I

A mediados del siglo XVIII vivía en Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos, que respondía al nombre de Veronica Wingrave. Había perdido a su marido en plena juventud, de modo que consagró su vida al cuidado de su progenie. Ellos crecieron de tal manera que recompensaron la ternura materna y cumplieron sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien ella llamó Bernard, en honor a su padre. Las otras dos eran niñas, nacidas con tres años de diferencia. La buena apariencia era tradición en la familia, y aquel trío juvenil no la desmentía. El muchacho era rubio, de tez sonrosada y atlético, atributos que en aquellos tiempos (como en los de ahora) confirmaban su genuina ascendencia inglesa. Afectuoso y sincero, se portaba como un hijo deferente, un hermano protector y un amigo leal. Sin embargo, no era listo; la inteligencia se había repartido principalmente entre sus hermanas. El difunto señor Wingrave había sido un apasionado lector de Shakespeare, en una época en que semejante afición implicaba una mente más liberal que en nuestros días, y en una comunidad donde patrocinar la representación de una comedia, incluso en privado, exigía mucho valor. Y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta bautizando a sus hijas con los nombres de las heroínas de sus obras favoritas. A la mayor le concedió el romántico nombre de Rosalind, y a la más joven la llamó Perdita, en recuerdo de otra niña que había nacido entre las dos y que solo vivió unas semanas.

Cuando Bernard Wingrave cumplió los dieciséis años, su madre se dispuso, muy a su pesar, a llevar a cabo una de las últimas voluntades de su marido, a saber, que al llegar a dicha edad, su hijo debería ser enviado a Inglaterra, para completar su educación en la Universidad de Oxford, donde él mismo había adquirido su afición a la buena literatura. La señora Wingrave estaba convencida de que en los dos hemisferios no había quien pudiera compararse a su Bernard, pero había sido educada en la antigua tradición de la obediencia ciega. De modo que se guardó sus sollozos, preparó los baúles de su hijo, llenos de sus sencillas prendas provincianas, y lo envió al otro lado del océano. Bernard acudió a la antigua universidad de su padre, donde pasó cinco años, sin alcanzar grandes honores, la verdad sea dicha, pero divirtiéndose mucho y sin verse envuelto en ningún escándalo. Al finalizar sus estudios, viajó a Francia. En su vigesimocuarto aniversario, embarcó de nuevo hacia América, esperando encontrar en la pequeña Nueva Inglaterra (en aquella época Nueva Inglaterra era muy pequeña) un hogar aburrido y rancio. Pero en su tierra natal, así como en las opiniones del señorito Bernard, se habían producido algunos cambios. Encontró la casa de su madre bastante habitable, y a sus hermanas convertidas en dos encantadoras señoritas, con todas las virtudes y gracias que adornaban a las jóvenes de Gran Bretaña, unidas a cierta originalidad y extravagancia que, si bien eran rasgos poco comunes, las hacía aún más atractivas. Bernard aseguró a su madre en privado que sus hermanas podían competir con las muchachas más hermosas de Inglaterra, opinión que la pobre señora Wingrave, como es lógico, se apresuró a transmitir a sus retoños. Aquella opinión, corregida y aumentada, era compartida por el señor Arthur Lloyd. Compañero de estudios de Bernard, este caballero era hijo de muy buena familia y heredero de una respetable fortuna que, en su día, se proponía invertir comerciando con la floreciente colonia. Bernard y él eran íntimos amigos; habían cruzado juntos el océano, y el joven americano se había apresurado a presentarlo en casa de su madre, donde había causado una impresión tan buena como la que él mismo había recibido de la familia Wingrave, y de la cual acabo de dar un indicio.

Las dos hermanas se encontraban en aquella época en todo el esplendor de su lozanía juvenil; cada una de ellas, desde luego, con sus características particulares. Eran del todo distintas en su aspecto y en su carácter. Rosalind, la mayor, con sus veintidós años recién cumplidos, era alta y rubia, con unos ojos grises de mirada sosegada y unas trenzas de un castaño rojizo. No se parecía en nada a la Rosalind de la comedia de Shakespeare, a la cual imagino (con permiso de ustedes) como una muchacha morena, delgada, etérea, llena de los impulsos más apasionados e imprevisibles. La señorita Wingrave, con su blancura levemente linfática, sus finos brazos, su majestuosa estatura y su hablar lento y reposado, no estaba hecha para la aventura. Nunca se habría puesto una chaqueta y unas calzas de hombre, dada su belleza más bien «robusta», y por otras razones también, además de su dignidad. Perdita, por su parte, podría haber cambiado muy bien su nombre, dulce y melancólico, por otro más acorde con su aspecto y temperamento. Tenía las mejillas de una gitana y los ojos de un ávido chiquillo, así como la cintura más estrecha y los pies más ligeros que podían encontrarse en el país de los puritanos. Cuando uno hablaba con ella, lejos de hacer esperar como era costumbre en su bella hermana (quien miraba con sus hermosos y fríos ojos), daba a escoger entre una docena de respuestas, antes de que este hubiera podido expresar la mitad de su pensamiento.

Las jóvenes se alegraron mucho de volver a ver a Bernard, pero buena parte de su atención se vio destinada al compañero de su hermano. Entre sus amigos y vecinos, la belle jeunesse de la Colonia, había muchos jóvenes excelentes, varios devotos admiradores y dos o tres que gozaban de la reputación de ser unos seductores y conquistadores irresistibles. Pero la ruda galantería de aquellos honrados colonos quedó por completo eclipsada por el buen aspecto, los finos ropajes, la puntillosa cortesía, la perfecta elegancia y los inmensos conocimientos del señor Arthur Lloyd. En realidad no era ningún lechuguino, sino un joven instruido, honorable y educado, rico en libras esterlinas, en salud y en complacencia, así como en su pequeño capital de afecto aún no invertido. Pero, además, era un caballero, y bien parecido. Había estudiado y viajado, hablaba francés, tocaba la flauta y leía versos en voz alta con muy buen gusto. En consecuencia, a la señorita Wingrave y a su hermana no les faltaban motivos para pensar que los jóvenes que hasta entonces habían conocido hacían una pobre figura al lado de tan perfecto hombre de mundo. Las anécdotas del señor Lloyd sobre los modos y maneras de la alta sociedad de las capitales europeas revelaron a nuestras jóvenes doncellas de Nueva Inglaterra mucho más de lo que él creía. Resultaba muy agradable sentarse y escucharlo a él y a Bernard, en especial cuando hablaban de las personas fascinantes con las que se habían encontrado y de las hermosas cosas que habían visto. La familia solía reunirse junto al hogar del pequeño salón revestido de madera, después de tomar el té, y los dos jóvenes recordaban, sentados cada uno en un extremo de la alfombra, esta y aquella aventura. Rosalind y Perdita habrían dado cualquier cosa por saber con exactitud de qué aventura se trataba, y dónde había ocurrido, y quién estaba allí, y cómo iban vestidas las damas. Pero, en aquella época, a una joven bien educada no se le permitía participar en la conversación de los adultos, ni hacer demasiadas preguntas, y las pobres muchachas, ansiosas, se veían obligadas a refugiarse detrás de la más lánguida —o más discreta— curiosidad de su madre.

II

Arthur Lloyd no tardó en descubrir que las dos hermanas eran muy atractivas, pero le costó algún tiempo decidir si le gustaba más la mayor o la menor. Tenía el fuerte presentimiento (una emoción de una naturaleza demasiado alegre para darle el nombre de premonición) de que estaba destinado a acompañar al altar a una de ellas. Sin embargo, era incapaz de llegar a una preferencia, la cual era ciertamente necesaria, ya que por sus venas corría demasiada sangre joven para elegir al azar y verse desposeído de la satisfacción de enamorarse. Decidió aceptar las cosas tal como llegaran, dejar que hablase su corazón. Entre tanto, llevaba una existencia muy agradable. La señora Wingrave mostraba una digna indiferencia hacia sus «intenciones», sin por ello descuidar la vigilancia de sus hijas, pero sin manifestar, tampoco, aquella impaciencia propia de esas damas mundanas de su tierra natal, que tantas veces él había encontrado como joven con fortuna. En lo que respecta a Bernard, lo único que le pedía era que tratara a sus hermanas como si fueran suyas; y en cuanto a las dos muchachas, aunque en lo íntimo de su ser anhelaran que su visitante hiciese o dijera algo «especial», se mostraron alegres y recatadas.

No obstante, en su trato mutuo permanecían más o menos a la ofensiva. Eran muy buenas amigas, e incluso compañeras de cama (compartían el mismo dosel), de modo que no era fácil que entre ellas germinara y diese fruto la semilla de los celos, pero las dos sabían que aquella semilla había quedado sembrada el día que el señor Lloyd llegó a la casa. Cada una de ellas se había prometido a sí misma que, de no cumplirse sus esperanzas, soportaría su decepción en silencio, así nadie lo sabría, ya que si bien tenían mucha ambición, no carecían de orgullo. Pero ambas rogaban en secreto que la elección, la distinción, recayera sobre ella. Necesitaron una gran dosis de paciencia, de dominio de sí mismas y de disimulo. En aquella época, una joven criada en un hogar decente no podía permitirse ninguna insinuación. En realidad, apenas podía permitirse responder a aquellas de las que era objeto. Lo correcto era que permaneciera inmóvil en la silla, con los ojos clavados en la alfombra, contemplando el lugar donde caería el místico pañuelo. El pobre Arthur Lloyd se vio obligado a llevar a cabo su cortejo en el pequeño salón revestido de madera, ante la mirada de la señora Wingrave, de Bernard y de su futura cuñada. Pero la juventud y el amor son tan astutos que un centenar de señales podían ir y venir sin que aquellos tres pares de ojos las detectaran. Las dos hermanas estaban siempre juntas y tenían numerosas ocasiones de traicionarse la una a la otra. Sin embargo, el hecho de saberse mutuamente observadas no afectó, al parecer, a los pequeños servicios que se prestaban ni a las diversas tareas que realizaban en común. Ninguna flaqueaba ni se turbaba ante la silenciosa batería de miradas de su hermana. El único cambio que se produjo en sus costumbres fue que tenían menos cosas que contarse. Era imposible hablar del señor Lloyd, y era ridículo hablar de cualquier otro asunto. Por tácito acuerdo, empezaron a llevar sus mejores ropas, y a idear pequeñas estratagemas de conquista en forma de cintas, lazos y pañuelos, permitidos por la indudable modestia. Del mismo modo inarticulado, se atenían, en aquel excitante desafío, a un riguroso juego limpio. «¿Estoy bien así?», preguntaba Rosalind, por ejemplo, mientras se prendía numerosos lazos al corpiño y apartaba la mirada del espejo para fijarla en su hermana. Perdita alzaba la vista de su labor y contemplaba con ojo crítico la obra expuesta a su consideración. «Creo que te sentaría mejor si le hicieras otra lazada», decía con gran solemnidad, mirando con fijeza a su hermana, como si añadiera: «Palabra de honor». De modo que estaban siempre cosiendo y adornando sus enaguas, y planchando sus muselinas, e ideando lociones y cosméticos, como hacían las mujeres de la casa del párroco de Wakefield.

Así transcurrieron tres o cuatro meses. Llegó el invierno y Rosalind seguía convencida de que si Perdita no podía presumir de algo más que ella, no había mucho que temer de su rivalidad. Pero, por entonces, Perdita, la encantadora Perdita, tenía la impresión de que su secreto había llegado a ser diez veces más valioso que el de su hermana.

Una tarde, la señorita Wingrave estaba sentada sola ante el espejo de su tocador, lo que sucedía raras veces, cepillando sus largos cabellos. Había empezado a oscurecer y apenas se veía en la estancia, de modo que encendió las dos velas del marco del espejo y luego se acercó a la ventana para echar la cortina. Era un gris atardecer de diciembre, el paisaje aparecía vacío y desolado y el cielo estaba cubierto de nubes que anunciaban nieve. En un extremo del amplio jardín al cual se abría su ventana había un muro con una puertecilla que daba a la calle. Vio con vaguedad, en medio de la creciente oscuridad, que la puerta estaba entreabierta y oscilaba sobre sus goznes, como si alguien la moviera desde la calle. Sin duda se trataba de una de las criadas que se había reunido con su enamorado. Pero, cuando se disponía a cerrar la cortina, Rosalind vio a su hermana que entraba en el jardín y echaba a andar con paso presuroso por el sendero que conducía a la casa. Rosalind corrió la cortina, dejando una pequeña rendija para poder observarla. Mientras Perdita se dirigía hacia allí, parecía examinar un objeto que llevaba en la mano, acercándolo mucho a los ojos. Antes de entrar se detuvo un momento, miró con intensidad el objeto y lo apretó contra los labios.

La pobre Rosalind regresó a su silla sin prisa y se sentó ante el espejo, en el cual, de haber mirado con atención, habría visto reflejadas sus hermosas facciones tristemente desfiguradas por los celos. Un instante después, la puerta se abrió detrás de ella y su hermana se precipitó en la habitación, sin aliento, con las mejillas coloradas debido al aire frío.

Al ver a Rosalind, Perdita se sobresaltó.

—¡Oh! —exclamó—. Creí que estabas con mamá.

Las damas iban a asistir a una merienda, y en tales ocasiones era costumbre que una de las jóvenes ayudara a su madre a vestirse. En vez de entrar, Perdita se quedó junto a la puerta.

—Pasa, pasa —dijo Rosalind—. Aún nos queda más de una hora. Me gustaría mucho que le hicieras unos retoques a mi peinado. —Sabía que su hermana deseaba retirarse, y que ella podía ver en el espejo todos sus movimientos por la habitación—. Luego iré a ayudar a mamá.

Perdita avanzó de mala gana y cogió el cepillo. A través del espejo, vio los ojos de su hermana clavados en sus manos. Aún no le había pasado el cepillo tres veces cuando Rosalind agarró con fuerza la mano izquierda de Perdita y se puso en pie.

—¿De quién es este anillo? —gritó en un tono vehemente, arrastrando a su hermana hacia la luz.

En el dedo corazón de Perdita brillaba una sortija de oro, adornada con un pequeño zafiro. La joven comprendió que no había ya necesidad de seguir manteniendo la cosa en secreto, y decidió mostrarse desafiante en su confesión.

—Es mío —dijo, orgullosa.

—¿Quién te lo ha dado? —gritó Rosalind.

Perdita dudó unos instantes.

—El señor Lloyd.

—El señor Lloyd se ha vuelto de repente muy generoso.

—¡Oh, no! —exclamó Perdita con seguridad—. ¡De repente no! Me lo regaló hace un mes.

—¿Y ha bastado que te suplicara un mes para que te decidieras a aceptarlo? —dijo Rosalind contemplando la sortija, la cual no era demasiado elegante, en realidad, aunque sí la mejor que el joyero de la provincia podía suministrar—. Yo no la habría aceptado en menos de dos.

—No es el anillo —replicó Perdita—, sino lo que significa.

—¡Significa que no eres una muchacha decente! —gritó Rosalind—. Y si puede saberse, ¿está enterada nuestra madre de tu intriga? ¿Lo está Bernard?

—Mi madre ha aprobado mi «intriga», como tú la llamas. El señor Lloyd ha pedido mi mano y mamá se la ha concedido. ¿Habrías preferido que pidiera la tuya, mi querida hermana?

Rosalind dirigió a Perdita una prolongada mirada, llena de pesar y de apasionada envidia. Después abatió las pestañas sobre sus pálidas mejillas y se dio la vuelta. Perdita pensó que aquella escena había sido de lo más desagradable, pero que la culpa era de su hermana. Sin embargo, Rosalind pronto recobró el orgullo, y se volvió de nuevo.

—Acepta mis mejores deseos. —E hizo una pequeña reverencia—. Espero que seas muy feliz y disfrutes de una larga vida.

Perdita rió con amargura.

—¡No hables en ese tono! —gritó—. Preferiría que me maldijeras. Vamos, Rosy —añadió—, Arthur no puede casarse con las dos.

—Te deseo mucha felicidad —repitió Rosalind maquinalmente, sentándose de nuevo ante el espejo—, y una vida larga, y muchos hijos.

Hubo algo en aquellas palabras que desagradó a Perdita.

—¿Me concederás un año, al menos? —dijo—. En un año puedo tener un hijo, o en todo caso una hija. Bueno, si me das el cepillo te arreglaré el pelo.

—Gracias —dijo Rosalind—. Será mejor que vayas con mamá. No sería apropiado que una joven prometida atienda a otra que no lo está.

—¡Ni lo pienses! —exclamó Perdita de buen humor—. Yo ya tengo a Arthur para atenderme. Tú necesitas mis servicios más de lo que yo necesito los tuyos.

Pero su hermana le indicó con un gesto que se fuera, y ella abandonó la habitación. Cuando hubo salido, la pobre Rosalind cayó de rodillas ante el tocador, enterró la cabeza entre los brazos y derramó un torrente de lágrimas. Después de aquel desahogo se sintió mucho mejor. Cuando regresó Perdita, insistió en ayudarla a vestirse y a que se pusiera sus mejores galas, e incluso la obligó a aceptar un hermoso lazo de su propiedad, diciendo que ahora que iba a casarse debía hacer todo lo que estuviera en su mano para ser digna de la elección de su amado. Realizó esas tareas en un riguroso silencio, pero aun así debían servir como disculpa y desagravio, pues no se excusó de ninguna otra manera.

Ahora que Lloyd era recibido en la casa como el prometido oficial de Perdita, solo quedaba fijar la fecha de la boda. Se acordó celebrarla en el siguiente mes de abril, y entre tanto se llevaron a cabo con diligencia los preparativos. Lloyd, por su parte, estaba ocupado con acuerdos comerciales y estableciendo correspondencia con la gran empresa mercantil a la cual estaba vinculado en Inglaterra, de modo que sus visitas a la casa de la señora Wingrave se hicieron menos frecuentes que durante aquellos meses en los que se mostraba tímido e indeciso. La pobre Rosalind sufrió menos de lo que había temido viendo las muestras de cariño mutuo de los dos enamorados. En lo que respecta a su futura cuñada, Lloyd tenía la conciencia tranquila. Nunca se le había insinuado, y no sospechaba el terrible golpe que le había infligido al elegir a su hermana. Se sentía feliz, y ante él se abrían unas magníficas perspectivas domésticas y financieras. La gran revuelta de las Colonias aún se estaba gestando, y era absurdo, casi una blasfemia, temer que su felicidad conyugal tomara derroteros trágicos. Entre tanto, en el hogar de la señora Wingrave había un continuo refregar de sedas, entrechocar de tijeras y vuelo de agujas. La buena dama había decidido que su hija tuviera el ajuar más completo que su dinero pudiera comprar o que la región pudiese suministrar. Fueron llamadas las mujeres más sabias del condado para que, aunados sus gustos, crearan las mejores vestimentas para Perdita. La situación de Rosalind en aquellos momentos no era para ser envidiada. La pobre muchacha sentía una pasión desmedida por los vestidos y poseía un gusto excelente, como su hermana sabía muy bien. Además, era alta, exuberante y de porte majestuoso, y parecía hecha para llevar rígidos brocados y cantidad de gruesos encajes, como corresponde a la esposa de un hombre rico. Pero Rosalind permanecía sentada en un rincón, con sus hermosos brazos cruzados y la mirada ausente, mientras su madre, su hermana y las venerables damas antes mencionadas se afanaban sobre sus telas, abrumadas por la multitud de los materiales. Un día llegó una hermosa pieza de seda blanca, con brocados de azul y plata, enviada por el propio novio, pues en aquella época no se consideraba impropio que el futuro marido contribuyera al trousseau de la novia. A Perdita no se le ocurrió ninguna forma que honrara lo suficiente el esplendor de la tela.

—El azul es tu color, hermana, más que el mío —dijo, con ojos implorantes—. Es una lástima que la tela no sea para ti. Tú sabrías qué hacer con ella.

Rosalind se acercó para contemplar la reluciente tela, extendida sobre el respaldo de una silla. Luego la cogió y la acarició (con amor, como pudo observar Perdita) y se volvió hacia el espejo. Dejó que uno de los extremos de la pieza cayera hasta sus pies, en tanto que el otro colgaba de su hombro, y se ciñó la tela alrededor del talle con su blanco brazo desnudo hasta el codo. Levantó la cabeza y contempló su imagen, y una trenza de color cobrizo cayó sobre la brillante superficie de la seda. El efecto fue deslumbrante. Las mujeres que la rodeaban profirieron un pequeño «Oh» de admiración.

—Sí —dijo Rosalind en voz baja—, el azul es mi color.

Pero Perdita se dio cuenta de que su imaginación se había desbocado y que ahora resolvería todas sus dudas acerca de qué hacer con la tela. Y en efecto, las resolvió a las mil maravillas, tal como ella, conociendo el insaciable amor de su hermana por la costura, podía confirmar sin titubear. Innumerables yardas de sedas y satenes, de muselina, de terciopelo y de encajes pasaron por las hábiles manos de Rosalind, sin que una palabra de envidia surgiera de sus labios. Gracias a su actividad, cuando llegó el día de la boda Perdita poseía la más linda colección de vestidos con que cualquier temblorosa novia hubiese solicitado la bendición sacramental de un eclesiástico de Nueva Inglaterra.

Habían convenido que la joven pareja iría de luna de miel al extranjero, pero que antes pasarían unos días en la casa de campo de un caballero inglés, hombre de rango y muy amigo de Arthur Lloyd. El caballero en cuestión, aún soltero, declaró que se sentiría encantado de ceder su villa a la influencia de Himeneo. Después de la ceremonia religiosa, celebrada por un clérigo inglés, la joven señora Lloyd se dirigió con rapidez a casa de su madre para cambiar sus galas nupciales por un vestido de viaje. Rosalind la ayudó a cambiarse en la pequeña habitación que las dos hermanas habían compartido durante tantos años. Luego, Perdita fue a despedirse de su madre, esperando que su hermana la acompañara. El carruaje esperaba en la puerta y Arthur estaba impaciente por ponerse en camino. Pero, al ver que Rosalind no la había seguido, Perdita se dirigió de nuevo a su habitación y abrió la puerta con brusquedad. Rosalind, como de costumbre, estaba delante del espejo, pero inmersa en una situación que hizo que su hermana se detuviera junto al umbral, asombrada. Se había puesto el velo nupcial y la guirnalda de Perdita, y de su cuello colgaba el pesado collar de perlas que la joven había recibido de su esposo como regalo de bodas. Aquellas cosas habían sido abandonadas con las prisas, a la espera de que su dueña dispusiera de ellas a su regreso del campo. Adornada con aquellas galas, Rosalind estaba de pie ante el espejo, hundiendo una prolongada mirada en sus profundidades y contemplando Dios sabe qué audaces visiones. Perdita quedó horrorizada. Esa espantosa escena revivía su antigua rivalidad. Dio un paso hacia su hermana, como si estuviese dispuesta a arrancarle el velo y las flores. Pero, tras observar la mirada de Rosalind fija en el espejo, se detuvo.

—Adiós, querida —dijo—. Podías haber esperado, al menos, a que yo me hubiera ido. —Y salió aprisa de la habitación.

El señor Lloyd había comprado una casa en Boston que, siguiendo el gusto de aquella época, era elegante al tiempo que cómoda, y no tardó en instalarse en ella con su joven esposa. Le separaba una distancia de veinte millas de la residencia de su suegra. Veinte millas, en aquel entonces, equivalían a cien millas actuales debido a los primitivos caminos y transportes, por lo que la señora Wingrave vio muy poco a su hija durante su primer año de matrimonio. La buena dama sufrió mucho por la ausencia de Perdita, y su pesar se hizo mayor por la actitud de Rosalind, quien estaba sumida en una incurable melancolía de la que solo podría recuperarse si cambiaba de aires y de compañía. El lector no tardará en adivinar las verdaderas causas de este abatimiento. La señora Wingrave y las chismosas de sus amigas consideraron que su dolencia era una cuestión física, y no dudaron que la joven obtendría alivio por el remedio antes mencionado. De modo que propuso una visita, en nombre de su hija, a unos parientes de su difunto esposo, establecidos en Nueva York, los cuales se quejaban siempre de lo poco que veían a sus primos de Nueva Inglaterra. Envió a Rosalind a casa de esas buenas personas, con una escolta apropiada, y la joven permaneció allí varios meses. Entre tanto, su hermano Bernard, que había empezado a ejercer como abogado, decidió casarse. Rosalind regresó para la boda, en apariencia curada de su melancolía, con encendidas rosas y lirios en las mejillas y una orgullosa sonrisa en los labios. Arthur Lloyd llegó de Boston para asistir también al enlace de su cuñado, pero sin su esposa, que en breve iba darle un heredero. Había transcurrido casi un año desde la última vez que Rosalind lo había visto. Se alegró, aunque no sabía muy bien por qué, de que Perdita se hubiese quedado en casa. Arthur parecía feliz, pero su aspecto era más serio y adusto que antes de su matrimonio. Rosalind lo encontró «interesante», y, aunque este vocablo, en su sentido moderno, no había sido inventado aún, podemos estar seguros de que la idea era esa. Lo cierto es que Arthur estaba preocupado por su esposa y por el duro trance al que debía enfrentarse. Sin embargo, no por ello dejó de observar lo hermosa y resplandeciente que estaba Rosalind, y cómo eclipsaba a la pobre novia. La asignación de la que antaño disfrutaba Perdita para comprarse ropa había pasado a su hermana, quien le sacaba el máximo provecho.

La mañana siguiente de la boda, Lloyd ordenó colocar una silla de montar femenina en el caballo del criado que había venido con él de Boston y salió con Rosalind a dar un paseo. Era una fría y clara mañana de enero. El suelo estaba duro y limpio de maleza, los caballos en buenas condiciones… Por no hablar de Rosalind, que se veía encantadora con su chaqueta de montar azul, ribeteada de pie, y su sombrero emplumado. Cabalgaron toda la mañana, se perdieron y se vieron obligados a detenerse a almorzar en un caserío. Oscurecía ya cuando llegaron a casa. La señora Wingrave los recibió con cara larga. A mediodía había llegado un mensajero, enviado por la señora Lloyd, la cual se había sentido enferma de repente y deseaba el inmediato regreso de su marido. El joven, al pensar que había perdido varias horas y que de haber cabalgado sin descanso podría encontrarse ya junto a su esposa, profirió un apasionado juramento. No quiso detenerse a cenar, montó en el caballo del mensajero y partió al galope.

Llegó a su hogar a medianoche. Su esposa había dado a luz a una niña.

—¡Ah! ¿Por qué no has venido antes? —inquirió Perdita, al llegar él junto a la cabecera de su lecho.

—Había salido de casa cuando llegó el mensajero. Estaba con Rosalind —dijo Lloyd, con inocencia.

La señora Lloyd dejó escapar un pequeño gemido y volvió la cabeza. Pero el alumbramiento se había desarrollado con normalidad y durante una semana su estado mejoraba cada día. Sin embargo, y debido a alguna imprudencia en la dieta o por haberse expuesto sin necesidad a algún riesgo, se presentaron complicaciones y Perdita empeoró con rapidez. Lloyd estaba desesperado. Muy pronto resultó evidente que su esposa iba a morir. La señora Lloyd se dio cuenta de que su fin se acercaba, y declaró que se había reconciliado con la muerte. Tres días después, al atardecer, la señora Lloyd le dijo a su marido que estaba convencida de que no pasaría de aquella noche. Despidió a los criados, y le rogó a su madre que saliera de la habitación (la señora Wingrave había llegado el día anterior). Había pedido que pusiesen a su hijita en su cama, y se tumbó de costado con el bebé contra su seno y las manos asidas a las de su marido. La lamparilla de noche estaba oculta detrás de las pesadas cortinas del lecho, pero la habitación quedaba iluminada por el rojizo resplandor del inmenso fuego de leña del hogar.

—Resulta extraño que un fuego como ese ya no caliente mi corazón —murmuró la joven, tratando de sonreír—. ¡Si tuviera un poco de él en mis venas! Pero se lo he dado todo a esta pequeña chispa de vida…

Y posó los ojos en su hija. Luego dirigió una larga y penetrante mirada a su marido. En su corazón anidaba una vaga sospecha. No se había recobrado de la impresión que le había producido enterarse de que en el momento de su agonía Arthur había estado con Rosalind. Confiaba en su marido casi tanto como lo amaba, pero, ahora que iba a abandonar este mundo, pensar en su hermana le inspiraba un frío horror. Sabía que Rosalind no había dejado de envidiar su suerte, y un año de feliz seguridad no había borrado la imagen de la joven ataviada con su velo de novia y sonriendo con simulado triunfo. Ahora que Arthur iba a quedarse solo, ¿qué no intentaría Rosalind? Era hermosa, era encantadora… ¿Qué artes no dudaría en utilizar para impresionar el entristecido corazón del joven? La señora Lloyd miró a su marido en silencio. Resultaba difícil, después de todo, dudar de su fidelidad. Los hermosos ojos de Arthur estaban llenos de lágrimas; su rostro, convulso por los sollozos; la presión de sus manos era cálida y apasionada. ¡Cuán noble parecía, cuán tierno, fiel y devoto! «No —pensó Perdita—, no está hecho para una mujer como Rosalind. Nunca me olvidará. Y Rosalind no se interesa de verdad por él. Lo único que le interesan son las vanidades, las galas y las joyas». Y posó los ojos en sus blancas manos, que la generosidad de su marido había cubierto de anillos, y en los fruncidos de encaje que adornaban el reborde de su camisón. «Rosalind ansía más los anillos y los encajes que a mi marido».

En aquel momento, al pensar en la rapacidad de su hermana, pareció proyectarse una oscura sombra entre ella y la indefensa figura de su hijita.

—Arthur —dijo—, tienes que quitarme todos los anillos. No quiero que me entierren con ellos. Algún día mi hija los llevará: mis anillos, mis encajes y mis sedas. Hoy he pedido que los sacaran y me los mostrasen. Es un magnífico vestuario, no hay otro parecido en toda la provincia. Ahora que ya no será mío, puedo decirlo sin vanidad. Será una hermosa herencia para mi hija cuando se convierta en una jovencita. Hay piezas en ese ajuar que un hombre nunca compra dos veces, y si se pierden no hay modo de volver a encontrarlas, así que cuida de ellas. Le dejo una docena de ellas a Rosalind, ya le he dicho a mi madre cuáles son. Dale también aquel vestido de seda azul y plata. Es perfecto para ella, yo solo lo he llevado una vez y no me sentaba bien. Pero todo lo demás debe ser guardado como oro en paño para este pequeño ser inocente. Es una suerte que tenga el mismo color de tez que yo. Podrá llevar mis vestidos, tiene los ojos de su madre. Ya sabes que las modas vuelven a ser las mismas cada veinte años, de modo que podrá llevar mis prendas sin necesidad de retocarlas. Entre tanto, reposarán envueltas en alcanfor y pétalos de rosa, y conservarán sus colores en la aromática oscuridad. Tendrá el cabello negro, así que deberá llevar mi vestido de satén de color rosa clavel. ¿Me lo prometes, Arthur?

—¿Qué he de prometerte, querida?

—Prométeme que conservarás los vestidos de tu pobre esposa.

—¿Temes acaso que los venda?

—No, pero podrían perderse. Mi madre los envolverá adecuadamente, y tú los guardarás con doble cerradura. ¿Te acuerdas del gran baúl que hay en el desván con refuerzos de hierro? Es enorme. Podrás ponerlos todos allí. Mi madre y el ama de llaves se encargarán de ello y luego te darán la llave. Guárdala en tu secreter, y no se la entregues a nadie que no sea nuestra hija. ¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo —dijo Lloyd, desconcertado ante la intensidad con la que su esposa parecía aferrada a aquella idea.

—¿Lo juras? —insistió Perdita.

—Sí, lo juro.

—Bueno…, confío en ti…, confío en ti —dijo la pobre mujer, mirándolo con unos ojos en los que, si él hubiera sospechado de las aprensiones de su esposa, habría visto tanto una súplica como una certeza.

Lloyd soportó su desgracia con entereza y valentía. Un mes después de la muerte de su esposa, debido a unas circunstancias relacionadas con sus negocios, le surgió la oportunidad de viajar a Inglaterra. Vio esa posibilidad como una distracción que le permitiría alejarse de sus pensamientos sombríos. Estuvo ausente casi un año, durante el cual su hija quedó bajo los tiernos cuidados de su abuela. A su regreso, Lloyd abrió de nuevo las puertas de su casa, y anunció su intención de reintegrarse a la vida social, tal como lo había hecho en tiempos de su esposa. Todo el mundo predijo que no tardaría en casarse de nuevo, y hubo por lo menos una docena de muchachas de quienes se puede decir que no fue por su culpa si, durante los seis meses siguientes a su vuelta, esa predicción no se cumplió. Su hija continuaba en casa de la señora Wingrave, ya que esta aseguró a su yerno por carta que un cambio de residencia, a tan tierna edad, suponía un riesgo para la salud de la niña. Sin embargo, transcurrido ese tiempo, Arthur declaró que su corazón ansiaba la presencia de su hija y que esta debía ser llevada a la ciudad. Envió a su ama de llaves en un carruaje a recoger a la pequeña. Pero la idea de dejar a la niña en manos de una desconocida no era del agrado de la señora Wingrave, y Rosalind se ofreció a acompañarla. Regresaría al día siguiente. De modo que se marchó a Boston con su sobrina, y el señor Lloyd se la encontró ante el umbral de su casa, abrumado por la amabilidad de la joven y por tener de vuelta a su hija. En vez de regresar al día siguiente, Rosalind se quedó una semana en Boston; y cuando por fin volvió a su casa, lo hizo para recoger sus cosas y regresar de nuevo a la ciudad. Ni Arthur ni la niña querían oír hablar de su marcha. La pequeña gritaba y a punto estaba de ahogarse si Rosalind se alejaba de ella. Y al ver la angustia de su hija, Arthur perdía el juicio y juraba también que ella iba a morirse. De modo que era necesario que la tía se quedara hasta que su sobrina se hubiese acostumbrado a los nuevos rostros.

La pequeña tardó dos meses, ese fue el tiempo que había transcurrido cuando Rosalind se despidió de su cuñado. La señora Wingrave no aprobaba la prolongada ausencia de su hija. Había declarado que no era apropiada, y que estaba siendo la comidilla de toda la región. Había transigido solo porque, sin la presencia de Rosalind, su hogar gozó de un inesperado período de paz. Bernard Wingrave continuaba viviendo en casa de su madre, con su esposa, y entre esta y su cuñada existía una gran hostilidad. Tal vez Rosalind no fuese un ángel, pero en la convivencia cotidiana era de naturaleza afable, y si discutía con la señora Bernard no era sin mediar provocación. Los altercados entre las dos mujeres eran continuos, con gran desesperación de la señora Wingrave y de su hijo. En consecuencia, vivir en casa de Arthur habría sido maravilloso aunque solo fuese por alejarse del objeto de su antipatía en el hogar materno. Era el doble de maravilloso, diez veces más, por cuanto la mantenía cerca del objeto de su antigua pasión. Las fuertes sospechas de la señora Lloyd al respecto de lo que sentía su hermana por su marido se hallaban muy cerca de la verdad. Los sentimientos de Rosalind habían sido una pasión desde el primer momento, y continuaban siéndolo: una pasión desbordante, aunque atemperada por la delicada situación que atravesaba él, y cuyos efluvios no tardó en notar el señor Lloyd. Este, como ya he sugerido, no era un Petrarca moderno, la fidelidad a un recuerdo no estaba en su naturaleza. No habían transcurrido demasiados días desde que Rosalind estaba en la casa, cuando se convenció de que su cuñada era, en el lenguaje de aquella época, una mujer diabólicamente atractiva. No es preciso preguntarse si Rosalind practicaba de verdad aquellas artes insidiosas que su hermana se había sentido tentada a atribuirle. Baste decir que siempre hallaba el modo de aparecer en su aspecto más favorecedor. Todas las mañanas solía sentarse junto a la gran chimenea del comedor, con una labor de punto, mientras su sobrina, a sus pies, retozaba sobre la alfombra, o sobre la cola de su vestido, jugando con los ovillos de lana. Lloyd no era tan tonto para permanecer insensible ante las tiernas sugerencias de aquel cuadro encantador. Quería con pasión a su hija, y nunca se cansaba de cogerla en brazos y de lanzarla al aire para volver a recogerla, con gran deleite de la pequeña. Sin embargo, a veces se permitía mayores libertades de las que la niña estaba dispuesta a tolerar, y entonces ella vociferaba con fuerza su desagrado. En tales ocasiones, Rosalind dejaba a un lado su labor de punto y extendía sus bellas manos con la grave sonrisa de la joven cuya imaginación virginal le hubiera revelado todas las artes balsámicas de una madre. Lloyd le entregaba la niña, sus ojos se encontraban, sus manos se rozaban, y Rosalind apagaba los sollozos infantiles sobre los níveos pliegues del pañuelo que cruzaba su pechera. Su dignidad era perfecta, y no podía haber nada más discreto que su modo de aceptar la hospitalidad de su cuñado. Podría haberse dicho, quizá, que en su reserva había algo de aspereza. Lloyd tenía la molesta sensación de que Rosalind estaba en la casa y, sin embargo, resultaba inabordable. Media hora después de la cena, en el inicio de las largas veladas de invierno, la joven encendía su vela, se despedía de Arthur con una respetuosa reverencia y subía a acostarse. Si aquello eran artificios, Rosalind era una gran artista. Pero su efecto era tan mesurado, tan gradual, que estaba calculado para afectar a la imaginación del joven viudo con un crescendo tan finamente matizado que, como ya ha visto el lector, transcurrieron varias semanas antes de que ella se convenciera de que sus ganancias cubrirían con seguridad su inversión.

Una vez convencida de ello, regresó a casa de su madre. Allí esperó durante tres días; al cuarto, el señor Lloyd hizo su aparición: un respetuoso pero apremiante pretendiente. Rosalind lo escuchó hasta el final con gran humildad, y lo aceptó con infinita modestia. Resulta difícil imaginar que la señora Lloyd hubiera perdonado a su marido aquella infidelidad a su recuerdo, pero si algo podía haber atenuado su sensación de resentimiento habría sido la ceremoniosa continencia de aquella entrevista. Rosalind le impuso a su enamorado un breve período de noviazgo. La boda se celebró en la más estricta intimidad, casi en secreto, tal vez con la esperanza de que la difunta señora Lloyd no llegara a enterarse, como alguien sugirió con malicia.

En un principio, era un matrimonio feliz, en el que cada una de las partes obtuvo lo que deseaba: Lloyd, «una mujer diabólicamente atractiva», y Rosalind… Bueno, sus deseos, como habrá observado el lector, seguían siendo, en parte, un misterio. De hecho, su felicidad se vio enturbiada por dos sombras, aunque tal vez el tiempo podría desvanecerlas. Durante los tres primeros años de su matrimonio, la señora Lloyd no consiguió ser madre; y su marido, por su parte, sufrió graves pérdidas económicas. Esta última circunstancia motivó una drástica reducción en los gastos, y Rosalind no pudo llevar el mismo tren de vida que su hermana. Se las ingenió, sin embargo, para sobrellevar aquella situación sin que afectase a su papel de dama que viste con elegancia.

Desde hacía mucho tiempo, Rosalind tenía la certeza de que el abundante vestuario de Perdita había sido confiscado en beneficio de su hija, y que languidecía en la triste oscuridad del polvoriento desván. Resultaba indignante pensar que aquellas exquisitas telas no verían la luz del sol hasta que las reclamase una niña que se sentaba en una trona y tomaba papillas con una cuchara de madera. Sin embargo, tuvo el buen sentido de no hablar del asunto hasta que transcurrieron varios meses. Entonces abordó con timidez a su marido. ¿Acaso no era una lástima que aquellos hermosos vestidos se echaran a perder? Porque se estropearían, sin duda, devorados por la polilla, descoloridos por el tiempo, sin hablar de los cambios que experimentaba la moda. Pero Lloyd le dio una negativa tan brusca y tan perentoria que Rosalind comprendió que, de momento, no debía insistir. Pasaron otros seis meses, que trajeron consigo nuevas necesidades y nuevos deseos. Ella continuaba obsesionada por las reliquias de su hermana. Un día subió al desván y contempló el baúl en el que estaban encerradas. Sus tres grandes candados y sus refuerzos de hierro constituían un hosco desafío, que no hizo más que acrecentar su deseo. Había algo exasperante en su incorruptible inmovilidad. Era como un viejo sirviente severo y canoso que se obstinara en no revelar un secreto de familia. Y además sus vastas dimensiones sugerían un abundante contenido, y cuando Rosalind golpeó uno de los costados con la punta de la zapatilla, se oyó un sonido de abarrotada densidad. La joven se ruborizó por sus incontenibles deseos.

—¡Es absurdo! —gritó Rosalind—. ¡Es indecoroso, es perverso!

La joven decidió llevar a cabo otra tentativa ante su marido. Al día siguiente, después de almorzar, cuando él se hubo tomado su copa de vino, volvió a la carga. Pero Arthur la interrumpió con sequedad:

—De una vez por todas, Rosalind, está fuera de toda cuestión. Me disgustaré mucho si vuelves a hablarme de este asunto.

—Muy bien —replicó Rosalind—. Es agradable saber el aprecio que me tienes. ¡Cielo santo —gritó—, soy una mujer muy feliz! ¡Me complace que me sacrifiques por un capricho!

Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y de decepción.

Lloyd sentía el natural horror de un hombre bueno por las lágrimas de una mujer, y se dispuso (podría decirse que condescendió) a explicarse.

—No es un capricho, querida, es una promesa —dijo—, un juramento.

—¿Un juramento? ¡Menudo asunto para juramentos! Y a quién, ¿si puede saberse?

—A Perdita —dijo el joven alzando la mirada un instante, pero la retiró de inmediato.

—Perdita… ¡Ah, Perdita! —Y Rosalind rompió a llorar. Su pecho se agitaba con violentos sollozos, unos sollozos que eran la secuela largo tiempo diferida del intenso ataque que había sufrido la noche que descubrió los esponsales de su hermana. Había albergado la esperanza, en sus mejores momentos, de que sus celos habían desaparecido, pero, en esa ocasión, su temperamento pasional la había traicionado—. Y si puede saberse, ¿qué derecho tenía Perdita a disponer de mi futuro? —gritó—. ¿Qué derecho tenía a obligarte a ser mezquino y cruel conmigo? ¡Ah, qué digno lugar ocupo y qué espléndido papel represento! Tengo que resignarme con lo que Perdita tuvo a bien dejar. Y, dime, ¿acaso dejó algo? ¡Nunca lo supe hasta ahora! ¡Nada, nada, nada!

Desde el punto de vista de la lógica era un razonamiento absurdo, pero como «escena» resultó efectiva. Lloyd rodeó con el brazo la cintura de su esposa y trató de besarla, pero Rosalind lo rechazó con un olímpico desdén. ¡Pobre Arthur! Había deseado a una mujer «diabólicamente atractiva», y la había conseguido. El desdén de Rosalind resultaba insoportable. Salió de la habitación mientras le zumbaban los oídos, indeciso, confuso. Ante él, se encontraba su secreter, y dentro la sagrada llave con la que su propia mano había echado el triple cerrojo. Se acercó y lo abrió, y sacó la llave de un cajón oculto, envuelta en un paquetito que había sellado con su noble blasón heráldico. Je garde, rezaba el lema: «Yo guardo». Pero le avergonzaba volver a ponerla en su sitio. La arrojó sobre la mesa ante su esposa.

—¡Guárdala! —gritó Rosalind—. No la quiero. ¡La odio!

—Me desentiendo de este asunto —dijo su marido—. Y que Dios me perdone.

La señora Lloyd, indignada, se encogió de hombros y salió del comedor, mientras su marido se retiraba por otra puerta. Diez minutos más tarde ella regresó y encontró la habitación ocupada por su hijastra y la niñera. La llave no estaba sobre la mesa. Rosalind miró a la niña. Su sobrina estaba apoyada en una silla, con el paquete en las manos. La señora Lloyd se apresuró a tomar posesión de él.

A la hora de cenar, Arthur Lloyd regresó de su oficina. Era el mes de junio y la cena se servía antes de que oscureciera. La comida estaba en la mesa, pero la señora Lloyd no se hallaba presente. Arthur envió a un criado en su busca, pero el sirviente volvió diciendo que la habitación de la señora estaba vacía y que las mujeres le habían informado de que no la habían visto en toda la tarde. Lo cierto era que habían advertido su rostro lloroso, y, suponiendo que se había encerrado en su habitación, no quisieron molestarla. Arthur la buscó sin éxito por toda la casa llamándola por su nombre, pero no obtuvo respuesta. Al final se le ocurrió que tal vez había subido al desván. La idea le produjo una extraña sensación de malestar y ordenó a los criados que se quedaran en la planta baja, no deseaba que hubiera ningún testigo mientras la buscaba. Llegó al pie de la escalera que conducía al piso más alto y se detuvo con la mano en la barandilla mientras pronunciaba el nombre de su esposa. Le tembló la voz. La llamó de nuevo en un tono más alto y firme. El único sonido que rompió el rotundo silencio fue el débil eco de su propia voz, que se repetía bajo el gran alero. Pese a todo, se sintió irresistiblemente impulsado a subir la escalera. Esta desembocaba en una amplia sala, llena de armarios de madera, en cuyo extremo había una ventana orientada a poniente y a través de la cual se filtraban los últimos rayos del sol. Frente a la ventana se encontraba el enorme baúl. Y ante el baúl, arrodillada, el joven vio con asombro y horror la figura de su esposa. Al instante, salvó la distancia que los separaba, sin habla.

La tapa del baúl estaba abierta, mostrando, entre servilletas perfumadas, su tesoro de telas y joyas. Rosalind había caído hacia atrás mientras permanecía arrodillada, y había quedado con una mano apoyada en el suelo y la otra apretada contra su corazón. Sus miembros tenían la rigidez de la muerte, y en su rostro, bajo la agonizante luz del sol, se reflejaba el terror a algo más que la muerte. Sus labios aparecían entreabiertos, en forma de súplica, de consternación y de agonía, y en su blanca frente y exangües mejillas destacaban diez espantosas y candentes huellas de dos vengativas manos fantasmales.