó el suelo con su bastón, cargado de furia Titubeé un momento y exclamé con brusquedad:
—¡Usted ha visto un fantasma!
No pareció sorprenderse de mis palabras.
—Está usted en lo cierto, señor —respondió con dignidad—. Para mí esto no es una cuestión de fría teoría. No he tenido que husmear en viejos libros para saber lo que debo creer. ¡Yo sé! Con mis propios ojos he visto ante mí el espíritu de una persona muerta, como lo veo a usted ahora.
Y sus ojos, al decir estas palabras, miraban como si atisbaran cosas extrañas. Me sentí irresistiblemente impresionado. Me conmovió su credulidad.
—¿Y fue una experiencia terrible? —pregunté.
—Soy un viejo soldado. No me asustó.
—¿Dónde ocurrió? ¿Cuándo lo vio? —quise saber.
Me miró con recelo y comprendí que iba demasiado aprisa.
—Perdóneme que no entre en detalles —dijo—. No estoy autorizado a darlos. Ya he hablado más de lo que debía, pues me resulta intolerable que se trate estas cosas con frivolidad. En el futuro, recuerde que ha conocido usted a un viejo hombre honesto que le ha dicho, bajo palabra de honor, que ha visto a un fantasma.
Y se levantó, como si considerase que ya había contado suficiente. Reserva, timidez, orgullo, el temor a que me riera de él, quizá el recuerdo de ciertas ocasiones en las que habría sido objeto de burla… Todo esto, quizá, pesaba en su ánimo. Pero sospeché que, por otra parte, le había soltado la lengua la locuacidad propia de la vejez, sentirse solo, la necesidad de comprensión… Y también, tal vez, la amistad que había tenido la generosidad de demostrarme. En efecto, habría sido una imprudencia presionarlo, pero esperaba verlo otra vez.
—Para dar mayor peso a mis palabras —agregó—, permítame que le diga mi nombre: capitán Diamond, señor. He servido muchos años.
—Espero tener el placer de volver a encontrarlo —dije.
—Lo mismo le digo, señor.
Y, blandiendo el bastón en un gesto que pretendía amenazador, pero en realidad era amistoso, se marchó caminando de forma envarada.
Pregunté a dos o tres personas, que seleccioné de forma discreta, si sabían algo del capitán Diamond, y ninguna de ellas me aclaró nada. De pronto, me di una palmada en la frente y, tratándome de idiota, recordé que había descuidado una fuente de información a la cual nunca había recurrido en vano. La excelente mujer en cuya mesa habitualmente comía y que dispensaba su hospitalidad a estudiantes, a tanto la semana, tenía una hermana tan buena como ella y de conversación más variada. Esta hermana, conocida con el nombre de señorita Deborah, era una solterona en toda la acepción de la palabra. Era deforme y nunca salía de casa. Pasaba el día sentada junto a la ventana, entre una jaula de pájaros y una maceta con flores, cosiendo pequeños artículos de lencería, misteriosas cintas y volantes. Me aseguraron que era una exquisita costurera y que su trabajo era muy apreciado. A pesar de su deformidad y de su aislamiento, tenía una cara pequeña, lozana y redonda, y una imperturbable serenidad de espíritu. Era ingeniosa y muy observadora, y disfrutaba con una conversación amistosa. Nada le gustaba tanto como que uno, en especial si se trataba de un estudiante de teología, tomara una silla y se sentase a su lado, junto a la ventana soleada, para una «charla» de veinte minutos. «Bueno, señor —solía decir—, ¿cuál es la última monstruosidad de la crítica bíblica?». Porque solía fingirse horrorizada por las tendencias racionalistas de la época. Pero tenía su pequeña filosofía inexorable, y estoy convencido de que era una racionalista con un espíritu más agudo que ninguno de nosotros y de que, si se lo hubiera propuesto, habría planteado cuestiones que desconcertarían a la mayoría de estudiantes. Su ventana dominaba toda la villa, o más bien todo el país. Todas las noticias llegaban a su conocimiento mientras cantaba, con su débil voz cascada, sentada en su baja mecedora. Era la primera en enterarse de todo y la última en olvidarlo. Se sabía al dedillo todos los chismes del pueblo y lo sabía todo de gente que nunca había visto. Cuando le preguntaba cómo sabía tantas cosas, ella solo respondía: «¡Oh, yo observo!». Y una vez me dijo: «Observe con atención y no importa dónde se encuentre usted. Puede estar encerrado en un armario, a oscuras. Todo lo que se necesita es empezar con algo; una cosa lleva a la otra y todas las cosas están relacionadas. Enciérreme en un armario y al poco rato notaré que unas partes están más oscuras que otras. Después de esto, deme tiempo, le diré qué cenará esta noche el presidente de los Estados Unidos». Una vez le solté un cumplido: «Su observación es tan fina como su aguja y sus palabras tan seguras como sus puntadas».
Por supuesto, la señorita Deborah tenía noticias del capitán Diamond. Años atrás se había hablado mucho de él, pero había sobrevivido al escándalo relacionado con su nombre.
—¿Qué escándalo fue ese? —pregunté.
—Mató a su hija.
—¿La mató? ¿Cómo?
—¡Oh, no con una pistola, ni con un puñal, ni con una dosis de arsénico! Con su lengua. ¡Y que luego me hablen de la lengua de las mujeres! Le echó una maldición… con un juramento horrible, y la chica murió.
—¿Qué había hecho su hija?
—Había recibido la visita de un joven que la quería con pasión y a quien él había prohibido entrar en la casa.
—¡La casa! —exclamé—. ¡Ah, sí! Una casa de campo, a dos o tres millas de aquí, en un cruce de caminos, en un lugar solitario…
—¡Ah, usted sabe algo de la casa!
—Un poco —contesté—. La he visto. Pero me gustaría que me contara usted algo más.
Pero la señorita Deborah se mostró, insólitamente, poco propicia a la comunicación.
—No me llamará usted supersticiosa, ¿verdad? —dijo.
—¿A usted? Usted es la quintaesencia de la razón pura.
—Bueno, cada hilo tiene su defecto, cada aguja su puntito de óxido. Preferiría no hablar de esa casa.
—No sabe usted cómo excita mi curiosidad.
—Lo siento por usted. Pero me pondría muy nerviosa.
—¿Qué daño puede hacerle a usted hablarme de la casa?
—A una amiga mía le hizo daño.
Miss Deborah asintió con la cabeza de forma rotunda.
—¿Qué había hecho su amiga?
—Me había contado el secreto del capitán Diamond, que él le había revelado con mucho misterio. En otros tiempos, había sido un antiguo amor, y se lo confió. Le rogó que no se lo dijera a nadie y le aseguró que si lo hacía le sucedería algo terrible.
—¿Y qué le pasó?
—Murió.
—Bueno, todos somos mortales —repuse yo—. ¿Su amiga le había hecho alguna promesa?
—No se lo había tomado en serio, no se lo creyó. Me contó la historia a mí, y tres días después sufría una inflamación de los pulmones. Un mes más tarde, sentada donde estoy ahora, cosía su mortaja. Desde entonces no he desvelado a nadie lo que ella me dijo.
—¿Se trataba de algo extraño?
—Sí, pero también ridículo. Es algo que puede hacer que uno se estremezca, pero a la vez puede resultar divertido. Pero no se preocupe por mí. Estoy segura de que si se lo contara, me pincharía al momento con una aguja y al cabo de una semana moriría de tétanos.
Me retiré y no le insistí más. Pero cada dos o tres días, después de almorzar, iba a su casa y me sentaba un rato junto a su mecedora. No hice ninguna otra alusión al capitán Diamond. Permanecía callado, mientras ella recortaba cintas con las tijeras. Por fin, un día, me dijo que parecía enfermo, que me veía pálido.
—Me estoy muriendo de curiosidad —dije—. He perdido el apetito, hoy ni siquiera he comido.
—Acuérdese de la esposa de Barbazul —me dijo la señorita Deborah.
—Lo mismo puede uno morir de una estocada que de hambre —contesté.
No añadió nada más y yo me levanté, hice un gesto melodramático y me dispuse a marcharme. Cuando estaba ya en la puerta me llamó y me señaló la silla que acababa de dejar.
—Nunca he tenido el corazón duro —dijo—. Siéntese y, si hemos de morir, al menos moriremos juntos.
Y entonces, en pocas palabras, me contó lo que sabía del secreto del capitán Diamond.
—Era un hombre de carácter iracundo, y, aunque quería mucho a su hija, su voluntad era ley. Había escogido un esposo para ella y se lo había comunicado. La madre había muerto y vivían los dos solos. La casa formaba parte de la dote matrimonial de la señora Diamond. Tengo entendido que el capitán no tenía ni un céntimo. Después del casamiento se habían instalado en la casa y el capitán se dedicaba a trabajar la tierra. El enamorado de la chica era un joven de Boston, con patillas. Una noche el capitán los sorprendió juntos, agarró al muchacho por el cuello y lanzó una terrible maldición contra la hija. El joven gritó que era su esposa, el capitán le preguntó a su hija si eso era cierto y ella contestó que no. Entonces, el capitán, aún más enfurecido, repitió la maldición, le dijo que se fuera de casa y la repudió. La chica se desmayó y el padre, furioso, se marchó. Unas horas más tarde, regresó y encontró la casa desocupada. Sobre la mesa había una nota del joven en la cual acusaba al capitán de haber matado a su propia hija, e insistía en que era su esposa, por lo que reclamaba el derecho a enterrar su cadáver. ¡Se lo había llevado en un carruaje! El capitán Diamond le escribió una carta afirmando que no creía que su hija hubiera muerto, pero que, en todo caso, para él así sería. Una semana más tarde, en mitad de la noche, se le apareció el fantasma de su hija. Entonces, supongo, quedó convencido. El espíritu reapareció varias veces y por último acabó presentándose con regularidad. El viejo se sentía incómodo, porque con el tiempo su ira se había calmado y se había transformado en pena. Decidió dejar la casa y trató de venderla o de alquilarla, pero se había extendido el rumor de las apariciones de su hija, que otras personas ya habían visto. La casa tenía mala fama y resultaba difícil deshacerse de ella, pero era, con la granja, la única propiedad del hombre. No tenía otros medios de subsistencia. Si no podía vivir en ella ni podía alquilarla, estaba condenado a subsistir de la mendicidad. Pero el fantasma se mostraba implacable, como en su día se había mostrado él mismo. Se resistió durante seis meses, pero al fin sucumbió. Se puso su vieja capa azul, recogió sus cosas y se dispuso a vagar de un lado a otro para mendigar su pan. Entonces el fantasma se ablandó y le propuso un trato. «Déjame la propiedad —le dijo—. La quiero para mí. Vete a otro lugar. Pero como no tienes otros medios para vivir, seré tu inquilina, ya que no consigues a nadie más. Te pagaré un alquiler». Y el fantasma fijó una cantidad. El capitán aceptó y cada trimestre va a cobrar el alquiler.
Me reí de esta historia, pero confieso que me había impresionado porque confirmaba lo que yo había observado. ¿Acaso no había presenciado una de esas visitas trimestrales del capitán? ¿No lo había visto, por muy poco, mirando cómo su inquilino espectral contaba el dinero, y cómo él se retiraba en la oscuridad con una pequeña bolsa de monedas escondida en los pliegues de su capa? No le conté a la señorita Deborah ninguno de mis pensamientos, porque estaba resuelto a que mis observaciones tuvieran una continuación y me prometí el placer de narrarle mi historia cuando estuviera del todo madura.
—¿No tiene el capitán Diamond ningún otro medio de vida conocido?
—Ninguno. No trabaja y el fantasma lo mantiene. Una casa en la que se aparecen los muertos es una propiedad muy valiosa.
—¿Con qué moneda paga el fantasma?
—En buenas monedas americanas de oro y plata. Con una sola peculiaridad: que todas las piezas son de fecha anterior a la muerte de la chica. Resulta una curiosa mezcla de materia y espíritu.
—¿El fantasma se muestra generoso? ¿Paga un alquiler elevado?
—Tengo entendido que el viejo vive con dignidad y que tiene su pipa y sus tragos. Alquiló una pequeña casa junto al río; la puerta da a la calle y tiene un pequeño jardín. Allí pasa los días, al cuidado de una mujer de color. Hace algunos años solía pasear bastante; era una figura conocida en la villa y mucha gente estaba al tanto de su leyenda. Pero desde hace poco se ha retirado en su caparazón y los curiosos se han olvidado de él. Supongo que el hombre chochea ya. Pero estoy segura, confío —añadió la señorita Deborah a modo conclusión—, en que no sobrevivirá mucho más tiempo debido a sus facultades o a su dificultad para caminar, porque, si no recuerdo mal, una parte del trato era que debía ir en persona a cobrar el alquiler.
No parecía que ninguno de los dos fuera a recibir castigo alguno por la indiscreción de la señorita Deborah. Continué viéndola, día tras día, cantando inclinada sobre su labor, tan activa como de costumbre. En cuanto a mí, proseguí con audacia mis pesquisas. Fui más de una vez al cementerio, pero mis esperanzas de encontrar allí al capitán Diamond quedaron defraudadas. Pero existía una posibilidad que tal vez podría compensar mi decepción. Deduje sagaz que el viejo visitaba la casa el último día de cada trimestre. La primera vez que lo había visto fue el treinta y uno de diciembre, y me parecía probable, por consiguiente, que volvería allí el treinta y uno de marzo. Se aproximaba la fecha… Al fin llegó. Acudí tarde a la casa dando por supuesto que la hora de la cita era la del crepúsculo. No me equivoqué. Hacía un rato que rondaba por los alrededores, como si yo mismo fuera un fantasma, cuando el hombre apareció de la misma manera que en la ocasión anterior, y con la misma indumentaria. De nuevo me escondí y observé cómo procedía al mismo ceremonial. Aparecieron las luces, una tras otra, en la rendija de cada ventana, entre los postigos, y yo abrí aquella que había cedido a mi curiosidad tres meses antes. De nuevo vi la gran sombra en la pared, inmóvil y solemne. Pero no vi nada más. El viejo salió por fin, hizo sus fantásticos saludos ante la casa y desapareció en la oscuridad.
Un día, transcurrido más de un mes, volví a encontrarlo en el cementerio de Mount Auburn. El aire estaba lleno de las voces de la primavera. Los pájaros habían regresado y gorjeaban acerca de sus viajes del invierno, y una suave brisa de poniente murmuraba entre el crudo verdor. El viejo estaba sentado al sol, todavía envuelto en su capa enorme, y me reconoció en cuanto me acerqué a él. Hizo una inclinación de cabeza, como si fuera un gran señor oriental que diera la señal para mi decapitación, pero era evidente que estaba contento de verme.
—Le he buscado a usted aquí más de una vez —le dije—. No viene usted a menudo.
—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó.
—Disfrutar de su conversación. Fue un placer charlar con usted el otro día.
—¿Me encuentra usted divertido?
—Interesante.
—¿Le parezco un chiflado?
—¿Chiflado? ¡Mi querido señor! —protesté.
—Soy el hombre más cuerdo de este lugar. Ya sé que eso es lo que dicen todos los locos, pero en general no pueden probarlo y yo sí puedo.
—Le creo —le dije—. Pero tengo curiosidad por cómo se puede probar tal cosa.
Calló por unos momentos.
—Se lo explicaré. Una vez, sin pretenderlo, cometí un crimen. Y ahora pago el castigo con mi vida entera. Afronto los hechos como son, sabiendo a la perfección lo que eso significa. Nunca he tratado de esquivar mi pena, no he pedido que me dispensen de ella; y tampoco he huido. El castigo es terrible, pero lo he aceptado. ¡He sido un filósofo! Si fuera católico, me habría hecho monje y habría dedicado el resto de mi vida al ayuno y a la oración. Pero eso no es un castigo, es una evasión. Pude haberme suicidado, pude haberme vuelto loco… No. No hice nada de eso. Me limité a enfrentarme a los hechos, afronté las consecuencias. Como le dije, son terribles. Las soporto cuatro veces al año, en días determinados, y así lo haré mientras viva. No tengo otra cosa que hacer; es asunto mío, ese es mi pasatiempo, porque así es como me he tomado la cosa. Hay que ser razonable.
—¡Admirable! —exclamé—. Pero me deja usted lleno de curiosidad y de compasión.
—Sobre todo de curiosidad —me replicó con astucia.
—Bueno, si yo supiera con exactitud lo que sufre usted, mi compasión sería mayor.
—Le estoy muy agradecido, pero no necesito su compasión, que no me serviría de nada. Le diré a usted algo, pero no en mi interés sino en el suyo.
El anciano hizo una pausa y echó una mirada a su alrededor, para asegurarse de que ningún curioso le oía.
—¿Estudia usted aún teología? —me preguntó.
—Sí —respondí, quizá con una sombra de irritación—. Es algo que no puede aprenderse en seis meses.
—Así lo creo, sobre todo porque no tienen ustedes para estudiar más que sus libros. ¿Conoce usted el proverbio que dice: «Un grano de experiencia vale más que una libra de preceptos»? Soy un gran teólogo.
—¡Ah, veo que es usted un hombre experimentado! —murmuré en un tono comprensivo.
—Usted ha leído sobre la inmortalidad del alma, ha estudiado a Jonathan Edwards y al doctor Hopkins, quienes, apelando a la lógica y citando capítulos y versículos de la Biblia, determinaron que era verdad. Pero yo lo he visto con mis propios ojos, ¡lo he tocado con estas manos! —El anciano levantó sus viejos y rugosos puños y los agitó con furia—. ¡Esto vale mucho más, pero lo he pagado caro! Es mejor que lo aprenda usted en los libros. Por supuesto, así lo hará. Es usted un buen muchacho, nunca tendrá un crimen sobre su conciencia.
Le contesté, con fatuidad juvenil, que esperaba con toda seguridad tener mi parte de pasiones humanas, aunque era un buen muchacho y futuro doctor en teología.
—¡Ah, pero es usted agradable y además tiene un carácter tranquilo! Como lo tengo yo ahora, pero en otro tiempo fui brutal, demasiado brutal. Debería usted saber cómo son esas cosas. Maté a mi propia hija.
—¡A su hija!
—Provoqué su desmayo y la dejé morir. No me ahorcaron por ello, pues no la maté con mis manos, sino con mis palabras, falsas y reprobables. Y ahí está la gran diferencia; vivimos regidos por una gran ley. Sí, señor, puedo asegurarle que su alma es inmortal. Tengo una cita con ella cuatro veces al año y entonces recibo mi lección.
—¿Nunca le ha perdonado?
—Me ha perdonado como perdonan los ángeles. Y eso es lo que no puedo soportar: su mirada dulce y tranquila. Casi preferiría que me clavase un cuchillo en el corazón y hurgase en él… ¡Oh, Señor, Señor, Señor!
El capitán Diamond inclinó la cabeza sobre el puño de su bastón y apoyó la frente sobre sus manos cruzadas. Me sentí impresionado y conmovido, y por un momento me pareció que su actitud invitaba a nuevas preguntas. Antes de que me aventurara a averiguar algo más, se levantó con lentitud y se envolvió en su vieja capa. No estaba acostumbrado a hablar de sus penas y los recuerdos le abrumaban.
—Debo seguir mi camino —me dijo—, y me veo obligado a caminar muy despacio.
—Es posible que nos veamos otra vez.
—¡Oh!, ya soy muy viejo —contestó—, y esto está muy lejos para que me anime a volver. Tengo que reservar mis fuerzas. A veces me paso un mes seguido sentado en una silla fumando mi pipa. Pero me gustaría verle de nuevo. —Se detuvo y me dirigió una mirada terrible y bondadosa a la vez—. Es posible que algún día me alegre encontrar a un alma joven y pura. Si consigo hacerme un amigo, algo habré ganado. ¿Cómo se llama usted?
Llevaba en mi bolsillo un volumen de los Pensamientos, de Pascal, en cuya guarda había escrito mi nombre y mi dirección. Lo saqué y se lo di a mi viejo amigo.
—Me gustaría que se quedara usted este pequeño libro —le dije—. Es uno de mis favoritos y le dirá algo acerca de mí.
Lo tomó y le dio un par de vueltas en las manos. Luego me dirigió una mirada de gratitud.
—No soy un gran lector, pero no voy a rechazar el primer regalo que me hacen desde… mi infortunio. Y el último. Muchas gracias, señor.
Con el pequeño libro en sus manos echó a andar.
Y yo me quedé imaginando al hombre sentado en su sillón durante semanas mientras fumaba su pipa. No volví a verle, pero esperaba mi oportunidad, y el último día de junio, al término de otro trimestre, consideré que había llegado. En junio oscurece muy tarde y yo empezaba a impacientarme. Al fin, al anochecer de un agradable día de verano, volví a la casa del capitán Diamond. Todo estaba verde a su alrededor, excepto la huerta en la parte trasera, pero su perpetua tristeza era tan impresionante como cuando la había visto bajo el cielo de diciembre. Al aproximarme vi que llegaba tarde para mi propósito, que era solo el de adelantarme al capitán y tener el valor de pedirle que me permitiera entrar con él. Había llegado antes de lo que yo había previsto, pues vi las luces encendidas a través de las rendijas de las ventanas. No quise, en efecto, entrometerme en su entrevista con el fantasma y esperé a que saliera. Las luces se apagaron a su debido tiempo y salió el capitán Diamond. Aquella noche no hizo sus reverencias ante la casa encantada porque lo primero que vio al salir fue a su noble amigo plantado, de un modo modesto pero firme, cerca de la puerta de entrada. Se detuvo de manera brusca, me miró y esta vez su terrible ceño estaba justificado.
—Sabía que estaba usted aquí y he venido a propósito —le dije.
Parecía consternado y miró hacia la casa, molesto.
—Me perdonará si he ido demasiado lejos en mi atrevimiento —me excusé—, pero usted sabe que me alentó a hacerlo.
—¿Cómo sabía que yo estaba aquí?
—Reflexioné sobre ello. Usted me contó la mitad de su historia y yo deduje la otra mitad. Soy un gran observador y me había fijado en esta casa, al pasar. Me pareció que encerraba un gran misterio. Cuando usted me confió con amabilidad que veía espíritus, tuve la seguridad de que solo podía ser este lugar.
—Es usted muy listo —dijo el anciano—. ¿Y qué le ha traído a usted aquí precisamente esta noche?
Me vi obligado a esquivar la pregunta.
—Oh, vengo a menudo. Me gusta contemplar esta casa. Me fascina.
Se volvió y la miró.
—No tiene nada de particular, al menos en la parte de afuera.
Era evidente que el exterior de la casa le era indiferente, a pesar de su aspecto peculiar, y este extraño hecho, dicho así a la luz del crepúsculo, ante la misma siniestra construcción, parecía hacer más real su visión de las insólitas cosas del interior.
—He estado esperando una oportunidad para verla por dentro. Pensé que podría encontrarle aquí y que me dejaría entrar con usted. Me gustaría ver lo que usted ve.
El capitán parecía confundido por mi osadía, pero no del todo disgustado. Me puso una mano sobre el brazo.
—¿Sabe usted lo que veo? —me preguntó.
—¿Cómo voy a saberlo si no es, como dijo usted el otro día, por la experiencia? Por favor, abra la puerta y permítame entrar.
Los ojos brillantes del capitán Diamond se abrieron en toda su órbita bajo sus cejas oscuras y, después de contener el aliento unos momentos, rió aprovechando la primera y última oportunidad que se le brindaba. Vi los rasgos de su cara contraídos; una risa profundamente grotesca, pero silenciosa.
—¿Entrar con usted? —gruñó con suavidad—. No entraría otra vez, hasta que llegue la hora, ni por mil veces la suma que he recibido.
Sacó la mano de entre los pliegues de su capa y me mostró un pequeño montón de monedas anudadas en el extremo de un viejo pañuelo de seda.
—Cumplo mi trato, no menos, pero tampoco más.
—Pero, la primera vez que tuve el gusto de hablar con usted, me dijo que la cosa no era tan terrible.
—Tampoco ahora digo que sea tan terrible. Pero es muy desagradable.
Este adjetivo fue pronunciado con tanta energía que me hizo titubear y reflexionar. Mientras lo hacía, me pareció que oía un ligero movimiento en uno de los postigos de una ventana encima de nosotros. Miré hacia arriba, pero no vi nada. El capitán Diamond también había estado pensando, y de pronto se volvió hacia la casa.
—Si no le importa entrar solo —me dijo—, bienvenido sea usted.
—¿Me esperará usted aquí?
—Sí, no estará mucho tiempo ahí dentro.
—Pero la casa está a oscuras por completo. Cuando entra usted, se ven algunas luces.
Se metió la mano en las profundidades de su capa y sacó algunas cerillas.
—Tome esto —dijo—. Encontrará usted dos candelabros con velas encima de la mesa del vestíbulo. Enciéndalos, coja uno en cada mano y siga adelante.
—¿Adónde debo ir?
—A cualquier lugar… A todas partes. Puede estar seguro de que el fantasma le encontrará.
No voy a pretender que en aquel momento mi corazón no latía con violencia. Y no obstante imagino que hice un gesto lo bastante digno al anciano indicándole que me abriera la puerta. Había decidido en mi fuero interno que se trataba de un fantasma auténtico. Había aceptado la premisa y me había asegurado a mí mismo que una vez la mente estaba preparada y no te esperaba ninguna sorpresa, era posible mantener la serenidad. El capitán Diamond dio una vuelta a la llave, abrió la puerta y me hizo una profunda reverencia al cederme el paso. Me encontré en medio de la oscuridad y oí el ruido de la puerta que se cerraba tras de mí. Durante unos momentos permanecí inmóvil; miraba con valentía frente a mí, en la oscuridad. Pero ni veía ni escuchaba nada, y al fin encendí una cerilla. Encima de una mesa vi dos candelabros de latón, viejos y herrumbrosos por la falta de uso. Encendí las velas y empecé mi ronda de exploración.
Contemplé ante mí una amplia escalera, que tenía una balaustrada antigua de aquella talla tan delicada que se encuentra en algunas viejas casas de Nueva Inglaterra. La dejé para más tarde y me metí en la habitación a mi derecha. Era una salita con mobiliario anticuado y reducido, que olía a cerrado debido a la ausencia de vida humana. Levanté mis lámparas y no vi nada más que sillas vacías y muros desnudos. Más allá estaba la habitación que yo había atisbado desde fuera y que se comunicaba, como había deducido, por unas puertas plegables. Tampoco allí me enfrenté con ningún espectro amenazador. Atravesé de nuevo el vestíbulo y recorrí las habitaciones del otro extremo: enfrente de mí, un comedor, donde habría podido escribir mi nombre con el dedo sobre la capa de polvo que cubría la gran mesa cuadrada; y detrás, la cocina con sus cacerolas y otros cacharros, eternamente fríos. Todo aquello resultaba triste y sombrío, pero no impresionaba. Regresé al vestíbulo y me situé ante el pie de la escalera sosteniendo mis candelabros. Subir era algo que requería un nuevo esfuerzo y miré hacia la oscuridad de lo alto. De pronto experimenté una sensación indescriptible: me di cuenta de que la oscuridad tenía vida, parecía moverse y contraerse. Despacio (y digo despacio porque en mi tensa expectación los momentos me parecieron eternos) tomó la forma de una figura grande y definida, que avanzó y se detuvo en lo alto de la escalera. Con franqueza debo confesar que para entonces yo tenía conciencia de un sentimiento, el cual, siendo honesto, creo que debería definir de un modo vulgar como miedo. Puedo poetizarlo y llamarlo Pavor, así, con mayúscula. Era, en todo caso, ese tipo de sentimiento que hace retroceder a un hombre. Notaba cómo crecía y me pareció del todo irresistible, porque tenía la impresión de que no nacía de mi interior, sino que provenía de afuera y que se encarnaba en la figura oscura de lo alto de la escalera. Pasados unos momentos, intenté razonar… recuerdo que razoné. Y me dije: «Siempre había creído que los fantasmas eran blancos y transparentes, y esta es una criatura compuesta de sombras espesas, densamente opacas». Me recordé a mí mismo que aquel momento era trascendental, y que si el miedo había de dominarme debía recoger las máximas impresiones mientras conservara el juicio. Retrocedí, paso a paso, con la mirada fija en la figura y dejé los candelabros encima de la mesa. Era del todo consciente de que el próximo paso a dar era subir con resolución la escalera y enfrentarme a aquella figura, pero parecía que las suelas de mis zapatos se hubieran transformado de pronto en unas pesas de plomo. Había conseguido lo que deseaba: estaba viendo al fantasma. Traté de mirar a la figura con claridad a fin de recordarla bien y sostener después, sin faltar a la honradez, que no había perdido el dominio de mí mismo. Llegué a preguntarme cuánto tiempo se suponía que debía estar mirando y cuándo podría retirarme sin que ello afectase a mi honor. Todo esto, como es natural, pasó por mi mente con extrema rapidez, pues la figura oscura se movió de nuevo. Aparecieron dos blancas manos de aquella masa vertical y se elevaron con lentitud hasta lo que parecía ser el nivel de la cabeza. Allí se juntaron en la zona de la cara, luego se separaron y dejaron al descubierto un rostro. Era confuso, blanco, extraño, fantasmal en todos los sentidos. Me miró durante unos instantes, y después una de las manos se levantó otra vez, despacio, y se movió hacia adelante y atrás. Había algo singular en aquel gesto, que me parecía denotar resentimiento y al mismo tiempo me despedía; y no obstante era una especie de movimiento trivial y familiar. Esa sensación de familiaridad por parte de la presencia fantasmal no había entrado en mis cálculos y no me resultó grato. Estuve de acuerdo con el capitán Diamond en que aquello era «muy desagradable». Deseaba batirme en una retirada ordenada y, si era posible, airosa. Quise hacerlo con gallardía y me pareció que lo mejor sería apagar las luces. Me volví y así lo hice, con cuidado, y luego me dirigí a tientas hacia la puerta y la abrí. La luz del exterior, aunque casi extinta, se adentró por un momento, jugueteó con las polvorientas profundidades de la casa y me mostró aquella sombra sólida.
De pie en la hierba, inclinado sobre su bastón, bajo las estrellas titilantes, encontré al capitán Diamond, quien me miró con dureza por unos momentos, pero no me hizo pregunta alguna. Luego se aproximó a la puerta y la cerró. Cumplida esta ceremonia, procedió a la otra (hizo su reverencia como un sacerdote ante un altar) y, sin prestarme más atención, se fue.
Unos días más tarde, interrumpí mis estudios y me fui para pasar mis vacaciones de verano. Estuve ausente unas semanas, durante las cuales dispuse de bastante tiempo libre para reflexionar sobre mis impresiones en cuanto a lo sobrenatural. Me satisfizo comprobar que no me había sentido aterrorizado de forma innoble: ni había huido asustado ni me había desmayado, sino que había procedido con dignidad. No obstante, me sentí en efecto más cómodo cuando puse treinta millas entre mí y la escena de mi proeza, y durante mucho tiempo continué prefiriendo la luz del día a la oscuridad. Mis nervios se habían visto muy alterados y tuve conciencia de ello cuando, bajo la influencia del aire soporífero de la costa, mi excitación empezó poco a poco a desvanecerse. A medida que me relajaba, intenté adoptar una actitud racional sobre mi experiencia. Era evidente yo había visto algo, que no se trataba de una fantasía; pero ¿qué era lo que había visto? Lamenté entonces no haber sido más osado y no haberme aproximado más a la aparición y examinarla con más minuciosidad. Sin embargo, es muy fácil hablar; yo había hecho tanto como cualquier hombre en mis circunstancias se habría atrevido a hacer. Fue en realidad una imposibilidad lo que me impidió avanzar. ¿No era esta paralización de mis facultades en sí misma una influencia sobrenatural? No necesariamente, tal vez, porque, si uno acepta la visión de un fantasma, aunque falso, como tal puede asombrar tanto como uno verdadero. Pero ¿por qué había yo aceptado con tanta facilidad el fantasma negro que movía su mano? ¿Por qué ese mismo fantasma se había impresionado tanto al verme? Sin lugar a discusión, fuera verdadero o falso, era un fantasma muy inteligente. Yo habría preferido, y mucho, que hubiera sido auténtico: en primer lugar, porque no me importaría haberme estremecido y haber temblado por ello, y, en segundo lugar, porque haber visto a un aparecido de verdad es una rareza de la cual pocos pueden jactarse. Decidí, por consiguiente, dejar a un lado esa visión y no darle más vueltas al asunto. Pero un impulso más fuerte que mi voluntad me inducía de vez en cuando a plantearme una pregunta burlona. Di por supuesto que la aparición era la de la hija del capitán Diamond, y si se trataba de ella, entonces aquello era su espíritu, pero ¿no sería su espíritu y algo más?
A mediados de septiembre me encontré de nuevo instalado entre las sombras teológicas y no tuve ninguna prisa por visitar otra vez la casa del capitán.
Se aproximaba el final de mes (que era el final de otro trimestre para el pobre capitán Diamond), y, en aquella ocasión, me sentía poco dispuesto a perturbar su peregrinaje, aunque confieso que experimenté gran compasión al pensar en el débil anciano yendo, solo y caminando con dificultades, en el crepúsculo del otoño, a su diligencia extraordinaria. El día treinta de septiembre me encontraba, soñoliento, inclinado sobre un pesado libro, cuando oí que llamaban con timidez a la puerta. Respondí con una invitación a entrar, pero como esto no produjo el efecto esperado, me levanté, fui hasta la puerta y la abrí. Me encontré ante una mujer negra, ya entrada en años, con la cabeza envuelta con un turbante rojo y un pañuelo blanco doblado cruzándole el pecho. Me miró fijamente en silencio. La mujer tenía un aire de gravedad y de recato que a menudo se observa en las personas mayores de su raza. Me quedé mirándola en actitud interrogativa y por fin, sacando una mano de un amplio bolsillo, me enseñó un pequeño libro. Era el ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, que yo había regalado al capitán Diamond.
—Por favor, señor —dijo la mujer con voz queda—, ¿conoce usted este libro?
—A la perfección —contesté—. En la guarda de ese libro está escrito mi nombre.
—¿Es su nombre y no el de otra persona?
—Si usted quiere, escribiré mi nombre y podrá usted compararlo con el que está escrito en el libro —contesté.
Se quedó callada unos momentos y luego, con dignidad, dijo:
—Sería innecesario. No sé leer. Si me da usted su palabra, me basta. Vengo —prosiguió— de parte del caballero a quien usted dio el libro. Me dijo que lo trajera como prenda… Esa es la palabra que usó. Está enfermo en cama y necesita verle a usted.
—¿El capitán Diamond, enfermo? —exclamé—. ¿Está grave?
—Está muy mal, señor… Es el fin.
Manifesté mi pesar y mi simpatía y me mostré dispuesto a ir a verle enseguida si su mensajera negra me mostraba el camino. La mujer asintió con deferencia y a los pocos momentos la seguía por las calles soleadas sintiéndome como un personaje de las Mil y una noches, conducido hasta una puerta trasera por una esclava etíope. Mi guía dirigió sus pasos hacia el río y se detuvo ante una pequeña casa amarilla, de aspecto decente, en una de las calles que descendían. Me abrió con rapidez la puerta y me condujo hasta mi viejo amigo, que estaba en cama, en una habitación oscura. Era evidente que se hallaba en un en estado de postración. Estaba con la espalda recostada contra la almohada, mirando ante sí, con su cabello erizado más tieso que nunca y con sus ojos intensamente brillantes y oscuros afectados por la fiebre. El apartamento era modesto y estaba muy limpio, y pensé que mi guía de piel morena era una fiel sirviente. El capitán Diamond, tendido rígido y pálido entre sus blancas sábanas, parecía una figura tallada con rudeza en la cubierta de una tumba gótica. Me miró en silencio, y mi acompañante se retiró y nos dejó a solas.
—Sí, es usted —dijo por fin el capitán—, es usted, aquel joven bondadoso. No me equivoco, ¿verdad?
—Espero que no. Creo que soy un buen muchacho, y siento mucho que se encuentre usted enfermo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me encuentro mal, muy mal. Me duelen todos mis viejos huesos —contestó el hombre, que trató de volverse hacia mí gimiendo con grandes muestras de dolor.
Le pregunté sobre el carácter de su enfermedad y sobre el tiempo que llevaba en la cama, pero apenas me hizo caso. Parecía estar impaciente por hablarme de algo.
Me agarró por una manga, me atrajo hacia sí y murmuró, con precipitación:
—Usted sabe que ha llegado mi hora.
—¡Oh, espero que no! —dije, interpretando mal sus palabras—. Estoy seguro de que no tardaré en verle de nuevo en pie.
—Solo Dios lo sabe, pero no me refería a mi muerte. Lo que pretendo decirle es que hoy vence mi trimestre para el alquiler de la casa: es el día de pago.
—Así es, pero usted no puede ir.
—No puedo ir. Es terrible. Perderé mi dinero, y, aunque estuviera muriéndome, lo necesito de todos modos: tengo que pagar al médico. Y quiero que me entierren como a un hombre respetable.
—¿Es esta noche? —pregunté.
—Esta noche a la puesta de sol, exactamente.
Tumbado en la cama, me miraba, y yo, a mi vez, le miraba a él, y de pronto comprendí por qué me había hecho llamar. En cuanto se me ocurrió, rechacé la idea de inmediato. Pero supongo que debí mostrarme imperturbable, porque el hombre continuó hablando en el mismo tono.
—No puedo perder ese dinero. Tiene que ir otra persona. Le pedí a Belinda que fuera, pero no quiere ni oír hablar de ello.
—¿Cree usted que le pagaría el dinero a otra persona?
—Podemos intentarlo, al menos. Nunca he faltado antes y no lo sé. Pero si usted le dice que estoy muy enfermo, que me duelen todos los huesos, que me estoy muriendo, tal vez confíe en usted. ¡Mi hija no querrá que me muera de hambre!
—Entonces, ¿quiere que vaya en su lugar?
—Usted ya ha estado allí otra vez, ya sabe lo que es eso. ¿Acaso está asustado?
Titubeé.
—Deme tres minutos para reflexionar —le contesté— y se lo diré.
Dejé vagar mi mirada por la habitación y observé varios objetos que delataban la desgastada y decente pobreza de su ocupante. Escasos, viejos y usados, me dieron la impresión de que lanzaban un mudo llamamiento a mi piedad y a mi determinación. El capitán Diamond continuó con voz débil:
—Creo que confiará en usted, al igual que yo. A ella le gustará su rostro, verá que no hay malas intenciones en él. Tiene que darle ciento treinta y tres dólares, ni más ni menos. Haga lo posible para guardarlos en lugar seguro.
—Sí —dije al fin—, iré y, en lo que de mí dependa, creo que tendrá usted su dinero esta noche, hacia las nueve.
El hombre se mostró muy aliviado. Me tomó la mano y la oprimió sin fuerzas. No tardé en retirarme. Durante el curso del día traté de no pensar en la prueba que me esperaba aquella noche, pero, como es natural, era incapaz de pensar en otra cosa. No voy a negar que me sentía nervioso; de hecho, estaba muy alterado, y pasé el tiempo deseando por una parte que el misterio no fuera tan profundo como parecía y por otra que no resultase demasiado superficial. Las horas transcurrieron con lentitud, pero por la tarde, en cuanto se inició el crepúsculo, salí de casa para ir a cumplir mi misión. En el camino me detuve en la modesta vivienda del capitán Diamond, para preguntarle cómo se encontraba y recibir las últimas instrucciones que quisiera darme. La anciana negra, grave e inescrutablemente plácida, en respuesta a mis preguntas, dijo que el capitán se encontraba muy mal; había empeorado desde la mañana.
—Debe usted darse prisa si quiere regresar antes de que el capitán muera.
Una mirada me convenció de que estaba enterada de mi planeada expedición, aunque en su pupila negra y opaca no vi ninguna luz que la traicionara.
—Pero ¿por qué cree que el capitán Diamond morirá pronto? Es verdad que parece estar muy débil, pero no veo síntomas determinados de enfermedad.
—Su enfermedad es la vejez —dijo la mujer a modo de sentencia.
—Pero no es tan viejo como eso. Tendrá sesenta y siete o sesenta y ocho años a lo sumo.
La mujer calló por un momento.
—Está muy debilitado. No resistirá mucho tiempo más.
—¿Puedo verle un momento? —pregunté.
La mujer me condujo enseguida a la habitación del capitán, que estaba acostado, igual que por la mañana, pero con los ojos cerrados. Parecía estar muy «mal», como me ella había afirmado, y apenas se le notaba el pulso. Supe después que el médico había estado allí aquella tarde y se había mostrado tranquilo.
—Él no sabe lo que va a pasar —dijo Belinda en un tono seco.
El anciano se agitó un poco, abrió los ojos y, tras unos instantes, me reconoció.
—Voy a buscar su dinero —le comenté—. ¿Tiene usted algo más que decirme?
El capitán se incorporó lentamente con un penoso esfuerzo, apoyándose en las almohadas. Me pareció que no me había entendido.
—La casa, ¿sabe usted? —le dije—. Su hija.
Se frotó la frente despacio durante un momento y por fin vi que me había comprendido.
—¡Ah, sí! —murmuró—. Confío en usted. Ciento treinta y tres dólares. En monedas antiguas, todo en monedas antiguas.
Luego añadió con vigor y ojos brillantes:
—Sea usted respetuoso… Sea cortés. Si no… Si no…
Su voz falló de nuevo.
—Claro que lo seré —afirmé con una sonrisa casi forzada—. Pero si no, ¿qué?
—¡Si no, lo sabré! —dijo el anciano con solemnidad.
Dicho esto, se hundió en la cama y cerró los ojos. Me fui y continué mi marcha, a un paso resuelto. Cuando llegué a la casa, hice una inclinación propiciatoria emulando al capitán Diamond. Había calculado mi caminata para poder entrar sin dilación. Ya había caído la noche. Di una vuelta a la llave, abrí la puerta, entré y cerré tras de mí. Prendí una cerilla y vi los dos candelabros, que había usado la vez anterior, encima de la mesa próxima a la entrada. Los encendí, los cogí y entré en el salón. Estaba vacío y, aunque esperé un rato, siguió tan vacío como antes. Pasé a las otras habitaciones de la misma planta y ninguna imagen oscura me salió al paso. Por fin volví al vestíbulo y estuve contemplando la posibilidad de subir la escalera, que había sido la escena de mi desconcierto, y me aproximé a ella con recelo. Al llegar al pie me detuve, apoyé mi mano en la balaustrada y miré hacia arriba. Me sentía en extremo expectante, y mi expectación estaba justificada. Poco a poco, en la oscuridad de la planta superior, empezó a tomar forma la figura oscura que había visto la vez anterior. No era una ilusión; se trataba de una figura y era la misma. Le di tiempo para que se definiera por sí misma y observé que se detenía y miraba hacia mí. Tenía la cara oculta. Entonces, y de forma deliberada, levanté la voz y dije:
—Vengo en lugar del capitán Diamond, a petición suya. Está muy enfermo y no puede abandonar la cama. Le pide encarecidamente que me pague a mí el dinero; se lo llevaré de inmediato.
La figura permaneció quieta, sin hacer el menor gesto.
—El capitán Diamond habría venido si pudiera moverse —añadí en un tono de súplica—, pero está incapacitado.
Al llegar a este punto, la figura se quitó con lentitud el velo de la cara y mostró una máscara blanca, confusa. Luego empezó a descender la escalera. Por instinto me eché hacia atrás, retirándome hacia la puerta de la sala que tenía delante. Con mis ojos fijos en la aparición retrocedí hasta atravesar el umbral, entonces me detuve en el centro de la habitación y dejé los candelabros. La figura avanzó. Me pareció que era la de una mujer alta, vestida con vaporosos crespones negros. Cuando estuvo cerca, me di cuenta de que tenía un rostro humano, aunque muy pálido y triste. Estuvimos unos momentos mirándonos el uno al otro; mi agitación se había calmado por completo. Tan solo sentía mucho interés.
—¿Mi padre está enfermo de gravedad? —preguntó la aparición.
Al sonido de su voz (suave, trémula y perfectamente humana), di un paso adelante y sentí que mi excitación renacía. Solté un largo suspiro y lancé una especie de grito, porque lo que tenía ante mí no era un espíritu incorpóreo, sino una mujer hermosa, una actriz audaz. De una manera instintiva e irresistible, como una reacción a mi credulidad, extendí el brazo y agarré el velo que cubría su cabeza. Le di un violento tirón y casi se lo arranqué. Entonces me quedé contemplando a una persona apuesta, que aparentaba unos treinta y cinco años. Con una sola mirada comprendí: su largo vestido negro, su cara pálida y consumida por el dolor, pintada para parecer más pálida aún, los bellos ojos, del mismo color que los de su padre, y el mismo sentido de la dignidad ante mi gesto.
—Supongo que mi padre no le ha enviado a usted para que me insulte.
Luego se volvió con rapidez, tomó uno de los candelabros y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, me miró de nuevo, vaciló y al fin sacó un monedero del bolsillo y lo tiró al suelo.
—Ahí tiene usted su dinero —dijo con aire majestuoso.
Me quedé allí titubeando, entre el asombro y la vergüenza, y vi que ella salía al vestíbulo. Luego recogí el monedero. Un momento después oí un grito prolongado y el ruido de algo que se caía, y la mujer volvió con pasos vacilantes a la sala, sin el candelabro.
—¡Mi padre! ¡Mi padre! —gritaba.
Con la boca abierta y los ojos dilatados, se precipitó sobre mí.
—Su padre, ¿dónde? —pregunté.
—En el vestíbulo, al pie de la escalera.
Di un paso para ir a ver, pero ella me agarró de un brazo.
—¡Va vestido de blanco! —seguía gritando—. En camisa.
—Su padre está en casa, en cama, muy enfermo —respondí.
Me miró con fijeza, con ojos escrutadores.
—¿Muriéndose?
—Espero que no —balbucí.
La mujer prorrumpió en un largo gemido y se cubrió la cara con ambas manos.
—¡Oh, Dios mío, he visto su fantasma! —gritaba.
No me soltaba el brazo y parecía demasiado asustada para dejarme.
—¡Su fantasma! —repetí, sorprendido.
—Es el castigo por mi larga locura —continuó diciendo.
—¡Ah! —dije yo—. Es el castigo por mi indiscreción, por mi violencia.
—¡Sáqueme de aquí, sáqueme! —gritaba ella, todavía agarrada a mí—. No, por allí no, por piedad —añadió al ver que yo me dirigía hacia el vestíbulo y la puerta delantera—. Por la puerta de atrás.
Y, cogiendo otras velas de encima de la mesa, me condujo a través de la habitación contigua hacia la parte trasera de la casa. Había una salida que daba a una especie de fregadero en el huerto. Descorrí el oxidado cerrojo, salimos y nos encontramos al aire libre, bajo las estrellas. Allí, mi acompañante recogió su ropaje negro y pareció titubear unos instantes. Me sentía muy aturdido, pero mi curiosidad por aquella mujer superaba todo lo demás. Agitada, pálida, extraña, la veía, a la escasa luz del anochecer, muy hermosa.
—Ha estado usted representando un papel extraordinario estos años.
Me miró con tristeza y parecía poco dispuesta a responderme.
—He venido con absoluta buena fe —proseguí—. La última vez, hace tres meses… ¿Se acuerda? Me dio usted mucho miedo.
—Claro que ha sido un papel extraordinario —contestó al fin—. Pero era la única manera.
—¿No la habría perdonado?
—Mientras me considerara muerta, sí. Hubo cosas en mi vida que él no podía perdonar.
Titubeé, y luego le pregunté:
—¿Dónde está su esposo?
—No tengo esposo. Nunca he tenido esposo.
Hizo un gesto que impedía nuevas preguntas y echó a andar con rapidez. Caminé a su lado mientras recorríamos los alrededores de la casa. Luego nos dirigimos hacia la carretera, y ella siguió murmurando:
—Era él… Era él.
Cuando llegamos a la carretera, se detuvo y me preguntó hacia qué lado me iba yo. Señalé el camino por el cual había venido, y ella dijo:
—Yo voy en otra dirección. ¿Va usted a ver a mi padre? —añadió.
—Directamente.
—¿Podría usted hacerme saber mañana cómo lo ha encontrado?
—Con mucho gusto, pero ¿cómo me comunicaré con usted?
Pareció desconcertada y miró a su alrededor.
—Escríbame usted unas pocas palabras en un papel y póngalo debajo de esa losa.
Me señaló una de las piedras volcánicas que había junto al pozo. Le prometí que lo haría y ella se volvió.
—Conozco mi camino —dijo—. Todo está resuelto. Es una vieja historia.
Se alejó de mí a paso rápido y, mientras se adentraba en la oscuridad, adquirió otra vez, con los negros crespones flotantes de su vestimenta, la apariencia fantasmal con la que se me había aparecido por primera vez. La observé hasta que su figura desapareció, y entonces abandoné el lugar. Volví a la ciudad a paso ligero y me dirigí de inmediato a la casa amarilla próxima al río. Me tomé la libertad de entrar sin llamar y, al no encontrar quien me cerrara el paso, fui hacia la habitación del capitán Diamond. Junto a la puerta, sentada en un banco bajo, con los brazos cruzados, estaba la negra Belinda.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Se fue a la gloria.
—¿Muerto?
Belinda se levantó y soltó una especie de risita trágica.
—Ahora es un fantasma tan grande como cualquiera de ellos.
Me adentré en la habitación y encontré al anciano tumbado en la cama irremediablemente rígido e inmóvil. Escribí aquella noche unas líneas que me proponía colocar al día siguiente debajo de la piedra, junto al pozo, pero mi promesa estaba destinada a no ser cumplida. Dormí muy mal aquella noche, lo cual era lógico, y en mi desasosiego me levanté de la cama y di unos pasos por la habitación. Así fue como vi a través de la ventana un gran resplandor rojo en el firmamento, hacia el noroeste. Una casa ardía en el campo, y ardía deprisa, y en la misma dirección del escenario de mis aventuras del atardecer de aquel mismo día. Mientras miraba el horizonte rojo, recordé algo. Había apagado la vela que nos iluminaba a mi acompañante y a mí hasta la puerta por la cual escapamos, pero no había pensado más en la otra, que la mujer se había llevado hasta el vestíbulo y se le había caído, sabe Dios dónde, en su consternación. Al día siguiente fui con mi carta doblada y tomé el cruce de caminos ya familiar. La casa encantada era un montón de vigas carbonizadas y de cenizas humeantes. Los pocos vecinos que habían tenido la audacia de desafiar lo que debieron de considerar como un fuego prendido por el diablo, habían quitado la tapa del pozo, buscando agua, las piedras sueltas habían sido desplazadas por completo y la tierra había sido pisoteada hasta producir varios charcos.