I
Poco importa lo que provocó la perturbadora conversación que mantuvieron en su encuentro; quizá solo fueron unas palabras que él mismo había pronunciado sin intención, cuando, tras haberse reconocido, se rezagaron y, juntos, empezaron a caminar a paso lento. Hacía una o dos horas que unos amigos le habían acompañado a la casa en que ella se alojaba. El grupo de visitantes de la otra casa, del que él era parte y gracias al cual, según su teoría habitual, era la causa de que estuviera perdido entre la multitud, había sido invitado a almorzar allí. Después del almuerzo hubo una desbandada general acorde con el objetivo primordial de la visita: contemplar Weatherend y los delicados objetos, los elementos peculiares, cuadros, reliquias familiares y tesoros de las distintas artes que hacían casi famoso aquel lugar. Las enormes habitaciones eran tantas que los invitados podían deambular a su antojo, desprenderse del grupo principal y, en el caso de aquellos que se tomaban el asunto muy en serio, entregarse a misteriosas apreciaciones y cálculos. Se veían personas, en rincones apartados, solas o en parejas, inclinándose sobre objetos, con las manos apoyadas en las rodillas y moviendo la cabeza con el mismo énfasis que si olisqueasen algo. En el caso de las parejas, o bien entremezclaban sus exclamaciones de éxtasis o se fundían en silencios todavía más significativos, de modo que para Marcher había detalles en aquella visita que tenían ese aire de «inspección», previo a una venta harto anunciada, que excita o enfría, según los casos, el sueño de la adquisición. En Weatherend, estos sueños de adquisición tuvieron que ser en verdad desenfrenados, y, entre tantas sugerencias, John Marcher se encontraba casi tan desconcertado ante los que sabían demasiado como ante aquellos que no sabían nada. La poesía y la historia que aquellas enormes salas suscitaban le abrumaban de tal modo que necesitaba alejarse para establecer con ellas una relación adecuada, aunque su manera de hacerlo no fuera, como sucedía con el perverso regocijo de algunos de sus compañeros, comparable a los movimientos de un perro olfateando un aparador. Muy pronto esta actitud iba a tener consecuencias imprevistas.
En resumen, aquella tarde de octubre le llevó a un encuentro más estrecho con May Bartram, cuyo rostro, como una señal del pasado más que como un recuerdo, había comenzado a turbarle de un modo muy placentero mientras se sentaban a la gran mesa, distantes entre sí. Le afectaba como la secuela de algo cuyo principio hubiera perdido. Lo sabía, y de momento lo aceptaba de buen grado, como continuación de algo de lo que ignoraba el origen, lo cual resultaba interesante o divertido, más aún porque, en cierto modo, también era consciente de que la joven, aunque sin dar ninguna señal explícita, no había perdido el hilo. No lo había perdido, pero comprendió que tampoco se lo devolvería sin que él alargara la mano para tomarlo; y no comprendió solo aquello sino otras muchas cosas, por lo demás bastante extrañas teniendo en cuenta que, cuando el azar de la reunión les puso frente a frente, él solo jugaba con la idea de que cualquier contacto entre ellos en el pasado no debía de haber tenido la más mínima importancia. Y si no la había tenido, no alcanzaba a comprender por qué parecía poseer tanta importancia el efecto actual que ella le producía. No obstante, la respuesta era que, en la vida que todos ellos parecían llevar en aquel momento, uno no podía sino tomar las cosas como venían. Estaba satisfecho, sin tener la más remota idea de por qué, de que aquella joven dama pudiera haber accedido penosamente a su posición en la casa como una pariente pobre; satisfecho también de que no estuviera allí de paso, sino que fuera en cierto modo miembro de aquel círculo, casi un miembro activo, remunerado. ¿Acaso no disfrutaba ella, en ciertos momentos, de una protección, que pagaba ayudando, entre otros servicios, a enseñar el lugar y a explicarlo, a tratar con gente tediosa, a contestar preguntas sobre las fechas de la construcción de los edificios, los estilos del mobiliario, la autoría de los cuadros o los lugares predilectos del fantasma? Y sin embargo, no tenía el aspecto de alguien a quien se le pudieran ofrecer unos chelines: era imposible parecerlo menos. Aun así, cuando se le acercó, sin ninguna duda hermosa aunque mucho mayor (mayor que cuando la había visto antes), bien pudo ser por haber adivinado que durante un par de horas él le había dedicado más pensamientos que a todos los demás juntos y, por tanto, había intuido una verdad sobre ella que los otros eran demasiado torpes para ver. Ella estaba allí en condiciones más duras que nadie: estaba allí como resultado de cosas sufridas de un modo u otro en aquel intervalo de años; y ella le recordaba tanto como él a ella, solo que mucho mejor.
Cuando por fin les llegó la oportunidad de hablar, se encontraban solos en una de las habitaciones, notable por el delicado retrato sobre la chimenea, por la que sus amigos ya habían pasado, y el encanto de la situación residía en que incluso antes de empezar a hablar ya habían acordado rezagarse para charlar. Felizmente, el encanto estaba también en otras cosas: en cierto modo, en que apenas hubiera un lugar en Weatherend que no tuviera algo por lo que quedarse rezagado; en la forma en que el día otoñal acechaba por las altas ventanas mientras declinaba; en cómo, al atardecer, la luz roja, desprendiéndose bajo un cielo encapotado y sombrío, se estiraba en un largo haz y jugueteaba entre viejos frisos, viejas tapicerías, oro viejo, viejos colores. Tal vez estuviera sobre todo en la forma en que ella se le acercó, como si ya que se ocupaba de tratar con los visitantes más comunes, él pudiera, si prefería, restar importancia al asunto, tomar su delicada atención como parte de sus obligaciones. Sin embargo, tan pronto como oyó su voz el hueco se rellenó y recuperó el eslabón perdido. La ligera ironía que adivinó en su actitud cedió terreno y él casi se abalanzó tratando de adelantarse a sus palabras.
—La conocí en Roma hace muchísimos años. Lo recuerdo todo a la perfección.
Ella le confesó que se sentía decepcionada, pues había tenido la certeza de que no la recordaría. Y para demostrarle lo bien que se acordaba, él empezó a desgranar evocaciones precisas, que surgían a medida que las necesitaba. El rostro y la voz de la mujer, ahora por completo a su disposición, obraron el milagro: el efecto actuó como la antorcha de un farolero que enciende, uno tras otro, una larga fila de quemadores. Marcher se complacía contemplando el brillo de esa iluminación, pero lo cierto es que aún le complacía más ver cómo ella sostenía, divertida, que, en su prisa por detallar todos sus recuerdos, él había confundido la mayor parte. No había sido en Roma, sino en Nápoles, y no habían pasado siete años, sino más bien casi diez. Ella no estaba con su tío y su tía, sino con su madre y su hermano; además, él no había bajado de Roma en compañía de los Pemble, sino de los Boyer, detalle en el que insistió, confundiéndole un poco, y que podía probar fácilmente, pues ella había conocido a los Boyer, pero no conocía a los Pemble sino por referencias y fue la gente con la que él estaba quien los había presentado. El incidente de la tormenta que, rugiendo con gran violencia a su alrededor, les obligó a refugiarse en una excavación, no tuvo lugar en el palacio de los Césares, sino en Pompeya, en cierta ocasión en que se encontraban allí con motivo de un importante hallazgo.
Él aceptó sus correcciones, disfrutó con ellas, aunque ponían de manifiesto, tal como ella señaló, que, en realidad, no la recordaba lo más mínimo; y él solo lamentó el inconveniente de que, una vez aclarados los hechos, no parecía que quedara nada más de que hablar. Pasearon juntos en silencio, ella desatendiendo sus tareas (porque, como pensó Marcher, muy perspicaz, ella no tenía una razón de peso para acompañarle) y ambos olvidándose de la casa, a la espera de la revelación de uno o dos recuerdos más. Después de todo, no les había llevado tanto tiempo poner sobre la mesa las cartas que, como en una baraja, les correspondían jugar a cada uno. Sin embargo, la baraja estaba incompleta, de modo que el pasado, una vez invocado, invitado, estimulado, no podía darles nada más. Les había llevado a conocerse, ella con veinte años y él con veinticinco, pero lo más extraño, parecían decirse, era que, después de ocuparse de aquello, no hubiera hecho algo más en su favor. Se miraban como si sintiesen la ocasión perdida, pues la que ahora tenían habría sido mucho mejor si aquella otra, ya lejana, en tierra extraña, no hubiera resultado tan estúpidamente escasa. Al parecer, no habían compartido más de una docena de minucias: trivialidades juveniles, tonterías fruto de la ingenuidad, estupideces de la inexperiencia, pequeños gérmenes de posibilidades, pero enterrados demasiado profundo, demasiado (¿acaso no lo parecía?) para aflorar después de tantos años. Marcher se decía que debería haberle prestado algún servicio: haberla salvado de un bote a punto de zozobrar en la bahía, o al menos haber recuperado el bolso, que un lazzarone, armado de un stiletto, le hubiera robado del taxi en las calles de Nápoles. Habría sido estupendo que a él le hubieran llevado al hotel con fiebre y, estando allí, solo, ella hubiera ido a cuidarle, a escribirle las cartas para la familia y sacarle a pasear durante la convalecencia. De haber sido así, tendrían alguna que otra cosa en común que en la presente ocasión se echaba en falta. No obstante, la oportunidad se presentaba, en cierto modo, como algo demasiado bueno para que se malograra, así que durante unos minutos más se vieron reducidos a preguntarse un poco en vano por qué, si parecían tener algunos conocidos comunes, habían tardado tanto en volver a encontrarse. No lo dijeron a viva voz, pero su progresiva demora en unirse a los demás era un modo de confesar que no deseaban que el encuentro fracasara. Las supuestas razones que daban para no haberse encontrado solo demostraban lo poco que se conocían. De hecho, llegó un momento en que Marcher sintió una auténtica punzada de angustia. Era inútil pretender que ella era una vieja amiga faltándoles tantas vivencias en común, sin embargo, se dio cuenta de que le habría gustado que lo fuese. Tenía bastantes amigos nuevos; en la otra casa, por ejemplo, estaba rodeado de ellos, aunque de haberse tratado de una amistad reciente quizá no le habría prestado una atención especial. Le habría encantado inventarse algo, hacerle creer que, en un principio, hubo entre ellos algún episodio romántico o dramático. Lo cierto es que exprimía su imaginación luchando contra el tiempo para encontrar algo que sirviera, y se decía que, si no se le ocurría nada, este bosquejo de un nuevo comienzo quedaría torpemente arruinado. Se separarían y ya no habría segunda ni tercera oportunidad. Lo habrían intentado sin éxito. Fue entonces, en aquel preciso momento (como después se dio cuenta), cuando, agotados todos los recursos, ella decidió hacerse cargo del caso, por así decirlo, y salvar la situación. Tan pronto como empezó a hablar, él notó que había estado ocultando adrede lo que ahora decía, con la esperanza de poder soslayarlo, una delicadeza que le conmovió enormemente cuando, minutos más tarde, fue capaz de valorarlo. En todo caso, lo que dijo relajó el ambiente y les proporcionó el eslabón, ese eslabón que, sin saber cómo, él había perdido de un modo tan frívolo.
—Usted sabe que me dijo algo que no he olvidado jamás y que desde entonces me ha hecho pensar en usted repetidas veces. Fue aquel día tan caluroso en que fuimos a Sorrento atravesando la bahía en busca de algo de brisa. Me refiero a lo que me dijo cuando regresábamos, mientras, sentados bajo el toldo del bote, disfrutábamos del aire fresco. ¿Lo ha olvidado?
Lo había olvidado y estaba incluso más sorprendido que avergonzado. Pero lo en verdad importante fue advertir que no se trataba del recuerdo vulgar de una conversación «amorosa». La vanidad femenina tiene una dilatada memoria, pero ella no le reclamaba un cumplido ni denunciaba un error cometido. De una mujer del todo distinta podría haber temido incluso la posible evocación de alguna «proposición» tonta. Por eso, al tener que admitir que realmente lo había olvidado, tuvo mayor sensación de pérdida que de ganancia, y entonces percibió el interés del asunto al que ella se refería.
—Intento pensar, pero me rindo. Sin embargo, recuerdo el día en Sorrento.
—No estoy muy segura de que se acuerde —dijo May Bartram un momento después—, y tampoco estoy muy segura de desear que lo haga. Es espantoso devolver a una persona, en un momento dado, a lo que fue diez años atrás. Si usted lo ha superado, muchísimo mejor. —Y sonrió.
—Oh, pero si no lo ha superado usted, ¿cómo iba a hacerlo yo? —preguntó él.
—¿Superar lo que yo misma era, quiere usted decir?
—No, superar lo que yo fui. Desde luego, fui un asno —continuó Marcher—, pero, ya que usted tiene su propia opinión, preferiría saber con exactitud qué clase de asno fui en lugar de quedarme sin saber nada.
Sin embargo, ella dudaba aún.
—Pero ¿y si usted ya no es así?
—Entonces, podré soportarlo mucho mejor. Además, tal vez no he dejado de serlo.
—Tal vez, aunque si así fuera —añadió ella—, supongo que lo recordaría. Por supuesto, no es que yo asocie ni por asomo mi impresión de entonces con el término ofensivo que usted ha utilizado. Si me hubiera parecido usted un necio —explicó—, el asunto al que me refiero no me habría causado tan honda impresión. Fue algo sobre usted mismo.
Esperó, como si él fuera a recordar, pero como Marcher se limitaba a mirarla con ojos interrogantes sin dar señal alguna, ella decidió quemar las naves.
—¿Ha sucedido ya?
Fue entonces cuando, mientras mantenía la mirada fija en ella, se hizo la luz y la sangre le afluyó con lentitud al rostro, que enrojeció al recordar de qué se trataba.
—¿Trata de decirme que yo le conté…? —Pero titubeó, por miedo a que no fuera lo que estaba pensando, por miedo a delatarse.
—Era algo que resultaba imposible de olvidar, salvo que usted lo haya hecho, claro. Por eso le pregunto si lo que me contó ha sucedido ya —señaló sonriendo.
Oh, entonces se dio cuenta, pero estaba atónito y se sentía avergonzado. También era consciente de que su estado provocaba la compasión de su compañera, como si la alusión hubiera sido un error. Sin embargo, enseguida comprendió que se trataba más bien de una sorpresa que de un error. Por el contrario, pasada la primera impresión, empezó a parecerle extrañamente delicioso que ella lo supiera. Era la única persona en el mundo que lo sabía y lo había sabido durante todos aquellos años, mientras que a él, de forma inexplicable, se le había borrado haberle revelado de aquel modo su secreto. Así pues, su reencuentro no había sido el de dos extraños.
—Me parece que sé a qué se refiere —dijo al fin—. Solo que, es curioso, yo no era consciente de haberle hecho partícipe hasta tal punto de mis confidencias.
—¿Se debe quizá a que les ha hecho también a otros muchos?
—No se lo he contado a nadie, absolutamente a nadie, desde entonces.
—¿Así que soy la única persona que lo sabe?
—La única en el mundo.
—Bien —repuso ella con rapidez—, yo jamás lo he contado. Nunca he repetido lo con rapidez usted me reveló sobre sí mismo. —Sus ojos dejaban lugar a pocas dudas. Un instante después, sus miradas se encontraron de tal forma que a él ya no le cupo ninguna—. Y nunca lo haré.
Ella hablaba con una gravedad casi excesiva, por lo que él descartó la posibilidad de que se estuviese burlando. En cierto modo, todo aquel asunto era un lujo nuevo para él, y lo era desde el momento en que ella lo había asumido. Si la joven no había adoptado una actitud irónica, significaba que era comprensiva al respecto y esa comprensión era justo lo que nadie le había mostrado en todo aquel largo tiempo. Se daba cuenta de que en aquel momento habría sido incapaz de contárselo y, sin embargo, tal vez podía beneficiarse de forma excepcional de la circunstancia de habérselo confesado en el pasado.
—Entonces, por favor, no lo haga. Está bien como está.
—¡Oh, si para usted lo está, para mí también! —dijo riendo, y añadió—: ¿Todavía sigue sintiéndose igual?
Era imposible no darse cuenta de que tenía auténtico interés, aunque seguía sorprendiéndole muchísimo. Había creído durante tanto tiempo que estaba espantosamente solo y, ¡mira por dónde!, no lo estaba en absoluto. Al parecer, no lo había estado ni una hora desde aquel día en el bote de Sorrento. Al mirarla, pensó que era ella la que había estado sola debido a su torpe falta de fidelidad. Al fin y al cabo, ¿habérselo contado no había sido acaso una forma de petición? Una petición a la que ella había respondido con generosidad sin que él, a falta de otro encuentro, se lo hubiera agradecido siquiera con un recuerdo o una gratificación espiritual. En un principio, lo único que le había pedido era que no se burlara de él. Y, de un modo admirable, no lo había hecho durante diez años y en aquel momento seguía sin hacerlo, así que, en recompensa, le debía eterna gratitud. Tan solo debía averiguar qué imagen se había formado de él.
—¿Qué le conté exactamente…?
—¿Acerca de cómo se sentía? Bien, fue muy simple. Me dijo que desde muy temprana edad había tenido la profunda convicción de estar predestinado para algo excepcional e insólito, con seguridad prodigioso y terrible, que tarde o temprano le sucedería; que lo presentía en lo más hondo de su ser y estaba convencido de ello, y que tal vez aquello le aplastaría.
—¿Y a eso le llama usted muy simple? —preguntó John Marcher.
Ella reflexionó un momento.
—Tal vez fuera porque, a medida que usted hablaba, me parecía entenderlo.
—¿Lo entendía de verdad? —preguntó con vehemencia.
Volvió a fijar en él su comprensiva mirada.
—¿Sigue teniendo la misma convicción?
—¡Oh! —exclamó con debilidad. Había demasiado que decir.
—Sea lo que fuere, no ha sucedido todavía —concluyó ella claramente.
Él sacudió la cabeza con absoluto abandono.
—No, aún no ha sucedido. Solo que, como usted ya sabe, no se trata de algo que yo tenga que hacer, no es un logro que deba alcanzar, algo por lo que se me distinga o admire. No soy tan imbécil para creer eso. Aunque, sin duda, más me valdría serlo.
—¿Se trata de algo que vaya a padecer?
—Bueno, digamos más bien algo que debo esperar, algo con lo que debo encontrarme, afrontar y ver cómo de repente irrumpe en mi vida, con seguridad destruyendo toda conciencia ulterior para luego aniquilarme. Por otro lado, puede que actúe tan solo de forma que lo transforme todo, atacando por completo los cimientos de mi mundo y abandonándome a las consecuencias que puedan desencadenarse.
Le escuchaba, y él vio que en el brillo de su mirada continuaba sin ser de burla.
—¿No estará quizá describiendo tan solo la expectativa o, en todo caso, la sensación de peligro, común a tanta gente, que supone enamorarse?
—¿No me preguntó eso en el pasado? —dijo John Marcher.
—No, entonces no era tan franca ni tan directa. Pero es lo que ahora se me ocurre.
—Es normal que piense en esa posibilidad —dijo él tras unos instantes—. Claro, yo también me la he planteado. Puede ser que lo que me esté reservado sea tan solo eso. Lo único que creo es que de haber sido así —continuó—, a estas alturas, ya me habría enterado.
—¿Lo dice usted porque ha estado enamorado? —Y entonces, como él no hizo sino mirarla en silencio, continuó—: ¿Ha estado enamorado y no ha significado tal cataclismo para usted?, ¿no ha resultado ser el gran acontecimiento?
—Ya ve que sigo aquí. No ha sido apabullante.
—Entonces no ha sido amor —dijo May Bartram.
—Bueno, al menos, pensé que lo era. Así lo consideré y lo he seguido considerando hasta ahora. Fue agradable, delicioso, triste —aclaró—. Pero no fue extraordinario. No fue lo que mi gran acontecimiento ha de ser.
—¿Desea usted algo del todo suyo, algo que nadie más conozca o haya conocido?
—No se trata de lo que yo «desee», bien sabe Dios que no deseo nada. Se trata tan solo del temor que me atormenta, con el que convivo cada día.
Lo dijo de forma tan lúcida y contundente que él mismo vio cómo aquella afirmación se imponía por sí misma. Si ella ya no hubiera estado interesada con anterioridad en ese asunto, se habría interesado entonces.
—¿Es una sensación de violencia inminente?
Era obvio que también ahora le gustaba hablar de aquello.
—No tengo la impresión de que, cuando llegue, sea por fuerza violento. Pienso en ello como algo natural y, sobre todo, inconfundible; pienso en ello solo como «la cosa». «La cosa» en sí aparecerá como algo natural.
—Entonces, ¿cómo va a resultar extraordinario?
Marcher reflexionó.
—Para mí, no lo será.
—Así pues, ¿para quién?
—Bueno —contestó sonriendo por fin—, digamos que para usted.
—Ah, ¿tengo que estar presente, pues?
—Usted ya está presente dado que lo sabe.
—Ya veo. —Reflexionó un instante—. Pero me refiero durante la catástrofe.
Por un momento, al llegar a este punto, la ligereza dio paso a la gravedad; fue como si la prolongada mirada que intercambiaron les mantuviera unidos.
—Solo dependerá de usted, de si quiere velar conmigo.
—¿Tiene miedo? —preguntó ella.
—No me abandone ahora —continuó él.
—¿Tiene miedo? —repitió.
—¿Cree usted que nada más estoy loco? —insistió, en lugar de contestar—. ¿Le conmuevo tan solo porque me considera un lunático inofensivo?
—No —dijo May Bartram—. Le comprendo. Le creo.
—¿Quiere decir que siente cómo mi obsesión, ¡esa pobre cosa!, puede relacionarse con alguna posible realidad?
—Sí, a algún posible acontecimiento real.
—Entonces, ¿velará usted conmigo?
Dudó, y luego volvió a formular su pregunta por tercera vez.
—¿Tiene miedo?
—¿Le dije en Nápoles que lo tenía?
—No, no me dijo nada de eso.
—Entonces, no lo sé. Y me gustaría saberlo —dijo John Marcher—. Usted misma me dirá si cree que lo tengo. Ya lo descubrirá si vela conmigo.
—Muy bien.
Para entonces, habían atravesado la habitación y, antes de cruzar la puerta, se detuvieron junto a ella como para dar por concluido su acuerdo.
—Velaré a su lado —dijo May Bartram.
II
El hecho de que ella «supiera», que supiera y aun así no se burlara ni le traicionara, había hecho que en poco tiempo surgiese entre ellos un vínculo perceptible que fue intensificándose cada vez más cuando, a lo largo del año siguiente a su tarde en Weatherend, se multiplicaron las oportunidades de estar juntos. El acontecimiento que auspició estas ocasiones fue la muerte de la anciana señora, la tía abuela, bajo cuyas alas ella había encontrado refugio a la muerte de su madre y quien, aunque solo era la madre viuda del nuevo heredero de la propiedad, había logrado, gracias a una gran dignidad y a un fuerte carácter, no ceder la suprema posición dentro de la gran casa.
La caída de este personaje llegó solo con la muerte, que, seguida de muchos cambios, marcó una diferencia en concreto para la joven en quien la experta atención de Marcher había reconocido desde el principio a una subordinada con un orgullo capaz de sufrir, pero no de encolerizarse.
Durante una temporada, nada consiguió aliviarle tanto como pensar que la aflicción de la señorita Bartram debía de haberse suavizado mucho al encontrarse ahora en posición de montar su pisito en Londres. El dinero, que hacía posible aquel lujo, le había llegado a través del complicadísimo testamento de su tía, y, cuando, tras un cierto tiempo, comenzó a desenmarañarse todo aquel asunto, ella le comunicó que el feliz resultado estaba por fin a la vista. Él la había vuelto a ver después de aquel día: por un lado, May había acompañado a la anciana a la ciudad en más de una ocasión y, por otro, él había vuelto a visitar a los amigos que de modo tan oportuno convertían a Weatherend en uno de los encantos de su propia hospitalidad. Estos amigos le habían llevado allí de nuevo y él había conseguido una vez más tener un discreto aparte con la señorita Bartram. En Londres, había logrado persuadirla para que dejara sola a su tía algún que otro ratito. En estas últimas ocasiones, iban juntos a la National Gallery y al museo de South Kensington, donde, entre vívidas evocaciones, conversaban largo tiempo sobre Italia. Ya no intentaban, como al principio, recuperar el sabor de su juventud e inexperiencia. Lo que habían recuperado, aquel primer día en Weatherend, había cumplido bien su objetivo; sin duda les había sido bastante. Así pues, a juicio de John Marcher, ya no estaban dando vueltas a las fuentes de su arroyo, sino que sentían su bote impulsado con fuerza corriente abajo. Literalmente habían salido a flote juntos. Para nuestro caballero aquello era evidente, tan evidente como que la feliz circunstancia se debía solo al tesoro oculto de lo que May Bartram sabía.
Él había desenterrado con sus propias manos y sacado a la luz este pequeño tesoro (es decir, lo había puesto al alcance de la tenue claridad surgida de las discreciones e intimidades de ambos), el valioso objeto que él mismo había enterrado y de cuyo escondite se había olvidado extrañamente durante tanto tiempo. La maravillosa suerte de aquel renovado hallazgo le dejaba indiferente para cualquier otro asunto: sin duda habría dedicado más tiempo al extraño accidente de su lapsus de memoria si no se hubiera sentido inclinado a entregarse a la dulzura y consuelo futuro que, según él lo sentía, el propio accidente había ayudado a mantener vivo. Jamás había entrado en sus planes el que alguien lo «supiera», sobre todo porque no tenía intención de contárselo a nadie. Habría sido imposible porque solo hubiera servido de pasatiempo a una sociedad indiferente. Sin embargo, puesto que, aun a su pesar, un misterioso sino le había abierto la boca en el momento oportuno, lo consideraría como una compensación y le sacaría el máximo provecho. Que la persona adecuada lo supiera, suavizaba la aspereza de su secreto incluso más de lo que su timidez le había permitido imaginar, y May Bartram era en efecto la persona adecuada, porque… bueno, porque lo era. Que ella lo supiera zanjaba sin más el asunto: si no hubiera sido la persona adecuada, para entonces, él ya lo habría sabido con seguridad. Sin duda, su situación le predisponía, tal vez en exceso, a verla como una simple confidente, aceptando la luz que le ofrecía por el hecho, y solo por eso, del interés que ella mostraba en su caso; por su compasión, simpatía, seriedad y por haber condescendido a no considerarle el más cómico de los cómicos. En resumen, aunque era consciente de que el valor que ella tenía para él residía en esa sensación permanente de asombrosa protección que le ofrecía, no olvidaba que, a pesar de todo, ella tenía también su propia vida, que podían ocurrirle cosas, cosas que en la amistad también debían tenerse en cuenta. En relación con eso, le sucedió algo del todo extraordinario, algo simbolizado por una especie de travesía mental repentina y de un extremo al otro.
Él se tenía, sin que nadie lo supiera, por la persona más abnegada del mundo, llevando su pesada carga, su perpetua ansiedad siempre en silencio, manteniendo sus labios sellados, no dejando que los otros vislumbrasen aquello ni el efecto que producía en su vida, no pidiéndoles concesiones y, por su parte, haciendo todas las que le pedían. No había molestado a nadie con la excentricidad de tener que conocer a un hombre atormentado, aunque había momentos en los que estuvo bastante tentado de hacerlo, como cuando oía a la gente decir que se sentía «inestable». Si hubieran estado tan inestables como él (él, que no había conocido un momento de paz en toda su vida), sabrían lo que aquello significaba. Aun así, no era asunto suyo enseñárselo y les escuchaba con la debida cortesía. Por eso tenía tan buenos modales, aunque sin duda más bien fríos, razón por la que, en un mundo avaricioso, podía contemplarse a sí mismo como un ser decentemente —tal vez de manera algo exaltada— generoso. En consecuencia, nuestra opinión es que valoraba esta cualidad de su carácter lo bastante para calcular el peligro que supondría en ese momento permitir que se deteriorase, y contra lo que prometió mantenerse firmemente en guardia. No obstante, estaba dispuesto a ser solo un poco egoísta, pues con seguridad jamás se le había presentado una oportunidad de serlo más atractiva que esta. En pocas palabras, «solo un poco» era justo lo que la señorita Bartram le permitía, entre un día y otro. Jamás la coaccionaría lo más mínimo y tendría bien presente las líneas en las que debería reflejarse la consideración altísima que guardaba de ella. Establecería con minucia los epígrafes bajo los que los asuntos, peticiones y peculiaridades (se permitió darles la amplitud de aquel nombre) de May Bartram entrarían en sus futuras relaciones. En efecto, aquello indicaba que daba por sentado que habría una relación. No cabía añadir nada más a ese respecto. Solo existía: había surgido con aquella primera pregunta desgarradora que ella le hizo bajo la luz otoñal, allí, en Weatherend. La forma real que debería haber adoptado, partiendo de una base tan evidente, era la del matrimonio. Pero lo terrible del caso es que esa misma base hacía imposible el matrimonio, pues no podía pedirle a una mujer que compartiera su situación de condena, su temor y su obsesión, y el resultado de aquello era precisamente lo que le preocupaba. Algo se ocultaba, acechándole, entre el ir y venir de los meses y los años, como una bestia agazapada en la jungla. Poco importaba si la bestia agazapada estaba destinada a matarle o a morir. El punto decisivo era el inevitable salto de la criatura, y la lección decisiva que había que extraer era que un hombre con sensibilidad no se hace acompañar por una dama a una cacería de tigres. Tal era la imagen bajo la que había acabado por representar su vida.
No obstante, al principio, en las desperdigadas horas que pasaron juntos, no habían aludido a esa imagen, señal de que estaba generosamente dispuesto a demostrar que no esperaba, ni en realidad le importaba, estar siempre hablando de aquel tema. Ese rasgo aparente es como una joroba en la espalda de uno. La diferencia que implicaba existía cada minuto del día, más allá de que se hablara o no de ello. Por supuesto, uno argumentaba como un jorobado porque, aunque no fuera por otra cosa, la cara del jorobado estaba siempre presente. Permanecía allí y ella le observaba, pero como en general se observa mejor en silencio, su vigilia adoptaría sobre todo esa forma. Al mismo tiempo, y aun así, no quería ser rígido y solemne; ya se mostraba, en su opinión, demasiado rígido y solemne con los demás. Había que ser claro y natural con la única persona que lo sabía (aludir a ello más que dar la impresión de evitarlo, evitarlo más que dar la impresión de querer hablar de ello), y, en cualquier caso, conservarlo fresco e incluso divertido antes que pedante y lúgubre. Consideraciones de aquella índole estaban sin duda en su mente cuando, por ejemplo, escribió con amabilidad a la señorita Bartram que el gran acontecimiento, que durante tanto tiempo creyó en manos de los dioses, no era sino el gran acontecimiento, que tan de cerca le tocaba, de la compra de ella de la casa en Londres. Aun así, fue la primera alusión que habían vuelto a hacer al asunto, pues no habían necesitado ninguna otra hasta la fecha; pero tras informarle ella de cómo iban las cosas y responderle que no estaba en absoluto de acuerdo con que aquella trivialidad fuera el clímax de una expectativa tan singular, él se preguntó si ella no tendría incluso mayor concepto de su singularidad del que él tenía sobre sí mismo. De todos modos, a medida que pasaba el tiempo, estaba destinado a darse cuenta, poco a poco, de que ella observaba su vida tan sin descanso, juzgándola y midiéndola, a la luz de lo que sabía, que con el paso de los años aquello llegó por fin a no mencionarse nunca entre ellos, salvo como «su auténtica verdad». Esa había sido siempre la forma que él tenía de nombrarlo, pero ella lo asumió con tanta naturalidad que, mirando atrás desde el final de una etapa, era imposible determinar el momento en que, como él diría, May se había adentrado en su circunstancia o cambiado su actitud de maravillosa indulgencia por la más hermosa aún de creer en él.
Siempre podía acusarla de considerarlo el más inofensivo de los maníacos, y a la larga, puesto que duró tanto tiempo, fue la descripción más sencilla de su amistad. Ella pensaba que a él se le había aflojado un tornillo pero, a pesar de eso, le gustaba y, frente al resto del mundo, era su amable y sabia guardiana, sin remuneración pero bastante entretenida, y a falta de otros vínculos más cercanos, su reputación no se vio dañada. Por supuesto, el resto del mundo le consideraba un excéntrico, pero ella, y tan solo ella, sabía en qué medida y, sobre todo, por qué era un excéntrico, y aquel conocimiento le permitía, por tanto, disponer el velo encubridor con los pliegues correctos. Ella aceptaba la animación que él le ofrecía (puesto que entre ellos debía pasar por animación) como aceptaba todo lo demás, pero, con su inequívoca sensibilidad, se daba perfecta cuenta de la aguda percepción que Marcher tenía del extremo al que había llegado a persuadirla. Ella, al menos, nunca se refería al secreto de su vida salvo como «la auténtica verdad sobre usted» y, en realidad, tenía un modo maravilloso de hacer que pareciera que, como tal, era también el secreto de su propia vida. Aquella era, en resumen, la manera como Marcher percibía que ella asumía aquel asunto. En general, no podía llamarlo de otro modo. Él se tomaba en cuenta a sí mismo, pero ella, para ser exactos, lo tomaba en cuenta mucho más todavía; en parte porque, al tener una mejor perspectiva para ver el asunto, rastreaba el curso de su desgraciada perversión por sendas por las que él apenas podía seguir. Él sabía cómo se sentía, pero, además, ella también sabía el aspecto que tenía él al sentirlo; sabía cada una de las cosas importantes que insidiosamente escapaban a sus posibilidades, pero podía calcular la suma a la que ascendían, comprender cuánto podría haber hecho si su espíritu no hubiera tenido que soportar un peso tan abrumador, y, en consecuencia, determinar hasta qué punto, a pesar de su inteligencia, no alcanzaba a entender ciertas cosas. Ella conocía sobre todo el secreto que encerraban las diferentes posturas que él adoptaba: en su pequeña oficina gubernamental, en la administración de su modesto patrimonio, en el cuidado de su biblioteca y de su jardín en el campo, con la gente de Londres cuyas invitaciones aceptaba y devolvía, y el desapego que se ocultaba tras ellas y que convertía todo su comportamiento, todo lo que de algún modo podía llamarse de ese modo, en un acto de permanente disimulo. Había acabado poniéndose una máscara pintada con el rictus social de la sonrisa, a través de cuyos orificios asomaba la expresión de una mirada que no casaba en absoluto con el resto de las facciones. El necio mundo, incluso después de tantos años, nunca había llegado a descubrirlo por completo. May Bartram era la única que lo había hecho y, con un arte indescriptible, había logrado la hazaña de encontrarse con los ojos de él ante sí y al mismo tiempo, o tal vez solo alternativamente, fundir su propia visión, como por encima del hombro, con los ojos que atisbaban por los orificios.
Así, mientras envejecían juntos, velaba con él y dejó que la alianza que componían diera forma y color a su propia existencia. También, condicionada por sus modales, aprendió a instalarse en el desapego, y su comportamiento, en el sentido social, se convirtió en una falsa expresión de sí misma. Solo había una expresión suya que habría sido verdadera en todo momento y que no podía manifestar a nadie de forma directa, y menos aún a John Marcher. La actitud de ella era toda una declaración virtual, pero para él aquella percepción parecía estar destinada a figurar entre las muchas cosas expelidas de forma necesaria de su conciencia. Además, si, como él, ella debía ofrecer sacrificios a la auténtica verdad de ambos, había que dar por sentado que la recompensa a tales sacrificios podría haber tenido para May un efecto más inmediato y natural. En esta etapa de Londres hubo largos períodos en los que, cuando estaban juntos, un extraño podría haberles escuchado sin aguzar el oído lo más mínimo; por otra parte, la auténtica verdad podía de la misma manera emerger a la superficie en cualquier momento y entonces el oyente se habría preguntado, en verdad, de qué estaban hablando. Desde un principio habían resuelto que la sociedad era, por fortuna, poco inteligente, y el margen que esto les concedía se había convertido con justicia en uno de sus lugares comunes. No obstante, aún había momentos en que la situación se renovaba casi por entero, en general bajo el efecto de alguna opinión que ella misma formulaba. Sin duda, sus opiniones se repetían, pero los intervalos eran amplios.
—Lo que nos salva, sabe, es que respondemos por completo a una apariencia muy común: la del hombre y la mujer cuya amistad se ha convertido en un hábito tan cotidiano, o casi, como para ser al fin indispensable.
Este era, por ejemplo, uno de los comentarios que había tenido oportunidad de hacer con bastante frecuencia, aunque lo exponía de modo diferente según la ocasión. Lo que nos atañe en especial es el giro que ella dio a uno de ellos una tarde en que Marcher había ido a verla con motivo de su cumpleaños. El aniversario había coincidido con un domingo, en una temporada de niebla densa y atmósfera sombría, pero John le había traído su acostumbrada ofrenda, porque la conocía desde hacía tiempo suficiente como para haberse establecido entre ellos cientos de pequeños hábitos. El regalo que le hacía en su cumpleaños era un modo de probarse a sí mismo que no se había sumido en el más absoluto egoísmo. En su mayor parte, solo se trataba de pequeñas bagatelas, pero dentro de su estilo siempre era algo fino y, sistemáticamente, tenía cuidado de pagar por ello más de lo que pensaba que podía permitirse.
—Al menos, nuestros hábitos le ponen a salvo, ¿no se da cuenta? Porque después de todo, para la gente común, le hacen indistinguible de los demás hombres. ¿Cuál es la característica más arraigada de los hombres en general? Pues, la capacidad de pasar un tiempo ilimitado con mujeres insulsas. No diré que no se aburren, pero no les importa, es decir, no cambian por ello de repente de actitud, lo que resulta lo mismo. Yo soy su mujer insulsa, una parte del pan cotidiano por el que reza en la iglesia. Eso borra sus huellas mejor que ninguna otra cosa.
—¿Y qué borra las suyas? —preguntó Marcher, a quien su insulsa mujer le divertía casi siempre hasta aquel punto—. Desde luego, me doy cuenta de lo que quiere decir con lo de salvarme de alguna forma, frente a los demás, soy consciente de eso desde el principio. Pero ¿qué la salva a usted? Sabe muy bien que pienso en ello a menudo.
Daba la impresión de que a veces también ella lo pensaba, pero de muy distinta manera.
—¿Quiere decir respecto a la gente?
—Bueno, en verdad se ha implicado usted mucho en mi vida, como una especie de consecuencia de haberme implicado yo en la suya. Quiero decir que siento una gran estima por usted y le estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí. A veces me pregunto si es del todo justo. Quiero decir si es justo haberla involucrado así y, si se me permite decirlo, haber despertado tanto su interés. Me siento casi como si no le hubiera dejado tiempo para hacer nada más.
—¿Para nada más que estar interesada? —preguntó—. Oh, ¿y qué otra cosa podría desear hacer? Si he estado «velando» con usted, tal como acordamos hace mucho tiempo, la vigilia es siempre absorbente en sí misma.
—Desde luego —dijo John Marcher—. ¡Si no hubiera tenido esa curiosidad! Pero ¿no se le ocurre a veces, a medida que pasa el tiempo, que su curiosidad no está siendo visiblemente recompensada?
May Bartram hizo una pausa.
—¿Por casualidad me lo pregunta porque siente que la suya no lo ha sido? Quiero decir, por tener que esperar tanto a que ocurra.
Comprendía muy bien lo que ella quería decir.
—¿A que suceda la cosa que nunca acaba de suceder? ¿A que salte la bestia? No, mi actitud respecto a eso sigue siendo la misma. No es un asunto en el que pueda elegir o decidir un cambio. No se trata de algo que pueda ser alterado. Está en manos de los dioses. Y uno está sujeto a sus propias reglas: así es como funciona. En cuanto a la forma que tomen esas reglas y el modo en que actúen, es asunto de ellas.
—Sí —contestó la señorita Bartram—, claro que el propio destino se cumple, claro que no ha dejado de cumplirse, a su propio modo y manera. Solo que, ¿sabe?, en su caso, el modo y la manera de cumplirse deberían haber sido algo… bueno, tan excepcional y, podríamos decir, tan exclusivamente personal, que…
Al oír esto, algo le obligó a mirarla con desconfianza.
—Dice que «debería haber sido», como si en su corazón hubiera empezado a dudar.
—¡Oh! —protestó ella con vaguedad.
—Como si creyera —continuó— que ya nada sucederá.
May movió la cabeza con lentitud en un gesto inescrutable.
—Está muy lejos de saber lo que pienso.
Él continuó mirándola.
—¿Qué es lo que le pasa entonces?
—Bien —respondió ella tras otra pausa—, lo que me pasa solo es que estoy más segura que nunca de que mi curiosidad, como usted la llama, será recompensada con creces.
En aquel momento se habían puesto muy serios. Él se había levantado de su asiento y una vez más daba vueltas por el pequeño salón en el que, año tras año, sacaba a relucir su inevitable tema; en el lugar donde, como él mismo habría dicho, había saboreado esa compartida intimidad en cada sugerencia; donde cada objeto le resultaba tan familiar como los de su propia casa, y las mismísimas alfombras estaban tan desgastadas por su vacilante caminar como las mesas de las viejas contadurías lo están por generaciones de codos de contables. Las generaciones de sus inestables estados de ánimo habían trabajado allí, y aquel lugar era la historia escrita de toda su vida adulta. Bajo la impresión de lo que su amiga acababa de decir, se sintió, por algún motivo, más consciente de estas cosas, por lo que, tras una pausa, volvió a detenerse frente a ella.
—¿Es posible que haya empezado a sentir miedo? —preguntó.
—¿Miedo?
Al oírla repetir la palabra, Marcher pensó que su pregunta había alterado de modo sutil el color en el rostro de May, así que, temeroso de haber dado de lleno en una verdad, explicó con mucha amabilidad:
—Como recordará, eso fue lo que me preguntó hace mucho tiempo, aquel día en Weatherend.
—Oh, sí, y usted me dijo que no sabía, que tendría que verlo yo misma. Hemos hablado muy poco de eso desde entonces, a pesar del tiempo transcurrido.
—Justo —intervino Marcher— como si en efecto fuera un asunto demasiado delicado para tratarlo con libertad. Como si, presionados por ello, pudiéramos descubrir que tengo miedo. Porque entonces —dijo— tal vez no sabríamos qué hacer, ¿verdad?
Ella tardó unos instantes en responder a la pregunta.
—Hubo días en los que pensé que tenía miedo. Únicamente que, por supuesto, ha habido días en los que hemos pensado casi de todo —añadió.
—De todo, ¡oh! —Marcher gimió con suavidad con un jadeo medio extinguido, frente al rostro, más descarnado entonces de lo que había estado durante mucho tiempo, de la imagen que siempre les acompañaba, la que, en incontables ocasiones, le había deslumbrado con la ferocidad de su mirada, con esos ojos que eran en verdad los de la mismísima bestia, y, acostumbrado a ellos como estaba, aún podían arrancarle un suspiro que emergía de las profundidades de su ser. Todo lo que habían pensado, al principio y al final, rodaba a su alrededor; el pasado parecía haberse reducido a una mera especulación estéril. En realidad, le parecía que aquello era lo que colmaba el lugar: la simplificación de todo excepto del estado de alerta. Solo quedaba eso, colgando en el vacío que lo rodeaba. Incluso su miedo inicial, si había sido miedo, se había perdido en el desierto.
—No obstante, me figuro que ahora ya ve que no tengo miedo —prosiguió él.
—Lo que yo veo es que ha logrado acostumbrarse al peligro de una forma de veras inusual. Al vivir tanto tiempo y de manera tan íntima con él, ha dejado de sentirlo como tal; sabe que está ahí, pero le es indiferente e incluso ha dejado de silbar en la oscuridad como hacía antes. Teniendo en cuenta de qué peligro se trata —May Bartram concluyó—, no creo que su actitud pueda superarse.
—¿Es heroica? —John Marcher esbozó una tenue sonrisa.
—Por supuesto, puede llamarlo así.
Era así como a él le habría gustado llamarla.
—¿Soy entonces un hombre valiente? —reflexionó.
—Eso es lo que tenía que demostrarme.
Sin embargo, él continuó preguntándose:
—Pero ¿acaso el hombre valeroso no sabe lo que teme y lo que no teme? Yo no lo sé. No logro enfocarlo. No puedo nombrarlo. Solo sé que estoy expuesto.
—Sí, pero expuesto, cómo lo diría, de un modo directo e íntimo. De eso estoy del todo segura.
—¿Tan segura para estar convencida, en lo que podríamos llamar el final de nuestra vigilia, de que no tengo miedo?
—Usted no tiene miedo. Pero no es el final de nuestra vigilia. Es decir, no es el final de la suya. Aún le queda todo por ver —dijo.
—Entonces, ¿por qué a usted no? —preguntó. Durante todo el día había tenido la sensación, y aún la tenía, de que ella le ocultaba algo. Dado que esta era la primera vez que percibía algo así, marcó una especie de hito. El caso fue aún más manifiesto al no contestar ella de inmediato a su pregunta, lo que a su vez le dio pie para continuar—: Usted sabe algo que yo no sé. —Entonces su voz, para ser la de un hombre valeroso, tembló ligeramente—. Sabe lo que va a suceder. —El silencio de May, unido a la expresión de su rostro, que eran casi una confesión, lo afianzaron en su idea—. Lo sabe y teme decírmelo. Es algo tan horrible que teme que lo descubra.
Todo esto podría ser cierto, pues ella pareció reaccionar como si, de improviso, él hubiera atravesado una línea misteriosa que ella en secreto hubiese trazado a su alrededor. Aun así, tal vez May después de todo, no estaba preocupada, y la conclusión final de aquello era que tampoco él debería estarlo.
—Jamás lo averiguará.
III
Sin embargo, tal como he dicho, aquello iba a marcar un hito. Se revelaba en cómo, de forma repetida, incluso tras largos intervalos, otras cosas que sucedieron entre ellos mostraban, en relación a aquel momento, un carácter de recuerdo y consecuencia. Su efecto inmediato había sido, obviamente, el de aligerar la insistencia, casi el de provocar una reacción; como si el asunto que compartían hubiera caído por su propio peso y como si, además, por aquel motivo, Marcher hubiera recibido una de sus ocasionales advertencias contra el egoísmo. Sentía que, en general, había mantenido alerta y de manera muy digna su conciencia sobre la importancia de no ser egoísta, y era verdad que nunca había pecado en esta dirección sin intentar, casi de inmediato, inclinar la balanza al otro lado. Si la temporada lo permitía, reparaba con frecuencia su falta invitando a su amiga a acompañarle a la ópera, y así, a menudo sucedía que, para demostrarle que no deseaba que nutriera su alma con un solo tipo de alimento, él la llevaba allí una docena de noches al mes. Solía ocurrir incluso que, al acompañarla de vuelta a casa en tales ocasiones, entrara con ella para terminar la velada, como él decía; y, para conseguir aún mejor su propósito, se sentara a la frugal pero siempre esmerada cena que aguardaba para su deleite. Conseguía su objetivo, pensaba, no insistiéndole sin cesar sobre sus preocupaciones; lo conseguía, por ejemplo, en los momentos en los que se sentaban al piano allí disponible y con el que ambos estaban familiarizados, y repetían juntos fragmentos de la ópera que acababan de escuchar. Sin embargo, fue por casualidad en una de esas ocasiones cuando él le recordó que no había respondido a cierta pregunta formulada en la conversación que tuvieron en su último cumpleaños. «¿Qué es lo que le salva a usted?», qué la salvaba a ella, quería decir, de aparecer como una variante del tipo humano común. Si prácticamente él había escapado a los comentarios, según ella, haciendo lo que en esencia hacen la mayoría de los hombres, es decir, encontrar respuesta a la vida estableciendo algún tipo de alianza con una mujer del mismo tipo que ellos, ¿cómo había escapado May y cómo podía haber fracasado su alianza, tal como era, y suponiendo que fuera más o menos evidente para los demás, en evitar que con seguridad la gente hablara de ella?
—Nunca dije que nuestra alianza no haya sido la causa de que hablaran de mí —contestó May Bartram.
—¡Ah, bueno, entonces no se ha «salvado»!
—Para mí no ha sido un problema. Si usted ha tenido su mujer, yo he tenido mi hombre —dijo.
—¿Y quiere decir que eso la deja indemne?
¡Oh, siempre parecía que había tanto por decir!
—No sé por qué no debería dejarme tan indemne como le deja a usted, humanamente hablando, puesto que a eso nos referimos.
—Ya veo —contestó Marcher—. «Humanamente», sin duda, prueba que vive con una finalidad. Es decir, no solo para mí y mi secreto.
May Bartram sonrió.
—No pretendo que pruebe con toda exactitud que no vivo para usted. Lo que está en tela de juicio es mi intimidad con usted.
Rió al darse cuenta de lo que quería decir.
—Sí, pero puesto que, como dice, yo solo soy un tipo normal en relación a lo que la gente entiende, usted no es más que otra persona corriente, ¿no? Me ayuda a pasar por un hombre como los demás. Por tanto si lo soy, y si la entiendo bien, usted no está comprometida. ¿Es así?
Tras otro momento de duda, habló con suficiente claridad.
—Eso es. Lo único que me preocupa es ayudarle a pasar por un hombre como cualquier otro.
Puso la máxima atención en agradecer el comentario con generosidad.
—¡Qué amable y maravillosa es usted conmigo! ¿Cómo podré recompensarla?
Hizo una última y solemne pausa, como si contemplara varias alternativas. Pero terminó diciendo:
—Continuando siendo como es.
Se sumergieron en aquel «continuar siendo como él era» y en verdad duró tanto tiempo que llegó de forma inevitable el día de un nuevo sondeo de sus profundidades. Era como si estas profundidades, salvadas siempre por una estructura lo bastante firme, a pesar de su ligereza y su ocasional oscilación en el aire en cierto modo vertiginosa, invitaran de vez en cuando, para templar los nervios, a lanzar la plomada y medir el abismo. Además, había que señalar una diferencia definitiva debido a que, durante todo aquel tiempo, ella no parecía sentir la necesidad de rebatir la acusación que él había formulado justo antes de terminar una de las más intensas de sus últimas discusiones, la de guardarse para sí una idea que no se atrevía a expresar. Él había tenido entonces la sensación de que ella «sabía» algo y que era malo, demasiado malo para contárselo. Cuando habló de ello como de algo tan ostensiblemente malo que temía que él llegara a descubrirlo, su respuesta había sido demasiado ambigua para dar por zanjado el asunto y, no obstante, dada la singular sensibilidad de Marcher, demasiado temible para volver a tocarlo. Daba vueltas a su alrededor a una distancia que ora se estrechaba y ora se ensanchaba y que sin embargo no estaba influida por la conciencia que él tenía de que, después de todo, no había nada que ella pudiera «conocer» mejor que él. Ella no tenía ninguna fuente de conocimiento que él no poseyera, salvo que, por supuesto, podía gozar de una receptividad más acusada. Eso era lo que las mujeres tenían respecto a lo que les interesaba: podían percibir cosas, en lo que se refería a los demás, que ellos a menudo no habrían podido percibir por sí mismos. La percepción, sensibilidad e imaginación de las mujeres eran transmisoras y reveladoras, y lo maravilloso de May Bartram radicaba en especial en que se hubiera entregado de aquel modo a su caso. Sentía en estos días lo que, por extraño que parezca, no había sentido con anterioridad: el terror creciente de perderla en alguna catástrofe; una catástrofe que, sin embargo, no sería en absoluto la catástrofe, en parte debido a que, casi de repente, ella había empezado a parecerle más útil que nunca hasta entonces, y en parte debido a un atisbo de incertidumbre respecto a su salud, coincidente e igualmente nuevo. Era característico del íntimo desapego que hasta aquel momento había cultivado con tanto éxito y del que toda nuestra narración es una referencia; era característico, pues, que sus complicaciones, tal como se presentaban, no le hubieran parecido nunca, como en esta crisis, concentrarse a su alrededor, hasta el punto incluso de preguntarse si, en verdad, no estaría por casualidad al alcance de la vista o del oído, en contacto o al alcance de la mano, dentro de la inmediata jurisdicción de la cosa que le aguardaba.
Cuando llegó el día que había de llegar, en que su amiga le confesó su temor de padecer una grave enfermedad de la sangre, sintió de algún modo la sombra de un cambio y el escalofrío de una conmoción. Al instante comenzó a imaginar adversidades y desastres y, sobre todo, a pensar en el peligro que ella corría como una amenaza directa de privación personal para sí mismo. Esto, desde luego, le proporcionó una de esas parciales recuperaciones del equilibrio que tan agradables le resultaban: ponía de manifiesto que lo primero que aún tenía en mente era el daño que ella podía sufrir. «¿Qué pasaría si ella muriese antes de saber, antes de ver…?». Habría sido despiadado por su parte hacerle esta pregunta en los primeros estadios de su enfermedad, pero a él la pregunta se le había formulado de inmediato, para alarma suya, y la posibilidad de que aquello sucediera antes de resolver el enigma era lo que más sentía. Además, si May «sabía» a consecuencia de haber tenido alguna… ¿cómo podía llamarlo?, iluminación mística irresistible, esto no mejoraría el asunto sino que lo empeoraría, puesto que esa curiosidad que ella había hecho suya había llegado casi a convertirse en el fundamento de su vida. Había estado viviendo para ver lo que debía ser visto y sería cruel que tuviera que rendirse antes de que la visión se consumara. Estas reflexiones, como digo, reavivaron la generosidad de Marcher; sin embargo, aunque le era posible hacerlas, a medida que pasaba el tiempo se encontraba cada vez más desconcertado. El tiempo se deslizaba para él con un flujo extraño y constante, y lo más singular de aquella singularidad era que, al margen de la amenaza de un gran problema, le proporcionaba casi la única sorpresa cierta que el curso de su vida, si es que se le podía llamar curso, le había ofrecido hasta entonces. Ella se recluyó en casa como nunca lo había hecho, estaba obligado a ir allí si quería verla. Ahora ya no podía reunirse con él en ningún lugar, aunque apenas quedara un rincón de su amado y viejo Londres en el que no lo hubieran hecho en distintas ocasiones en el pasado, y la encontraba siempre sentada junto al fuego en el hondo y antiguo sillón del que cada vez le costaba más levantarse. Un día, tras una ausencia más prolongada de lo habitual, se había sorprendido de encontrarla de repente mucho mayor de lo que siempre había pensado que era; más tarde reconoció que lo único súbito había sido su percepción: solo lo había advertido así. Parecía mayor porque, inevitablemente, después de tantos años, lo era, o casi, lo que, por supuesto, era válido, aún en mayor medida, para su compañero. Si ella lo era, o casi, John Marcher lo era con toda seguridad, y sin embargo la verdad solo se le hizo evidente al verla reflejada en ella, y no en sí mismo. Y en ese punto empezaron sus sorpresas, y una vez empezaron, se multiplicaron, y llegaron en tropel: fue como si, del modo más extraño del mundo, hubieran estado todas ocultas, sembradas en un apretado haz para el atardecer de la vida, la hora en que, para la mayoría de la gente, lo inesperado se ha extinguido.
Una de las sorpresas fue haberse descubierto, pues fue así como ocurrió, preguntándose si el gran accidente no sería en verdad otra cosa que estar condenado a ver como esta encantadora mujer, esta admirable amiga, llegaba a su fin. Nunca la había calificado de una manera tan sincera como al verse mentalmente confrontado con semejante posibilidad; a pesar de lo cual, apenas le cabía duda de que, como respuesta a su largo enigma, la mera destrucción de uno de los más hermosos atributos de su circunstancia sería una abyecta decepción. En relación a su actitud mental anterior, representaría el derrumbamiento de su dignidad, bajo cuya sombra su existencia solo podría convertirse en el más grotesco de los fracasos. Había estado lejos de considerarla un fracaso a pesar del largo tiempo que había esperado esa aparición que iba a convertirla en un éxito. Había esperado otra cosa bien distinta, no algo como aquello. Sin embargo, el aliento de su buena fe se ahogaba al advertir cuánto tiempo había esperado, o al menos, cuánto tiempo había esperado su amiga. De todos modos, que pudiera recordarla como alguien que había esperado en vano le afectaba con intensidad, y aun más porque en un principio él no había hecho sino recrearse con la idea. Esto se agravó a medida que la salud de su amiga empeoraba, y el estado mental que le producía, que él mismo acabó por observar, como si se tratara de una definida deformidad física, podía considerarse otra de sus sorpresas. Esta última fue seguida de otra más: la conciencia en verdad pasmosa de una pregunta que habría permitido que tomase cuerpo si se hubiese atrevido. ¿Qué significaba todo aquello?, es decir, ¿qué significaba ella y su vana espera y su probable muerte y la insondable admonición de todo ello, a no ser que, en este momento de la vida, fuera ya simple y abrumadoramente demasiado tarde? En ninguna fase de su peculiar estado de conciencia había admitido el susurro de tal censura; jamás, hasta esos últimos meses, había sido tan infiel a su convicción para dejar de creer que lo que le esperaba se tomaría su tiempo, tanto si a él le parecía tenerlo como si no. La certeza de que, por fin, por fin, casi no lo tenía, o que si lo tenía era en una cantidad ínfima, llegó a ser, muy pronto y a medida que le iban pasando cosas, una realidad con la que su vieja obsesión tuvo que contar; y la apariencia, progresivamente confirmada, de que a la gran incertidumbre que proyectaba la larga sombra en la que había vivido no le quedaba ningún margen en el que afirmarse. Puesto que debió haberse enfrentado a su destino en el Tiempo, también su destino debió haber actuado en el Tiempo; y mientras despertaba a la sensación de no ser ya joven, que era con exactitud la sensación de ser viejo, y a la vez, del mismo modo, a la sensación de ser débil, despertó además a otro asunto. Todo estaba unido: él y la gran incertidumbre estaban sujetos a la misma ley indivisible. Cuando, por consiguiente, las posibilidades mismas habían envejecido, cuando el secreto de los dioses había languidecido, tal vez incluso se había evaporado, aquello y solo aquello era el fracaso. No habría sido el fracaso estar arruinado, deshonrado, puesto en la picota o ahorcado; el fracaso era no ser nada. Y así, en el oscuro valle en el que desembocaba el imprevisto giro que su camino había tomado, se sentía no poco inseguro caminando a tientas. No le importaba qué golpe espantoso podría aguardarle, con qué ignominia, con qué monstruosidad pudieran aún asociarle (puesto que, después de todo, no era tan anciano para no poder sufrir), si tan solo fuera decentemente proporcional a la postura mantenida durante toda su vida ante la temida presencia. Solo le quedaba un deseo: no haber sido «estafado».
IV
Fue entonces, una tarde en que la primavera del año era joven y nueva, cuando ella, a su manera, se enfrentó a la más sincera revelación de estas inquietudes. Había ido tarde a visitarla, pero la noche no había caído y May apareció ante él a la luz fresca y clara de los atardeceres de abril que a menudo nos afectan con una tristeza más intensa que las horas más grises del otoño. La semana había sido cálida: se suponía que la primavera había comenzado pronto y May Bartram se sentaba, por primera vez aquel año, frente a la chimenea apagada; un hecho que para la sensibilidad de Marcher confería al escenario, del que ella formaba parte, un aspecto sereno y definitivo, un aire como si May supiera, en su orden inmaculado y su austera alegría sin sentido, que no volvería a ver nunca otro fuego. Su aspecto (no habría sabido decir por qué) intensificaba esa sensación. Casi tan blanca como la cera, con señales y marcas en el rostro tan finas y numerosas como si hubieran sido grabadas con una aguja, con suaves y blancos ropajes realzados por un chal verde pálido cuyo tono delicado había sido consagrado por los años, era la imagen de una esfinge serena y exquisita, aunque impenetrable, cuya cabeza, o tal vez toda su persona, hubiera sido estarcida con polvo de plata. Era una esfinge, y, no obstante, con sus pétalos blancos y su follaje verde también podría haber sido un lirio, pero un lirio artificial, maravillosamente logrado y cuidado de forma constante sin polvo ni mancha (aunque no exento de una suave languidez y de un laberinto de imperceptibles arrugas) bajo una campana de cristal. La perfección en el cuidado de la casa, de gran pulimento y detalle, reinaba siempre en sus habitaciones, pero ahora, en especial, a Marcher le parecía como si todo en ellas hubiera sido envuelto, doblado y guardado, de forma que May pudiera sentarse con las manos cruzadas sin nada más que hacer. Tal como la veía él, estaba «al margen de aquello»: su trabajo había terminado, y se comunicaba con él como si estuviese al otro lado de un golfo, o desde un islote de descanso al que ya había llegado, y eso hacía que se sintiese extrañamente abandonado. ¿Sería (o quizá no lo fuera) que, al haber pasado tanto tiempo velando con él, la respuesta a su pregunta hubiera pasado flotando ante sus ojos y hubiese cobrado un nombre, de modo que su tarea había concluido del todo? Había llegado a acusarla de esto cuando, muchos meses atrás, le había dicho que, incluso entonces, le estaba ocultando algo que ella sabía. Era un tema sobre el que no se había aventurado a insistir desde aquel momento, temiendo de forma vaga que, si lo hacía, podría suscitar diferencias e incluso desavenencias entre ellos. En los últimos tiempos se sentía más irritable que nunca en todos aquellos años. Y resultaba extraño que su irritabilidad hubiera aguardado hasta el momento en que había empezado a dudar y que se hubiera contenido tanto tiempo mientras estuvo seguro. Tenía la impresión de que algo derribaría su mente si decía la palabra incorrecta; eso, al menos, aliviaría su ansiedad. Pero no quería proferir la palabra incorrecta, eso haría que todo fuera horrible. Deseaba que el conocimiento del que carecía descendiera sobre él, como si se dejara caer por su propio y majestuoso peso. Si era ella quien iba a abandonarle, con toda seguridad se despediría. Por ese motivo no volvió a preguntarle de forma directa lo que sabía, pero también por la misma razón, y abordando el asunto desde otro ángulo, le dijo en el transcurso de su visita:
—¿Qué cree que es lo peor que puede sucederme en esta etapa de mi vida?
Se lo había preguntado bastante a menudo en el pasado. Siguiendo el curioso e irregular ritmo de sus vehemencias y suspicacias, habían intercambiado opiniones sobre ello y después habían visto como aquellas ideas se desvanecían, durante intervalos de indiferencia, como figuras dibujadas en la arena de una playa. Sus conversaciones siempre se habían caracterizado por el hecho de que las alusiones más antiguas que se hacían no requerían sino un pequeño rechazo y reacción para que volvieran a surgir con renovado interés. Por eso, ahora, ella podía enfrentarse a su pregunta con bastante paciencia y frescura.
—Oh, sí, lo he pensado muchas veces, pero desde el principio me resultó imposible decidirme. He pensado en cosas terribles entre las que era difícil elegir, y lo mismo debe de haberle pasado a usted.
—¡Por supuesto! Ahora me parece que apenas he hecho otra cosa. Tengo la sensación de haber pasado mi vida sin pensar en nada salvo en acontecimientos espantosos, muchos de los cuales ya se los he mencionado en diversas ocasiones, pero hubo otros de los que no pude hablarle.
—¿Eran demasiado, demasiado espantosos?
—Demasiado, algunos eran demasiado espantosos.
Ella le miró durante un momento, y Marcher experimentó la sensación incongruente de que sus ojos, contemplados en toda su claridad, eran aún tan hermosos como lo habían sido en su juventud, aunque aquella hermosura tuviera un extraño y frío destello. Un destello que, de algún modo, era parte del efecto, o tal vez más bien parte de la causa, de la dulzura pálida y rigurosa de la estación y de la hora.
—Y sin embargo —dijo ella al fin—, hay horrores que hemos nombrado.
Ver una figura como ella en un cuadro como aquel hablar de «horrores» acentuaba la sensación de extrañeza, pero, pasados unos minutos, iba a hacer algo todavía más extraño (aunque él no adquiriera plena conciencia de ello sino más tarde), y los signos de aquella acción flotaban ya en el aire. Uno de los indicios relacionados con aquello era que los ojos de ella tuvieran de nuevo ese destello vehemente de antaño. No obstante, tenía que admitir lo que ella había dicho.
—Oh, sí, hubo veces que fuimos muy lejos.
Se sorprendió a sí mismo al ver que hablaba como si todo hubiera terminado. Bueno, ojalá fuera así, y estaba claro, para él, que la consumación dependía cada vez más de su compañera.
Ahora, sin embargo, ella sonreía con suavidad.
—Oh, sí, muy lejos…
Resultaba extrañamente irónico.
—¿Quiere decir que está dispuesta a ir más lejos todavía?
Mientras continuaba mirándole, May le resultaba frágil, anciana y encantadora, y sin embargo era como si hubiese perdido el hilo.
—¿De verdad considera que fuimos tan lejos?
—Pero yo creía que era justo eso a lo que se refería, en que habíamos mirado de frente la mayoría de las cosas.
—¿Incluyéndonos a nosotros? —Ella seguía sonriendo—. Pero tiene mucha razón. Hemos vivido juntos enormes fantasías, y a menudo grandes miedos, pero no hemos expresado algunos de ellos.
—Entonces aún no nos hemos enfrentado a lo peor. Creo que podría enfrentarlo si supiera qué cree usted que es. Siento —explicó— como si hubiera perdido la capacidad de concebir tales cosas. —Se preguntaba si su aspecto resultaba tan confuso como sus palabras—. Se me ha agotado.
—¿Por qué supone que a mí no me ha sucedido lo mismo? —preguntó.
—Porque me ha dado señales de lo contrario. No se trata de que usted conciba, imagine, compare. Ahora no se trata de elegir. —Y por fin lo soltó—: Usted sabe algo que yo no sé. Ya me lo dejó entrever antes.
En aquel momento se dio cuenta de que sus últimas palabras la habían afectado de forma considerable, pero aun así habló con firmeza.
—Yo no le he dejado entrever nada, querido.
Él negó con la cabeza.
—No puede ocultarlo.
—¡Oh, oh! —murmuró May Bartram sobre lo que no podía ocultar. Era casi un gemido ahogado.
—Lo admitió hace meses cuando me referí a ello como algo que usted temía que yo descubriese. Me respondió que yo no podía descubrirlo, que no lo haría, y en efecto no lo he descubierto. Pero es evidente que usted pensaba en algo, y ahora veo que debía ser, que todavía es, esa posibilidad que, entre todas las posibilidades, se le ha confirmado como la peor. Por esta razón recurro a usted —continuó—. Ahora solo temo la ignorancia, el conocimiento no me asusta. —Y como durante unos instantes ella no decía nada, continuó—: Lo que me hace estar seguro es que veo en su cara y que siento aquí, en este aire y entre estas paredes, que usted ya se halla fuera de todo esto. Lo ha conseguido. Ha vivido su experiencia. Me abandona a mi destino.
May le escuchaba, pálida e inmóvil en su sillón, como si tuviera que tomar una decisión, y de hecho su porte era una confesión virtual, aunque no se trataba de una rendición absoluta, pues aún mantenía en su interior una mínima, delicada y profunda rigidez.
—Sería lo peor —dijo por fin—. Me refiero a esa cosa que nunca le he dicho.
Aquello lo acalló unos instantes.
—¿Más monstruoso que todas las monstruosidades que hemos nombrado?
—Más monstruoso. ¿O acaso no es eso lo que expresa con suficiente claridad llamarlo lo peor? —preguntó.
Marcher reflexionó.
—En efecto, si se refiere, como yo, a algo que incluye toda la pérdida y la vergüenza que cabe imaginar.
—Así sería si sucediera —dijo May Bartram—. Pero recuerde que solo estamos hablando de lo que a mí me parece.
—Lo sé, se trata de lo que usted cree —contestó Marcher—. Para mí es suficiente. Siento que su creencia es acertada. Por tanto, si teniéndola no me la esclarece, es que me abandona.
—¡No, no! —repitió—. Aún estoy con usted, ¿no lo ve?
Como si quisiera mostrárselo de forma más clara, se levantó del sillón, un movimiento que rara vez hacía por aquel entonces, y se mantuvo erguida envuelta en sus suaves prendas en toda su hermosura y delgadez.
—No le he abandonado.
Aquel gesto, que suponía un gran esfuerzo contra la debilidad, era en sí mismo una generosa garantía, y si el resultado de aquel impulso no hubiera sido felizmente un éxito, le habría aportado más dolor que placer. Pero el frío encanto de sus ojos se había extendido, mientras revoloteaba ante él, a toda su persona como si ella hubiese recobrado la juventud durante un momento. No podía compadecerse de ella: solo podía aceptarla tal como se mostraba, como alguien todavía capaz de ayudarle. Al mismo tiempo, era como si su luz pudiera apagarse en cualquier instante, por lo que debía aprovechar la situación al máximo. Ante él pasaron con intensidad las tres o cuatro cosas que más deseaba saber, pero la pregunta que surgió de sus labios incluía de verdad a todas ellas.
—Dígame, entonces, si seré consciente de mi sufrimiento.
Ella negó rápido con la cabeza.
—¡Nunca!
Aquello confirmó la autoridad que él le atribuía y le produjo un efecto extraordinario.
—Bien, ¿y qué puede haber mejor? ¿A eso le llama usted lo peor?
—¿Cree que no hay nada mejor? —preguntó.
Ella parecía querer decir algo tan especial que él volvió a quedarse del todo perplejo, aunque esta vez se abría ante él una expectativa con ciertos indicios esperanzadores.
—¿Por qué no, si uno no sabe nada?
Después, cuando sus miradas se encontraron en el silencio que siguió a esa pregunta, los indicios se intensificaron y el rostro de May Bartram le reveló algo que obraba de un modo prodigioso en su favor. Al comprenderlo, el rubor subió de repente hasta la frente de él y se quedó sin aliento al sentir la fuerza de una percepción con la que todo encajaba en aquel momento. El sonido de su respiración entrecortada llenaba el aire; después empezó a articular:
—Ya veo… ¡Si no sufro!
Sin embargo, había duda en la mirada de ella.
—¿Qué es lo que ve?
—Pues lo que quiere decir… Lo que siempre ha querido decir.
Ella volvió a negar con la cabeza.
—Lo que quiero decir no es lo que siempre he querido decir. Es diferente.
—¿Es algo nuevo?
Ella dudó un momento.
—Es algo nuevo. No es lo que usted piensa. Veo lo que está pensando.
Su pronóstico tomó aliento; tal vez la rectificación que ella hacía fuera errónea.
—¿No será que soy un burro? —preguntó entre el desfallecimiento y la inflexibilidad—. ¿No habrá sido todo una equivocación?
—¿Una equivocación? —repitió ella, compasiva.
Se dio cuenta de que aquella posibilidad le resultaba monstruosa, y si ella le había garantizado que no experimentaría dolor, entonces se estaba refiriendo a otra cosa.
—Oh, no —manifestó ella—, no es nada de eso. No ha vivido usted equivocado.
Aun así, no podía evitar preguntarse si, al sentirse presionada, no hablaría solo para salvarlo. Le parecía que, si su historia resultaba ser una trivialidad total, estaría perdido por completo.
—¿Me está diciendo que es verdad para que no sepa que he sido un idiota más grande de lo que podría soportar si fuese así? ¿No he vivido con una fantasía estéril, en el más fatuo espejismo? ¿No he esperado sino para ver cómo la puerta se cierra ante mi rostro?
Ella negó de nuevo con la cabeza.
—Sea como fuere, esa no es la verdad. Cualquiera que sea la realidad, es una realidad. La puerta no está cerrada. La puerta está abierta —dijo May Bartram.
—Entonces, ¿va a suceder algo?
Ella hizo otra pausa, con sus fríos y dulces ojos siempre fijos en él.
—Nunca es demasiado tarde.
Con paso deslizante, había acortado la distancia que les separaba y se quedó de pie, junto a él, a su lado, un momento, como llena de pensamientos todavía sin expresar. Su movimiento tal vez estaba motivado por querer dar un énfasis sutil a lo que, al mismo tiempo, dudaba y no se atrevía a decir. Él había permanecido de pie junto a la chimenea apagada y escasamente adornada, con un relojito francés antiguo, en perfecto estado, y dos figuritas rosadas de Dresden como único mobiliario. La mano de May se aferraba al estante mientras le mantenía a la espera; se aferraba buscando apoyo y aliento. Sin embargo, ella se limitó a mantenerle a la espera; es decir, él solo esperaba. De pronto, de su movimiento y actitud se desprendía de manera hermosa y vívida para él que ella tenía algo más que darle. Lo veía en el delicado resplandor de su rostro devastado, en aquella expresión que relucía con el blanco satinado de la plata. May tenía razón, incontestablemente, porque lo que veía en su rostro era la verdad, y resultaba extraño e incongruente que, mientras aún estaba en el aire la conversación que presentaba aquella verdad como algo espantoso, ella parecía ofrecerla como algo suave en exceso. Se quedó del todo perplejo, boquiabierto de gratitud por su revelación, y permanecieron en silencio durante unos minutos más, ella con el rostro radiante frente a él, apremiándolo con su contacto imponderable, y Marcher con una mirada colmada de afecto pero también de expectación.
Al final, sin embargo, lo que él había esperado no se manifestó. En su lugar sucedió otra cosa, que en un principio pareció consistir tan solo en que ella cerrara los ojos. Pero en aquel mismo instante ella se dejó llevar por un lento y tenue estremecimiento, y, aunque él permaneció mirándola con fijeza (en realidad la miraba con mayor intensidad), May se volvió y regresó a su sillón. Fue como si ella diese por concluido su propósito, pero él ya no podía pensar en otra cosa.
—Y bien, ¿no va usted a decirme…?
Al ir a sentarse, ella había tocado una pequeña campana junto a la chimenea y se había hundido en el sillón, pálida en extremo.
—Me temo que estoy demasiado enferma.
—¿Demasiado enferma para decírmelo?
El miedo a que ella pudiera morir sin mostrarle la luz se le impuso de forma violenta y a punto estuvo de decírselo. Sin embargo, se contuvo a tiempo de formular la pregunta, pero ella contestó como si hubiera oído las palabras:
—¿No lo sabe ahora?
—¿Ahora…?
Hablaba como si en aquel momento hubiera surgido algo que supusiera una diferencia. Pero la sirvienta, obedeciendo con prontitud a la llamada de la campanilla, estaba ya con ellos.
—Yo no sé nada.
Más tarde, se diría que tal vez había hablado con abominable impaciencia, al revelar con tal impaciencia que, en su absoluto desconcierto, se desatendía de todo aquel asunto.
—¡Oh! —exclamó May Bartram.
—¿Tiene dolores? —preguntó, mientras la sirvienta iba hacia ella.
—No —dijo May Bartram.
La sirvienta, que la rodeaba con un brazo, dispuesta a llevarla a la habitación, fijó en él una mirada suplicante que contradecía la respuesta de May. Sin embargo, a pesar de aquello él volvió a mostrarse desconcertado.
—¿Qué ha sucedido entonces?
Ella se había vuelto a poner en pie con ayuda de su compañera, y Marcher, sintiendo que debía retirarse, recogió con semblante circunspecto el sombrero y los guantes y alcanzó la puerta. Aún esperaba su respuesta.
—Lo que tenía que suceder —dijo ella.
V
Volvió al día siguiente, pero May no estaba en condiciones de recibirle, y como era, literalmente, la primera vez que esto ocurría en el largo intervalo de su amistad, regresó vencido y lastimado, casi enfadado (o al menos sintiendo que semejante ruptura de sus hábitos era de veras el principio del fin), y deambuló a solas con sus pensamientos, en especial con uno que no podía reprimir. Ella se moría y él iba a perderla; se moría y su muerte ponía fin a su propia vida. Se detuvo en el parque por el que había cruzado y contempló con fijeza la insistente duda que surgía ante él. Lejos de ella, la duda acuciaba de nuevo: en su presencia, él la había creído, pero al sentir su soledad se entregó por completo a la explicación que, por estar más a mano, le producía una tristeza más cálida y un tormento menos gélido. Lo había engañado para salvarle, con algo en lo que él pudiera apoyarse. Después de todo, ¿qué podía ser lo que había de ocurrirle sino justo esto que había empezado a suceder? La agonía, la muerte de ella y la consiguiente soledad: aquello era lo que había imaginado como la bestia en la jungla, aquello era lo que había estado en manos de los dioses. Ella se lo había dicho al despedirse, porque ¿qué diablos si no habría querido decir? No era algo de categoría monstruosa, ni un destino excepcional y distinguido, tampoco un golpe de suerte de los que abruman e inmortalizan; tenía solo la marca de los destinos aciagos y comunes. Pero, en aquel momento, el pobre Marcher pensaba que tenía suficiente con un destino anodino. Colmaría sus necesidades e incluso, como consumación de su infinita espera, doblegaría su orgullo y lo aceptaría. Se sentó en un banco a la luz del crepúsculo. No había sido un imbécil. Como ella dijo, algo había sucedido. Lo cierto es que, antes de levantarse, había tenido la impresión de que el acontecimiento final encajaba en el largo camino que había tenido que recorrer para alcanzarlo. Ella lo había acompañado a cada paso de ese camino compartiendo con él su incertidumbre, entregándose por completo y ofreciendo su vida hasta agotarla. Él había vivido gracias a su ayuda, y dejarla atrás sería una forma atroz y espantosa de perderla. ¿Qué podía ser más abrumador que aquello?
Pues bien, iba a saberlo en el transcurso de la semana, porque, aunque ella lo mantuvo a distancia cierto tiempo y lo dejó inquieto y desdichado durante unos cuantos días, en cada uno de los cuales preguntó por ella solo para tener que volver a marcharse, terminó por poner fin a sus tribulaciones recibiéndole donde siempre le había recibido. Sin embargo, May había estado expuesta, no sin cierto riesgo, a muchas de las cosas que, de manera tan consciente y vana, representaban la mitad del pasado que habían compartido, y de poco servía en aquel momento que ella, en un gesto de bondad demasiado evidente, quisiera refrenar la obsesión de él y poner así fin a su larga angustia. Eso era en efecto lo que ella deseaba: hacer algo más, para quedarse tranquila, mientras aún pudiera tenderle la mano. Él estaba tan afectado por el estado en el que ella se encontraba que, una vez sentado junto al sillón de ella, estuvo tentado de dejar las cosas como estaban. Sin embargo, fue May quien le recordó y retomó, antes de despedirse, sus últimas palabras del encuentro anterior. Le demostraba así que deseaba zanjar el asunto.
—No estoy segura de me entendiera. No tiene que esperar nada más. Ha sucedido.
¡De qué forma la miró!
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Aquello que usted dijo que tenía que ocurrir?
—Aquello que empezamos a esperar en nuestra juventud.
Cara a cara, volvió a creerla. Era una declaración a la que debía resignarse y a la que poco tenía que oponer.
—¿Quiere decir que ha ocurrido como un suceso seguro y definido, con nombre y fecha?
—Seguro y definido. No sé el nombre, pero ¡sí una fecha!
De nuevo volvió a encontrarse perdido.
—Pero ¿es que llegó de noche… llegó y pasó de largo?
May Bartram mostraba una sonrisa vaga y extraña.
—¡Oh, no, no le ha pasado de largo!
—Pero ¿si no he sido consciente de ello y no me ha rozado…?
—No haber sido consciente de ello —y al decir aquello pareció titubear un segundo—, el que no haya sido consciente de ello es lo más extraño dentro de lo extraño. Es lo inexplicable de lo inexplicable.
Hablaba casi con esa flojedad de un niño enfermo, pero en aquel momento, por fin, con la perfecta exactitud de una sibila. Evidentemente sabía lo que sabía, y a él le producía el efecto de algo que armonizaba, por su elevada índole, con la ley que había gobernado su vida. Era la verdadera voz de la ley, como si la ley hubiera hablado a través de la boca de ella.
—Le ha rozado —prosiguió May—. Ha cumplido su función. Le ha hecho suyo por completo.
—¿Por completo? ¿Sin darme cuenta de ello?
—Por completo y sin darse cuenta de ello.
Al inclinarse hacia May, apoyó la mano en el brazo del sillón, y entonces ella, con esa sonrisa siempre tan tenue, colocó la suya sobre la de él.
—Es suficiente con que yo lo sepa.
—¡Oh! —exclamó confundido, como lo había hecho tantas veces en los últimos tiempos.
—Lo que dije hace muchos años es verdad. Ahora nunca lo sabrá y creo que debería alegrarse de ello. Ya le ha sucedido —dijo May Bartram.
—Pero ¿qué me ha sucedido?
—Por supuesto, lo que le estaba destinado. La prueba de su ley. Ha actuado. Estoy contentísima —agregó entonces con valentía— de haber podido ver qué no es.
Él continuaba mirándola con fijeza con la sensación de que todo aquello, y también ella, estaba fuera de su alcance. La habría desafiado con brusquedad a que se explicara mejor de no haber considerado que aquello habría supuesto abusar de la debilidad de ella; debía aceptar pues con devoción lo que le May le ofrecía, recibirlo en silencio, como si se tratase de una revelación. Si él hablaba era debido al augurio de soledad que le esperaba.
—Si está contenta por lo que «no» es, ¿quiere decir que podría haber sido peor?
Ella dirigió la vista hacia otra parte, miró con atención ante sí y, tras un momento, dijo:
—Bien, usted conoce nuestros miedos.
—¿Se trata entonces de algo que nunca hemos temido? —preguntó.
Al oír esto, ella se volvió despacio hacia él.
—Con tantos sueños como tuvimos, ¿acaso alguna vez soñamos que estaríamos sentados hablando así de ello?
Él trató de pensar por un momento si lo habían hecho, pero era como si sus innumerables sueños estuvieran disueltos en una niebla fría y densa en la que el pensamiento se perdía.
—¿Podría haber sucedido que no pudiéramos hablar?
—Bien —May estaba haciendo todo lo que podía por él—, no lo mire desde este ángulo. Estamos, ya sabe, en el ángulo opuesto —dijo.
—Me parece —respondió el pobre Marcher— que para mí todos los ángulos son iguales.
Sin embargo, en aquel momento, mientras ella movía la cabeza con suavidad, corrigiéndole, él añadió:
—¿Y no podríamos, por así decirlo, conseguir cruzar…?
—Donde estamos ahora… no. Estamos aquí —dijo con un débil énfasis.
—¿Y de qué nos sirve? —fue el sincero comentario de su amigo.
—Nos sirve de cuanto puede. Nos sirve el hecho de que no esté aquí. Ha pasado. Ha quedado atrás —dijo May Bartram—. Antes… —Pero su voz desfalleció.
Él se había puesto en pie para no cansarla, pero era difícil combatir ese anhelo. Después de todo, ella no le había dicho nada excepto que su luz se había extinguido (algo que ya sabía muy bien sin necesidad de que ella se lo dijera).
—¿Antes…? —repitió desconcertado.
—Antes, ya sabe, siempre esperando a que sucediese, y eso lo mantenía presente.
—Oh, ya no me importa lo que vaya a suceder. Además, me parece que preferiría que estuviera presente, como usted dice, más que ausente con su ausencia —añadió Marcher.
—¡Oh, mi ausencia! —Y sus pálidas manos le restaron importancia.
—Con la ausencia de todo.
Tenía la espantosa sensación de estar allí, ante ella por última vez en su vida (si se puede dar por buena una mera sensación, la sensación de caer en un vacío insondable). Esto gravitaba sobre él con un peso que apenas podía soportar, y era este peso el que parecía extraer de él la escasa capacidad que le restaba de verbalizar una protesta.
—La creo, pero no puedo aparentar que la entiendo. Nada ha terminado para mí. Nada habrá terminado hasta que yo mismo termine, lo cual ruego a mi estrella sea lo más pronto posible. Dígame —añadió—, aunque no haya apurado mi copa hasta la última gota, como usted sostiene, ¿cómo es posible que aquello que no he sentido jamás sea, entre todas las cosas, lo que estaba destinado a sentir?
Se enfrentó a él tal vez de un modo menos directo, pero se mostró impasible.
—Usted da por sentados sus «sentimientos». Debía padecer su destino. Eso no significa necesariamente conocerlo.
—¿Y cómo es posible, cuando tal conocimiento no es sino sufrimiento?
Levantó la mirada hacia él en silencio.
—No, no lo entiende.
—Sufro —dijo John Marcher.
—¡No lo haga, no lo haga!
—¿Cómo puedo evitar al menos eso?
—¡No lo haga! —repitió May Bartram.
Lo dijo en un tono tan especial, a pesar de su debilidad, que él la miró fijamente un momento, la miró tan fijamente como si una luz, hasta entonces oculta, hubiera brillado de forma tenue ante sus ojos. La oscuridad se cernió de nuevo a su alrededor, pero el destello ya se había convertido para él en una idea.
—¿Por qué no tengo derecho a…?
—No quiera saber lo que no necesita —le instó compasivamente—. No lo necesita… porque no debemos.
—¿No debemos?
¡Si tan solo pudiera entender lo que ella quería decir!
—No…, es demasiado.
—¿Demasiado? —preguntó de nuevo con un desconcierto que, de pronto, desapareció.
Las palabras de ella, si algo significaban, le parecían, bajo esa luz, que también era la luz de su rostro demacrado, como si significaran todo, y la sensación de lo que aquel conocimiento había supuesto para ella cayó sobre él como un torrente que desembocó en una pregunta:
—Entonces, ¿es de eso de lo que se está muriendo?
Ella se limitó a mirarlo, seria al principio, como si quisiera ver, de esta forma, hasta dónde comprendía él, y algo debió de vislumbrar o temer que la movió a compasión.
—Seguiría viviendo para ti… si pudiera.
Cerró los ojos un momento, como si, recogida en sí misma, estuviera intentándolo por última vez.
—¡Pero no puedo! —dijo, al abrirlos de nuevo, para despedirse.
Desde luego no podía, como se puso de manifiesto muy pronto y de forma harto rigurosa, y después de aquello no volvió a tener una imagen suya que no fuera oscuridad y muerte. Se habían separado para siempre con aquella extraña charla. El acceso a su lecho de dolor, guardado de forma estricta, le fue casi del todo prohibido. Además, ahora, frente a médicos, enfermeras y los dos o tres parientes atraídos sin duda por los presuntos bienes que ella tenía que «dejar», sentía qué pocos derechos, como se dice en estos casos, podía esgrimir, y qué extraño podía resultar incluso que la intimidad habida entre ellos no le otorgara algunos más. Hasta el más estúpido de los primos lejanos tenía más que él, a pesar de que ella no hubiese significado nada en la vida de aquella persona. Sin embargo, en la suya, ella había sido primordial entre lo primordial, porque ¿qué otra cosa era haber sido tan indispensable? Los derroteros de la existencia eran indeciblemente extraños, y le resultaba desconcertante, al tiempo que lo percibía como una anomalía, la falta, como él lo sentía, que no se le reconocieran sus derechos. Una mujer podía haber sido, supongamos, todo para él, y, aun así, a los ojos de los demás, aquello no representaba un vínculo que estuvieran obligados a reconocer. Si esto había sido así en las últimas semanas, fue peor con ocasión de las últimas exequias, en el gran cementerio gris de Londres, en honor de lo que había sido mortal, de lo que había sido precioso en su amiga. La concurrencia en torno a su tumba no fue numerosa, pero él se vio tratado como si apenas tuviera más relación con aquello de la que habrían podido tener otros miles de personas. En resumen, desde aquel momento se vio enfrentado al hecho de que el interés que May Bartram se había tomado por él iba a beneficiarle extraordinariamente poco. No habría podido decir con exactitud lo que esperaba, pero era seguro que nunca había imaginado tener que abordar aquella doble privación. No solo le faltaba el interés de su amiga, sino que parecía sentirse privado, por razones que no podía entender, de la distinción, dignidad y decoro, aunque fuera tan solo eso, del hombre manifiestamente afligido. Era como si, a los ojos de la sociedad, su aflicción no resultase lo bastante intensa, como si faltara algún signo o prueba de ello y como si, a pesar de todo, ese carácter no pudiera ser confirmado nunca, ni su deficiencia subsanada jamás. A medida que las semanas pasaban, hubo momentos en que le habría gustado, por medio de un acto casi agresivo, pronunciarse sobre la intimidad de su pérdida, para que, al ser cuestionada, pudiera dejar constancia de su réplica para alivio de su espíritu. No obstante, los momentos de más impotente exasperación se sucedieron con rapidez, momentos en los que, al considerar la situación con la conciencia tranquila, pero sin perspectiva de futuro, se encontró preguntándose si no debería haber empezado, por así decirlo, mucho antes.
Se encontró, en realidad, preguntándose muchas cosas, y esta última especulación vino acompañada de otras. Después de todo, ¿qué habría podido hacer él mientras ella vivía sin que ambos, por expresarlo de alguna forma, quedaran en evidencia? No habría podido revelar que ella estaba vigilándole, porque eso habría supuesto hacer pública la superstición sobre la bestia. Eso era lo que ahora le obligaba a guardar silencio, ahora que la jungla había sido batida hasta quedar arrasada y la bestia se había escabullido. Parecía demasiado tonto y demasiado insípido. La diferencia para él en este punto concreto, la extinción en su vida del elemento de incertidumbre, era tal que de hecho le sorprendía. Apenas hubiera podido decir a qué se parecía el efecto que le causaba el cese abrupto, la prohibición tajante, tal vez de la música, más que de ninguna otra cosa, en un lugar donde todo estaba dispuesto y habituado a la sonoridad y a la atención. Si, de todos modos, se le hubiera ocurrido en algún momento del pasado levantar el velo de su propia imagen (después de todo, ¿qué otra cosa había hecho sino levantarlo para ella?), o levantarlo hoy, y hablarle a la gente sin restricciones de la jungla desbrozada y confesarles que ahora la sentía como un lugar seguro, hubiera sido no solo como verles escuchar un cuento de comadres, sino en realidad oírselo contar a sí mismo. Lo que en verdad sucedió al poco tiempo fue que el pobre Marcher avanzaba con dificultad por sus pastos arrasados, donde la vida no bullía, donde ninguna respiración era audible, donde ningún ojo maligno parecía centellear en el interior de una posible madriguera, como si buscara con vaguedad a la bestia, y, aún más, como si la echara de menos. Deambulaba por una existencia que de forma extraña se había hecho más espaciosa, y deteniéndose a intervalos en lugares donde la maleza de la vida le parecía más tupida, se preguntaba con ansiedad, inquiría en secreto y con dolor si habría estado al acecho aquí o allí. En cualquier caso, estaba seguro de que la bestia ya había saltado; conservaba su fe y la certeza de esa verdad que ella le había ofrecido. El cambio de sus viejas sensaciones a esta otra nueva era absoluto y definitivo: lo que estaba destinado a suceder había sucedido tan absoluta y definitivamente que se sentía tan poco capaz de contemplar con miedo su futuro como de concebir esperanzas, carente en suma de cualquier interrogante sobre lo que pudiera ocurrirle. Tendría que vivir hasta el final con el otro interrogante, el de su pasado sin identificar, el de haber tenido que ver su suerte embozada de un modo impenetrable y enmascarada.
El tormento de esta visión se convirtió entonces en su ocupación. Tal vez no hubiera accedido a seguir viviendo a no ser por la posibilidad de resolver el acertijo. Ella, su amiga, le había dicho que no tratara de averiguar; le había prohibido, hasta donde le fuese posible, saber, y en cierto modo había negado en él la capacidad de aprender: en efecto, demasiadas cosas para privarle de descanso. No era que deseara, argumentaba con imparcialidad, que lo que le había sucedido volviera a sucederle de nuevo; era solo que, como anticlímax, no debería haberle sorprendido dormido con tanta profundidad para no ser capaz de recobrar con un esfuerzo mental el elemento perdido de su conciencia. En ciertos momentos se declaraba a sí mismo que lo recobraría o terminaría con la conciencia para siempre. Convirtió esta idea en su único tema; en definitiva, la convirtió en una pasión como ninguna otra, en comparación, parecía haberle afectado nunca. El elemento perdido de su conciencia llegó a ser para él como un niño extraviado o robado para un padre desesperado; lo buscaba de forma constante por todas partes, como si llamara a las puertas o consultara con la policía. Este fue el estado de ánimo con el que, inevitablemente, se dispuso a viajar. Emprendió un viaje que duraría tanto como pudiera alargarlo. En su cabeza danzaba la idea de que, puesto que al otro lado del globo tampoco hallaría más respuestas, sí era probable que le ofreciera alguna sugerencia. Antes de abandonar Londres, sin embargo, peregrinó a la tumba de May Bartram, se dirigió allí a través de las interminables avenidas de la tétrica necrópolis suburbana, la buscó entre la multitud de tumbas, y, aunque no había ido más que para renovar el acto de despedida, cuando al fin estuvo de pie frente a ella, se encontró seducido por remotas fuerzas. Durante una hora permaneció allí de pie, incapaz de volverse e incapaz de penetrar en la oscuridad de la muerte, con los ojos clavados en el nombre y la fecha grabados en la piedra, golpeando la frente contra el secreto que guardaban, tomando aliento, como si esperase que, por piedad, alguna sensación surgiera de las lápidas. Sin embargo, se arrodilló en vano sobre las losas. Guardaban lo que ocultaban, y si el rostro de la tumba llegó a parecerle un rostro fue porque los dos nombres de su amiga eran como un par de ojos que no le conocían. Les dirigió una última y larga mirada, pero ni la más tenue luz apuntaba.
VI
Después de esto, estuvo fuera un año. Visitó lo más recóndito de Asia derrochando el tiempo en parajes de interés romántico, de suprema santidad, pero en todo lugar se le hacía presente que, para un hombre que había conocido lo que él había conocido, el mundo era vulgar e insignificante. El estado mental en el que había vivido durante tantos años resplandecía para él, al reverberar, como una luz que embellecía y purificaba. Comparado con aquella luz, el brillo del Este resultaba chillón, vulgar y débil. La terrible verdad era que había perdido, junto a lo demás, la capacidad de ser distinto; las cosas que veía no podían ser sino comunes puesto que quien las miraba se había convertido en un ser común. Ahora era solo uno de ellos, cubierto del mismo polvo, sin una excusa que marcara la diferencia. Y había momentos en los que, frente a los templos de los dioses y los sepulcros de los reyes, su espíritu recurría, asociando su nobleza a la de May, a la lápida anónima de aquel barrio de Londres. Aquello se había convertido para él, y con más intensidad con el tiempo y la distancia, en el único testigo de su pasada gloria. Era todo lo que le quedaba como prueba o esplendor, y, aun así, cuando lo pensaba, la pasada gloria de los faraones no significaba nada para él.
No es de extrañar, pues, que volviera allí al día siguiente de su regreso. Al igual que en la ocasión anterior, se vio arrastrado por una fuerza irresistible, aunque esta vez sentía una mayor confianza en sí mismo, debida sin duda al efecto de los muchos meses transcurridos. Había sobrevivido, a su pesar, a este cambio de sentimientos, y, al vagar por la tierra, había vagado, podría decirse, del contorno al centro de su desierto. Se había acomodado en su seguridad y aceptado su inevitable extinción. Se imaginaba a sí mismo, en ciertos aspectos, con la apariencia de esos viejecitos que recordaba haber visto, de los que, por enjutos y marchitos que ahora pareciesen, se contaba que en sus tiempos se habían batido en veinte duelos o que habían sido amados por diez princesas. Ellos habían sido asombrosos para los demás, mientras que él solo era asombroso para sí mismo, lo que, sin embargo, fue exactamente el motivo de su prisa por renovar el asombro volviendo, por decirlo de algún modo, a su propia presencia. Aquello había acelerado sus pasos e impedido su demora. Si su visita fue inmediata era porque había estado separado demasiado tiempo de la única parte de sí mismo que ahora valoraba.
En consecuencia, no es falso decir que alcanzó su meta sintiéndose algo eufórico, y de nuevo se quedó allí, de pie, con cierta seguridad. La criatura bajo tierra conocía su rara experiencia, de modo que, extrañamente ahora, el lugar perdió para él su mera vacuidad de expresión. Lo recibía con benevolencia, no con burla como antes; lo recibía con esa bienvenida calurosa que encontramos, después de la ausencia, en las cosas que nos han pertenecido y que parecen confesar así esa relación tan íntima. La parcela de tierra, la lápida esculpida, las flores cuidadas, le conmovían como si le pertenecieran, de manera que se sentía en aquel instante como un terrateniente satisfecho pasando revista a una propiedad.
Cualquier cosa que hubiera sucedido… bueno, había sucedido. Esta vez no había vuelto con la vanidad de aquella pregunta, su antigua preocupación: «¿Qué, qué?», que ahora había por poco desaparecido. No obstante, no volvería nunca jamás a separarse de aquel modo de ese lugar: regresaría todos los meses, porque, aunque de nada le sirviera, al menos, le ayudaría a llevar la cabeza bien alta. Fue así como aquello se convirtió para él, del modo más extraño, en un recurso positivo, y llevó a cabo su idea de visitas periódicas que por fin llegaron a ocupar un lugar entre sus costumbres más arraigadas. Todo esto alcanzó a significar que, por extraño que parezca, en su mundo tan simplificado de ahora, este jardín de la muerte le ofrecía los pocos metros cuadrados de tierra sobre la que aún podía, a lo sumo, vivir. Era como si, no siendo nada para nadie en ninguna parte, nada incluso para sí mismo, aquí lo fuera todo, y si no lo era para una multitud de testigos, o incluso para ningún testigo excepto John Marcher, en tal caso lo sería por el evidente derecho que le otorgaba la inscripción que podía escudriñar como una página abierta. La página abierta era la tumba de su amiga y allí estaban los acontecimientos del pasado, la verdad de su vida; allí estaban las remotas extensiones en las que podía perderse. A veces, se perdía de tal manera que parecía vagar por los años pasados del brazo de un compañero que resultaba ser, de forma extraordinaria, su yo más joven; y lo que era aún más extraordinario, vagaba dando vueltas y más vueltas alrededor de una tercera presencia, que no vagaba, sino que estaba inmóvil, quieta, cuyos ojos giraban con su rotación, sin dejar de seguirle un momento y cuyo foco era, por así decirlo, su punto de orientación. En resumen, así fue como decidió vivir: alimentándose solo de la sensación de haber vivido una vez y dependiendo de ella no solo como sustento sino como identidad.
Aquello, a su manera, le bastó durante meses, y así transcurrió el año. Sin duda aquel sentimiento le hubiera sostenido más tiempo de no ser por un accidente, trivial en apariencia, que le conmovió, en un sentido bastante distinto, con una fuerza superior a cualquiera de sus impresiones de Egipto o de la India. Fue pura casualidad (por un pelo, así lo vería más adelante), aunque después viviría para creer que si la luz no le hubiera llegado de esta manera peculiar le habría llegado de otro modo. Viviría para creerlo, digo, aunque no iba a vivir, puedo afirmarlo con idéntica certeza, para poder hacer mucho más. De todos modos le concedemos el beneficio de la convicción, abriéndose paso hasta él, de que, al final, más allá de lo que hubiera pasado o dejado de pasar, él habría alcanzado la luz por sí mismo. El incidente de un día de otoño había encendido la mecha al reguero de pólvora que su sufrimiento había tendido hacía tiempo. Con la luz ante él, supo que incluso en aquellos últimos tiempos no había hecho más que reprimir su dolor. Estaba extrañamente adormecido, pero palpitaba; con el contacto comenzó a sangrar. Y el contacto, en este caso, fue el rostro de un semejante. Este rostro, una tarde gris, cuando las hojas se agolpan en los callejones, miró el de Marcher, en el cementerio, con una expresión como el filo de una espada. Es decir, lo sintió tan profundo dentro de él que se encogió ante la firme estocada. La persona que le asaltaba de forma tan silenciosa era una figura que había visto al llegar a su propio destino, absorto junto a una tumba a poca distancia de donde él se hallaba, una tumba reciente en apariencia, que daba a entender que la emoción del visitante era con seguridad tan reciente como sincera. Este hecho le impidió a Marcher observarle con más detenimiento, aunque durante el tiempo que permaneció allí no dejó de ser vagamente consciente de la presencia de su vecino, un hombre de mediana edad, de luto, cuya espalda encorvada estaba siempre presente entre los grupos de monumentos y tejos mortuorios. La teoría de Marcher de que había elementos a cuyo contacto él revivía había experimentado en esta ocasión, puede asegurarse, una confirmación apreciable aunque inescrutable. Aquel día de otoño le estaba resultando espantoso más que ningún otro en estos últimos tiempos, y se apoyaba, con una pesadez desconocida para él hasta entonces, en la baja lápida de piedra que llevaba inscrito el nombre de May Bartram. Se apoyaba sin fuerzas para moverse, como si algún resorte en él, fruto de algún encantamiento, se hubiera roto de repente para siempre. Si en aquel momento hubiera podido hacer lo que quería, tan solo se habría estirado sobre la piedra dispuesta a acogerle, como si fuese un lugar ya preparado para recibir su último sueño. ¿Con qué fin en este mundo tenía que mantenerse ahora despierto? Miraba con fijeza ante sí mientras se hacía esta pregunta y fue entonces, puesto que uno de los paseos del cementerio discurría junto a él, cuando recibió el impacto de aquel rostro.
Su vecino de la otra tumba se había retirado, como lo hubiera hecho él mismo para entonces de haber tenido fuerzas para moverse, y avanzaba ahora, por el sendero, de camino hacia una de las verjas. Se iba acercando, y como caminaba despacio (y tanto más porque había una especie de hambre en su mirada), los dos hombres se encontraron frente a frente por un instante. Marcher lo reconoció en el acto como un ser profundamente afligido, una percepción tan penetrante que nada más existía en aquella imagen: ni su vestimenta, ni su edad, ni su presumible carácter o clase social, nada existía salvo la profunda devastación que mostraban sus facciones. La mostraban, eso era lo importante, y, al pasar ante Marcher, el hombre se vio sacudido por un impulso que era o bien una señal de simpatía o, con más seguridad, un desafío frente a otro dolor. Tal vez se había dado cuenta de la presencia de nuestro amigo; tal vez, en algún momento, había visto en él la serena costumbre de aquella escena, una escena que no armonizaba con el estado de sus propias sensaciones, y tal vez por ello se había sentido provocado por una especie de evidente discrepancia en sus respectivas emociones. En cualquier caso, Marcher se había percatado de que, en primer lugar, la imagen de esa pasión malherida presentada ante él era también consciente de que algo profanaba el aire; y, en segundo lugar, de que, agitado, asustado, sobresaltado, él estaba un momento después siguiendo aquella imagen con los ojos, mientras se marchaba, con envidia. Lo más extraordinario que le había ocurrido (aunque le había dado ese nombre también a otros asuntos) sucedió, tras aquella inmediata y vaga mirada, como consecuencia de esta impresión. El extraño pasó, pero el fulgor en carne viva de su dolor permaneció, forzando a nuestro hombre a preguntarse, compadecido, qué agravio, qué herida expresaba, qué lesión incurable. ¿Qué le había ocurrido a aquel hombre para que su pérdida le hiciera sangrar así y no obstante seguir viviendo?
Algo, y esto le alcanzó con una punzada de dolor, que él, John Marcher, no había tenido, y la prueba de ello era en efecto su árido final. Ninguna pasión le había tocado jamás, pues aquello era lo que la pasión significaba; había sobrevivido y divagado y languidecido, pero ¿dónde estaba su profunda devastación? El hecho extraordinario del que estamos hablando fue la repentina embestida de la respuesta a esta pregunta. La escena que sus ojos acababan de contemplar señalaba, como con letras de fuego, algo que él, de la manera más insensata, había pasado del todo por alto; y lo que había pasado por alto convirtió aquellas cosas en un reguero de pólvora e hizo que se grabaran en él como una angustia de latidos interiores. Había visto, desde fuera de su propia vida, y no aprendido desde dentro, el modo en que se llora a una mujer cuando se la ha amado por sí misma: tal era la fuerza de su convicción sobre el significado del rostro del extraño, que aún llameaba para él como una antorcha humeante. El conocimiento no le había llegado de mano de la experiencia, le había rozado, empujado, tumbado, con la desconsideración de la casualidad, con la insolencia de un accidente. Sin embargo, ahora que la iluminación había comenzado, resplandecía en su apogeo, y lo que en aquel momento estaba allí mirando con asombro era la profunda vacuidad de su vida. Miraba con asombro, tomaba aliento con dolor; se revolvía desalentado y, al darse la vuelta, vio ante sí, escrita en caracteres más definidos que nunca, la página abierta de su historia. El nombre en la lápida le golpeó como lo había hecho el encuentro con su vecino, y lo que le manifestó, en pleno rostro, fue que era ella lo que había pasado por alto. Este era el terrible pensamiento, la respuesta a todo el pasado, la visión cuya espantosa claridad le dejó tan helado como la piedra que tenía a sus pies. Todo se desmoronaba al mismo tiempo, se revelaba, se explicaba, le abatía y le dejaba sobre todo estupefacto ante la ceguera que había abrigado. El destino para el que había sido señalado se había cumplido con creces: había apurado su copa hasta la última gota; había sido el hombre de su tiempo, el hombre quien jamás habría de sucederle nada. Ese era el extraño golpe, ese era su castigo. Así lo veía, podría decirse, con un terror apagado, mientras las piezas iban encajando. Ella lo había visto, mientras que él no veía nada, y en esos momentos le ayudaba a ver la verdad. Era la verdad, vívida y monstruosa que había esperado todo aquel tiempo, y la propia espera había sido su suerte. En un momento dado, la compañera de su vigilia lo había percibido y le había ofrecido entonces la posibilidad de burlar su destino. Pero uno no puede burlar su destino, y el día que ella le dijo que el suyo había llegado a su fin no hizo sino quedarse mirando fija y estúpidamente la liberación que ella le ofrecía.
La liberación hubiera sido amarla; entonces, entonces habría vivido. Ella había vivido (¿quién podría decir ahora con qué pasión?) porque le había amado por sí mismo, mientras que él nunca había pensado en ella (¡oh, con qué espanto lo veía ahora!), sino en la frialdad de su egoísmo y con la vista puesta en su utilidad. Las palabras de ella volvían a resonar en su memoria, y la cadena se tensaba y tensaba. En efecto, la bestia había acechado y, en su momento, la bestia había atacado; había atacado en aquel frío crepúsculo de abril cuando, pálida, enferma, debilitada, pero toda hermosura, y tal vez incluso con la posibilidad de curarse, se había levantado del sillón para estar frente a él y dejar que quizá adivinara. Había atacado en el momento que él no adivinó; había atacado cuando, ya sin esperanzas, se alejó de él, y la señal, cuando él se marchó de la casa, ya había caído donde tenía que caer. Había justificado su miedo y cumplido su destino; había fracasado, con suma precisión, en todo lo que debía fracasar; y, al recordar que ella le había rogado que no tratara de saber, un gemido acudió a sus labios. El horror al despertar: esto era el conocimiento, un conocimiento bajo cuyo aliento las mismísimas lágrimas parecían helarse en sus ojos. No obstante, a través de ellas, trataba de asegurarlo y retenerlo. Lo mantenía allí, frente a sí, para, de esta forma, poder sentir el dolor. Aquello, al menos, aunque tardío y amargo, conservaba algo del sabor de la vida. Pero, de repente, la amargura le enfermó, y fue como si, de una manera espantosa, viera en la verdad, en la crueldad de su propia imagen, lo que había sido dispuesto y cumplido. Vio la jungla de su vida y vio la bestia acechante; después, mientras miraba, la percibió, como una conmoción en el aire, alzarse, enorme y repugnante, para dar el salto que le destrozaría. Los ojos de Marcher se oscurecieron: la bestia estaba cerca, y, en su alucinación, volviéndose de modo instintivo para esquivarla, se arrojó de bruces sobre la tumba.