El 4 de enero de 1873 Henry James salió de Roma con un amigo por la porta San Giovanni y recorrió la nueva vía Apia, admirando el panorama de un color marrón verdoso de la Campania, los viejos acueductos, las vistas de los montes Albanos y los pueblos diseminados por sus laderas. Se detuvieron en la basílica de San Stefano, del siglo V, y el joven escritor, que entonces contaba veintinueve años, examinó la tumba de los Valerio, en una bóveda subterránea. «Una sola cámara con el techo en forma de arco, cubierta de molduras de estuco, intacta por completo, figuras exquisitas y arabescos tan nítidos y delicados como si acabaran de retirar el andamio del enyesador». Y añadía: «Es extraño pensar que esas cosas —con tantas como hay— hayan sobrevivido a su eclipse inmemorial en tan perfecta forma y surjan del mar del tiempo como buceadores desaparecidos hace mucho».
Esta fue solo una de las «partículas» que pasó a formar parte del relato. En febrero de 1873, James escribió que, en un día soleado, se había tendido a descansar mientras contemplaba las grandes excavaciones que se estaban llevando a cabo en Roma: «Te produce la más extraña de las sensaciones ver cómo la pala saca a la luz el pasado, el mundo antiguo». Otra partícula nos llega en forma de anotación realizada en abril del mismo año, tras una inspección de la villa Ludovisi, que Hawthorne había visitado con anterioridad. Al observar las esculturas del casino, o residencia de verano, se fijó en «la cabeza de la gran Juno, arrinconada detrás de una contraventana». Más tarde escribió que habría tenido un mejor concepto del criterio de su anfitriona «si hubiera hecho retirar a Juno de detrás de la contraventana».
Estos son, pues, los elementos dispares que entraron a formar parte del relato: el nombre de los Valerio, la visión de las palas sacando a la luz por todas partes las piedras del pasado, la estatua olvidada de Juno en la villa romana; y todo ello frente al suntuoso telón de fondo de la Roma de ese tiempo, los jardines y las villas, las estatuas y los tesoros artísticos, los peregrinos y los artistas, y los estadounidenses trasplantados. «El último de los Valerio» refleja, en su atmósfera y tono narrativo, la inmersión de Henry James en la ciudad de Roma, que visitaba por tercera vez cuando se publicó el relato en el Atlantic de enero de 1874.
Gran parte de la sensación de lo sobrenatural presente en algunas historias de Henry James proviene de su capacidad para conseguir que el lector tome conciencia de que el pasado contiene un mal indescriptible, un mal capaz de atormentar al hombre de hoy. «El último de los Valerio» combina la oscuridad con la luz, la vida cotidiana del presente con el recuerdo de la mohosa antigüedad y de los ritos paganos. Un aura sobrenatural rodea la hermosa estatua desenterrada en el jardín de la villa, en la que vive la muchacha estadounidense con su marido, un noble italiano. James se inspiró para escribir este relato en un antiguo cuento de Prosper Mérimée, «La Venus de Ille», en el que un joven muere aplastado en su noche de bodas por una estatua de esta diosa, la cual viene a reclamarlo como amante suyo. James, que en 1873 y 1874 contemplaba las excavaciones en Roma, dio a su cuento un final menos violento, dando a entender que más vale dejar sepultado el pasado, que es peligroso exhumar los dormidos objetos primigenios y que el hombre civilizado hace bien en mantener enterrado el lado primitivo de su naturaleza.
«El último de los Valerio» fue revisado para Un peregrino apasionado y otros cuentos (1875) y de nuevo para Stories Revived (1885). El texto aquí reproducido corresponde a esta última versión.