I

—Todos me preguntan mi opinión sobre todo —dijo Spencer Brydon—, y respondo como puedo dando por sentada la pregunta o eludiéndola, quitándomelos de encima con cualquier tontería. En realidad, a nadie debería importarle —continuó—, porque, incluso aunque fuera posible responder a una demanda tan tonta acerca de un tema tan importante y de modo tan expeditivo mis opiniones seguirían siendo casi en su totalidad algo que solo me concierne a mí.

Estaba hablando con la señorita Staverton, con la que, desde hacía un par de meses, no perdía ocasión de charlar siempre que se presentaba la oportunidad de hacerlo. Esta inclinación y ese recurso, ese consuelo y apoyo que la situación le brindaba, habían ocupado bastante pronto el primer lugar entre la larga serie de sorpresas bastante inesperadas que habían acompañado su retorno, extrañamente demorado, a América. Todo su entorno era de algún modo una sorpresa, lo que podía considerarse natural ya que, durante tanto tiempo y de forma tan consistente, lo había descuidado todo, dejando así un amplio margen para las sorpresas. Les había concedido más de treinta años, treinta y tres, para ser exactos, y ahora le parecía que ellas habían preparado su actuación en proporción a tan dilatado permiso. Tenía veintitrés años cuando se fue de Nueva York y ahora tenía cincuenta y seis, a no ser que lo calculara ateniéndose a una sensación que había tenido algunas veces desde su repatriación, en cuyo caso habría vivido más tiempo del que de modo habitual se asigna al ser humano. Habría hecho falta un siglo, se repetía a sí mismo, y también se lo decía a Alice Staverton, habría hecho falta una ausencia más prolongada y una mente más distanciada incluso que aquellas de las que había sido culpable, para acumular las diferencias, las novedades, la extrañeza y sobre todo las grandezas, que para bien o para mal, asaltaban ahora su visión dondequiera que mirase.

Sin embargo, durante todo aquel tiempo, el hecho más relevante había sido constatar lo imposible de todo cálculo. De década en década se había imaginado a sí mismo estar previendo, del modo más generoso e inteligente, cambios espléndidos. Ahora se daba cuenta que no había previsto nada: echaba de menos lo que había estado seguro de encontrar, y encontró lo que jamás habría imaginado. Las proporciones y valores estaban invertidos. Las cosas terribles que había esperado encontrar, las cosas terribles de su lejana juventud, cuando, demasiado pronto había despertado a la sensación de lo terrible, estos fenómenos misteriosos, cuando sucedían, ejercían sobre él una gran fascinación; por el contrario, lo «presuntuoso», lo moderno, lo enorme, las cosas célebres, lo que había venido a ver, como tantos miles de ingenuos curiosos cada año, eran justo la causa de su desaliento. Eran como trampas que llevaban al descontento y sobre todo a la reacción, y cuyos resortes saltaban sin cesar bajo la presión de su incansable caminar. Sin duda todo aquel espectáculo era interesante, pero habría sido demasiado desconcertante si cierta verdad más sutil no hubiera salvado la situación. Bajo esta luz más firme, era evidente que Spencer Brydon no había vuelto a su país para ver curiosidades; había venido, tanto si se analizaba de forma superficial como a la vista del hecho en sí, siguiendo un impulso con el que las curiosidades nada tenían que ver. Había venido (en palabras un poco rimbombantes) a inspeccionar sus propiedades de las que había estado separado cuatro mil millas durante un tercio de siglo. O, para expresarlo de modo menos sórdido, había cedido a la tentación de ver de nuevo su casa en el rincón de la dicha, como solía describirla con cariño, la casa donde había visto la luz por vez primera, donde varios miembros de su familia habían vivido y muerto, donde había pasado las vacaciones de su infancia en exceso escolarizada y donde había recogido las pocas flores de amistad de su lastimosa adolescencia. Ahora, tras la muerte de sus dos hermanos y como resultado de antiguos acuerdos, aquel lugar del que había estado apartado tanto tiempo había pasado por entero a sus manos. Además era dueño de otra propiedad, no tan buena como aquella, pues el rincón de la dicha había ido ampliándose de forma excepcional desde hacía tiempo y había sido objeto de los mayores cuidados. El valor de aquellos inmuebles constituían el fundamento de su capital, y sus ingresos de los últimos años provenían de sus rentas respectivas, las cuales (gracias en concreto a que en un principio eran excelentes) no habían sido nunca deprimentemente bajas. Podía vivir en Europa, tal como venía haciéndolo, con el producto de estos florecientes alquileres neoyorquinos; y aún sería mejor puesto que, habiéndose acabado los doce meses de arrendamiento de la segunda edificación (un simple número en una larga calle), la posibilidad de renovarlo y lograr grandes beneficios resultaba gratamente factible.

Ambas eran propiedades suyas, pero, desde su llegada, notaba que cada vez marcaba más la diferencia entre ellas. La casa que daba a la calle (dos bloques orientados al oeste) estaba ya en un proceso de reconstrucción para convertirse en un alto edificio de pisos. Hacía algún tiempo que él había aceptado propuestas para esta transformación, y ahora que las obras estaban en marcha descubría, con no poca sorpresa, su capacidad para actuar sobre el terreno, a pesar de su falta de experiencia en tales asuntos, y de participar con cierta inteligencia, casi con una cierta autoridad. Había vivido de espaldas a ese tipo de intereses y con su atención puesta en otros de índole tan diferente que apenas sabía qué hacer con la penetrante impresión, que anidaba en un compartimento inexplorado de su mente, de que poseía capacidad para los negocios y sentido de la construcción. Estas virtudes, tan comunes ahora en el ámbito en que se movía, habían estado aletargadas en su propio organismo en el que, tal vez podría decirse, habían dormido el sueño de los justos. Hoy en día, en aquel espléndido otoño (el otoño al menos era una pura bendición en aquel lugar horrible), él deambulaba agitado en secreto por su «obra», sin sentirse intimidado, sin «importarle» lo más mínimo que todo aquel asunto fuera, como se decía, vulgar y sórdido, y se encontraba dispuesto a trepar escaleras, caminar entre tablones, manejar materiales y dar la impresión de que sabía lo que se traía entre manos; en resumen, a preguntar, exigir explicaciones y meterse de verdad en números.

Le divertía y estaba del todo encantado, y, por los mismos motivos, aquello divertía también a Alice Staverton, aunque quizá estaba encantada de un modo menos perceptible. Sin embargo, a ella no le iba a reportar beneficios como los que él recibiría, y muy sustanciosos. Brydon sabía que era probable que nada pudiera mejorar la situación actual de Alice, quien, en el otoño de su vida, perduraba como propietaria y ocupante delicadamente austera de la casita de Irving Place en la que había logrado mantenerse de forma sutil a lo largo de su casi ininterrumpida vida en Nueva York. Si ahora Brydon conocía el camino a aquella casita mejor que ninguna otra dirección entre las horrorosas numeraciones que se multiplicaban por todas partes y que parecían reducir la ciudad a una enorme hoja de un libro de contabilidad, exuberante y fantástica con líneas pautadas y entrecruzadas llenas de números; si había adquirido el hábito de visitarla en busca de consuelo, se debía en gran parte al encanto de haber encontrado y reconocido en el inmenso yermo de aquella masa, abriéndose paso entre la simple y burda generalización de la riqueza, la fuerza y el éxito, un pequeño y tranquilo escenario donde los objetos, sombras y todas las cosas delicadas conservaban la nitidez que hay en las notas de una voz aguda educada a la perfección, y en el que la austeridad lo envolvía todo como los aromas de un jardín. Su vieja amiga vivía con una sirvienta y ella misma quitaba el polvo a sus reliquias, despabilaba las bujías de las lámparas y abrillantaba la plata. Siempre que podía se mantenía alejada del espantoso agobio de la vida moderna, pero salía con ímpetu y batallaba duro cuando se trataba de cosas del espíritu, el espíritu que, después de todo, ella confesaba orgullosa y con un poco de timidez, era propio de mejores tiempos, aquellos de su juventud, regidos por un remoto y antediluviano orden social. Cuando lo necesitaba, utilizaba los tranvías, aquellos artefactos espantosos por los que la gente andaba a la greña igual que los náufragos en el mar, presos del pánico, se pelean por subir a los botes. Afrontaba con esfuerzo y aire inescrutable todas las conmociones y experiencias públicas penosas, y sin embargo mantenía aquella desconcertante y esbelta gracia en su aspecto que le empujaba a uno a pensar si sería una hermosa joven a quien los problemas habían envejecido de modo prematuro o una delicada y serena mujer mayor rejuvenecida a base de practicar una triunfal indiferencia. Spencer la encontraba exquisita, sobre todo por sus preciosas alusiones a recuerdos e historias de las que él formaba parte, como una pálida flor prensada (una curiosidad para empezar), y, a falta de otras dulzuras, era suficiente recompensa a su esfuerzo. Poseían un conocimiento común (al que Alice se refería como nuestro, discriminatorio adjetivo que siempre tenía en los labios), un conocimiento de presencias de una etapa anterior. Presencias sofocadas, en el caso de Spencer, por la experiencia de un hombre y de la libertad de un nómada; sofocadas por el placer, la infidelidad y por pasajes de su vida que a ella le resultaban extraños y oscuros, y que resumía en la palabra «Europa». Pero cuando aquellas presencias recibían la visita de aquel espíritu, del que la señorita Staverton jamás se había apartado, seguían siendo diáfanas, arriesgadas y queridas.

Un día, Alice le acompañó a ver cómo iba ganando altura su «casa de apartamentos»; él la ayudaba a sortear zanjas y le explicaba en qué consistían sus planes. Mientras estaban allí, tuvo lugar, ante ella, una breve pero enérgica discusión entre Spencer y el encargado de la obra, el representante de la empresa constructora a la que se había encargado el trabajo. Brydon tenía la sensación de haber sabido «enfrentarse» con resolución a este personaje a propósito de la omisión, por parte de este último, de algún detalle que constaba en las condiciones pactadas por escrito, y lo había defendido de forma tan clara que ella, además de ruborizarse de manera tan encantadora en aquel momento, en solidaridad por su triunfo, le había dicho después (aunque con un ligero tono de ironía) que en realidad había desperdiciado durante muchos años un auténtico don. Si se hubiera quedado en su país, se habría anticipado al inventor del rascacielos. Si no se hubiera ido, habría descubierto su genio a tiempo para poner en marcha de verdad un nuevo y formidable tipo de arquitectura hasta conseguir amasar una fortuna. Spencer recordaría estas palabras en el transcurso de las semanas siguientes, por el eco argénteo con que había sonado por encima de sus más extrañas y profundas vibraciones, durante este último tiempo enmascaradas y amortiguadas por completo.

Este íntimo sobrecogimiento sin sentido empezó a manifestarse transcurridas las dos primeras semanas y había estallado con la más curiosa brusquedad. Le salía al paso (y esta era la imagen que contaba para él a la hora de enjuiciar todo aquel asunto, o al menos la que le hacía estremecerse y enrojecer) como hubiera podido salirle al paso, al doblar un oscuro recodo en una casa vacía, una figura extraña, un ocupante inesperado. Aquella peculiar analogía le rondaba de un modo obsesivo, cuando no la perfeccionaba él mismo, en efecto, dándole una forma todavía más definida: como si al abrir una puerta, tras la que estaba seguro de no encontrar nada, la puerta de una habitación vacía y con los postigos cerrados, aun así, avanzara, con un sobresalto sofocado, hacia una presencia rígida por completo, algo plantado en medio del lugar y que le hacía frente en la oscuridad. Después de aquella visita a la casa en construcción, fue caminando con su amiga a ver la otra, que siempre había considerado la mejor, y que, en dirección este, formaba uno de los rincones, precisamente el de la «dicha» de aquella calle tan degradada y desfigurada en los tramos orientados al oeste, y de la avenida que resultaba, en comparación, tradicional. La avenida tenía todavía, como decía la señorita Staverton, pretensiones de decencia; la mayoría de las personas mayores ya no vivían allí, los apellidos con solera se desconocían y por doquier surgían viejas evocaciones que deambulaban con vaguedad como un anciano caminando en la noche, con quien uno se encuentra y experimenta el impulso de vigilarle o de seguirle con amabilidad, para tener la seguridad de que regresará sano y salvo a casa.

Nuestros amigos entraron juntos. Él abrió con su llave, puesto que, según explicó, no había nadie allí: tenía motivos para preferir que el lugar se mantuviera desocupado. Había logrado llegar a un arreglo con una buena mujer de la vecindad para que viniera una hora al día a orear la casa, quitar el polvo y barrer. Spencer Brydon tenía sus razones para actuar así y cada día era más consciente de ellas; le parecían más sólidos cada vez que iba allí, aunque aún no se los hubiera enumerado todos a su amiga, del mismo modo que no le contaba lo frecuente, lo absurdamente frecuente, de sus visitas a la casa. De momento, lo único que le dejó ver, mientras recorrían las enormes habitaciones desnudas, era la absoluta vacuidad reinante, y que, de arriba abajo, la escoba de la señora Muldoon, que descansaba en un rincón, era lo único en toda la casa que podía tentar a los ladrones. En aquellos momentos, ella se encontraba en el edificio y atendía de forma locuaz a los visitantes, precediéndoles de una a otra habitación, abriendo los postigos y levantando con rapidez los bastidores, todo ello para demostrarles, según dijo, lo poco que había que ver. Desde luego, había muy poco que ver en aquel edificio desolado, cuyas características generales y la distribución (el estilo propio de una época más indulgente con el tamaño) transmitían, no obstante, a su dueño una súplica honesta que le conmovía, como si la hiciera un viejo y apreciado sirviente, como una petición de buenos informes o incluso de jubilación por parte de un criado de toda la vida. Sin embargo, también influyó un comentario de la señora Muldoon, según el cual, aunque se sentía muy agradecida al señor Brydon por encomendarle aquella tarea del mediodía, tenía la esperanza de que nunca le hiciese cierta petición. Si, por cualquier motivo, él deseaba que ella viniese después de anochecer, se vería obligada a decirle que, por favor, se lo pidiese a otra.

El hecho de que no hubiera nada que ver no significaba para aquella digna mujer que no se pudieran ver ciertas cosas, y, con toda naturalidad, le dijo a la señorita Staverton que no podía esperarse que a ninguna dama le gustara «trepar a los pisos altos en las horas malignas». Al no haber luz eléctrica y de gas en el interior del edificio, aquello le dio pie para evocar una horripilante visión de ella misma atravesando las enormes habitaciones oscuras (¡y con tantas como había!) a la luz temblorosa de una velita. La señorita Staverton respondió con una sonrisa a la honesta mirada de aquella mujer y admitió que, por supuesto, ella también rechazaría una aventura semejante. Mientras tanto, Spencer Brydon se mantenía en silencio, de momento. El asunto de las horas «malignas» en su vieja casa se había convertido ya para él en algo muy serio. Hacía unos días que había empezado a «trepar», y sabía por qué y con qué fin, tres semanas antes, había depositado en persona un paquete de velas en el fondo de un cajón del hermoso aparador antiguo que, como un elemento permanente del mobiliario, estaba encajado en una profunda oquedad del comedor. En aquel momento, se reía de lo que hablaban sus acompañantes, sin embargo, cambió enseguida de tema. En primer lugar porque su propia risa le impresionaba, incluso en aquel instante, como si despertara el curioso eco, la consciente resonancia humana (no sabía muy bien cómo definirlo) que los sonidos tenían cuando se encontraba allí solo, un eco que no sabía si lo percibía sus oídos o su imaginación; y en segundo lugar, porque temía que Alice Staverton, con su gran intuición, estuviera a punto de preguntarle, en aquel preciso momento, si alguna vez él había merodeado por allí. No estaba preparado para responder a ciertas intuiciones, y, de todos modos, para cuando la señora Muldoon se hubo marchado, él ya había alejado el peligro de aquella pregunta, trasladándose a otras habitaciones de la casa.

Por fortuna había, en aquel sagrado lugar, suficientes cosas que podían decirse de modo libre y claro. Por eso su amiga, tras echar una mirada anhelante a su alrededor, irrumpió con un torrente de frases:

—¡Espero que no me dirá usted que quieren echar abajo esta casa!

Su respuesta, en un tono de renovada cólera, no se hizo esperar: aquello era precisamente lo que querían y el motivo por el que le acosaban a diario, con la insistencia de la gente incapaz de comprender en toda su vida que una persona pueda tener un sentimiento decente. Brydon encontraba aquel lugar, tal como estaba y más allá de lo que podía expresar, una fuente de interés y de alegría. Había otros valores distintos de los abominables valores monetarios, y en resumidas cuentas… Pero la señorita Staverton lo interrumpió en ese preciso momento.

—En resumidas cuentas, usted va a obtener tan sustanciosos beneficios con su rascacielos que, pudiendo vivir con gran lujo con esas ganancias mal adquiridas, puede permitirse, de momento, ser sentimental con esta casa.

Su sonrisa y aquellas palabras estaban teñidas de la suave ironía que envolvía casi toda su charla, una ironía sin acritud que, de hecho, provenía de su riqueza imaginativa. No era el fácil sarcasmo que la mayoría de gente practica alrededor de la «buena sociedad» pretendiendo labrarse una reputación de inteligencia, cuando todos están desprovistos de ella. Tras una breve vacilación, él había contestado:

—Bien, sí, puede expresarlo así, si lo desea.

En aquel momento le resultaba agradable tener la seguridad de que la imaginación de Alice sabría hacerle justicia. Le aclaró que, aunque jamás recibiera un dólar de la otra casa, seguiría apreciando esta del mismo modo. Mientras paseaban y se demoraban por las distintas salas, Brydon insistió en el hecho del estupor que estaba provocando y en el absoluto desconcierto que él mismo creaba a su alrededor. Habló del valor que veía en todo aquello, en la mera visión de las paredes, en la mera forma de las habitaciones, en el simple crujir de los suelos, en el simple tacto de su mano sobre los tiradores bañados en plata de las distintas puertas de caoba, que sugerían la presión ejercida por las palmas de los muertos. Los setenta años del pasado, en resumen, que aquellas cosas representaban, los anales de casi tres generaciones, contando la de su abuelo, la generación que había encontrado su fin entre aquellas paredes y las cenizas intangibles de su lejana juventud extinguida flotando en el mismísimo aire como partículas microscópicas. Alice escuchaba todo; era una mujer que respondía con familiaridad pero que no parloteaba. No desparramaba nubes de palabras a su alrededor: sabía asentir, estar de acuerdo, y, por encima de todo, sabía dar ánimos, sin hacerlo de forma explícita. Solo al final se aventuró un poco más de lo que él lo había hecho.

—Y además, ¿cómo puede saberlo? Es posible que, después de todo, aún desee vivir aquí.

Aquellas palabras lo contuvieron, porque no era aquello en lo que había estado pensando, al menos no con esa intención.

—¿Se refiere usted a que podría decidir quedarme aquí por esta casa?

—¡Bueno, con una casa como esta…! —había precisado con mucho tacto y elegancia, lo que era un particular ejemplo de cómo no le gustaba hablar en vano.

¿Cómo podía nadie, con dos dedos de frente, insistir en que cualquier otra persona «deseara» vivir en Nueva York?

—¡Oh! —dijo él—, podría haber vivido aquí, puesto que pude escoger en mi juventud; podría haber pasado aquí todos estos años. Entonces, todo habría sido muy diferente… Me atrevería a decir que bastante «curioso». Pero eso es otro asunto. Y además, lo hermoso de todo esto, quiero decir de mi perversidad, de mi negativa a llegar a un «acuerdo» sobre esta casa, está precisamente en la total ausencia de razones. ¿No ve usted que si tuviera una razón para ello tendría que actuar de otro modo, y sería, necesariamente, una razón monetaria? Dejemos pues que sea una sinrazón, que no exista ni el espectro de una.

Se encontraban de vuelta, en el recibidor, dispuestos a salir, pero desde su posición divisaban, a través de la puerta abierta, una panorámica del gran salón principal: una estancia cuadrada con ventanas ampliamente separadas entre sí, una peculiaridad arquitectónica que era, sin duda, un acierto del pasado. Alice dejó de contemplar la estancia y miró a su compañero.

—¿Está usted del todo seguro de que «el espectro de algo» no sería una razón de peso?

Brydon tuvo la certera sensación de que palidecía. Pero aquello solo era una aproximación a lo que habrían de vivir. Respondió con una expresión a medio camino entre lo que él consideraba una mirada feroz y la mueca de una sonrisa:

—¡Oh, sí, espectros…, desde luego, este lugar debe de estar rebosante de espectros! Me avergonzaría si no lo estuviera. La pobre señora Muldoon tiene razón, por eso solo le pedí que echara un vistazo a la casa.

La señorita Staverton volvió a mirarle con aire ausente, y era obvio que algunas cosas, que no expresó, daban vueltas en su mente. Durante un momento, en aquella hermosa estancia, es posible que tuviera la impresión de que algún elemento se materializaba con vaguedad, y que simplificado, como la máscara mortuoria de un rostro hermoso, tal vez le produjo en aquel instante un efecto similar a la conmoción que causa la expresión «fijada» en la fraguada escayola conmemorativa. Sin embargo, cualquiera que hubiese sido la sensación que había experimentado, Alice eligió responder con la vaguedad de un tópico.

—Bueno, si al menos estuviese amueblada y habitada…

Parecía dar a entender que, en el caso de que aún estuviera amueblada, tal vez él se habría mostrado menos reacio a la idea de un posible regreso. Pero fue derecha al vestíbulo, como si quisiera dejar atrás sus palabras, y, un momento después, él ya había abierto la puerta de entrada y estaba junto a ella en la escalera. Cerró la puerta y, mientras volvía a meterse la llave en el bolsillo, mirando arriba y abajo, percibieron la cruda realidad que suponía la visión de la avenida, lo que a Brydon le recordó la agresión que supone la luz del desierto para el viajero que emerge de una tumba egipcia. Pero antes de pisar la calle, aventuró la respuesta que había preparado para las palabras de Alice.

—Para mí, está habitada. Para mí, está amueblada.

A lo cual ella contestó sin demasiado esfuerzo, suspirando discreta y vagamente:

—¡Oh, sí…!

Los padres de Brydon y su hermana más querida, por no hablar de otros muchos familiares, habían vivido y terminado allí sus días. Eso significaba que aquellas paredes estaban llenas de rastros indelebles de vidas pasadas.

Pocos días después, durante la hora que volvió a pasar con ella, le comentó lo harto que estaba de la curiosidad en exceso aduladora de la gente que conocía sobre la opinión que le merecía Nueva York. No había conseguido formular ninguna que pudiera exhibirse en público, y, respecto a lo que «pensaba» (pensara bien o mal de cuanto le rodeaba), su pensamiento estaba del todo dedicado a un solo tema. Era simple y vano egoísmo, y además, si ella lo prefería así, era una obsesión morbosa. Sentía cómo todo se reducía a una cuestión: qué habría sido de él como individuo, qué vida habría llevado y qué habría «llegado a ser» si no hubiera renunciado a vivir allí como lo hizo desde un principio. Y, reconociendo por primera vez la intensidad de aquella absurda especulación (que, sin duda, no era sino otra prueba del hábito egoísta de pensar en sí mismo), afirmó su incapacidad de encontrar en Nueva York otra fuente de interés u otro atractivo.

—¿Qué habría hecho de mí, qué habría hecho conmigo?, sigo preguntándome una y otra vez, como un tonto, como si pudiera saberlo. Me doy cuenta de lo que les ha hecho a otros muchos, esos con los que me encuentro, y me duele en lo más hondo, hasta la exasperación, pensar que podría haberme hecho lo mismo a mí también. Solo que no puedo saber qué, y la preocupación y la rabia banal por esa curiosidad que jamás veré satisfecha me traen a la memoria lo que he sentido en un par o tres de ocasiones en que, teniendo mis motivos, he juzgado oportuno quemar una carta importante sin abrirla. Después me he arrepentido, he odiado muchísimo haberlo hecho… Jamás sabré lo que decía aquella carta. ¡Desde luego, todo esto puede parecerle una trivialidad!

—No me parece ninguna trivialidad —interrumpió la señorita Staverton muy seria.

Estaba sentada junto a la chimenea y, ante ella, de pie e inquieto, Brydon se volvía a un lado y a otro, con la atención dividida entre la intensidad con que vivía su idea y una vaga inspección intermitente, a través de su monóculo, de los pequeños objetos antiguos que se hallaban sobre la repisa de la chimenea. Cuando Alice le interrumpió, por un momento la miró con dureza.

—¡No debería importarme que se lo pareciera! —dijo, no obstante, riéndose—; de todos modos, lo que le he dicho es solo una ilustración de cómo me siento ahora. Si no me hubiera obstinado en seguir aquel rumbo juvenil… Y a punto estuve de recibir la maldición de mi padre por ello, si me permite decirlo. Si una vez emprendido aquel camino no lo hubiese mantenido «allí», desde el primer día hasta hoy, sin la más leve duda, sin un atisbo de arrepentimiento; si, por encima de todo, no me hubiera gustado, no me hubiese encantado del modo que lo hizo, si no me hubiera encantado tanto, en efecto, y no hubiese sido tan presuntuoso acerca de mis propias preferencias; si algo de esto hubiera sido diferente, el efecto sobre mi vida y sobre mi «apariencia» habría sido otro muy distinto. Debí haberme quedado aquí, de haber sido posible, pero, a los veintitrés años, yo era demasiado joven para juzgar, pour deux sous, si eso lo era. Si hubiera esperado, habría visto que sí, y entonces, al permanecer aquí, me habría convertido en uno de esos tipos tan sagaces que se han forjado a sí mismos en unas condiciones muy duras. Y no es que les admire demasiado… Que posean algún encanto, o si sus condiciones de vida ejercen sobre ellos algún tipo de atractivo más allá de su vulgar pasión por el dinero, nada tiene que ver con el asunto. Pienso solo en la posibilidad perdida de ese hipotético, y, no obstante, factible a la perfección, desarrollo de mi propia naturaleza. Se me ocurre la idea de que, en algún lugar, muy dentro de mí, había un extraño álter ego, como la flor madura está contenida en el pequeño capullo apretado, y que precisamente, al tomar el camino que tomé, trasplanté mi otro yo a un clima que lo marchitó para siempre.

—¿Y usted se pregunta cómo habría sido la flor? —dijo la señorita Staverton—. Yo también, si le interesa saberlo; llevo preguntándomelo desde hace semanas. Yo creo en esa flor —prosiguió—. Tengo la sensación de que habría sido espléndida, enorme y monstruosa.

—¡Sobre todo monstruosa! —repitió su compañero—, y me imagino que, por la misma razón, repugnante y nauseabunda.

—No puede usted creer eso —contestó ella—; si así fuera, no sentiría curiosidad. Tendría la certeza, y con eso bastaría. Usted tiene la sensación, y yo también la tengo, de que habría sido un hombre con poder.

—¿Le habría gustado que yo fuera así? —preguntó.

Alice no vaciló ni un instante.

—¿Cómo no iba a gustarme?

—Ya entiendo. Le habría gustado más, ¡me habría preferido de haber sido multimillonario!

—¿Cómo no iba a gustarme? —le preguntó de nuevo.

Estaba de pie ante ella, inmóvil. La pregunta de Alice le había dejado paralizado, pero la entendió, así como lo que implicaba, y, por supuesto, no refutarla era un modo de corroborarlo.

—Al menos, sé lo que soy —continuó con toda naturalidad—. La otra cara de la moneda es lo bastante clara. No he sido virtuoso; creo que en muchísimos aspectos he dejado mucho que desear. He seguido caminos extraños y adorado dioses extraños. Ha debido usted de oír en repetidas ocasiones (de hecho, usted misma me lo ha comentado a menudo) que, a lo largo de estos treinta años, he llevado una vida egoísta, frívola y escandalosa. Y ya ve en lo que me ha convertido esa vida.

Ella se limitó a esperar con una sonrisa en los labios.

—Ya ve usted en lo que me ha convertido a .

—Oh, no, a usted nada la habría cambiado. Ha nacido para ser lo que es, dondequiera y comoquiera que sea; usted posee el tipo de perfección que nada en el mundo habría logrado empañar. ¿Y no se da cuenta de que, a no ser por mi exilio, yo no habría esperado hasta ahora…?

Pero un extraño remordimiento le hizo detenerse.

—En mi opinión, lo más importante a tener en cuenta es —dijo Alice de inmediato— que esa vida no ha malogrado nada. No ha impedido que, por fin, usted haya vuelto. Esto no lo ha malogrado. No ha podido malograr lo que usted acaba de decir… —También a ella le temblaba la voz.

Él intentaba adivinar todos los posibles significados de la emoción controlada de Alice.

—¿Cree usted entonces que no habría sido mejor de lo que soy?

—¡Oh, no! ¡Ni muchísimo menos! —y, al decir esto, se levantó de la silla y se acercó a él—. Pero no me importa —añadió sonriendo.

—¿Quiere decir que soy lo bastante bueno?

Se quedó pensativa un instante.

—¿Me creerá si le digo que sí? Quiero decir, ¿zanjaría eso la cuestión para usted?

Y después, como si adivinase en su rostro que él retrocedía ante aquella pregunta, que tenía una idea que, por absurda que fuera, no podía exponer todavía, ella añadió:

—¡Oh!, tampoco a usted le importa…, aunque de un modo distinto al mío. A usted no le importa nada excepto su propia persona.

Spencer Brydon reconoció que así era, de hecho él mismo lo había declarado sin dejar lugar a dudas. Sin embargo, hizo una puntualización fundamental.

—Ese otro «él» no soy yo. Él es otra persona por completo distinta. Pero deseo verle —añadió—. Puedo hacerlo. Y lo haré.

Sus miradas se encontraron un instante, y Brydon creyó entrever en los ojos de Alice algo que le hizo pensar que ella entendía el extraño sentido de sus palabras. Pero ninguno de los dos lo expresó de otra manera, y la aparente comprensión de ella, quien no mostró indignación ni intención de burla, le conmovieron como nada jamás lo había hecho hasta entonces, y, de inmediato, aquello se convirtió en algo semejante a una bocanada de aire fresco para su sofocada perversidad. Sin embargo, la respuesta de Alice le alcanzó por sorpresa.

—Bueno, yo lo he visto.

—¿Usted?

—Sí, lo he visto en sueños.

—¡Ah, en sueños…! —exclamó, defraudado.

—Pero han sido dos veces seguidas —continuó diciendo—. Le vi tal como le veo a usted ahora.

—¿Ha tenido usted el mismo sueño…?

—Dos veces seguidas —repitió—. Exactamente el mismo.

Tuvo la impresión de que aquello encerraba algún significado, al tiempo que se sentía complacido.

—¿Sueña conmigo con tanta frecuencia?

—¡Con él! —repuso Alice sonriendo.

Brydon volvió a indagar con la mirada.

—Entonces, usted lo sabe todo sobre él. —Y como ella no respondía, preguntó—: ¿Cómo es ese pobre desgraciado?

Ella vaciló y, como si tuviera sus propias razones para resistir la fuerte presión que él ejercía sobre ella, volvió la cabeza.

—¡Se lo contaré en otro momento!

II

A partir de aquel día, Brydon se dio cuenta de la gran fuerza, el cuidado encanto y la absurda y secreta conmoción que había en el modo particular de rendirse a su obsesión y en dirigirse a lo que, cada vez más, consideraba un privilegio personal. Durante aquellas semanas vivió en exclusiva para aquello, ya que, en realidad, sentía que la vida no empezaba hasta que la señora Muldoon se retiraba de escena cuando, tras recorrer la espaciosa casa desde el desván hasta la bodega, seguro de estar solo, tenía la certeza de que se hallaba en territorio seguro, y, como de un modo tácito daba a entender, se abandonaba a la situación. En ocasiones visitaba la casa dos veces en el mismo día. Sus momentos favoritos eran las últimas horas del atardecer del corto crepúsculo otoñal; estas eran las horas en que sus expectativas crecían. Le parecía que era entonces cuando podía deambular y aguardar con mayor recogimiento, demorarse y escuchar, sentir cómo su penetrante atención, que nunca en su vida lo había sido tanto, pulsaba aquel enorme e incierto lugar. Prefería la hora previa al encendido de las farolas y solo deseaba que le fuera posible prorrogar, cada día, la honda magia crepuscular. Más tarde (rara vez mucho antes de medianoche, aunque después se prolongaba en una dilatada vigilia) observaba la luz parpadeante de la vela, la movía con lentitud, la sostenía en alto, la extendía a lo lejos, disfrutando sobre todo, cuanto podía, de aquellos espacios abiertos, tramos que comunicaban habitaciones y daban a pasillos, espacios largos y rectos que le proporcionaban la oportunidad (tal como él habría dicho) para la revelación que pretendía conjurar. Era una práctica que podía llevar a cabo sin despertar comentarios, nadie sospechaba lo más mínimo; ni siquiera Alice Staverton, quien era además un pozo de discreción, se lo hubiera llegado a imaginar.

Entraba y salía de la casa con la seguridad y tranquilidad que le otorgaba su calidad de propietario. El azar le había favorecido hasta ahora, y si bien un «policía» gordo, de ronda por la avenida, le había visto en cierta ocasión entrar a las once y media de la noche, nadie, que él supiera, le había visto todavía salir de allí a las dos de la madrugada. En las frescas noches de noviembre se encaminaba hacia la casa y solía llegar a la caída de la tarde; le resultaba tan fácil hacer aquello, después de cenar en un restaurante, como dirigirse a su club o al hotel. Cuando abandonaba el club, si no había cenado fuera, era en apariencia para ir a su hotel, y cuando abandonaba el hotel, si había pasado parte de la velada allí, era también en apariencia para ir a su club. En resumen, todo resultaba muy natural, todo encajaba y avivaba su engaño. Lo cierto era que incluso había algo de encubridor en la naturaleza de su experiencia que ponía a salvo y simplificaba lo que quedaba de conciencia. Spencer Brydon se mezclaba con la gente, charlaba, retomaba, con desenvoltura y afabilidad, antiguas amistades. Desde luego iba al encuentro de nuevas expectativas hasta donde le era posible, y, en general, le parecía percibir que resultaba agradable a la gente, a pesar de que la trayectoria vital de sus distintos contactos era, tal como le había contado a la señorita Staverton, muy poco edificante para cualquiera que pudiese contemplarla. Brydon había conseguido un tedioso éxito social de segunda categoría… y con gente que en realidad no sabía nada de él. Aquellos murmullos de bienvenida con que lo recibían, aquellos tapones que saltaban al abrir las botellas no eran más que simples ruidos superficiales, del mismo modo que sus ademanes al responder eran sombras extravagantes, enfáticas en proporción a lo poco que significaban, en un teatrillo de ombres chinoises. Cada día, Brydon se proyectaba mentalmente a sí mismo, saltando por encima de una línea divisoria erizada de rígidas cabezas inconscientes, para ir a parar directo al otro lado, a la verdadera vida que le aguardaba; la vida que, tan pronto como oía cerrarse el gran portón de su casa, empezaba para él, en el rincón de la dicha, tan cautivadora como los lentos compases iniciales de una buena música siguen al golpe de batuta del director de orquesta.

Siempre se fijaba en el primer efecto que producía la punta de acero de su bastón contra el viejo pavimento de mármol del vestíbulo, de grandes losas cuadradas blancas y negras, que él recordaba como algo que había admirado en su niñez y que había influido, tal como ahora veía, en el desarrollo de su temprana concepción del estilo. Este efecto era como el eco del tenue tañido de una campana lejana que reverbera, colgada quién sabe dónde, tal vez en las profundidades de la casa, en el pasado de aquel otro mundo misterioso que podría haber prosperado si, para bien o para mal, no lo hubiera abandonado. Siempre hacía lo mismo bajo aquella impresión: colocaba el bastón en una esquina sin hacer el menor ruido, percibiendo el lugar, una vez más, como si fuera un gran cuenco de vidrio, una concavidad de cristal precioso que vibrara de un modo delicado por el roce de un dedo húmedo alrededor de su borde. Era como si aquel cristal cóncavo encerrara ese otro mundo misterioso, y el indescriptible y delicado murmullo de su orla resonaba en su oído exacerbado como el suspiro, el patético gemido, apenas audible para su oído debilitado, de todas las frustradas posibilidades a las que había renunciado. Por tanto, lo que él hacía mediante su silenciosa presencia era devolver a aquellas posibilidades cierta vida fantasmal que todavía podían disfrutar. Eran tímidas, casi implacablemente tímidas, pero no eran siniestras. Al menos no las había sentido como tales hasta entonces, antes de haber tomado la Forma que tanto había anhelado que tomaran, la Forma bajo la que en ciertos momentos él se veía a sí mismo, por completo al acecho, de puntillas, sobre los remates de sus zapatos de tarde, yendo de habitación en habitación y de piso en piso.

Aquello constituía la esencia de su visión, que le parecía una completa locura, si se quiere, cuando estaba fuera de la casa y ocupado con otras cosas, pero que adoptaba la más absoluta verosimilitud tan pronto como se encontraba a solas. Sabía lo que su forma de actuar significaba y lo que pretendía, estaba tan claro como la cifra en un cheque que se desea hacer efectivo. Su álter ego «caminaba» (aquel era el distintivo de la imagen que Brydon se hacía del «otro»), y el motivo que a él le llevaba a practicar aquel extraño pasatiempo consistía en el deseo de abordarlo y conocerlo. Merodeaba despacio y con cuidado, pero sin descanso (la señora Muldoon había acertado de lleno con aquella imagen de «trepar»), y la presencia que le acechaba también merodeaba sin descanso. Pero era tan cauta y evasiva como su perseguidor, que cada noche estaba más convencido de la probable, manifiesta y casi audible evasión de alguien que se sentía perseguido, hechizándole al fin de un modo que no era comparable a nada de lo que había vivido hasta entonces. Muchas personas superficiales que él conocía habrían opinado que estaba malgastando su vida entregándose al mundo de las sensaciones; pero él no había saboreado jamás un placer tan exquisito como la tensión a la que estaba sometido, ni había conocido juego alguno que requiriese al mismo tiempo la paciencia y el nervio que la caza de aquella criatura más sutil, pero tal vez más temible si se la acorralaba, que cualquier bestia salvaje. Los términos, las confrontaciones, las mismas actitudes de la caza entraban de nuevo en juego; incluso había momentos en los que pasajes de su esporádica experiencia de cazador deportivo, recuerdos avivados del tiempo de su juventud, en brezales, montañas y desiertos, revivían para él, acrecentando su entusiasmo, gracias a la tremenda fuerza de la analogía. A veces se sorprendía a sí mismo, tras haber colocado la vela en alguna repisa u hornacina, retrocediendo para refugiarse en las sombras, ocultándose tras una puerta o un alféizar, como antiguamente había buscado la posición ventajosa que le proporcionaba una roca o un árbol; se sorprendía a sí mismo conteniendo la respiración y viviendo la intensidad del instante, aquella suprema tensión que solo se experimenta en la caza mayor.

No tenía miedo (aunque lanzaba aquella afirmación del mismo modo que confesaban haberlo hecho algunos caballeros que habían tomado parte en la caza del tigre de Bengala, o ante la proximidad del gran oso de las Rocosas), y por supuesto, ¡al menos en esto podía ser sincero!, se debía a la impresión, tan íntima y tan extraña, de que él mismo causaba espanto, producía sin duda tensión, quizá más intensa de la que él iba a soportar jamás. Clasificaba en categorías las señales de alarma que su presencia y vigilancia provocaban. Él mismo podía percibirlas, incluso llegó a familiarizarse con ellas, aunque siempre consideró el hecho prodigioso de haber establecido acaso una relación y estar disfrutando de un estado de conciencia que, con toda seguridad, eran únicos en la experiencia humana. Mucha gente ha sentido terror ante las apariciones de todo tipo, pero ¿quién, con anterioridad, había invertido los términos de aquel modo y se había convertido en objeto de terror incalculable en el mundo de los espectros? Esto podría haberle resultado sublime de haberse atrevido a pensar en ello, pero lo cierto es que no insistió demasiado en considerar ese aspecto de su privilegio. La repetición y la costumbre le proporcionaron un poder extraordinario para traspasar las distancias tenebrosas y la oscuridad de los rincones, para devolver la inocencia a los objetos distorsionados por la luz vacilante, a las formas de apariencia maligna que adoptaban en la penumbra las simples sombras debido a las corrientes de aire, a los efectos cambiantes de la perspectiva. Spencer colocaba en el suelo la vela mortecina e, incluso sin ella, era capaz de continuar deambulando; pasar de una habitación a otra con la tranquilidad de saber que, en caso de necesidad, la vela estaba allí, detrás de él; reconocer su camino y proyectar con la vista una relativa claridad con el fin de conseguir su propósito. La recién adquirida facultad hacía que se sintiese como un monstruoso gato furtivo. Se preguntaba si, en aquellos momentos, sus enormes y brillantes ojos amarillos también tendrían una mirada feroz, y lo que significaría para el pobre y acosado álter ego enfrentarse a un rostro así.

Sin embargo, le gustaba que los postigos estuviesen abiertos. Abría con cuidado todos aquellos que la señora Muldoon había cerrado, cerrándolos luego después con el mismo cuidado, de manera que ella no lo notase. Le gustaba (¡oh, cómo le gustaba hacer aquello, sobre todo en las habitaciones de arriba!) contemplar el firme plateado de las estrellas otoñales a través del cristal de las ventanas, y, casi tanto, ver el fulgor de las farolas de la calle, el blanco resplandor eléctrico que unas cortinas no hubieran dejado pasar. Aquello era humano, real, social: pertenecía al mundo en el que él había vivido y en el que, en efecto, se encontraba más cómodo por el semblante, fríamente generalizado e impersonal, que, durante ese tiempo y a pesar de su ostensible desapego, aquel mundo parecía ofrecerle. Desde luego, se sentía más protegido en las habitaciones que daban a la amplia fachada y a la prolongación lateral de la casa, y mucho menos en la parte central en sombras o en las estancias más alejadas. Pero si algunas veces, en el transcurso de sus rondas, se alegraba de su capacidad visual, con parecida frecuencia tenía la impresión de que la parte de atrás de la casa era la mismísima jungla donde se escondía su presa. En aquella zona el espacio estaba más dividido; en concreto, una gran «extensión», en la que se habían multiplicado pequeñas habitaciones para el servicio, llena de escondrijos y rincones, de roperos, pasillos y ramificaciones, en especial las de una amplia escalinata sobre la que él se inclinaba a menudo para mirar hacia abajo, sin perder la compostura, aunque consciente de que cualquiera que le hubiese observado le habría considerado un solemne imbécil jugando al escondite. Él mismo, visto desde fuera, podría haber hecho también aquel irónico rapprochement, pero dentro de aquellas paredes, y a despecho de la claridad que entraba por las ventanas, su propia consistencia era una prueba contra la cínica luz de Nueva York.

Aquella idea que tenía respecto a la exacerbada conciencia de su víctima había llegado a convertirse para Spencer en una prueba real, puesto que, desde un principio, estuvo convencido de que podía, sin duda, «cultivar» su capacidad de percepción. Por encima de todo, sentía que aquella facultad merecía cultivarse, lo que, por supuesto, no era sino otra forma de nombrar su modo de pasar el tiempo. Estaba desarrollando su percepción, perfeccionándola a base de práctica; había alcanzado tal punto de sutileza que ahora captaba ciertas impresiones que antes no habría percibido de inmediato y que venían a confirmar los postulados en los que se basaba. Esto sucedió, en concreto, con un fenómeno que empezó a ocurrir con bastante frecuencia en las habitaciones del piso superior: se dio cuenta de que alguien le seguía a una distancia calculada con cuidado y con la clara finalidad de quebrantar su confianza y altivez al sentirse perseguido. Aquella sensación era del todo inconfundible y podía fecharse en un momento determinado: justo después de que Brydon, tras una retirada diplomática de tres noches de ausencia, hubiera reanudado la ofensiva. Aquello le preocupaba y al fin terminó por quebrantarlo, porque confirmaba, entre todas las impresiones concebibles, la que menos le convenía. Estaba siendo observado mientras que, en lo que a su posición se refería, el otro permanecía invisible, y el único recurso que le quedaba a Spencer consistía en volverse de repente y recuperar terreno con rapidez. Giraba sobre sus talones y desandaba el camino, como si así pudiera recibir en el rostro el aire revuelto de algún otro giro rápido. Era cierto, sin duda, que su apreciación del todo desorientada de estas maniobras le recordaba al Pantalón de la farsa navideña, abofeteado y engañado por la espalda por el ubicuo Arlequín; pero aquel pensamiento perduraba, sin menoscabo de la influencia que ejercían las condiciones propiamente dichas, cada vez que él volvía a exponerse a ellas, de modo que si aquella asociación hubiera resultado ser continuada, no habría hecho sino contribuir a una solemnidad todavía más intensa. Tal como he dicho, sus tres noches de ausencia iban encaminadas a crear en la casa un infundado sentimiento de descanso en sus actividades, y el resultado de la tercera ausencia debía confirmar el efecto causado por la segunda.

Cuando volvió aquella noche (la noche siguiente a su última interrupción), permaneció de pie en el recibidor y levantó la vista hacia la escalinata con una certeza más profunda que la que había sentido jamás. «Está ahí, esperándome, en lo alto de la escalera, y no, como en otras ocasiones, retrocediendo para luego desaparecer. Se mantiene firme y es la primera vez, prueba inequívoca, ¿no es cierto?, de que algo le ha sucedido». Así argumentaba Brydon con la mano en la balaustrada y el pie en el último peldaño, en cuya posición percibía, como jamás lo había hecho, que su lógica helaba el aire. También él sentía frío, porque, de repente, tuvo la impresión de que ahora sabía lo que aquello implicaba. «¿Se siente más acosado? Sí, lo ha comprendido y ahora tiene claro que he venido, como se suele decir, a “instalarme”, y no le hace ninguna gracia; quiero decir en el sentido de que su ira y sus intereses amenazados se equilibran ahora con el miedo que siente. Le he acosado hasta obligarle a “darse la vuelta”: eso es lo que ha sucedido ahí arriba. Es como un animal con colmillos o cornamenta que por fin está acorralado». Brydon estaba por completo convencido, como digo (aunque determinado por algún motivo que yo ignoro), de que aquello estaba sucediendo de verdad; y un instante después, debido a esa certeza, comenzó a sudar, y era harto improbable que Brydon achacase esta reacción al miedo ni que tampoco lo hubiera predispuesto a la acción. No obstante, aquello le provocó un intenso estremecimiento, un estremecimiento que, sin duda, manifestaba un repentino desaliento, pero que también ponía de manifiesto con idéntica pulsión la más extraña, gozosa y, quizá en breve, la más memorable duplicación de su conciencia.

«Ha estado esquivándome, retrocediendo, ocultándose, pero ahora, estimulado por la ira, ¡luchará!». Aquella intensa impresión reunía en una simple bocanada, por decirlo así, terror y estímulo. Pero lo que resultaba prodigioso era que el estímulo proporcionado por aquel hecho fuera tan vehemente, ya que si la entidad a la que había estado persiguiendo era su otro yo, esta identidad inefable no era, en último término, indigna de él. Se erguía allí, en algún lugar al alcance de la mano, aunque todavía invisible a sus ojos, como un ser acosado; pero hasta el más paciente, como dice el refrán, se cansa de esperar, y Brydon, en aquel instante, saboreaba acaso la sensación más compleja que había sentido jamás dentro de los límites de la cordura. Era como si se avergonzara de que un personaje unido de un modo tan estrecho a su propia identidad hubiese conseguido salir furtivamente con éxito y no fuera capaz, al final, de enfrentarse a él; así que la desaparición de este peligro, sobre el terreno, mejoraba la situación en gran medida. No obstante, debido a otro cambio tan sutil como el anterior, Spencer intentaba averiguar ahora qué grado de peligro corría él de sentir miedo. Y, así, al mismo tiempo que se alegraba de poder, de alguna forma, inspirarlo él, también temblaba porque podía ser objeto de esa misma sensación.

A medida que pasaba el tiempo, crecía dentro de él el temor que le producía aquel conocimiento; y tal vez el momento más extraño de su aventura, el más memorable, o, en el futuro, el episodio de veras más interesante de su crisis, fue ese lapso de tiempo, que duró algunos instantes, de concentrado y consciente combat, la sensación de tener necesidad de agarrarse a algo, como si fuera un hombre que se deslizara sin freno por una espantosa pendiente; sobre todo, la imperiosa necesidad de moverse, de actuar, de cargar de algún modo y contra algo. En pocas palabras, de demostrarse a sí mismo que no tenía miedo. En aquel instante se encontraba reducido a un estado de «expectativa»: si en aquel gran espacio vacío hubiera habido algo a lo que agarrarse, lo habría hecho, como se habría agarrado al respaldo de la silla más cercana si, estando en casa, algo le hubiese asustado. En todo caso, de eso sí se daba cuenta, había sido sorprendido por algo sin precedentes desde que había tomado posesión de la casa. Cerró los ojos y los mantuvo apretados durante un largo minuto, como impulsado por un instinto desalentador y por el terror a una posible visión. Cuando los abrió, tuvo la sensación de que la habitación en la que se encontraba y las habitaciones contiguas estaban notablemente más iluminadas. Había tanta luz que, en un principio, pensó que era de día. Permaneció firme, a pesar de lo que pudiera suceder, en el mismo punto en el que se había detenido. Su resistencia le había ayudado; fue como si hubiese superado un obstáculo. Momentos después supo de qué se trataba: había estado en peligro inminente de huir. Había hecho un gran esfuerzo de voluntad para no irse y, de no haber sido así, habría corrido escaleras abajo. Tenía la impresión de que las habría bajado aun con los ojos cerrados, y habría sabido llegar al final con rapidez y sin detenerse.

Pero como no había cedido, allí estaba, todavía arriba, entre las más intrincadas habitaciones del piso superior y con el desafío que suponía el resto de las habitaciones de la casa, que recorrería cuando fuera el momento de irse. Se iría a su debido tiempo…, solo entonces. ¿O acaso no se marchaba cada noche más o menos a la misma hora? Sacó el reloj: había suficiente luz para ver la hora; no era más que la una y cuarto, y él nunca se retiraba tan pronto. La mayoría de las noches llegaba a su alojamiento hacia las dos, y, hasta llegar allí, tenía un cuarto de hora andando. Esperaría hasta las dos menos cuarto, no se movería hasta entonces. Siguió mirando el reloj con los ojos fijos en él. Mientras lo sostenía, pensaba que aquella espera deliberada, una espera que él reconocía que exigía esfuerzo, serviría a la perfección como testimonio de lo que deseaba hacer. Sería una prueba de su valor, a no ser que la mejor manera de probarlo fuera marcharse por fin de aquel lugar. Ahora sentía con mayor intensidad que, puesto que no se había escabullido de allí al principio, su dignidad, que jamás en su vida le había parecido tanta, estaba a salvo y que podía llevar la frente bien alta. La verdad es que aquella imagen tomaba cuerpo ante él como una realidad física, una imagen propia de una época más romántica. Aquella observación centelleó un instante ante él y resplandeció a continuación con una luz más sutil. Después de todo, ¿qué época romántica habría encajado con su estado mental u, «objetivamente», como suele decirse, con su prodigiosa situación? La única diferencia habría sido que, blandiendo su dignidad por encima de la cabeza, como en un rollo de pergamino, habría podido entonces, en una época heroica, haber descendido las escaleras con una espada desenvainada en la otra mano.

Lo cierto es que, en aquellos momentos, la vela que había depositado sobre la repisa de la chimenea de la habitación contigua tendría que desempeñar la función de espada, y, en un minuto, Spencer había dado ya el número exacto de pasos para hacerse con aquel utensilio. La puerta entre las dos habitaciones estaba abierta y, en la segunda, otra puerta comunicaba con una tercera habitación. Estas habitaciones, según recordaba, daban las tres a un pasillo común, pero al fondo había una cuarta sin salida, a no ser que se pasara a través de las anteriores. Haberse movido y volver a oír sus pasos era una ayuda considerable para Brydon, pero, aun reconociéndolo, una vez más se demoró unos instantes junto a la chimenea donde había dejado la vela. Cuando por fin se movió, dudando qué dirección seguir, se encontró considerando una circunstancia que, en un principio, había percibido de un modo vago pero que, un instante después, le produjo el sobresalto que a menudo acompaña a un recuerdo repentino, a la violenta impresión de cuando uno, felizmente, recobra la memoria. Tenía ante sí la puerta que ponía fin a la breve cadena de comunicación descrita antes, que ahora contemplaba desde el umbral más próximo, el único que no daba directamente a dicha puerta. Situada un poco a la izquierda de donde él se encontraba, habría entrado en la última de las cuatro habitaciones, la que no tenía otra vía de acceso o de salida, de no ser porque la habían cerrado (Brydon estaba convencido de ello) después de su última visita, sobre un cuarto de hora antes. Miraba con los ojos desorbitados aquel hecho prodigioso, paralizado de nuevo y conteniendo la respiración, una vez más, mientras intentaba desentrañar el significado de aquello. Con toda seguridad, la habían cerrado…; es decir, no le cabía la menor duda de que estaba abierta cuando pasó por allí la última vez.

Saltaba de forma evidente a la vista que algo había ocurrido en aquel intervalo de tiempo; era imposible que no se hubiera fijado antes (se refería, a la primera vez que había recorrido las habitaciones aquella tarde) en la presencia excepcional de semejante barrera. Desde luego, a partir de aquel momento, había estado sometido a una agitación tan extraordinaria que habría podido enturbiar cualquier visión anterior. Trató de convencerse a sí mismo de que era muy posible que hubiera entrado en la habitación, y, sin darse cuenta, al salir, hubiese cerrado la puerta de forma automática. El problema radicaba en que precisamente eso era lo que nunca hacía: iba, como él habría dicho, en contra de su estrategia, que, en esencia, consistía en mantener el panorama despejado. La tenía grabada en su cabeza, y era muy consciente de que así había sido desde el primer momento. La extraña aparición, al fondo de una de las habitaciones, de su desconcertada «presa» (¡un término que, debido a una sarcástica ironía, resultaba tan poco adecuado!) era el triunfo que su imaginación había alimentado con mayor intensidad, proyectando siempre en aquella aparición cierta belleza refinada. Cincuenta veces había sentido el sobresalto de una percepción que le había abandonado poco después; cincuenta veces se había dicho apenas sin aliento: «¡Ahí está!», bajo el efecto de una ingenua y breve alucinación. La casa, tal como estaban las cosas, se prestaba de forma admirable a ello. Spencer se maravillaba del gusto de una época en que la arquitectura local se había recreado hasta el exceso en la multiplicación de puertas, todo lo contrario de lo que ocurría en la época moderna, en la que se prescindía de ellas casi por completo. Pero aquel detalle había contribuido de un modo considerable a provocar su obsesión por la presencia que le salía al encuentro de forma telescópica (como podría haber dicho Brydon), enfocada y estudiada en una perspectiva reducida, como si quisiera darle un descanso al codo.

En aquellos momentos, su atención estaba centrada en estas consideraciones, que le servían a la perfección para convertir en prodigioso todo cuanto veía. Era imposible que en un desliz él hubiera bloqueado aquella abertura, y si él no había sido, si aquello era inconcebible, ¿qué cabía pensar sino que había actuado otro agente? ¿Otro agente? Hacía un momento incluso le había parecido sentir su aliento, pero ¿cuándo lo había tenido Brydon tan cerca como confirmaba aquel acto sencillo, lógico y del todo personal? Es decir, era tan lógico que habría podido interpretarse como un acto realizado por una persona; sin embargo, ¿cómo lo interpretaba él?, se preguntaba Brydon, jadeando confuso, mientras le parecía que los ojos fuesen a salírsele de las órbitas. Ah, por fin estaban los dos frente a frente, dos proyecciones opuestas de sí mismo; y esta vez se vislumbraba, tanto como uno quisiera, la cuestión del peligro. Y con ella surgía, como nunca anteriormente, la cuestión del valor, puesto que él sabía que el rostro en blanco, al otro lado de la puerta, le decía: «¡Muéstranos cuánto valor tienes!». Le miraba con fijeza, le desafiaba con un destello feroz en sus ojos, y le exponía las dos alternativas que tenía: ¿debería o no debería abrir aquella puerta? Ser consciente de aquello equivalía a pensar, y Brydon sabía, mientras permanecía allí de pie, en aquellos momentos de duda, que detenerse a pensar significaba no actuar. Y no actuar, y en eso consistía el sufrimiento y el tormento, significaba que seguiría sin hacerlo. En realidad, significaba volver a sentirlo todo de un modo nuevo y terrible. ¿Cuánto tiempo llevaba parado? ¿Cuánto tiempo llevaba deliberando? No tenía parámetros con que medirlo, pues sus sentimientos habían cambiado por efecto de su propia intensidad. Encerrado allí, acorralado, desafiante y con aquella acción prodigiosa ocurrida de modo palpable y demostrable, informándole como si estuviera escrito en un letrero bien visible…, con todos aquellos indicios, la situación tomaba otro cariz, y Brydon se dio cuenta, por fin, en qué dirección se había producido el cambio.

La nueva situación aconsejaba una actitud del todo distinta: suponía para Spencer un magnífico indicio del valor de la prudencia. Aquella idea se fue esbozando poco a poco en su mente, puesto que podía tomarse el tiempo necesario; por ello, Brydon permanecía inmóvil por completo en el umbral de la puerta, sin avanzar ni retroceder un milímetro. Lo más curioso era que, ahora que con tan solo dar diez pasos y poner la mano en el picaporte, o incluso, si fuera necesario, empujando la puerta con el hombro o la rodilla, podría haber saciado su hambrienta necesidad primigenia, colmado su curiosidad y mitigado su inquietud…, resultaba asombroso, pero también exquisito y excepcional, que ahora aquel apremio hubiera desaparecido de golpe. Se aferró a la palabra «prudencia»; y sin embargo, no se aferró a ella para proteger su integridad mental o su pellejo, sino, sobre todo, para salvar la situación. Cuando digo que «se había aferrado» a aquella idea, es porque me parece que el término está en consonancia con el hecho de que (al cabo de no sé cuánto tiempo, a decir verdad) por fin decidiera moverse y dirigirse hacia la puerta. Ahora que podría tocarla si quisiera…, sabía que no lo haría; solo esperaría allí un momento para demostrar y probar que no lo haría. Se había colocado cerca del fino tabique que ocultaba la revelación que había estado esperando, pero con la mirada baja y las manos extendidas como simple contraste a su inmovilidad. Permanecía a la escucha como si hubiera algo que escuchar, pero esta actitud, mientras duró, era su manera de comunicarse a sí mismo: «Si no quieres…, de acuerdo, pues; te perdono y abandono. Me conmueve tu petición de piedad. Me has convencido de que, por motivos inflexibles o sublimes (¡qué sé yo!), ambos hemos sufrido. Respeto esos motivos, y aunque conmovido y privilegiado como, creo, jamás lo ha sido hombre alguno, me retiro, renuncio… y prometo, por mi honor, no volver a intentarlo nunca. Así pues, descansa para siempre… ¡y deja que yo haga lo mismo!».

En aquello radicaba, para Brydon, el profundo sentido de esta última manifestación, solemne, medida, sincera, como él creía que debía ser. Cuando hubo terminado se dio la vuelta y advirtió lo profundamente afectado que estaba. Volvió sobre sus pasos, recogió la vela que, como observó, se había consumido casi hasta la base, de nuevo oyó con claridad el ruido de sus pisadas, ligeras como él quería, y poco después se dio cuenta de que se encontraba en el otro extremo de la casa. Al llegar allí, hizo algo que nunca había hecho antes, a aquellas horas de la madrugada: abrió hasta la mitad una ventana de la fachada y dejó que el aire de la noche penetrara, un acto que en cualquier momento anterior habría significado para él una brusca interrupción del hechizo. Pero ahora el hechizo se había roto, y no le importaba; la indulgencia y renuncia de Spencer lo habían roto, de modo que, en lo sucesivo, no tenía ningún sentido que volviera. La calle vacía, con la otra vida que allí anidaba, tan manifiesta incluso en el vacío alumbrado por la luz de los faroles, estaba al alcance de la voz, al alcance de la mano. Brydon permanecía allí arriba pero como si ya estuviera de nuevo en el mundo, aunque de momento seguía en la casa. Observaba por la ventana buscando algún hecho cotidiano reconfortante, un vulgar indicio humano, ver pasar a un trapero, a un ladrón o a cualquier ave nocturna por muy despreciable que fuese. Habría agradecido esa señal de vida. Con toda seguridad, le habría alegrado ver como se acercaba con lentitud su amigo el policía, a quien, hasta entonces, solo había tratado de eludir, y no estaba seguro de que, en caso de haber aparecido la patrulla de vigilancia, no hubiera sentido el impulso de entablar relación con ellos, de llamarles desde el cuarto piso, con cualquier pretexto.

En caso de haberlo hecho, no se le ocurría ningún pretexto que no hubiera resultado estúpido o demasiado comprometedor, ninguna explicación que, en tal caso, dejase a salvo su dignidad y mantuviera su nombre alejado de los periódicos. Estaba tan ocupado pensando en cómo dejar constancia de su prudencia (como resultado de la promesa que acababa de pronunciar ante su íntimo adversario) que dicha preocupación llegó a alcanzar la máxima relevancia y trastocó de modo irónico su sentido de la proporción. Si hubiera habido una escalera de mano apoyada contra la fachada de la casa, incluso aunque fuese una de esas vertiginosas escaleras perpendiculares que usan pintores y techadores y que, a veces, quedan montadas por la noche, Spencer se las habría ingeniado de algún modo para subirse a horcajadas sobre el alféizar, y, estirando el brazo y la pierna, descender así. Si hubiera habido uno de esos asombrosos artilugios que solía encontrar en las habitaciones de hoteles, una salida de incendios viable en forma de cable con muescas o un plano inclinado de lona, se habría valido de ellos como prueba… bueno, de su delicadeza en aquellos momentos. Tal como estaban las cosas, Spencer alimentaba aquel sentimiento un poco en vano, e incluso (una vez más, no sabía al cabo de cuánto tiempo) se dio cuenta que volvía a sumirse en una vaga angustia, debido, quizá, al efecto que su mente sufría por la falta de respuesta del mundo exterior. Le parecía que había esperado durante una eternidad algún movimiento procedente de aquel gran silencio inexorable. La vida misma de la ciudad también estaba bajo los efectos de un hechizo, y, por tanto, el vacío y el silencio perduraban, de modo muy poco natural, en todos los lugares, impregnando todo el panorama de objetos conocidos y más bien desagradables. Se preguntaba si aquellas casas de sólida fachada, que iban adquiriendo un tono lívido a la tenue luz del amanecer, habrían mostrado, alguna vez, tanta indiferencia por las necesidades de su espíritu. En la madrugada, los enormes vacíos edificados, los inmensos silencios poblados de gente en el corazón de las ciudades adoptan, a menudo, una especie de máscara siniestra, y, en aquellos momentos, Brydon era consciente de esta gran negación colectiva tanto más de que estaba a punto de amanecer, aunque le resultase increíble por cuanto había sido capaz de hacer aquella noche.

Miró de nuevo el reloj. Vio cómo se había trastocado su noción del tiempo (las horas le habían parecido minutos, al revés de lo ocurrido en otras situaciones tensas en que los minutos se le antojaban horas), y el extraño aire de las calles no era sino el tenue y plomizo arrebol de una aurora en la que todo estaba aún inmovilizado. El único signo de vida había sido su reprimida llamada desde la ventana abierta de la casa, y la falta de respuesta le arrastraba a una desesperación todavía mayor. Sin embargo, aunque profundamente desmoralizado, aún fue capaz de un impulso que indicaba (al menos de acuerdo con su presente valoración de las cosas) una resolución extraordinaria: la de volver sobre sus pasos hasta el lugar en el que se había quedado petrificado, al desvanecerse la última sombra de duda respecto al hecho de que otra presencia además de la suya habitaba aquel lugar. Aquello requería un esfuerzo lo bastante intenso para ponerle enfermo, pero las razones que tenía vencían de momento todo lo demás. Le quedaba por recorrer el resto de la casa, pero ¿de dónde iba a sacar ánimos para hacerlo si la puerta que había visto cerrada estaba ahora abierta? Podría aferrarse a la idea de que el cierre de aquella puerta había sido para él un acto de clemencia, una oportunidad que se le ofrecía para descender, salir, abandonar aquel lugar y no volver a profanarlo jamás. El planteamiento era coherente, funcionaba, pero el significado que aquello tendría para Spencer Brydon dependía ahora con claridad del grado de dominio sobre sí mismo, que su reciente acción, o más bien su reciente inacción, había originado. La imagen de aquella «presencia», fuera lo que fuese, esperando a que él se alejara, no había llegado a ser aún tan precisa para sus nervios como cuando se detuvo a poca distancia del punto en el que dicha imagen debería haber aparecido. Porque, a pesar de su resolución, o más en específico debido al terror que experimentaba, Spencer se detuvo a pocos pasos de allí negándose en realidad la posibilidad de ver. El riesgo era demasiado grande, y su temor, demasiado definido, adoptaba en aquellos momentos una forma terriblemente concreta.

Sabía (sí, nunca había estado tan seguro de algo) que, si veía la puerta abierta, aquello supondría, de la forma más abyecta, el final para él. Significaría que el causante de su vergüenza (y su vergüenza era aquella profunda humillación) estaba una vez más en libertad y en posesión del lugar, y aquello le abocaba a una acción que fulguraba ante sus ojos. Le haría dirigirse directo a la ventana que había dejado abierta y se veía a sí mismo, de forma incontrolable, enloquecida y fatal, abrirse paso hasta la calle a través de ella, en la que ninguna escalera se apoyaba y de la que no pendía cuerda alguna. Al menos, podía evitar tan espantosa posibilidad, pero solo podría evitarla si retrocedía a tiempo y no comprobaba si la puerta estaba o no abierta. Tenía que atravesar toda la casa, este era un hecho que no había cambiado, pero ahora sabía cuál era la única incertidumbre que podía asustarle. Retrocedió sin hacer ruido desde el lugar en el que se había detenido (el simple hecho de hacer aquello le ofrecía una repentina seguridad) y, abriéndose paso a ciegas para llegar a la gran escalinata, dejó atrás habitaciones abiertas y retumbantes pasillos. Allí comenzaba la escalera; tendría que vérselas pues con un prolongado descenso a oscuras y tres amplios rellanos que la delimitaban. Su instinto le aconsejaba caminar con suavidad, pero sus pies golpeaban el suelo con fuerza, y, curiosamente, cuando al cabo de un par de minutos se dio cuenta de ello, le pareció que en cierto modo le servía de ayuda. Se sentía incapaz de hablar. Le habría asustado el sonido de su propia voz, y el recurso o la idea tan común de «silbar en la oscuridad» (ya fuera de un modo literal o figurado) le parecía despreciable y vulgar. No obstante, le gustaba oír que sus pasos se alejaban, y cuando alcanzó el primer rellano (al que había llegado sin prisa pero sin perder tiempo) aquel éxito parcial le arrancó un suspiro de alivio.

Además, la casa parecía inmensa, el espacio era desmesurado. Las habitaciones abiertas, de las que su mirada no se desviaba, presentaban, con los postigos cerrados, un aspecto lúgubre, como la entrada de una caverna, y solo la claraboya en lo alto del techo, coronando el profundo pozo en el que estaba, le ofrecía el medio adecuado para poder seguir avanzando en lo que, por los curiosos colores que la luz adoptaba, podría haberse tratado de un medio acuático submarino. Intentaba pensar en algo noble, como si su propiedad fuese algo del todo magnífico, una espléndida posesión, pero aquella idea de nobleza se fundía con otra: el inequívoco placer con que al final se desharía de ella. Ahora podrían entrar allí los constructores, los encargados de la demolición… Podían venir tan pronto como quisieran. Tras rebasar dos tramos de escalera, alcanzó otra zona de la casa, y a mitad del tercer tramo, cuando solo le quedaba uno más, percibió la luminosidad que entraba por las ventanas del piso de abajo, a través de las persianas a medio levantar, y el ocasional destello de las farolas a través de las vidrieras del vestíbulo. Aquel era el fondo del mar, que lucía su propia iluminación y que incluso estaba pavimentado (según pudo ver en un momento que se detuvo a mirar las profundidades por encima de la balaustrada) con las baldosas de mármol de su niñez. Para entonces, se sentía indudablemente mejor, tal como habría dicho de haberse encontrado en una situación más cotidiana. Aquella mejora le había permitido detenerse a tomar aliento, y su bienestar aumentó a la vista de las viejas losas blancas y negras. Pero lo que sentía con mayor intensidad era que ahora, con toda seguridad, junto a cierta dosis de inmunidad que le hacía continuar como guiado por una mano firme, el asunto de lo que podría haber encontrado allí arriba, si se hubiera atrevido a echar aquel último vistazo, estaba zanjado. La puerta cerrada, que ahora quedaba por fortuna lejos, seguía aún cerrada…, y él no tenía más que alcanzar en breve la puerta de la calle.

Siguió bajando, cruzó la distancia que le separaba del último tramo; y si en aquel momento volvió a detenerse un instante fue, sobre todo, movido por el intenso escalofrío que la certeza de su huida le producía. Le hizo cerrar los ojos…, pero volvió a abrirlos para continuar bajando los peldaños restantes. Allí seguía teniendo la misma sensación de inmunidad, pero de una inmunidad casi excesiva, ya que las luces laterales y la luz que penetraba por la tracería en abanico sobre la puerta de entrada iluminaban de forma tenue el vestíbulo. Spencer se dio cuenta enseguida de que el vestíbulo estaba abierto por completo y que las hojas de la puerta anterior habían sido retiradas hacia atrás. Aquello le hizo plantearse de nuevo la cuestión, y sintió que los ojos se le salían de las órbitas, tal como le había sucedido en el piso de arriba al ver lo ocurrido con la otra puerta. Si había dejado aquella abierta, ¿no era del mismo modo cierto que esta otra había quedado cerrada? ¿Y acaso no estaba ahora asistiendo muy de cerca a una actividad incomprensiblemente secreta? La pregunta era tan penetrante como un cuchillo clavado en el costado, pero la respuesta se encasquillaba y parecía perderse en la vaga oscuridad en que la tenue aurora recién llegada, brillando en forma de arco sobre la puerta exterior, dibujaba un borde semicircular, una fría aureola plateada que, mientras Spencer la contemplaba, parecía jugar a desplazarse, expandirse y contraerse.

Era como si allí dentro hubiera algo, protegido por la falta de claridad, y que correspondía en extensión a la superficie opaca que había detrás, los paneles pintados de la última barrera que debía vencer en su huida, la puerta cuya llave estaba en su bolsillo. La falta de claridad le confundía por mucho que abriera los ojos; aquello le impresionaba como una certeza velada o provocadora. Así que, tras una breve vacilación en su paso, se decidió a seguir adelante, con la sensación de que, por fin, allí había algo que descubrir, tocar, coger, conocer… Algo inhumano y espantoso, pero hacia lo cual tenía que avanzar como condición indispensable de su liberación o de su definitiva derrota. La penumbra, densa y oscura, era el escenario virtual de una figura que se erguía inmóvil como una imagen erecta en un nicho o como un centinela con negro yelmo guardando un tesoro. Más tarde, Brydon sabría, recordaría y comprendería aquello en lo que había creído mientras descendía. Vio como disminuía la imprecisión en el brillante borde semicircular grisáceo y percibió cómo tomaba la forma que su apasionada curiosidad había anhelado durante tantos días. Se vislumbraba tenebroso, era algo, alguien, el prodigio de una presencia particular.

Rígido y consciente, espectral pero humano, un hombre de su misma naturaleza y estatura aguardaba allí para medir la capacidad de terror de Spencer Brydon. No podía ser otra su intención… O eso creía él, hasta que, al avanzar, vio que lo que velaba aquel rostro eran sus manos levantadas cubriéndolo y que, lejos de ofrecer una imagen desafiante, se ocultaba en ellas como una súplica oscura. Así era como Brydon percibía aquella presencia que tenía ante sí, ahora con todo detalle gracias a aquella luz más alta, fuerte e intensa: su inconmovible quietud, su auténtica verdad, la inclinada cabeza entrecana y las enmascaradoras manos blancas, la extraña actualidad de su traje de etiqueta, los quevedos colgando de una cadena, las solapas de seda brillante y la camisa de lino blanco, los botones de perlas, la cadena de oro de su reloj de bolsillo y sus zapatos brillantes. Ningún maestro moderno le habría retratado con más intensidad ni lo habría plasmado con más arte, como si cada matiz y rasgo hubieran recibido un «tratamiento» magistral. Antes de darse cuenta, nuestro amigo sintió una enorme repugnancia al comprender el sentido de la inescrutable maniobra de su adversario. Al menos, aquel era el significado que aquella presencia le ofrecía, mientras él miraba boquiabierto, puesto que lo único que podía hacer era observar atónito a su otro yo abrumado también por su angustia, y comprobar, estupefacto, que aquel ser frente a él, símbolo de una vida con éxito, divertida y triunfante, no podía enfrentarse a su triunfo. ¿Acaso no eran una prueba aquellas espléndidas manos, fuertes y del todo abiertas que tapaban su rostro? Tan deliberadamente abiertas que su rostro quedaba guardado y a salvo, a pesar de una realidad muy especial que aventajaba a todas las demás: el hecho de que a una de esas manos le faltaran dos dedos, reducidos a muñones, como si se los hubieran arrancado de un disparo fortuito.

«A salvo», pero ¿lo estaría? Brydon susurró la pregunta hasta que la misma impunidad de su actitud y la insistencia de su mirada sintió que provocaban una repentina agitación que, un momento después, mientras la cabeza se levantaba, reveló algo más prodigioso todavía, la evidencia de un propósito más atrevido. Las manos, mientras Spencer las miraba, comenzaron a moverse, a abrirse; luego, como llevadas por una decisión repentina, se retiraron del rostro dejándolo expuesto y al descubierto. El horror ante aquella visión atenazaba la garganta de Brydon reprimiendo sonidos jadeantes que no podía formular. Aquella identidad descubierta era demasiado espantosa para ser suya y su iracunda mirada expresaba su encendida protesta. ¿Podía ser aquel rostro, ese rostro, el de Spencer Brydon? Aún lo contempló un momento más, pero apartó la mirada, con consternación y rechazo, cayendo en picado de su pináculo de exaltación. ¡Era un rostro desconocido, inconcebible, espantoso, sin relación con posibilidad alguna! En su fuero interno se lamentó por haber sido «estafado», por haber estado al acecho de semejante presa. La presencia que tenía ante sí era una presencia auténtica, y el horror que sentía en su interior era verdadero horror, incluso la pérdida de sus noches resultaba ahora solo grotesca y el éxito de su aventura, una ironía. Aquella identidad no encajaba con él en lo más mínimo, no era más que una monstruosa alternativa. A medida que se acercaba a él, aquel rostro era, una y mil veces, el rostro de un desconocido. Ahora lo tenía casi encima, como una de esas fantásticas imágenes que se agrandaban al proyectarlas con la linterna mágica de la infancia, pues el extraño, quienquiera que fuese, malvado, odioso, descarado, vulgar, había avanzado como con intención de agredirle y Spencer se daba cuenta de que él estaba cediendo terreno. Entonces, más acosado todavía, enfermo por la fuerza de aquella impresión, cayendo hacia atrás bajo el cálido aliento y la pasión suscitada por una vida más grande que la suya, por la cólera de una personalidad ante la que la suya se derrumbaba, sintió que la vista se le nublaba y el suelo se desvanecía bajo sus pies. La cabeza le daba vueltas; perdía la conciencia; la había perdido.

III

Lo que en efecto le había hecho volver en sí (¡quién sabe después de cuánto tiempo!) fue la voz de la señora Muldoon, que le llegaba bastante próxima, tan cercana que ahora le parecía verla arrodillada en el suelo ante sí mientras él alzaba su mirada hasta ella. Spencer no yacía por completo en el suelo, sino que estaba medio incorporado y apoyado en alguien, consciente, desde luego, de la ternura y ayuda de las que era objeto, y más en concreto, de que su cabeza descansaba en un almohadillado de una suavidad extraordinaria, envuelto en una fragancia vagamente refrescante. Intentaba pensar y se hacía preguntas, pero su cabeza solo le respondía a medias. Entonces, otro rostro entró en escena y se inclinó más directo sobre él, y al fin supo que Alice Staverton había convertido su regazo en un amplio y magnífico cojín para su cabeza y que, con ese fin, se había sentado en el último peldaño de la escalinata, mientras que el resto del largo cuerpo de Spencer permanecía tumbado sobre las viejas losas blancas y negras. Estaban fríos aquellos cuadrados marmóreos de su juventud, pero, de alguna manera, él no lo estaba en esta espléndida recuperación de la conciencia. El momento más maravilloso que jamás había vivido, que le había dejado tan agradable y profundamente pasivo, había discurrido con lentitud, y, no obstante, se sentía como inmerso en un tesoro de conocimiento del que se iba apropiando en silencio. Podría decirse que estaba disperso en el aire de aquel lugar, que formaba parte del dorado resplandor de aquella tarde de finales de otoño. Había regresado, sí, había regresado del lugar más lejano al que hombre alguno, excepto él, hubiera viajado jamás; y sin embargo, era curioso cómo, teniendo esta sensación, le parecía que en realidad había regresado a lo fundamental, y como si el fin último de su prodigioso viaje hubiera sido el de regresar. De manera lenta y segura, iba recuperando la conciencia, completándose así la idea de su propia situación: había sido transportado allí de un modo milagroso, le habían levantado y llevado con sumo cuidado desde donde le habían encontrado, desde el recóndito extremo de un interminable pasillo gris. Durante todo aquel tiempo había permanecido inconsciente, y lo que le había hecho recuperar el conocimiento era la interrupción de aquel suave y prolongado movimiento.

Le había hecho recuperar el conocimiento, el conocimiento… Sí, eso era lo hermoso del estado en que se hallaba, que acababa por parecerse cada vez más al de un hombre que, yéndose a dormir después de recibir la noticia de una herencia, sueña la noticia, profanándola con cosas por completo ajenas a ella, y despierta de nuevo comprobando con serenidad la certeza del hecho; entonces, no le queda sino permanecer tumbado viendo cómo esa verdad resplandece ante él. La paciencia de Brydon seguía ese mismo rumbo… Solo tenía que esperar que su conciencia se fuera aclarando. Además, debían de haberle levantado y sostenido a intervalos, de otro modo no se explicaba cómo y por qué se había dado cuenta (lo haría más adelante, cuando la luz de la tarde se hizo más intensa) de que ya no se encontraba al pie de la escalera (que ahora le parecía que estaba en aquel otro oscuro extremo del túnel) sino junto a una ventana del salón, tumbado en un amplio banco sobre el que habían extendido, como en un asiento de tren, una cubierta de tela suave, forrada de una piel gris que le era familiar y que una de sus manos acariciaba, como garantía de que de veras existía. La cara de la señora Muldoon había desaparecido, pero la otra, la que había reconocido en segundo lugar, se inclinaba sobre él en una postura que indicaba que la cabeza de Spencer descansaba todavía en aquel regazo que le servía de almohada. Ahora lo comprendía todo, y cuanto mejor lo comprendía más satisfecho se sentía: se sentía tan satisfecho como después de comer y beber. Las dos mujeres le habían encontrado cuando la señora Muldoon había abierto el cerrojo a la hora de costumbre y sobre todo porque había llegado cuando la señorita Staverton aún rondaba cerca de la casa y ya se disponía a volver, nerviosa y preocupada por la falta de respuesta a sus llamadas, pues, según sus cálculos, la buena mujer ya debería estar allí; pero por fortuna, la señora Muldoon había llegado a tiempo de encontrarse con Alice y habían entrado juntas. Le encontraron tumbado, un poco más allá del vestíbulo, del mismo modo en que ahora estaba… Es decir, en teoría se había caído, aunque resultaba curioso que no presentara contusiones ni heridas: solo estaba sumido en una especie de estupor. Sin embargo, ahora que su mente se iba aclarando comprendía que, durante un interminable e indescriptible momento, Alice Staverton le había dado por muerto.

—Es posible que lo estuviera —dijo él mientras ella seguía sosteniéndole—. Sí…, eso es lo que ha debido de suceder. Me ha devuelto usted literalmente la vida. Solo que… ¡por todos los santos! ¿Cómo lo ha logrado? —preguntó alzando la vista hacia ella.

Un instante después, la señorita Staverton inclinó su rostro y le besó. Había algo en el modo de hacerlo y en cómo sus manos sostenían y rodeaban su cabeza mientras él sentía la serena benevolencia y castidad de sus labios, algo en aquella beatitud que respondía todas sus preguntas.

—Y ahora te mantengo a mi lado —dijo.

—¡Oh, mantenme a tu lado, mantenme a tu lado! —suplicaba, mientras el rostro de Alice seguía inclinado sobre él.

Y en respuesta a su ruego, Alice bajó la cabeza, la acercó y pegó su rostro al de Spencer. Aquel acto sellaba su situación y Spencer saboreó la señal en silencio durante un dilatado momento de felicidad. Después, volvió a preguntar.

—Pero ¿cómo sabías…?

—Estaba intranquila. Habías quedado en venir a verme, ¿recuerdas?, y no me enviaste ningún recado.

—Sí, lo recuerdo… Había quedado en ir a verte hoy a la una. —Aquello encajaba con su vida y relaciones «anteriores», tan próximas y a la vez tan lejanas—. Yo estaba aún allí, inmerso en mi extraña oscuridad… ¿Dónde era? ¿Qué era? He debido de estar allí mucho tiempo.

Lo único que podía hacer era preguntarse por la intensidad y duración de su desvanecimiento.

—¿Desde ayer por la noche? —preguntó ella con una sombra de temor por su posible indiscreción.

—Debe de haber sido desde esta mañana, desde el frío y mortecino amanecer de hoy. ¿Dónde he estado? —gimió con debilidad—. ¿Dónde he estado? —Sintió que ella le apretaba con más fuerza y aquello le ayudó a expresar sin miedo su débil queja—. ¡Qué día tan largo!

Pese a la ternura que sentía, Alice aguardó un momento.

—¿Desde el frío y mortecino amanecer? —balbució.

Pero él estaba ya uniendo las piezas sueltas de todo aquel prodigio.

—Así que, como yo no aparecí, viniste aquí directamente…

Alice apenas dudó en responder.

—Fui primero a tu hotel…, donde me informaron de tu ausencia. Habías salido a cenar y no habías regresado desde entonces. Pero creían que habías ido al club.

—¿Tenías idea de esto?

—¿De qué? —preguntó al cabo de un momento.

—Bueno…, de lo que ha sucedido.

—Creía, en todo caso, que habrías pasado por aquí. Hace tiempo que sé que has estado viniendo —dijo.

—¿Lo sabías…?

—Bueno, lo creía. No te dije nada después de aquella conversación que tuvimos hace un mes…, pero estaba segura. Sabía que lo harías —afirmó.

—¿Quieres decir que sabías que insistiría?

—Quiero decir que sabía que le verías.

—¡Pero si no le he visto! —exclamó Brydon, quejumbroso—. Hay alguien…, una bestia espantosa a la que acabé acorralando de un modo horrible. Pero no soy yo.

Al oír esto, Alice se inclinó de nuevo sobre él y le miró a los ojos.

—No…, no eras tú.

Y, de no haber estado tan cerca, cuando el rostro de ella se inclinaba sobre el suyo, Spencer habría podido percibir en él alguna intención velada tras la sonrisa de Alice.

—No, gracias a Dios, ese no eras tú —repitió ella—. Por supuesto que no podías haber sido tú.

—Pero lo era —insistió con dulzura. Ahora miraba con fijeza ante sí como lo había estado haciendo durante tantas semanas—. Tenía que haberme conocido a mí mismo.

—No podías —le respondió, en tono consolador. Y entonces, como si quisiera seguir con el relato de lo que ella había hecho hasta llegar allí, cambió de tema—: Pero no fue solo el que no hubieras estado en el hotel —continuó—. Esperé hasta la misma hora en que nos habíamos encontrado con la señora Muldoon aquel día que me trajiste aquí; y llegó, tal como te he dicho, mientras yo, desesperada, aguardaba sentada en la escalera, después de haber intentado en vano que alguien me abriese la puerta. Si no hubiera venido al cabo de un rato, como por suerte sucedió, me las habría arreglado para dar con su paradero. Pero no era —añadió Alice Staverton, como si otra vez dejara entrever alguna sutil intención—, no era solo por eso.

Todavía tumbado, Spencer volvió los ojos hacia ella.

—Pues, ¿de qué más se trata?

Alice se enfrentó a la curiosidad que había despertado.

—¿Dijiste que fue en el frío y mortecino amanecer? Pues bien, en el frío y mortecino amanecer de hoy, también yo te vi.

—¿Que me viste…?

—Le vi a él —dijo Alice Staverton—. Debió de haber sido en el mismo momento.

Permaneció tumbado unos instantes tratando de asimilar aquello, como si quisiera mostrarse razonable.

—¿En el mismo momento?

—Sí…, en el sueño que tuve, el mismo del que te hablé en cierta ocasión. Aquel hombre se me volvió a aparecer. Entonces supe que era una señal, que también a ti había ido a verte.

Al oír esto Brydon se incorporó, quería verla mejor. Alice le ayudó al notar que deseaba levantarse. Brydon se sentó acomodándose a su lado en el banco junto a la ventana y cogiendo con su mano derecha la izquierda de Alice, dijo:

Él no fue a verme.

—Tú fuiste a ti —respondió con una maravillosa sonrisa.

—Ahora sí que he ido y vuelto en mí, gracias a ti, queridísima. Pero esa bestia, con su espantosa cara, esa bestia es un extraño siniestro. No tiene nada que ver conmigo, ni siquiera con lo que yo podría haber sido —sostuvo Brydon con determinación.

Pero ella insistía en aclarar las cosas.

—¿No se reduce todo al hecho de que habrías sido diferente?

Brydon frunció el ceño al oír aquellas palabras.

—¿Tan diferente como ese…?

La mirada lúcida de Alice parecía envolverle.

—¿Acaso no se trataba precisamente de que podrías haber sido distinto?

Él estuvo a punto de fruncir el ceño.

—¿Tan distinto como eso…?

La mirada de ella le pareció la más hermosa de todo cuanto había en el mundo.

—¿No querías saber con exactitud lo distinto que podrías haber sido? Al menos, así es como te vi esta mañana —dijo ella.

—¿Como a él?

—¡Como un extraño siniestro!

—Entonces, ¿cómo supiste que era yo?

—Porque, tal como te dije hace unas semanas, mi mente y mi imaginación han estado dándole vueltas a lo que habrías o no habrías podido ser, así te harás una idea de cuánto he pensado en ti. En medio de todo eso te dirigiste a mí, para responder a mi asombro. Por eso lo supe —continuó—, y creí que ya que aquel tema también te obsesionaba a ti, como me dijiste aquel día, también tú acabarías viendo por ti mismo. Cuando esta mañana volví a verlo, supe que tú también lo habías visto… Y también percibí, desde el primer momento, que en cierto modo me necesitabas. Me pareció que él me decía eso. Así que, ¿por qué razón no iba a gustarme? —añadió con una sonrisa extraña.

Aquellas palabras obligaron a Brydon a ponerse de pie.

—¿Que te «gusta» esa cosa horrible…?

Podría haberme gustado. Y para mí, no era horrible en absoluto. Lo habría aceptado —dijo.

—¿Aceptado…? —La voz de Brydon sonó extraña.

—Antes, por el interés que suponía esa diferencia. Y como cuando le conocí, no lo rechacé (como tan cruelmente hiciste tú, querido, al enfrentarte, al fin, con esa diferencia), bueno, pues como puedes comprender, debió de resultarme menos horrible. Y tal vez le agradó que le compadeciera.

Alice estaba de pie junto a él, pero todavía le estrechaba la mano, todavía le ofrecía el apoyo de su brazo. Sin embargo, aunque todo aquello le aclaraba algo el asunto, preguntó a regañadientes y resentido:

—¿Te «compadeciste» de él?

—Ha sido desgraciado, lo han destruido —dijo Alice.

—¿Y acaso no he sido yo desgraciado? ¿Es que a mí no me han destruido? ¡No tienes más que mirarme!

—No estoy diciendo que él me guste más —aclaró después de pensarlo un momento—. Pero él es desdichado, está agotado… y le han sucedido cosas. No usa, como tú, un encantador monóculo para la vista.

—No —dijo Brydon, sorprendido—, yo no habría podido lucir el mío aquí, en «el centro de la ciudad». Se habrían burlado de mí.

—Vi sus enormes quevedos convexos para sus pobres ojos arruinados, me di cuenta de qué clase eran y también observé su pobre mano derecha…

—¡Oh! —exclamó Brydon, sobresaltado, no se sabe si por el hecho de haber comprobado su identidad o por los dos dedos perdidos—. Bueno, él gana un millón al año —añadió con lucidez—. Pero no te tiene a ti.

—Y él no es… No, ¡él no es… ! —murmuró Alice, mientras Brydon la atraía hacia su pecho.