I
Hablábamos de Londres, frente a un gran glaciar enhiesto y primigenio. La hora y el escenario formaban una de esas impresiones que compensan un poco, en Suiza, la moderna indignidad que supone viajar: las promiscuidades y vulgaridades, la estación y el hotel, la paciencia gregaria, la lucha por unas migajas de atención, verse reducido a un simple número. El alto valle se teñía del rosa de la montaña, y el aire fresco tenía la limpieza de un mundo nuevo. Había un leve rubor de primera tarde sobre nieves incólumes, y el tintineo amistoso del ganado oculto a la vista nos llegaba con un olor a siega tibia de sol. El hostal con balcones se alzaba en la garganta misma del paso más delicioso del Oberland, y hacía una semana que teníamos buena compañía y buen tiempo. Eso se consideraba una gran suerte, porque lo uno habría resarcido lo otro si una de las dos cosas hubiera sido mala.
El tiempo, desde luego, habría compensado la compañía, pero no estaba sujeto a esa obligación, porque por una feliz casualidad teníamos a la fleur des pois: lord y lady Mellifont, Clare Vawdrey, la mayor (en opinión de muchos) de nuestras glorias literarias, y Blanche Adney, la mayor (en opinión de todos) de nuestras glorias teatrales. Los nombro en primer lugar porque eran precisamente los personajes a quienes en el Londres de la época se intentaba «conseguir». Se procuraba «reservarlos» con seis semanas de antelación, y sin embargo en esta ocasión habíamos coincidido, todos habíamos coincidido, sin haber hecho nada para que así fuese. Un lance del juego nos había juntado a unos cuantos a finales de agosto, y reconocimos nuestra suerte permaneciendo en ese estado, bajo la protección del barómetro. Cuando acabaran los días dorados, cosa que pronto había de suceder, descenderíamos por lados opuestos del paso para desaparecer tras la cresta de las alturas circundantes. Éramos de la misma comunión en general, estábamos marcados por signos del mismo alfabeto. Nos veíamos, en Londres, con frecuencia irregular, y nos regíamos más o menos por las leyes y el lenguaje, las tradiciones y el santo y seña de la misma nutrida condición social. Yo creo que todos, incluidas las señoras, «hacíamos» algo, aunque fingiéramos que no cuando se mencionaba tal cosa. Porque en Londres, desde luego, esos temas no se mencionan, pero aquí nos dábamos el inocente placer de ser diferentes. En algo tenía que notarse la diferencia, ya que teníamos la impresión de que aquellas eran nuestras vacaciones anuales. Sentíamos, en todo caso, que las condiciones eran más humanas que en Londres, o al menos que lo éramos nosotros. Sobre esto éramos francos, hablábamos de ello: era de lo que estábamos hablando con la mirada puesta en el ruborizado glaciar en el momento en que alguien comentó la prolongada ausencia de lord Mellifont y la señora Adney. Estábamos sentados en la terraza del hostal, donde había bancos y mesitas, y los más empeñados en mostrar con cuánta prisa habíamos vuelto a la naturaleza tomaban, según la extraña moda alemana, café antes de comer.
Nadie recogió la observación sobre la ausencia de nuestros dos acompañantes, ni siquiera lady Mellifont, y tampoco el pequeño Adney, el indulgente compositor, quien había aparecido aprovechando la pausa más breve de la charla de Clare Vawdrey. (Esta celebridad solo se llamaba «Clarence» en las portadas). Era justo aquella revelación de que al fin y al cabo éramos humanos lo que constituía el tema de su discurso. Preguntó a los reunidos si, con franqueza, no habían sentido la tentación de decirle a los demás: «No creía que en verdad fuera usted tan agradable». Yo sí creía que él lo era, e incluso que era muy agradable, pero era cosa demasiado complicada para entrar en ella en aquel momento; además es precisamente de lo que quiero hablarles. Había entre nosotros un consenso general de que, cuando hablaba Vawdrey, debíamos permanecer callados y no, cosa curiosa, porque él así lo esperase, ni mucho menos. Él no lo pretendía, porque de todos aquellos más locuaces él era más espontáneo, el menos codicioso y profesional. Era más bien el credo del anfitrión, de la anfitriona, lo que prevalecía entre nosotros: la idea era suya, pero siempre se buscaban un círculo de oyentes cuando el gran novelista cenaba con ellos. En la ocasión a la que me refiero tal vez no había nadie con quien Vawdrey no hubiera cenado en Londres, y sentíamos la fuerza de esa costumbre. Había cenado incluso conmigo, y en la noche de aquella cena, como en esta tarde alpina, no me había costado ningún trabajo mantener la boca cerrada, absorto como estaba en el estudio del interrogante que siempre se alzaba ante mí, tan alto, en su estatura apuesta, membruda y fuerte.
El interrogante era aún más atormentador, pues estoy seguro de que Vawdrey nunca sospechó que lo suscitara, como nunca se había dado cuenta de que todos los días de su vida todo el mundo le escuchaba a la hora de la cena. Se le llamaba «subjetivo e introspectivo» en los semanarios, pero si eso significaba estar ávido de tributos ningún hombre podría haberlo estado menos en sociedad. Nunca hablaba de sí mismo; era ese un asunto sobre el cual, a pesar de que habría sido tremendamente digno de él, al parecer jamás reflexionaba. Tenía su horario y sus costumbres, su sastre y su sombrerero, su sistema higiénico y su vino particular, pero todas esas cosas juntas nunca sumaron una actitud. Y sin embargo constituían la única que adoptaba, y para él era fácil afirmar que éramos «más agradables» en el extranjero que en nuestro país. Él no estaba sujeto a variaciones, y no era más ni menos agradable en un sitio que en otro. Difería de otros, pero nunca de sí mismo (salvo en el sentido extraordinario que voy a exponer), y a mí me daba la impresión de que no tenía ni caprichos ni sensibilidades ni preferencias. Podría haber estado siempre en la misma compañía, pues no establecía diferencias entre edad o condición o sexo: se dirigía a las mujeres exactamente igual que a los hombres, y chismorreaba con todos los hombres del mismo modo, sin hablar mejor con los listos que con los lerdos. Y yo me desesperaba cuando observaba, en la medida en que podía apreciarlo, que lo mismo le gustaba un tema que otro, a diferencia de mí, que encontraba algunos detestables. Siempre le vi locuaz, liberal y alegre, y jamás le oí formular una paradoja ni expresar un matiz ni jugar con una idea. La ocurrencia de que fuéramos «humanos» era, en su conversación, una osadía en verdad excepcional. Sus opiniones eran sólidas y mediocres, y sobre sus percepciones era demasiado desconcertante pensar. Yo le envidiaba su magnífica salud.
Vawdrey se había internado, con su paso regular y su conciencia inmaculada, en la planicie de lo anecdótico, en la que las historias se ven de lejos como molinos y postes indicadores; pero al rato noté que la atención de lady Mellifont se ubicaba en otra parte. Estaba yo sentado a su lado. Observé que sus ojos deambulaban con cierta preocupación por las laderas bajas de las montañas. Por fin, tras consultar el reloj, me dijo:
—¿Sabe usted adónde iban?
—¿Se refiere usted a Blanche Adney y lord Mellifont?
—A lord Mellifont y a Blanche Adney.
Las palabras de su señoría parecían corregirme, inconscientemente, sin duda, pero no imaginé que pudieran ser efecto de los celos. Yo no le atribuía sentimientos tan vulgares: en primer lugar porque la apreciaba, y en segundo lugar porque a cualquiera se le habría ocurrido enseguida nombrar primero a lord Mellifont, fuera cual fuese el contexto. Era el primero, y en un grado extraordinario. No digo el más grande ni el más sabio ni el más renombrado, sino en esencia el primero de la lista y cabecera de la mesa. Eso en sí es una posición, y como es de suponer su esposa estaba acostumbrada a verlo en ella. Mi pregunta había sonado como si Blanche Adney lo hubiera llevado consigo, pero no se le podía llevar: solo él llevaba. Nadie, por la naturaleza de las cosas, podía saberlo mejor que lady Mellifont. Al principio, me había inspirado cierto temor; la veía, con sus rígidos silencios y la extremada negrura de casi todo lo que constituía su persona, un tanto dura, hasta un poco melancólica. Su palidez parecía levemente gris, y metálico su brillante cabello negro, lo mismo que los pasadores, cintas y peinetas que siempre lo adornaban. Estaba de luto perpetuo, y llevaba innumerables ornamentos de azabache y ónice, mil tintineantes cadenillas, abalorios y collares. Yo había oído a Blanche Adney llamarla la «Reina de la Noche», y la denominación era descriptiva si se entendía como noche nublada. Lady Mellifont tenía un secreto, y, si no lo descubrías al conocerla mejor, al menos la contemplabas como una persona amable, sencilla y limitada, además de sumisa y triste. Era como el que tiene una enfermedad que no duele. Le dije que había visto a su marido bajar por el valle con su acompañante como una hora antes, y señalé que tal vez Adney supiera algo de sus intenciones.
Vincent Adney, quien, a pesar de haber cumplido los cincuenta, semejaba un niño bueno al que se ha inculcado que los pequeños no hablan en las reuniones de mayores, desempeñaba con sencillez y gusto notables la posición de esposo de una gran figura de la comedia. Aun reconociendo que ella se lo facilitaba, había que admirar aquel cariño rendido con que Adney se lo admitía todo. Es difícil para un marido que no pisa las tablas, o el teatro al menos, llevar con elegancia a una esposa tan conspicua en esos círculos. Pero Adney iba más allá de lo elegante en ese papel tan poco airoso: había logrado, curiosamente, que el propio papel lo hiciera interesante a él. Ponía música a su amada, y recordarán ustedes lo auténticas que podían ser sus melodías: las únicas composiciones inglesas que he visto alguna vez que le gustaran a un extranjero. Su mujer estaba siempre en ellas, de alguna forma; eran una traducción brillante y libre de la impresión que producía. Escucharlas era como observarla cruzar riendo el escenario, con el cabello suelto y andares de ninfa de los bosques. Al principio, él no era más que un modesto violinista del teatro, siempre en su puesto entre acto y acto, pero ella había hecho de él un ser singular, valioso e incomprendido. La superioridad de ambos había llegado a ser como una empresa conjunta, y su felicidad formaba parte de la felicidad de sus amigos. La única preocupación de Adney era no poder escribir una obra para su mujer, y la única manera de entrometerse en sus asuntos era preguntar a personas imposibles si no podrían escribírsela ellas.
Lady Mellifont, tras mirarle un instante, me comentó que prefería no preguntarle nada. Y enseguida añadió:
—Prefiero no hacerme notar cuando estoy nerviosa.
—¿Está usted nerviosa?
—Siempre me pone nerviosa que mi marido esté mucho rato lejos de mí.
—¿Cree que le ha pasado algo?
—Sí, siempre. Claro que ya me he acostumbrado.
—¿Que se caiga por un precipicio, ese tipo de cosas?
—No sé exactamente qué es lo que temo: es una sensación general de que no va a volver.
Era tanto lo que decía y tanto lo que callaba que me pareció que la única palabra para definir su estado jocoso.
—¡Sin duda nunca la abandonará! —exclamé riendo.
Ella miró al suelo un momento.
—No, si en el fondo estoy tranquila.
—Es imposible que le pase nada a un hombre tan dotado, tan infalible, tan acorazado por los cuatro costados —proseguí en el mismo tono.
—¡Acorazado, no sabe usted hasta qué punto! —me replicó, con un temblor de voz tan extraño que solo pude atribuir a su nerviosismo.
Esa idea me la confirmó el que casi de inmediato se levantara para cambiar de sitio sin ningún motivo, no para interrumpir nuestra conversación, sino porque estaba preocupada. Por supuesto, yo no podía compartir su estado de ánimo, pero al cabo sentí un alivio al ver que se acercaba Blanche Adney. Traía un gran ramo de flores silvestres, pero no venía acompañada de lord Mellifont. Comprobé enseguida, sin embargo, que no tenía ningún desastre que anunciar, pero, como sabía que a lady Mellifont le agradaría oír la respuesta a una pregunta que no deseaba hacer, al punto expresé mi esperanza de que su señoría no se hubiera quedado atrapado en una grieta del glaciar.
—No, no, me dejó hace poco más de tres minutos. Ha entrado en la casa.
Blanche Adney posó sus ojos en los míos por un instante, un modo de comunicarse al que ningún hombre, de por sí, tendría nada que objetar. El interés, en esta ocasión, venía acrecentado por lo que en concreto estaban diciendo aquellos ojos. Normalmente no solían decir más que: «Sí, soy encantadora, ya lo sé, pero tómeselo con calma, yo lo único que quiero es un nuevo papel, ¡lo quiero, lo quiero!». En aquel momento añadieron de manera sutil, subrepticia y por supuesto con dulzura, porque así era como lo hacían todo: «Todo está en orden, pero es verdad que ha pasado algo. A lo mejor se lo cuento después». Se volvió hacia lady Mellifont, y la transición a una sencilla jovialidad me recordó su dominio de la profesión:
—Le he traído sano y salvo. Hemos dado un paseo precioso.
—Me alegro mucho —dijo lady Mellifont con su débil sonrisa al tiempo que se ponía en pie, y añadió con aire distraído—: Habrá ido a vestirse para la cena. ¿No es ya la hora?
Se encaminó hacia el hotel con aquella manera que tenía de simplificar las despedidas, y los demás, a la mención de la cena, miramos los unos los relojes de los otros como si quisiéramos quitarnos de encima la responsabilidad de semejante grosería. El maître, que como todos los maîtres era en esencia un hombre de mundo, nos concedía horas y espacios propios, de suerte que al anochecer, apartados a la luz de una lámpara, formábamos una camarilla compacta y consentida. Pero solo los Mellifont «se vestían», y solo a ellos se les reconocía la necesidad lógica de vestirse: ella exactamente igual que todas las noches de su ceremoniosa existencia (no era persona cuyos hábitos tuvieran en cuenta algo tan mudable como la conveniencia), y él, en cambio, con adecuación y propiedad notables. Tenía casi tanto de hombre de mundo como el maître y hablaba casi el mismo número de idiomas, pero se abstenía de alentar la comparación de chaqués y chalecos blancos, analizando la ocasión de manera mucho más fina: en terciopelo negro y terciopelo azul y terciopelo marrón, por ejemplo, en delicadas armonías de la corbata y sutiles informalidades de la camisa. Tenía una indumentaria para cada función y una lección para cada indumentaria; y sus funciones, indumentarias y lecciones formaban siempre parte de la amenidad de la vida (en todo caso parte de su belleza y romanticismo) para un inmenso círculo de espectadores. Para sus íntimos esas cosas eran, de hecho, más que una amenidad: constituían un tema, un apoyo social y, por supuesto, un motivo constante de expectación especulativa. Si su esposa no hubiera estado presente antes de la cena, tal vez habrían sido el centro del cotilleo general.
Clare Vawdrey tenía un filón de anécdotas sobre todo el asunto, pues conocía a lord Mellifont casi desde el primer día. Era una peculiaridad de este noble el que no hubiera conversación sobre él que no tomara al instante la forma de lo anecdótico, y aún otra distinción era que al parecer no hubiera anécdota que en conjunto no redundase en su mayor honra. En cualquier momento en que entrase en una habitación se le podía decir con franqueza: «¡Ya se figurará que estábamos contando historias de usted!». Y, para tal y como suelen ir las conciencias en Londres, todo el mundo habría tenido una buena conciencia general. Además, habría sido imposible imaginarle acogiendo ese tributo con ánimo que no fuese amigable, porque siempre se mostraba tan inalterado como el actor que sabe entrar a tiempo. Nunca en su vida había necesitado al apuntador: hasta sus perplejidades estaban ensayadas. Por mi parte, siempre que se hablaba de él tenía la sensación de estar hablando de un muerto; la charla llevaba la marca de esa peculiar acumulación de complacencia. Su reputación era una especie de dorado obelisco, como si se le hubiera sepultado debajo: el cuerpo de leyendas y reminiscencias del cual estaba destinado a ser objeto había fraguado antes de tiempo.
Esta ambigüedad surgía, supongo, del hecho inexplicado de que el mero sonido de su nombre y aspecto de su persona, la general expectación que suscitaba, tuvieran un tinte tan romántico y tan anormal. La experiencia de su urbanidad se daba siempre después, y entonces la prefiguración y la leyenda palidecían frente a la realidad. Recuerdo que aquella noche la realidad me pareció suprema. El hombre más apuesto de su tiempo nunca había tenido mejor aspecto, y se sentaba entre nosotros como un director afable que controla con un armonioso juego de brazos una orquesta todavía un poco tosca. Conducía la conversación con ademanes tan irresistibles como vagos, y uno sentía que sin su presencia todo estaría desprovisto de elegancia. Eso era en esencia lo que lord Mellifont aportaba a toda ocasión, lo que aportaba sobre todo a la vida pública inglesa. Él la impregnaba, la coloreaba, la embellecía, y sin él habría carecido, hablando en términos relativos, de vocabulario. Desde luego no habría tenido estilo, porque estilo era lo que había en la persona de lord Mellifont. Él era un estilo. Nuevamente tuve esa impresión mientras en la salle-à-manger del pequeño hotel suizo nos resignábamos a la inevitable ternera. Comparada con la gran clase de lord Mellifont (digamos entre paréntesis que no se la comparaba mucho), la charla de Clare Vawdrey hacía pensar en la distancia entre el reportero y el bardo. Era interesante observar el choque de personalidades, que cada noche hacía esperar tantas cosas. Pero no se producía una colisión: todo quedaba amortiguado y minimizado por el tacto de lord Mellifont. Era elemental para él dar con la solución a un problema actuando de anfitrión, asumiendo responsabilidades que llevaban aparejadas el sacrificio. Cierto era que él jamás había sido el invitado: era el anfitrión, el mecenas, el moderador en todas las mesas. Si había algún defecto en sus modales, y esto lo digo en voz baja, era el de tener un poco más de arte del que posiblemente pudiera requerir ninguna circunstancia, ni aun la más complicada. De cualquier manera, uno se hacía sus reflexiones viendo cómo el cumplido aristócrata manejaba el caso, y cómo el sólido hombre de letras ni sospechaba que el caso, y menos aún él como parte del mismo, estaba siendo manejado. Lord Mellifont invertía tesoros en el tacto, y Clare Vawdrey jamás se lo imaginó.
No sospechaba este tales precauciones ni siquiera cuando Blanche Adney le preguntó si de verdad seguía sin ver el tercer acto, interrogación en la que ella introducía una sutileza propia. Se había empeñado en que Vawdrey le tenía que escribir una obra de teatro, cuya protagonista, solo con que él hiciera lo que debía, sería el papel que ella anhelaba desde tiempos inmemoriales. Tenía cuarenta años (sobre esto no podía haber secreto para quienes desde el principio la habíamos admirado), y ahora veía al alcance de la mano su meta máxima. La edad daba un tinte de pasión trágica, aunque Blanche fuera una consumada actriz de comedia, a su deseo de no perderse su gran ocasión. Habían pasado los años y había seguido echándola de menos, nada de cuanto había hecho era lo soñado, y ya no había más tiempo que perder. Ese era el cancro de la rosa, el dolor oculto tras la sonrisa. La hacía conmovedora, y convertía su tristeza más dulce que su alegría. Blanche Adney había interpretado teatro inglés antiguo y teatro francés moderno, y durante un tiempo había tenido hechizada a su generación, pero le obsesionaba la visión de una oportunidad mayor, de algo más en consonancia con las condiciones que la rodeaban. Estaba harta de Sheridan y aborrecía a Bowdler: pedía un cañamazo más fino. Lo peor, a mi entender, era que jamás conseguiría sacarle su comedia moderna al gran novelista maduro, que era tan incapaz de escribirla como de enhebrar una aguja. Ella le mimaba, le hablaba, le hacía el amor, y así lo proclamaba con franqueza, pero eran ganas de hacerse ilusiones: tendría que vivir y morir con Bowdler.[2]
Era difícil despachar en pocas palabras a esta mujer encantadora, que era bella sin belleza y completa con una docena de deficiencias. La perspectiva del escenario la transformaba, y en sociedad era como la modelo bajada del pedestal. Era el cuadro que echa a andar, lo cual, para la ingenua mentalidad social, suponía una sorpresa perenne, un milagro. Los demás creían que ella les contaba los secretos de la naturaleza pictórica, a cambio de lo cual le daban reposo y té. Ella no contaba nada y se bebía el té, pero aun así eran los otros los más beneficiados. Era verdad que Vawdrey estaba trabajando en una obra de teatro, pero si la había empezado porque ella le gustaba, creo que seguía dándole largas al asunto por la misma razón. Sentía en secreto la atroz dificultad, y no quería llegar, por no matar la ilusión, a la fase de las pruebas y las tribulaciones. Aun así no podía haber cosa más agradable que tener semejante cuestión pendiente con Blanche Adney, y a buen seguro que de tanto en tanto introducía algo muy bueno en la obra. Si engañaba a Blanche era solo porque ella, de pura desesperación, estaba resuelta a dejarse engañar. A su pregunta sobre el tercer acto repuso que antes de la cena había escrito un pasaje espléndido.
—¿Cómo que antes de la cena? —exclamé yo—. Pero, cher grand maître, si antes de cenar nos tuvo a todos hechizados en la terraza.
Mis palabras eran una broma, porque creí que lo habían sido las suyas, pero por primera vez, que recordase, vi en su semblante una sombra de confusión. Me miró con fijeza, echando hacia atrás la cabeza con ímpetu, un poco como el caballo al que se frena en seco.
—Es que fue antes de eso —replicó con sobrada naturalidad.
—Antes estuvo usted jugando al billar conmigo —dejó caer lord Mellifont.
—Pues habrá sido ayer —dijo Vawdrey.
Sin duda, estaba en un aprieto.
—Esta mañana me ha dicho que ayer no hizo nada —objetó Blanche.
—Puede ser que no sepa cuándo hago las cosas —miró con vaguedad, sin servirse, una fuente que acababan de ofrecerle.
—Basta con que lo sepamos nosotros —repuso sonriendo lord Mellifont.
—No creo que haya escrito ni una sola línea —dijo Blanche Adney.
—Creo que podría recitarles la escena. —Y Vawdrey se refugió en los haricots verts.
—¡Hágalo, hágalo! —clamamos dos o tres de nosotros.
—Después de la cena, en el salón, será un gran régal —declaró lord Mellifont.
—No estoy seguro, pero lo intentaré —repuso Vawdrey.
—¡Ah, qué tesoro de hombre! —exclamó la actriz, que estaba practicando lo que para ella eran americanismos, pues estaba resignada a hacer incluso una comedia americana.
—Pero tendrá que ser con esta condición —dijo Vawdrey—: que su marido toque.
—¿Mientras usted lee? ¡Jamás!
—Mi vanidad no me lo permitiría —dijo Adney.
Lord Mellifont lo distinguió con una mirada de sus hermosos ojos.
—Usted tiene que poner la obertura antes de que se alce el telón. Es un momento particularmente delicioso.
—No voy a leer…, solo voy a recitar —dijo Vawdrey.
—Mejor aún, permítame que vaya yo a por el manuscrito —sugirió Blanche.
Vawdrey repuso que no necesitaba el manuscrito, pero una hora después, en el salón, habríamos deseado que lo tuviera. Estábamos expectantes, aún bajo el hechizo del violín de Adney. Su esposa, en primer término, sobre una otomana, era toda impaciencia y perfil, y lord Mellifont, en el sillón (porque el sillón era siempre para lord Mellifont), prestaba a nuestro agradecido grupito la sensación de hallarse en un congreso de ciencias sociales o en un reparto de premios. De improviso, en vez de empezar, nuestro león[3] domado se puso a rugir desafinando: no recordaba ni una sola palabra. Lo lamentaba mucho, pero se le resistía por más que hiciera. Estaba profundamente avergonzado, pero tenía la memoria en blanco. Aunque no parecía en absoluto avergonzado (en la vida se había visto a Vawdrey así), lo único que mostraba era una naturalidad jovial e imperturbable. Nos aseguró que jamás se había imaginado haciendo el ridículo de aquella manera, pero los demás pensamos que el incidente no dejaría de figurar entre sus recuerdos más divertidos. Nosotros éramos los humillados, como si nos hubiera gastado una broma premeditada. Era la ocasión perfecta para que lord Mellifont nos maravillara de nuevo con su tacto, que descendió sobre nosotros como un bálsamo: él nos contó, a su manera artística y encantadora, con su destreza para salvar esos momentos tan incómodos (tenía un débit —en Inglaterra no había nada que se le aproximase— como los actores de la Comédie Française), su propio naufragio cuando, en una ocasión trascendental, al ir a pronunciar un discurso ante una gran multitud, descubrió que se le habían olvidado los apuntes, y entonces se puso a rebuscar sobre la terrible tribuna, blanco de todas las miradas, y a rebuscar en vano las notas indispensables por todos sus intachables bolsillos. Pero la moraleja de su historia era más fina que la del fácil fiasco de nuestro otro animador, porque con cuatro gestos leves nos retrató la brillantez de una actuación que había sabido sobreponerse al apuro, que se había resuelto, se nos dejó entrever, en un esfuerzo reconocido en el momento como algo que no era de ningún modo una mancha en lo que el público tenía la bondad de denominar su reputación.
—¡Toca algo, toca algo! —clamó Blanche Adney, dándole unas palmaditas a su marido y recordando cómo en el teatro siempre se ahogan en música los contretemps.
Adney se lanzó sobre su violín, y yo le dije a Clare Vawdrey que su error tenía fácil enmienda mandando a alguien a buscar el manuscrito. Si me decía dónde estaba, yo lo traería al punto de su habitación. A esto repuso:
—Querido amigo, me temo que no hay manuscrito.
—¿Quiere decir que no ha escrito nada?
—Lo escribiré mañana.
—¡Pero nos está usted tomando el pelo! —dije yo absolutamente perplejo.
Ante eso pareció que se lo pensaba mejor.
—Si hay algo, lo encontrará usted encima de mi mesa.
En aquel momento le habló uno de los demás, y lady Mellifont comentó de forma audible, como queriendo corregir con delicadeza nuestra desconsideración, que el señor Adney estaba tocando algo muy hermoso. Yo había observado con anterioridad que parecía muy aficionada a la música, y que siempre la escuchaba en un mudo éxtasis. La atención de Vawdrey se distrajo, pero no me pareció que sus últimas palabras constituyeran una autorización clara para ir a su habitación. Además yo quería hablar con Blanche Adney: tenía que preguntarle una cosa. Sin embargo, me vi obligado a esperar mi oportunidad de abordarla porque su marido nos tuvo un rato en silencio, tras lo cual la conversación se hizo general. Acostumbrábamos a acostarnos temprano, pero aún quedaba un rato de la velada. Antes de que decayera del todo, encontré la ocasión de decirle a Blanche que Vawdrey me había dado permiso para coger su manuscrito. Blanche me conjuró por lo más sagrado a que se lo llevara de inmediato, a que se lo diese a ella, y no cejó en su empeño cuando le hice ver que era ya muy tarde para que Vawdrey diera comienzo a la lectura. Además se había roto el encanto, a los demás no les apetecería. Me aseguró que no era demasiado tarde para que ella empezara, de modo que debía hacerme sin más dilación con las valiosas páginas. Le dije que la obedecería al instante, pero antes quería que satisficiera mi justa curiosidad. ¿Qué había pasado antes de la cena, cuando estaba en el monte con lord Mellifont?
—¿Cómo sabe usted que pasó algo?
—Porque lo vi en su rostro cuando volvió.
—¡Y pensar que me llaman actriz! —clamó mi amiga.
—¿Y qué me llaman a mí? —pregunté.
—Usted es un estudioso de las almas… Eso tan frívolo que se conoce con el nombre de observador.
—¡Podría dejar que un observador le escriba una obra! —exclamé.
—Lo que usted escribe no le interesa al público. Acabaría con mi buena suerte.
—Pues veo obras de teatro por todas partes —declaré—; esta noche pululan en el aire.
—¿En el aire? ¡Muchas gracias! Yo las quiero en los cajones de mi mesa.
—¿La cortejó lord Mellifont en el glaciar? —proseguí.
Ella me miró sin parpadear, y luego se echó a reír cada vez más fuerte.
—¿El infeliz de lord Mellifont? ¡Y qué lugar más divertido! ¡Desde luego sería el más apropiado para nuestro amor!
—¿Se cayó en una grieta? —continué.
Blanche Adney volvió a mirarme de una manera tan inequívoca, aunque fugaz, como cuando volvía antes de la cena con las manos llenas de flores.
—No sé dónde se cayó. Mañana se lo cuento.
—¿Así que fue un descenso?
—A lo mejor fue una ascensión. —Rió—. Algo muy extraño.
—Razón de más para que me lo cuente esta noche.
—Tengo que meditar sobre ello, descifrarlo.
—Ah, si lo que quiere son enigmas le sugiero otro —dije—. ¿Qué le pasa al maestro?
—¿Al maestro de qué?
—De todas las formas del disimulo. Vawdrey no ha escrito una sola línea.
—Vaya usted por sus papeles y lo veremos.
—No quisiera ponerlo en evidencia —dije.
—¿Por qué no, si yo pongo en evidencia a lord Mellifont?
—Ah, a cambio de eso haría cualquier cosa —concedí—. Pero ¿por qué iba Vawdrey a mentir? Es muy curioso.
—Es muy curioso —repitió Blanche Adney, con aire pensativo y mirando a lord Mellifont. Luego, volviendo en sí, añadió—: Vaya a mirar en su habitación.
—¿En la de lord Mellifont?
Se volvió hacia mí con rapidez.
—¡Esa sería una manera!
—¿Una manera de qué?
—¡De averiguarlo… de averiguarlo! —Hablaba alegre y excitada, pero de pronto se refrenó—. Estamos diciendo unas tonterías tremendas.
—Estamos mezclando las cosas, pero esa idea me interesa. Consiga usted el permiso de lady Mellifont.
—¡Oh, ella ya ha mirado! —dijo Blanche con la más extraña expresión dramática. Después, tras un movimiento de su hermosa mano alzada, como si quisiera desechar una visión fantástica, añadió imperiosamente—: ¡Tráigame esa escena… tráigame esa escena!
—Voy a buscarla —le respondí—, pero no me diga que no puedo escribir una obra.
Blanche me dejó, pero mi misión se vio postergada al acercárseme una señora que venía con un álbum de cumpleaños (llevaba varias noches amenazándonos con él) y me hizo el honor de pedirme un autógrafo. Ya se lo había pedido a los demás, y habría sido descortés por mi parte negárselo. Yo solía recordar mi nombre, pero no así mi fecha de nacimiento, que me llevaba siempre cierto tiempo rememorar, y aún así no estaba del todo seguro. Dudé entre dos fechas, y le dije a mi peticionaria que estaba dispuesto a firmar en las dos si así podía complacerla. Ella opinó que lo más seguro era que hubiese nacido una sola vez, y yo contesté a eso, por supuesto, que el día que la conocí lo había vuelto a hacer. Si menciono esta bobada es para se entienda que, con el obligado examen de los restantes autógrafos, dedicamos a la transacción unos cuantos minutos. La señora se fue con su álbum, y yo me encontré con que la reunión había finalizado. Me quedé yo solo en el saloncito que teníamos reservado para nuestro uso. Mi primera impresión fue de desencanto: si Vawdrey se había ido a acostar no sería cosa de molestarle. Reflexionando sobre ello, sin embargo, juzgué que debía de seguir aún levantado. Había una ventana abierta, y de fuera me llegaron voces. Blanche estaba en la terraza con su dramaturgo, y hablaban de las estrellas. Me asomé: era una espléndida noche alpina. Mis amigos habían salido juntos. Blanche Adney se había puesto una capa; yo la había visto con aquel mismo aspecto entre bastidores. Permanecieron un rato en silencio, y de fondo se oía el bramido de un torrente cercano. Volví a entrar en la habitación, y la tranquila luz de la lámpara me dio una idea. Nuestros compañeros se habían dispersado (era hora avanzada para un país pastoril), y estaríamos los tres solos. Clare Vawdrey había escrito su escena, que no podía por menos de ser espléndida, y que nos la leyera allí y a semejante hora sería una de esas cosas que se recuerdan toda la vida. Pensé bajar el manuscrito y salirles al encuentro con él cuando volvieran.
Salí del salón con ese propósito. Ya conocía el cuarto de Vawdrey y sabía que estaba en el segundo piso, el último de un largo pasillo. Un minuto después tenía la mano en el pomo de la puerta, que en efecto empujé sin llamar. Era normal que, en ausencia de su ocupante, la habitación estuviera a oscuras, y más cuando, al no estar iluminado a esas horas el fondo del corredor, la oscuridad no disminuyó al abrirse la puerta. En el primer momento solo fui consciente de que no me había equivocado, y de que, por no estar echadas las cortinas, tenía enfrente un par de vagas aberturas por donde entraba la luz de las estrellas. Su ayuda, sin embargo, no era suficiente para encontrar lo que iba buscando, y ya tenía yo la mano en un bolsillo sobre la cajita de fósforos que llevaba siempre para los cigarrillos. De pronto la retiré dando un respingo y soltando una exclamación, una disculpa. Había entrado donde no era. Una mirada prolongada durante tres segundos me mostró a una figura sentada en una mesa que había junto a una de las ventanas, una figura que yo al pronto había tomado por una manta de viaje tirada sobre una silla. Retrocedí sintiéndome como un intruso, pero a la vez comprendí, en menos tiempo del que me lleva contarlo, primero, que aquel cuarto era el de Vawdrey, y segundo, que sorprendentemente era su propio ocupante el que estaba allí sentado. Me detuve en el umbral y experimenté cierta confusión, pero sin darme cuenta ya había exclamado:
—¿Es usted, Vawdrey?
Él ni se volvió ni me contestó, pero mi pregunta recibió una respuesta inmediata y práctica al abrirse una puerta del otro lado del pasillo. De la habitación de enfrente había salido un criado con una vela, y bajo aquella iluminación fugaz reconocí con nitidez al hombre que un instante antes había dejado abajo, con toda certeza, conversando con Blanche Adney. La figura tenía la espalda medio vuelta hacia mí y estaba inclinada sobre la mesa en actitud de escribir, pero era evidente que se trataba de Vawdrey.
—Le ruego que me perdone…, creí que estaba abajo —dije, y como la persona que tenía enfrente no daba muestras de oírme, añadí—: Si está usted ocupado, no le molesto.
Y di marcha atrás, cerrando la puerta. Había estado allí, calculo, menos de un minuto. Tenía una sensación de asombro que, sin embargo, se intensificó hasta el infinito al instante siguiente. Allí mismo me quedé, sin levantar la mano del pomo de la puerta, sobrecogido por la impresión más extraña de mi vida. Vawdrey estaba sentado a su mesa, y era comprensible que estuviera allí, pero ¿por qué estaba escribiendo a oscuras y por qué no me había contestado? Esperé unos segundos por si percibía algún movimiento, para ver si salía de su abstracción (tales accesos eran imaginables en un gran escritor) y exclamaba: «Ah, ¿es usted, querido amigo?». Pero no oí más que la quietud, solo noté la penumbra de la habitación iluminada por las estrellas, con la presencia inesperada que encerraba. Di media vuelta, volví sobre mis pasos con lentitud y bajé confuso las escaleras. En el salón seguía ardiendo la lámpara, pero estaba vacío. Me dirigí hacia la puerta del hotel y salí. La terraza también estaba vacía. Al parecer, Blanche Adney y el caballero que estaba con ella se habían recogido. Aguardé unos cinco minutos y me fui a la cama.
II
Dormí mal porque estaba agitado. Al volver ahora la vista sobre aquellos extraños sucesos (¡pronto se verá cuán extraños!) quizá me imagino más afectado de lo que estaba, porque las grandes anomalías nunca son tan grandes al principio como después de haber reflexionado sobre ellas. Agotar las explicaciones lleva su tiempo. Yo estaba vagamente nervioso —me había llevado un fuerte sobresalto—, pero podía aclarar lo sucedido preguntándole a Blanche Adney, tan pronto como la viera por la mañana, quién estaba con ella en la terraza. Curiosamente, sin embargo, al despuntar la mañana (un amanecer admirable) sentía menos deseos de cerciorarme sobre ese punto que de huir, quitarme de encima la sombra del estupor. Observé que iba a hacer un día espléndido y se me antojó pasarlo, como había pasado días felices de la juventud, vagando en solitario por la montaña. Me vestí temprano, me tomé el café de rigor, me eché una barra de pan en un bolsillo y una petaca en otro, y armado de un recio bastón me encaminé hacia las alturas. Las horas deliciosas que allí pasé, de esas que dejan un recuerdo intenso, no interesan mucho a la historia que estoy contando. Si la mitad de ellas las pasé vagando por las laderas de los montes, durante la otra mitad estuve tumbado en un declive herboso, con la gorra tapándome los ojos, menos un atisbo de panoramas inconmensurables, escuchando, en la luminosa quietud, a la abeja montañera y sintiendo cómo casi todo se eclipsaba y se empequeñecía. Clare Vawdrey se me hizo más pequeño, Blanche Adney se me hizo borrosa, lord Mellifont se me hizo viejo, y antes de acabar el día ya se me había olvidado que en un momento dado me había sentido perplejo. Cuando al atardecer tomé el camino de regreso al hotel, lo que más me apetecía saber era que la cena pronto estaría lista. Aquella noche me vestí, más o menos, y para cuando me vi presentable ya estaban todos a la mesa.
De nuevo en su compañía, volvió a rondarme mi pequeño problema, y sentí curiosidad por ver si Vawdrey no me miraba de manera extraña. Pero no me miraba siquiera, lo cual me dio ocasión tanto de ser paciente como de preguntarme por qué vacilaba en plantearle la cuestión allí mismo. Es cierto que vacilé, y, al darme cuenta de ello me volvió parte de aquella agitación que había dejado atrás, o abajo, durante el día. Sin embargo, no me avergonzaba de mis escrúpulos, no eran sino una fina discreción. Lo que con vaguedad sentía era que una pregunta ante todos ellos no entraba dentro de lo correcto. Allí teníamos a lord Mellifont, por supuesto, para mitigar con sus perfectos modales todas las consecuencias, pero creo haber tenido presente que en aquellos elementos concretos su señoría no se sentiría a gusto. Así que apenas nos levantamos me dirigí a Blanche Adney para preguntarle si, como hacía tan buena noche, no le apetecería dar un paseo conmigo.
—Ha caminado usted cien millas, ¿no le vendría mejor descansar? —me respondió.
—Andaría otras cien porque me dijera usted una cosa.
Ella me miró un instante, con algo de aquella consciencia extraña que yo había buscado, sin hallarla, en la mirada de Clare Vawdrey.
—¿Se refiere a qué pasó con lord Mellifont?
—¿Lord Mellifont? —Con mi nueva especulación había perdido ese hilo.
—¿Dónde se ha dejado la memoria, atolondrado? Anoche hablamos de ello.
—¡Ah, sí! —exclamé, acordándome—; tenemos mucho de que hablar entonces.
La conduje hasta la terraza, y apenas habíamos dado dos pasos le dije:
—¿Quién estaba aquí anoche con usted?
—¿Anoche? —Estaba tan despistada como yo un momento antes.
—A las diez…, cuando se disolvió la reunión. Usted salió de aquí con un caballero. Estuvieron hablando de las estrellas.
Ella me miró un momento sin parpadear, y luego soltó aquella risa suya.
—¿Está celoso del pobre Vawdrey?
—Entonces, ¿era él?
—Claro que era él.
—¿Y cuánto tiempo estuvo con usted?
Volvió a reír.
—¡Se lo ha tomado usted realmente mal! Estaría como un cuarto de hora…, quizá un poco más. Paseamos un poco. Me estuvo hablando de la obra. Eso fue todo. Es el único hechizo que he empleado.
Pero aquello no me bastó, de modo que insistí.
—¿Qué hizo Vawdrey después? —continué.
—No tengo la menor idea. Yo me despedí y me fui a la cama.
—¿A qué hora se fue usted a la cama?
—¿A qué hora se fue usted? Da la casualidad que recuerdo que me separé de Vawdrey a las diez y veinticinco —dijo Blanche—. Volví a entrar en el salón para coger un libro y miré el reloj.
—¿Es decir, que con toda seguridad Vawdrey y usted se entretuvieron aquí desde las diez y cinco, más o menos, hasta esa hora?
—No sé con cuánta seguridad, pero sí muy gratamente. Où voulez-vous en venir? —preguntó Blanche Adney.
—Solo a esto, señora mía: a que al mismo tiempo que mientras su acompañante estaba ocupado como usted dice, también se hallaba entregado a la composición literaria en su habitación.
Eso la detuvo en seco, y sus ojos brillaron en la oscuridad. Quiso saber si yo ponía en duda su veracidad, y yo le repuse que, al contrario, la creía, lo cual hacía muy interesante el caso. Replicó que eso sería solo si ella creía mi versión de los hechos, cosa que, sin embargo, no me fue difícil conseguir relatándole de forma pormenorizada lo ocurrido en mi búsqueda del manuscrito, el manuscrito que en aquellos momentos, por una razón que ahora comprendía, parecía habérsele ido del todo del pensamiento.
—Con la conversación de Vawdrey se me olvidó… Olvidé que le había mandado a usted a buscarlo. En compensación por el fiasco del salón, me declamó la escena —dijo Blanche. Se había dejado caer en un banco para escucharme y, allí sentados, me había sometido a un breve interrogatorio. Luego prorrumpió en nuevas carcajadas—. ¡Ah, las excentricidades del genio!
—¡Sí, desde luego! ¡Mayores aún de lo que yo creía!
—¡Ah, los misterios de la grandeza!
—Usted los conocerá todos, pero a mí me pillan por sorpresa —declaré.
—¿Está usted del todo seguro de que era Vawdrey? —preguntó mi acompañante.
—¿Quién podía ser, si no? Que un señor desconocido, de idéntico aspecto y parecidas ocupaciones literarias, estuviera sentado en su habitación a esas horas de la noche y escribiendo en su mesa a oscuras —insistí— casi sería tan sorprendente como lo que yo afirmo.
—Sí, ¿por qué a oscuras? —meditó mi amiga.
—Los gatos ven en la oscuridad —dije yo.
Ella me sonrió con vaguedad.
—¿Parecía un gato?
—No, señora mía, pero le voy a decir lo que sí parecía… parecía el autor de las admirables obras de Vawdrey. Se le parecía infinitamente más de lo que se le parece nuestro amigo —dictaminé.
—¿Quiere usted decir que tiene a alguien que se las escribe?
—Sí, mientras él cena fuera y la decepciona.
—¿A quién, a mí? —murmuró sin malicia.
—A mí me decepciona…, como decepciona a cualquiera que busque en él al genio que ha creado esas páginas que adora. ¿Dónde está ese genio cuando se pone a hablar?
—Ah, anoche estuvo espléndido —dijo la actriz.
—Siempre está espléndido, como es espléndido el baño de la mañana, o un solomillo de ternera, o el servicio de trenes con Brighton. Pero nunca excepcional.
—Ya veo lo que quiere decir.
Le habría dado un abrazo…, y quizá se lo di.
—Por eso es un consuelo hablar con usted. Me lo he preguntado a menudo…, ahora lo entiendo. Son dos.
—¡Qué idea tan encantadora!
—Uno sale y el otro se queda en casa. Uno es el genio y el otro es el burgués, y es solo al burgués al que conocemos. Habla, circula, es enormemente popular, coquetea con usted…
—¡Mientras que es con el genio con quien usted tiene el privilegio de coquetear! —me interrumpió Blanche—. Le agradezco mucho la distinción.
Le puse una mano sobre el brazo.
—Véale usted misma. Inténtelo, haga la prueba, vaya a su cuarto.
—¿Que vaya a su cuarto? ¡Sería impropio! —clamó con su mejor acento de comedia.
—Nada es impropio en una indagación como esta. Si le ve, quedará zanjada la cuestión.
—¡Qué agradable…, zanjarla! —reflexionó un momento, y luego se levantó de un salto—. ¿Ahora mismo?
—Cuando usted quiera.
—Pero suponga que me encuentro con el falso —dijo con un sentido exquisito.
—¿Cómo que con el falso? ¿A quién llama usted el falso?
—El que no estaría bien que una señora fuera a ver. ¿Y si no encuentro… al genio?
—Ah, del otro me encargo yo —repliqué. Luego, por casualidad miré a mi alrededor y añadí—: Cuidado…, se acerca lord Mellifont.
—Ojalá se encargara usted de él —dijo ella apagando la voz.
—¿Qué le pasa?
—De hecho, era eso lo que iba a contarle.
—Cuéntemelo. No viene hacia aquí.
Blanche miró un momento. Lord Mellifont, que parecía haber salido del hotel para reflexionar mientras se fumaba un cigarro, se había detenido a cierta distancia y estaba admirando las maravillas del panorama, discernibles a pesar de la poca luz. Nosotros echamos a andar despacio en otra dirección, y al cabo Blanche continuó:
—Mi idea es casi tan divertida como la suya.
—Yo no la llamaría divertida, sino hermosa.
—No hay nada más hermoso que lo divertido —replicó Blanche Adney.
—Lo ve usted desde un punto de vista profesional. Pero soy todo oídos.
Era verdad que mi curiosidad se había reavivado.
—Pues bien, amigo mío, si Clare Vawdrey tiene un doble, y debo añadir que para mí cuantos más Vawdreys haya, mejor, aquí su señoría padece una dolencia opuesta: no llega a ser ni uno entero.
Detuvimos el paso una vez más, a la vez.
—No comprendo.
—Ni yo. Pero se me antoja que, aunque haya dos Vawdreys, de lord Mellifont, se mire como se mire, no llega a haber uno.
Medité un momento, y luego me eché a reír.
—¡Creo que ya entiendo lo que quiere decir!
—También usted es un consuelo. —Ella, muy a mi pesar, no me abrazó, sino que con rapidez siguió adelante—. ¿Usted le ha visto solo alguna vez?
Traté de recordar.
—Sí…, ha ido a verme.
—Pero entonces no estaba solo.
—Y yo he ido a verle a él… a su despacho.
—¿Y él sabía que estaba usted allí?
—Por supuesto… Me anunciaron.
Ella me atravesó con la mirada como una hermosa conspiradora.
—¡Es que no hay que anunciarse!
Y con esto siguió caminando. La alcancé, sin aliento.
—¿Quiere decir que hay que acercarse a él sin que se dé cuenta?
—Hay que sorprenderle desprevenido. Tiene usted que ir a su habitación… sencillamente.
Aunque eufórico por cómo se iba desplegando nuestro misterio, yo estaba también, de forma comprensible, un poco confuso.
—¿Cuando sepa que no está?
—Cuando sepa que sí está.
—¿Y qué veré?
—¡No verá usted nada! —exclamó al tiempo que dábamos media vuelta.
Habíamos llegado al final de la terraza, y ese movimiento nos dejó cara a cara con lord Mellifont, quien, reanudando su paseo, esta vez nos había alcanzado con discreción. Verle en aquel momento fue esclarecedor, y puso en marcha un largo tren de asociaciones que enlazaba con la impresión general que uno tenía del personaje. Así, sonriéndonos y agitando una mano experta en la noche transparente (nos presentaba el panorama como si presentase a un candidato del partido de los mismísimos Alpes), perfilado frente a nosotros con la delicada fragancia de su cigarro y de todas sus restantes delicadezas y aromas, con más perfecciones de algún modo acumuladas sobre su hermosa cabeza de las que jamás en ninguna parte se habían visto, se me apareció tan esencial, tan conspicua y uniformemente como el prototipo de la figura pública que en un destello adiviné la respuesta al acertijo de Blanche. Lord Mellifont era todo público y carecía de una vida privada, así como Clare Vawdrey era todo privado y carecía de la correspondiente vida pública. Solo había oído a medias la historia que tenía que contarme mi acompañante, pero al reunirnos con lord Mellifont (nos había seguido porque le gustaba Blanche Adney, pero tratándose de él siempre había que entender que más que buscar compañía, la aceptaba), al participar con Blanche durante media hora de las riquezas distribuidas de su discurso, sentí con descarada duplicidad que le habíamos descubierto, por así decirlo. Me divirtió aún más aquella subida de telón con que la actriz acababa de obsequiarme que mi propio descubrimiento; y si no estaba más avergonzado de compartir con ella su secreto que de haberla hecho partícipe del mío, aunque el mío era, de los dos misterios, el más glorioso para el personaje en cuestión, fue porque en mi ventaja no había crueldad, sino al revés, una ternura extrema y una sincera compasión. Ah, conmigo estaba seguro lord Mellifont, y además me sentía rico e ilustrado, como si de pronto tuviera el universo en mi bolsillo. Había aprendido hasta qué punto una gran apariencia puede ser cosa del lugar y del momento. Sin duda sería demasiado decir que siempre había sospechado la posibilidad, en el fondo del ser de su señoría, de un ejemplo tan hermoso; pero es un hecho cierto, al menos, por más que pueda sonar a superioridad, que había sido consciente de tener hacia él ciertas reservas de indulgencia.
Le había compadecido en secreto por lo perfecto de su actuación, me había preguntado qué rostro vacío tendría que cubrir esa máscara, qué le quedaría para esas horas inexorables en que un hombre se sienta consigo mismo, o, lo que es aún más serio, con ese yo más intenso que era su legítima esposa. ¿Cómo sería en casa y qué haría cuando estuviera solo? Había algo en lady Mellifont que daba sentido a esas indagaciones, algo que sugería que incluso con ella seguía siendo ese personaje público, y que ella debía debatirse entre interrogantes similares. Jamás los había aclarado: esa era su eterna angustia. Por lo tanto sabíamos nosotros más que ella, Blanche Adney y yo, pero no se lo íbamos a contar por nada del mundo, ni ella tal vez nos lo habría agradecido. Prefería la relativa grandeza de la incertidumbre. No estaba en casa con él, así que no podía opinar, y, estando ella, él no se hallaba solo, así que él no se lo podía mostrar. Actuaba para su mujer, y para sus criados era un héroe, y lo que uno habría querido saber era qué quedaba en verdad de él cuando no había ningún par de ojos para verle, ni a fortiori ningún alma para admirarle. Era de suponer que se relajaría y descansaría, pero ¡qué vacío tan absoluto no haría falta para reparar semejante plenitud de presencia! ¡Qué entr’acte tan intenso para posibilitar nuevas representaciones de la misma clase! A lady Mellifont el orgullo le impedía fisgar, y como nunca había mirado por el ojo de la cerradura, se mantenía en su dignidad y en su desasosiego.
Pudo ser fantasía mía que Blanche Adney consiguiera que nuestro acompañante se explayase, o pudo ser que la ironía práctica de nuestra relación con él en un momento así me hiciera verle con mayor claridad. El hecho es que nunca se me había aparecido tan diferente de cómo habría sido si no le hubiéramos ofrecido un reflejo de su imagen. Éramos solo una concurrencia de dos, pero jamás se había mostrado más público. Nunca había sido más perfecto su perfecto porte, nunca más notable su notable tacto, nunca más concebible su única raison d’être, la singularidad absoluta de su identidad. Yo tenía la sensación tácita como si todo fuera a salir en la prensa del día siguiente, con un editorial; y también otra, en secreto estimulante, de saber algo que no saldría, que nunca podría salir, aunque un periódico con iniciativa me hubiera dado una fortuna a cambio. Debo añadir que, a pesar de mi disfrute, que era casi sensual, como el de un manjar consumado o de un placer sin precedentes, ansiaba estar de nuevo a solas con Blanche, que me debía una anécdota. Fue imposible aquella noche, porque algunos de los otros salieron a ver qué era lo que encontrábamos tan interesante; y después lord Mellifont pidió un poco de música al violinista, que sacó el violín y tocó divinamente para nosotros, en nuestra plataforma de ecos, frente a los espectros de las montañas. Antes de que acabase el concierto eché en falta a nuestra actriz, y, mirando a la ventana del salón, la vi allí, instalada con Vawdrey, que leía un manuscrito. Al parecer se había hecho con la gran escena, y seguro que para Blanche sería aún más interesante por las nuevas revelaciones que le habían llegado sobre su autor. Consideré discreto no molestarles y me fui a la cama sin volver a verla. A la mañana siguiente la busqué muy temprano y, como el día prometía ser bueno, le propuse ir al monte, recordándole la solemne obligación que había asumido. Ella reconoció esa obligación y me gratificó con su compañía, pero no habíamos subido diez yardas por el desfiladero cuando prorrumpió con vehemencia:
—¡Amigo mío, no se imagina usted lo impactada que estoy con eso! No puedo pensar en otra cosa.
—¿Su teoría sobre lord Mellifont?
—¡Olvídese de lord Mellifont! Hablo de la de usted sobre Vawdrey, que como persona es con mucho el más interesante de los dos. Me tiene fascinada esa visión de su… ¿cómo lo llama usted?
—¿Su identidad alternativa?
—Su otro yo, es más fácil de decir.
—¿La acepta usted entonces, la aprueba?
—¿Aprobarla? ¡Me recreo en ella! Anoche la vi con absoluta claridad.
—¿Mientras Vawdrey le leía?
—Sí: mientras le escuchaba, le observaba. Eso lo simplificó todo, lo explicó todo.
Disfruté de ese triunfo.
—Ahí está la gracia. ¿La escena es buena?
—Es magnífica, y él lee de una forma maravillosa.
—¡Casi tan bien como escribe el otro! —repuse riendo.
Esto la hizo detenerse un momento, y apoyó una mano en mi brazo.
—¡Ha retratado usted a la perfección mi impresión! Sentí que me estaba leyendo la obra de otro.
—En cierto modo, le hizo un gran favor al otro —convine.
—Una persona por completo distinta —dijo Blanche.
Hablamos de esa diferencia mientras seguíamos caminando, y de que aquella duplicación de la personalidad constituía una enorme riqueza, una fuente de recursos para la vida.
—Le hará vivir el doble que los demás —observé.
—¿A cuál de los dos?
—Pues a los dos, porque al fin y al cabo son socios de una empresa, y ninguno podría llevar adelante el negocio sin el otro. Además, la mera supervivencia sería terrible para cualquiera de ambos.
Ella permaneció en silencio unos instantes, luego exclamó:
—¡No sé…, a mí sí me gustaría que sobreviviera!
—¿Puedo yo ahora preguntar cuál?
—Si no lo adivina no seré yo quien se lo diga.
—Conozco el corazón de las mujeres. Siempre prefieren al otro.
Volvió a detenerse y miró a su alrededor.
—Aquí, lejos de mi marido, se lo puedo decir. ¡Estoy enamorada de él!
—Desdichada, ese hombre no tiene pasiones —le respondí.
—Por eso mismo le quiero tanto. ¿Acaso una mujer con mi historial no sabe que las pasiones de los demás son insoportables? A una actriz, pobrecilla, no le puede interesar ningún amor que no esté todo de su parte, no se puede permitir el lujo de ser correspondida. Mi matrimonio lo demuestra: una unión bonita, una unión afortunada como la nuestra, sale ruinosa. ¿Sabe usted qué tenía anoche en la cabeza, mientras Vawdrey me leía esos hermosos diálogos? Un deseo irracional de ver al autor.
Y, de un modo dramático, como si quisiera ocultar su vergüenza, Blanche Adney siguió adelante.
—Ya lo arreglaremos —le repliqué—. Yo también pretendo echarle otra ojeada. Pero entretanto le recuerdo que llevo más de cuarenta y ocho horas esperando las pruebas que avalen ese retrato, intensamente sugestivo y verosímil, que me ha hecho usted de la vida privada de lord Mellifont.
—Bah, no me interesa lord Mellifont.
—Ayer sí le interesaba —dije.
—Sí, pero eso era antes de enamorarme. Usted me lo borró del pensamiento con su historia.
—Hará que me arrepienta de habérsela contado. Vamos —le rogué—, si no me dice cómo se le ocurrió esa idea acabaré pensando que es fruto de su imaginación.
—Está bien, pero déjeme hacer memoria mientras paseamos por este aterciopelado desfiladero.
Estábamos en la entrada de un encantador valle de trazado sinuoso, de cuyo suelo llano formaba parte el cauce de un riachuelo cuyas aguas se deslizaban tranquilas y veloces. Por allí nos internamos, y un grato paseo junto a la clara corriente nos fue llevando cada vez más lejos; hasta que de improviso, según avanzábamos y yo esperaba que mi acompañante recordase, un recodo de la quebrada nos mostró a lady Mellifont, que se dirigía hacia nosotros. Venía sola, bajo el dosel de su sombrilla, arrastrando sobre la hierba la enlutada cola de su vestido, y con aquel aspecto, por aquellos tortuosos derroteros, componía una aparición bastante extraña. Casi siempre salía acompañada de un lacayo que marchaba tras ella por los caminos de montaña, y cuya librea llamaba la atención de los rudos campesinos. Al vernos se sonrojó, como si tuviera que justificar su presencia en aquel sitio. Rió con vaguedad y dijo haber salido solo por dar un paseíto matinal. Los tres nos detuvimos intercambiando obviedades, y lady Mellifont nos comentó que había esperado encontrarse con su marido.
—¿Está por aquí? —pregunté yo.
—Pensé que estaría. Salió a pintar hace una hora.
—¿Le ha estado usted buscando? —preguntó Blanche.
—Un poco, no mucho —dijo lady Mellifont.
Cada una de las dos posó sus ojos con cierta intensidad, o así me lo pareció, en los de la otra.
—Nosotros le buscaremos por usted, si así lo desea —dijo Blanche.
—No tiene importancia. Se me ocurrió reunirme con él.
—No pintará si no la tiene a usted —apuntó mi acompañante.
—Quizá si lo haga si le encuentran ustedes —dijo lady Mellifont.
—Seguro que aparece —tercié yo.
—¡Si sabe que estamos aquí, desde luego! —apostilló Blanche.
—¿Quiere usted esperar mientras le buscamos? —le pregunté a lady Mellifont. Ella reiteró que no tenía la menor importancia, ante lo cual Blanche insistió:
—Nos ocuparemos de ello, será un placer.
—Que tengan ustedes un paseo agradable —dijo su señoría. Y ya se apartaba cuando yo quise saber si debíamos decirle a su esposo que ella estaba en las cercanías—. ¿Que le he seguido? —Lo pensó un momento, y luego dijo algo extraño—: Será mejor que no lo haga.
Con esas palabras se alejó de nosotros, y su figura se desvaneció flotando por la cañada con cierta rigidez.
Mi acompañante y yo contemplamos su marcha, tras lo cual intercambiamos una mirada intensa, y de los labios de la actriz escapó el leve fantasma de una carcajada.
—¡Cualquiera diría que va por los jardines de Mellifont!
Yo tenía mi opinión.
—Lo sospecha, ¿sabe?
—Y no quiere que él lo descubra. No habrá ningún dibujo.
—A no ser que nosotros le sorprendamos —sugerí—. En ese caso le encontraremos haciéndolo, en la actitud más airosa y tradicional, y lo asombroso es que será excelente.
—Dejémosle… Que vuelva a casa sin él —concluyó mi amiga.
—Él preferiría no volver. ¡Ya encontrará público!
—A lo mejor lo hace por las vacas —arriesgó Blanche. Y cuando iba a reprenderla por mostrarse irrespetuosa, de pronto añadió—: Eso precisamente fue lo que descubrí por casualidad.
—¿De qué está hablando?
—De lo que pasó anteayer.
Esta vez no dejé escapar la ocasión.
—¡Ah, suéltelo de una vez!
—No fue más que eso… Me ocurrió lo mismo que a lady Mellifont: no fui capaz de encontrarle.
—¿Le perdió?
—Me perdió él a mí… Ese debe de ser el proceso. Creyó que me había ido. ¡Y ahí…! —Pero se detuvo con un gesto, es decir, con una sonrisa que resultó muy elocuente.
—Pero usted sí le encontró —dije yo sin acabar de entender—, porque volvió con él.
—Fue él quien me encontró a mí, y eso es justo lo que volverá a ocurrir. Él está allí porque sabe que hay otra persona.
—Entiendo sus intermitencias —repliqué tras una breve reflexión—, pero no acabo de ver la ley que las rige.
¡En cambio Blanche sí las conocía!
—Oh, se trata de un matiz muy sutil, pero yo lo percibí en ese momento. Yo había emprendido el regreso, estaba cansada y había insistido en que no volviera conmigo. Habíamos encontrado flores raras, las que llevé al hotel, y era él el que las había descubierto casi todas. Le divertía mucho cogerlas, y yo sabía que quería coger más, pero, como he dicho, estaba cansada y me fui. Él me dejó marchar (¿dónde habría estado si no su tacto?), y entonces, tonta de mí, no adiviné que desde el momento en que yo no estuviera no se cogerían más flores…, no se podría coger ni una sola. Inicié el camino de vuelta, pero a los tres minutos me di cuenta de que me había llevado su navaja, que me había prestado para podar una rama, y sabía que la necesitaría. Volví atrás unos pasos para llamarle, pero antes le busqué con la vista. No se puede entender lo que pasó entonces sin tener ante uno el escenario.
—Tiene usted que llevarme allí —dije.
—Tal vez veamos aquí mismo ese prodigio. Sencillamente, era un sitio que no ofrecía la menor posibilidad de ocultarse: una ancha ladera continua, sin obstrucciones ni oquedades ni arbustos ni árboles. Más abajo de donde yo estaba había unas peñas, tras las cuales yo misma había desaparecido, pero de las que de inmediato volví a salir.
—Entonces él tuvo que verla.
—Estaba demasiado ausente, demasiado ido, como una vela que se extingue; vaya usted a saber por qué. Tal vez se debía a la fatiga. Se está haciendo viejo, ¿sabe?, y siente que su soledad es cada vez mayor, de ahí que la reacción haya sido proporcionalmente intensa, la extinción proporcionalmente completa. El caso es que aquello estaba vacío como la palma de mi mano.
—¿No podía ser que estuviera en alguna otra parte?
—No podía estar, por el tiempo transcurrido, más que en el mismo sitio donde le dejé. Pero el sitio estaba vacío por completo…, como esta cañada que tenemos delante. Lord Mellifont se había desvanecido, había dejado de ser. Pero tan pronto como oyó mi voz, porque le llamé por su nombre, surgió ante mí como el sol que sale por la mañana.
—¿Y por dónde salió el sol?
—Por donde debía salir…, justo por donde él debería haber estado y yo debería haberle visto si fuera una persona como las demás.
Yo la había escuchado con el mayor interés, pero mi obligación era plantear objeciones.
—¿Cuánto tiempo transcurrió entre el momento en que notó su ausencia y el momento en que le llamó?
—Unos segundos nada más. No puedo decir que fuera mucho.
—¿Lo suficiente para estar del todo segura? —dije.
—¿De que no estaba?
—De eso y de que usted no se engañaba, de que no era víctima de algún truco de la vista.
—Pude engañarme, pero estoy convencida de que no es así. En cualquier caso, es por eso por lo que quiero que mire usted en su habitación.
Medité un momento.
—¿Cómo voy yo a mirar… si ni siquiera su mujer se atreve?
—Pero lo desea: propóngaselo. No le costaría mucho convencerla. Ella también sospecha algo.
Medité otro momento.
—Y él, ¿parecía saberlo?
—¿Que yo me había dado cuenta de su desaparición y que estaba realmente sorprendida? Pensé que sí…, pero también que quizá creería haber actuado con la suficiente rapidez. Comprenderá usted que tiene que pensar que es así…, darlo por sentado, en general.
—Ah. —Me perdí—. ¿Quién lo diría? Pero ¿al menos comentó usted su desaparición?
—¡No, por Dios! Y pensez-vous? Me parecía demasiado extraña.
—Claro, claro. Y él, ¿qué aspecto tenía?
Intentando volver a componerlo en su memoria y reconstituir su milagro, Blanche Adney dirigió una mirada distraída al valle. De pronto exclamó: «¡El mismo que ahora!», y yo vi a lord Mellifont frente a nosotros, con su cuaderno de dibujo. Al reunirnos con él, no le encontré ni suspicaz ni ausente: solo estaba, como siempre estaba en todas partes, de elemento principal del panorama. En efecto, no tenía ningún apunte que enseñarnos, pero nada habría podido justificar mejor la idea concreta que nos habíamos hecho de él que su manera de colocarse en situación según nos acercábamos. Había estado escogiendo su punto de vista, del cual tomó posesión con un floreo del lápiz. Se apoyaba en una peña, y su bella cajita de acuarelas reposaba a su lado en una mesa natural, un saliente del ribazo que venía a demostrar cuán inveteradamente se plegaba la naturaleza a su comodidad. Pintaba mientras hablaba y hablaba mientras pintaba. La pintura era tan variada como la charla, y la charla habría embellecido del mismo modo un álbum. Nos quedamos para ver la exhibición, y casi podríamos haber afirmado que los deliberados perfiles de las cumbres estaban interesados en su éxito. Se tornaron negros como siluetas en un papel, recortándose contra un cielo lívido del que, no obstante, no habría nada que temer mientras el dibujo de lord Mellifont no estuviera terminado. Toda la naturaleza le rendía pleitesía, y los propios elementos esperaban por él. Blanche Adney comulgaba conmigo en silencio, y yo leía el lenguaje de sus ojos: «¡Si nosotros fuéramos capaces de hacerlo así de bien! En cuanto a llenar un escenario nos supera con amplitud». Tan imposible nos habría sido dejarle como marcharnos del teatro antes de que acabara la función, pero cuando llegó el momento dimos la vuelta con él y regresamos paseando hasta el hotel, en cuya puerta su señoría, volviendo a echar una ojeada a su pintura, arrancó del álbum la lámina fresca y se la ofreció, con pocas y acertadas palabras, a nuestra amiga. Pasó luego al interior, y un momento más tarde, al levantar la vista, le vimos arriba, en la ventana de su saloncito (tenía las mejores habitaciones), atento a los signos del tiempo.
—Después de esto tendrá que descansar —dijo Blanche, mirando de nuevo la acuarela.
—¡Desde luego! —Yo alcé mis ojos hacia la ventana, y me percaté de que lord Mellifont había desaparecido—. Ya está reabsorbido.
—¿Reabsorbido? —Vi que la actriz pensaba ya en otros asuntos.
—Por la inmensidad de las cosas. Ha vuelto a recaer: ha empezado el entr’acte.
—Debería ser largo. —Blanche recorrió la terraza con la mirada, y como en aquel momento apareció en la puerta el maître, se volvió para dirigirse a él—: ¿Ha visto usted hace poco al señor Vawdrey?
El maître se acercó enseguida.
—Salió hace cinco minutos… Creo que iba a dar un paseo. Se dirigió hacia el desfiladero, llevaba un libro.
Yo observaba las amenazadoras nubes.
—Mejor habría hecho en llevarse un paraguas.
El maître sonrió.
—Le recomendé que cogiera uno.
—Gracias —dijo Blanche, y el oberkellner se retiró. Ella prosiguió en un tono brusco—: ¿Me hace usted un favor?
—Sí, pero a cambio de otro. Déjeme ver si ese dibujo está firmado.
Blanche le echó un vistazo antes de dármelo.
—Extrañamente, no.
—Pues debería estarlo, porque así tendría todo su valor. ¿Me lo presta usted un rato?
—Sí, si hace lo que le pida. Tome un paraguas y vaya en busca de Vawdrey.
—¿Para traérselo a Blanche Adney?
—Para retenerle fuera… todo el tiempo que pueda.
—Le retendré fuera mientras no se ponga a llover.
—¡Qué importa que llueva! —clamó mi acompañante.
—¿Le da igual que nos empapemos?
—Del todo. —Luego, con una luz extraña en los ojos, añadió—: Voy a intentarlo.
—¿El qué?
—Ver al de verdad. ¡Si pudiera llegar hasta él! —exclamó con pasión.
—¡Inténtelo, inténtelo! —le repliqué—. Yo tendré a nuestro amigo entretenido todo el día.
—¡Si consigo llegar hasta el que lo hace todo —y se detuvo, con un brillo en los ojos—, si consigo discutirlo con él tendré otro acto, tendré el papel!
—¡Yo le entretengo a Vawdrey hasta el día del juicio! —le grité mientras ella entraba en la casa con paso rápido.
Su audacia era contagiosa, y me quedé allí desbordante de excitación. Miré la acuarela de lord Mellifont y miré la tormenta que se estaba preparando; volví a dirigir los ojos hacia las ventanas de su señoría, y luego a mi reloj. Vawdrey me llevaba tan poca ventaja que tenía tiempo de alcanzarle, incluso robando cinco minutos para subir al saloncito de lord Mellifont, donde a todos se nos había recibido con hospitalidad, y decirle, en calidad de mensajero, que la señora Adney le rogaba que concediese al dibujo la solemne consagración de su firma. Examinando de nuevo la obra de arte, noté que desde luego le faltaba algo: ¿qué podía ser sino tan noble autógrafo? Era mi deber reparar esa deficiencia sin pérdida de tiempo, y de acuerdo con esa idea volví a entrar al instante en el hotel. Subí a las habitaciones de lord Mellifont y llegué a la puerta de su salón. Ahí, sin embargo, me tropecé con una dificultad con la que mi euforia no había contado. Si llamaba a la puerta lo echaría todo a perder, pero ¿estaba dispuesto a prescindir de esa ceremonia? Me hice la pregunta y me azaró; le di vueltas y vueltas al dibujo, pero no me ofrecía la respuesta que yo quería. Yo deseaba que me dijera: «Abre la puerta con suavidad, con mucha suavidad, sin hacer ruido, pero muy deprisa: verás entonces lo que verás». Tenía la mano puesta en el pomo cuando me di cuenta (porque tenía todos los sentidos muy alerta) de que así como yo estaba pensando (con suavidad, con mucha suavidad, sin hacer ruido) se había movido otra puerta, y del otro lado del vestíbulo. En el mismo instante me encontré sonriendo con sonrisa bastante forzada a lady Mellifont, que al verme se había detenido en el umbral de su habitación. Por un momento, estando ella así, intercambiamos un par de ideas tanto más singulares por lo tácitas. Nos habíamos sorprendido acechando el uno al otro, y en esa medida nos comprendíamos; pero al acercarme a ella, de modo que toda la anchura del vestíbulo nos separaba del saloncito, sus labios formaron una súplica casi inaudible: «¡No!». Vi en sus ojos preocupados todo lo que expresaba esa sola palabra: la confesión de su propia curiosidad y el miedo a las consecuencias de la mía. «¡No!», repitió cuando me tuvo delante. Desde el momento en que mi experimento pudiera parecerle un acto de violencia, yo estaba dispuesto a abandonarlo. Sin embargo, en su rostro atemorizado me pareció percibir una revelación aún más profunda: una posible decepción si yo desistía. Era como si me hubiera dicho: «Se lo permito si asume usted la responsabilidad. Sí, con otra persona yo le sorprendería. Pero de ningún modo que pensara que he sido yo».
—Encontramos enseguida a lord Mellifont —observé aludiendo a nuestro encuentro con ella una hora antes—, y ha tenido la gentileza de regalarle este precioso dibujo a la señora Adney, quien me ha pedido que subiera con el ruego de que le ponga la firma que le falta.
Lady Mellifont cogió el dibujo, y pude adivinar la lucha que se libraba en su interior mientras lo miraba. Esperó antes de decir nada, y sentí entonces que todas sus delicadezas y dignidades, todas sus antiguas timideces y piedades se interponían en su gran ocasión. Se apartó de mí, y llevándose el dibujo regresó a su cuarto. Estuvo ausente un par de minutos, y, cuando reapareció, vi que había vencido la tentación, que incluso había huido de ella con una especie de horror resurgente. Había dejado el dibujo en su habitación.
—Si hace usted el favor de dejármelo, yo me encargaré de que sea atendida la petición de la señora Adney —dijo con gran cortesía y dulzura, pero de una manera que ponía fin a nuestra conversación.
Asentí, con entusiasmo acaso un tanto superficial, y luego, por hacer más fácil nuestra separación, le comenté que iba a cambiar el tiempo.
—En ese caso nosotros nos iremos…, nos iremos de inmediato —me replicó la pobre señora.
Me hizo gracia el ansia con que formuló esa declaración: parecía representar una huida para ponerse a salvo, una fuga con su secreto amenazado. Por eso me sorprendió que, al volverme, me tendiera la mano para tomar la mía. Tenía el pretexto de decirme adiós, pero mientras le estrechaba la mano en ese supuesto sentí que lo que en verdad comunicaba aquel movimiento era: «Le agradezco la ayuda que me habría prestado, pero es mejor dejarlo estar. Si yo me enterase, ¿quién me iba a ayudar entonces?». Camino de mi cuarto en busca del paraguas, me dije: «Está segura, pero no lo pondrá a prueba».
Un cuarto de hora más tarde había alcanzado a Clare Vawdrey en el desfiladero, y poco después tuvimos que buscar donde guarecernos. La tormenta no solo había acabado de formarse, sino que al fin había estallado con una violencia extraordinaria. Trepamos por una ladera hasta una cabaña desocupada, una tosca construcción que era poco más que un cobertizo para protección del ganado. Pero era un refugio aceptable, y tenía fisuras por donde podíamos ver el espectáculo, contemplar la cólera grandiosa de la naturaleza. El entretenimiento nos duró una hora, una hora que se me ha quedado en la memoria como llena de extrañas disparidades. Mientras el relámpago jugaba con el trueno y la lluvia chorreaba sobre nuestros paraguas, me dije que Clare Vawdrey era decepcionante. No sé con exactitud qué habría postulado de un gran autor expuesto a la furia de los elementos, no alcanzo a decir qué particular actitud manfrediana[4] habría esperado de mi acompañante, pero lo que sí pensé es que nunca le habría creído capaz de obsequiarme, en una situación como aquella, con historias (que ya me habían contado) de la celebrada lady Ringrose. Su señoría fue el tema de conversación de Vawdrey durante aquella escena prodigiosa, si bien antes de que llegara a su fin ya la había emprendido con Chafer, el apenas menos notorio crítico. Oír a un hombre como Vawdrey hablar de críticos me partió el alma. El relámpago proyectaba una dura claridad sobre una verdad que yo ya sabía de años, pero que se había confirmado estos dos últimos días: la irritante certeza de que para las relaciones personales aquel genio admirable juzgaba suficientes sus recursos de segunda clase. Y lo resultaban, sin duda, para lo que era el trato social, pero había un desprecio en la distinción que no podía por menos de mortificar a un admirador. El mundo era vulgar y estúpido, y hubiera sido necedad en el gran hombre molestarse por él, pudiendo chismorrear y cenar por delegación. Aun así, se me cayó el alma a los pies viéndole practicar esa economía. No sé a ciencia cierta qué era lo que yo quería; supongo que hiciera una excepción conmigo; conmigo solo, airosa y tiernamente, entre la inmensa hueste de los lerdos. Casi creía que la hubiera hecho de haber sabido cómo adoraba yo su talento. Pero eso nunca se lo había sabido comunicar, y la aplicación de su principio fue implacable. En todo caso, más que nunca estuve seguro de que a esa hora, por lo menos, la silla de su habitación no estaría vacía: allí estaba la actitud manfrediana, allí estaban los destellos receptivos. No cabía sino envidiar a Blanche Adney por su presumible disfrute de esas cosas.
El cielo se despejó por fin, y la lluvia amainó lo suficiente para que pudiéramos salir de nuestro asilo y volver al hotel, donde al llegar nos encontramos con que nuestra prolongada ausencia había producido cierta agitación. Al parecer se creyó que la tormenta nos habría puesto en apuros. En la puerta estaban varios de nuestros amigos, que se quedaron un poco perplejos al ver que solo veníamos empapados. Clare Vawdrey era el que estaba más mojado, no se sabía por qué, y se fue derecho a su habitación. Blanche Adney estaba entre los que nos esperaban, pero, al aproximarse a ella el objeto de nuestra especulación, se apartó sin saludarle siquiera. Con un movimiento que calificaría casi de frialdad, le volvió la espalda y pasó al salón. Mojado como estaba, entré tras ella, ante lo cual de inmediato dio media vuelta y se encaró conmigo. Lo primero que vi fue que nunca había estado tan hermosa. Había en ella una luz de inspiración, y con el susurro más rápido, que era a la vez el grito más sonoro que yo jamás oyera, me espetó:
—¡Tengo el papel!
—¿Fue a su cuarto…? ¿Estaba yo en lo cierto?
—¿En lo cierto? —repitió Blanche Adney—. ¡Ay, amigo mío! —murmuró.
—¿Estaba allí…? ¿Le vio?
—Él me vio a mí. ¡Ha sido la gran hora de mi vida!
—Habrá sido la gran hora de él, si estaba usted la mitad de bella que está en este momento.
—Es maravilloso —prosiguió como si no me oyera—. ¡Es él el que lo hace! —Yo la escuchaba, impresionado, y añadió—: Nos hemos comprendido el uno al otro.
—¿A la luz de los relámpagos?
—¡Yo no veía los relámpagos!
—¿Cuánto tiempo estuvo usted? —pregunté admirado.
—Lo suficiente para decirle que le adoro.
—¡Ah, lo que yo nunca le he podido decir! —gemí sin disimulo.
—¡Voy a tener mi papel…, voy a tener mi papel! —continuó ella con triunfal indiferencia. Y salió danzando por la habitación, alegre como una niña, refrenándose solo para decirme—: Vaya a cambiarse de ropa.
—Va a tener la firma de lord Mellifont —dije.
—¡Qué me importa a mí la firma de lord Mellifont! Es mucho más agradable que Vawdrey —prosiguió de un modo incongruente.
—¿Lord Mellifont? —fingí entender.
—¡Al diablo lord Mellifont!
Blanche Adney, desbordante de gozo, me pasó rozando para salir, de nuevo como una exhalación, por la puerta abierta. Apenas la había traspasado cuando se dio de bruces con su marido, y, con un grito delicioso de «¡Hablábamos de ti, mi amor!», se arrojó sobre él y le besó.
Yo me fui a mi cuarto y me cambié, pero no salí de allí hasta la noche. La violencia de la tormenta había pasado, pero la lluvia se hizo llovizna persistente. Cuando bajé a cenar vi que el cambio de tiempo había deshecho ya nuestro grupo. Los Mellifont habían partido en un coche de cuatro caballos; otros habían seguido su ejemplo, y para la mañana se habían pedido varios vehículos. Uno de ellos era el de Blanche Adney, y con la excusa de los preparativos, nos dejó apenas acabada la cena. Clare Vawdrey me preguntó qué le ocurría, pues de repente parecía haberle tomado antipatía. No recuerdo qué respuesta le di, pero hice lo que pude por consolarle, y me fui con él en el mismo coche al día siguiente. Cuando bajamos, Blanche se había evaporado, pero en Londres hicieron las paces, porque él acabó la comedia y ella la puso en escena. Debo añadir que, de todos modos, aún no le ha llegado el gran papel. Tengo pensado uno precioso, pero ella no viene a verme para animarme a hacerlo. Lady Mellifont deja caer una palabra amable siempre que me ve, pero eso no me consuela.