INTRODUCCIÓN
Para entender cómo creaba sus apariciones el autor de Otra vuelta de tuerca, antes debemos analizar ciertos aspectos de su historia. Una manifestación fantasmal tiñó toda la infancia y la juventud de Henry James. Ocurrió cuando aún era un niño de cuna. Henry James padre se había llevado al extranjero a la familia, que en la primavera de 1844 residía en una casa situada junto a Windsor Park, en Inglaterra. Henry padre era un teólogo aficionado a estudiar la Sagrada Escritura. Se trataba de un hombre ocupado, sociable y muy activo a pesar de tener una pierna de madera, resultado de un accidente infantil. Poseía un temperamento alegre, el típico ingenio irlandés y una enérgica elocuencia. En sus últimos años, en un libro titulado Society the Redeemed Form of Man, en el capítulo «My Moral Death and Burial», describía cómo un día, estando en su casa de Windsor, tras disfrutar de una buena comida, contemplaba ociosamente las brasas sentado, «sin pensar en nada, sintiendo solo la euforia derivada de una buena digestión». Tenía la mente dispersa, entregada a pensamientos y sueños vagos, cuando de pronto experimentó ese «terror y temblor» que se describe en los Salmos y del que han dado testimonio muchos visionarios y santos. Tuvo una horrible sensación de pánico. «Por lo que sé —escribió Henry padre—, se trataba de un terror inmenso y vil, sin causa aparente». No vio nada. La luz del día entraba en la habitación, las brasas del hogar estaban al rojo vivo y la mesa con las sobras de la comida estaba frente a él. No obstante, tuvo la certeza de que había «una forma maldita, invisible para mí, dentro de los límites de la habitación, cuya fétida personalidad irradiaba influencias fatales para la vida». Al cabo de diez segundos, se sintió «destrozado», reducido «de un estado de hombría firme, vigorosa y jovial a otro de infancia casi desvalida». Permaneció paralizado en su silla. Recordaba que quiso pedir ayuda, quiso correr hasta el borde del camino y rogar a los transeúntes que lo protegieran de aquella visión perversa. Sin embargo, consiguió controlar sus «frenéticos impulsos». No supo cuánto tiempo había pasado, aunque calculaba una hora, durante la cual se vio «golpeado por una tempestad creciente de dudas, angustia y desesperación, sin alivio alguno por parte de las verdades que había conocido en mi vida, salvo un atisbo muy pálido y distante de la existencia divina». Al final halló fuerzas para abandonar la lucha y pedir ayuda a su esposa.
Las secuelas de este suceso sobrenatural quedaron inscritas en los anales de la familia: durante los dos años siguientes Henry padre padeció una «horrible afección de la mente», para la que los médicos recomendaron descanso, sueño y «curas» en balnearios. Nada dio resultado, hasta que una dama le aconsejó las obras de Emmanuel Swedenborg, el visionario sueco, en cuyos libros y enseñanzas halló calma y consuelo el padre del novelista. Swedenborg le ofreció la imagen de un hombre con el aspecto divino de Dios, capaz de conversar con los ángeles, que le ayudó a superar su miedo hacia la deidad calvinista de la ira. Como era de esperar, esa «devastación» —pues así llamaban los seguidores de Swedenborg a su momento de terror y temblor— se convirtió en un profundo recuerdo familiar. Desde pequeño, Henry James adquirió el concepto del mal no humano, la idea de que los fantasmas podían aparecérsele al hombre a plena luz del día.
En sus años de juventud, William James, hermano mayor del novelista y fundador de la psicología funcional en Estados Unidos, tuvo una experiencia que casi parecía una repetición de la de su padre, aunque él concretó la forma invisible del mal. Al dar testimonio del suceso, recuerda que se hallaba en un estado de «pesimismo filosófico y depresión del ánimo en general». Una noche entró en un vestidor de su casa, en busca de algo, «cuando de pronto, sin previo aviso, cayó sobre mí, como si saliera de la oscuridad, un miedo horrible hacia mi propia existencia». El miedo se encontraba encarnado en el recuerdo de un paciente epiléptico que había visto en el psiquiátrico, «un joven moreno de piel verdosa, con problemas mentales graves, que se pasaba el día entero sentado en uno de los bancos, o más bien repisas, que había contra la pared, con las rodillas dobladas y la barbilla apoyada en ellas, y la áspera camiseta gris, que era su única vestimenta, cubriéndolas y envolviendo toda su figura. Permanecía allí sentado como una especie de gato egipcio esculpido o momia peruana, moviendo solo sus ojos negros y con una apariencia nada humana». «Esa forma soy yo —pensó William James—, al menos en potencia», y se transformó en «una masa temblorosa de miedo». Como le había ocurrido a su padre, durante días se despertó con «la sensación de la inseguridad de la vida». Nunca antes había experimentado esa inseguridad, y nunca más volvió a sentirla. «Fue como una revelación», dijo.
William James investigó acerca del ocultismo durante toda su vida, al margen de sus estudios psicológicos y filosóficos. Asistió a sesiones de espiritismo, estudió a los médiums e investigó cada manifestación del «mundo de los espíritus» que llegó a sus oídos. Al final acabó escribiendo su inspirado libro Las variedades de la experiencia religiosa.
Aunque el joven Henry James no vivió experiencias comparables a las de su padre y su hermano, recordó en su autobiografía una pesadilla que describió como «espantosa», calificándola al mismo tiempo de «admirable» y «aventura de ensueño», pues en ella se mezclaban el miedo y el placer. El novelista soñó que se defendía aterrado contra un invasor, luchando por impedir que abriera la puerta de su dormitorio, cuando de repente cambió la situación: la puerta estaba abierta. Sin embargo, vio que el monstruo, en lugar de entrar, se alejaba a toda velocidad, entre rayos y truenos, por un gran corredor lleno de obras de arte. Henry James reconoció el lugar: era la galería de Apolo, en el Louvre. Lo que había empezado como una pesadilla en la que se enfrentaba a un monstruo acabó en una victoria absoluta. A diferencia de su padre y de su hermano podría haber dicho como el doctor Johnson: «Señor, soy yo quien ha asustado al fantasma». Reveló que tuvo este sueño ya en su madurez, lo cual resulta muy interesante: sería entonces posterior al período en que escribió la mayoría de sus relatos de fantasmas y sugiere que, de algún modo extraño, podía tener sueños terroríficos sin que eso le afectase, pues conseguía controlar y alejar de sí el terror. Al parecer, tuvo que librar esta clase de batalla reiteradamente, pues hay testimonios de que tuvo otros sueños similares. Lady Ottoline Morrell narra en sus memorias que el escritor le contó un sueño en el que «se hallaba en una casa o tienda llena de muebles, habitaciones inmensas de hermosos armarios, sillas y mesas. Él deambulaba por toda la casa percibiendo una vaga presencia misteriosa. Al final, cuando llegó al piso de arriba, se encontró en una sala en la que había un anciano sentado en una silla. […] Le gritó al hombre: “Tienes miedo de mí, cobarde”. El hombre dijo: “No”. Henry James respondió: “Sí que lo tienes, lo sé. Veo el sudor de tu frente”».
En estas pesadillas hay una extraordinaria «maniobra» onírica. James empieza con una intensa sensación de terror o de angustia; luego, en el mismo sueño realiza un acto que contrarresta esa angustia. Amenazado, da la vuelta a la situación y se convierte en el ser amenazante. Esto último queda reflejado en el relato del sueño del Louvre con la frase: «Yo, en mi aterrado estado, seguía siendo quizá más espantoso que el horrible agente, criatura o presencia». Nunca olvidaría que una persona aterrorizada que ve a un fantasma también puede resultar pavorosa. Ello se nos sugiere con claridad en Otra vuelta de tuerca. También es el tema de su inacabada novela de fantasmas El sentido del pasado, en la que un hombre del presente viaja al pasado y queda horripilado ante la posibilidad de quedar atrapado en él. Inmerso en su miedo, crea mientras tanto la misma sensación en todos los demás personajes. Los sueños de confrontaciones adoptan la forma de un «yo» y un «no yo» enfrentados, como en su mejor cuento sobrenatural, «El rincón feliz».
Los relatos de fantasmas de Henry James surgieron de esas experiencias familiares y de sus ocultos sueños e imaginaciones, de la idea del novelista de que el hombre mantiene cierta relación con unas fuerzas impenetrables y misteriosas que escapan a uno mismo, que escapan al control humano tal como habían escapado al control de su padre o de William. Eso lo llevó a escribir no solo relatos en los que aparecen fantasmas materializados, sino de otro tipo, al que describió como «horripilante» y «casi sobrenatural». Sus primeros cuentos, los de la década de 1860, son bastante convencionales. El segundo grupo, en el que se incluye la novela corta Otra vuelta de tuerca, corresponde a su madurez, etapa en la cual sufría una gran angustia y depresión. Fue en estos relatos en los que consolidó su «fantasma diurno», que camina sin sábana blanca, manchas de sangre, alaridos, ruidos espantosos y otros elementos góticos. La última serie, escrita a principios del siglo XX, contiene algunos de sus espectros y antiespectros más interesantes, unos demoníacos y aterradores, otros bondadosos y en ocasiones hasta cómicos. En muchos de los mejores relatos de Henry James no aparecen fantasmas, y sin embargo se desarrollan en un ambiente en el que reina «lo extraño y siniestro entretejidos junto con lo más normal y sencillo». Como ocurrió con la «devastación» de su padre, intentaba crear lo que cabría describir como «el terror de lo cotidiano».
Inevitablemente, la calidad de los relatos es irregular a lo largo de los distintos períodos. No obstante, todos son obra de un narrador nato, y hasta cuando cuenta una historia muy trillada, como la aparición de «El alquiler del fantasma», logra infundir un ambiente de terror sutil en su descripción de la vieja casa y en el estado de ánimo del estudiante de teología de Harvard. Uno de sus mejores cuentos es «Los amigos de los amigos», en el que organiza los hechos de modo que no puedan cuestionarse ni verificarse. En cuanto a los inquietantes «El altar de los muertos» y «La bestia en la jungla», no son relatos de fantasmas tradicionales, sino que narran sucesos extraños en la vida de desasosegados caballeros de mediana edad. El «Altar» se convierte en una especie de reunión de espectros con sus velas encendidas para los muertos; «La bestia en la jungla» es tanto el retrato de una obsesión —es decir, de una angustia inmediata— como la historia del horror del ser humano hacia el anonimato eterno. En su evocación de unos oscuros seres en un mundo urbano vago y crepuscular, este relato se anticipa a lo escalofriante de Kafka y al «absurdo» moderno.
Aunque los críticos no se ponen de acuerdo sobre la interpretación de Otra vuelta de tuerca, coinciden plenamente en que constituye una obra maestra en su género. James dijo que en esta novela (adaptada a todos los medios modernos, incluida la ópera) pretendía conseguir que el aire «apestara» a maldad. Está narrada por una joven institutriz en un manuscrito que ha dejado tras su muerte. Lo que está en juego es la credibilidad de esa joven en calidad de testigo. En el prefacio, James nos da una pista cuando afirma haber tenido que mantener «cristalino» su testimonio por el gran número de anomalías y oscuridades que describía. Sin embargo, añade enseguida estas palabras significativas: «Con esto no me refiero, desde luego, a la explicación que ella pueda dar de tales anomalías, un asunto muy distinto». No hay duda alguna de que la joven ve los fantasmas de Peter Quint y de la señorita Jessel. Observamos también que está haciendo un esfuerzo extraordinario para mantener la calma ante el mal que teme. Sin embargo, este se halla en su propia mente: cuando ella expresa la «certeza» de que los fantasmas han venido a buscar a los niños, el lector debe decidir si está declarando un hecho o enunciando una teoría. Al echar la vista atrás, descubrimos que en su relato detallado del comportamiento de los niños los muestra como «normales». El pequeño Miles quiere saber cuándo va a volver a la escuela, y la escapada de la pequeña Flora con el barco es muy propia de una niña de ocho años. La institutriz, no obstante, consigue que su comportamiento parezca siniestro. La auténtica «vuelta de tuerca», el particular giro del cuento, reside en lo que la joven está haciendo a los pequeños, quienes, por su lado, tratan de adaptarse a su visión.
James dijo que su interés era «transmitir a los niños el mal y el peligro más infernales que pudieran imaginarse: la condición por su parte de estar tan expuestos como cabe humanamente concebir que estén los niños». Expuestos no a los fantasmas, a los cuales ni siquiera ven, sino a la institutriz, que sí los ve. En la escena final, horrible en su intensidad y violencia, la institutriz obtiene una extraña victoria. Cree haber logrado sacar al espíritu malvado del pequeño Miles y haber salvado así su alma. Sin embargo, como en los cuentos de posesión diabólica, «su pequeño corazón, desposeído, había dejado de latir». Otra vuelta de tuerca es una contundente historia de posesión, como las antiguas fábulas de demonios y dibbuks, y quien la sufre es la institutriz. Su imaginación malévola y demoníaca convierte sus angustias y sentimientos de culpa, sus imaginaciones románticas y sexuales, que considera «pecaminosas», en apariciones y espíritus malditos. Al intentar afrontar sus propios demonios, contagia a quienes la rodean, del mismo modo que Hitler, delirando y vociferando, contagió a una nación entera con su histeria. El contagio, cualidad epidémica de la imaginación malévola, constituye el máximo horror del cuento de James. Tal vez sea ese el motivo de que muchos lo consideren el relato de fantasmas más aterrador que jamás hayan leído.
Su efecto deriva de la teoría del autor acerca de lo sobrenatural. «Si los hechos aparecen velados —explicó—, la fantasía se desboca y pinta toda clase de horrores, pero en cuanto se alza el velo desaparece el misterio». En Otra vuelta de tuerca todo resulta ambiguo: cada elemento parece concreto, y sin embargo el autor siempre evita dar detalles. La novela en sí, nos dice, es una copia del viejo manuscrito. La institutriz no tiene nombre. No se describe a sí misma, ignoramos cómo va vestida y apenas sabemos nada de su pasado. Solo conocemos sus abundantes y descabelladas fantasías. En el prefacio, escrito diez años después de publicar la obra, se muestra explícito: le ha dado a cada lector un cheque en blanco y le ha pedido que retire cuantos fondos necesite de su banco privado de horror. «Únicamente debes conseguir que la visión del mal que el lector tiene en general sea lo bastante intensa […], y su propia experiencia, su propia imaginación […] le proporcionarán los suficientes detalles. Oblígale a que imagine el mal, haz que piense en él por sí mismo, y quedarás liberado de detalles inconsistentes».
James hablaba de los fantasmas de la señorita Jessel y de Peter Quint como si no lo fueran en el sentido habitual del término, sino «duendes, elfos, diablillos, demonios construidos con tan poco rigor como aquellos de los antiguos juicios por brujería». Representan cualquiera de las formas adoptadas por las hadas buenas y malas de la mente, las brujas violentas o las hadas «de leyenda que cortejan a sus víctimas para verlas danzar a la luz de la luna». Para él, la historia de fantasmas era «la forma más cercana al cuento de hadas». En este, grandes maravillas resultan reales para los niños: aparecen ogros y gigantes, la Cenicienta encuentra a su príncipe, vuelan las alfombras. Así, los prodigios de la imaginación, en el relato de fantasmas —los duendes y demonios del mundo interior del hombre—, adoptan su forma y se convierten en los prodigios del arte del narrador.
El autor lo expresó de otro modo en la gran escena teatral de La copa dorada, su última novela. La protagonista, Maggie, observa una partida de bridge en la que su marido infiel y la amante de este forman equipo. Ella piensa en «el horror de hallar al mal asentado a sus anchas donde solo había soñado que podía hallarse el bien, el horror de la realidad que se encontraba detrás, detrás de todo aquello en que tanto había confiado, de todo aquello que tanto había pretendido: detrás de la nobleza, la inteligencia, la ternura». Aquella es la primera «falsedad cortante» que ha conocido en su vida, y James la imagina como si se tratara de un fantasma: «se había enfrentado con Maggie como un extraño de rostro mal encarado sorprendido en uno de los corredores de suelo cubierto por una gruesa alfombra en una casa silenciosa, el domingo por la tarde».
Este es el mayor espanto que uno pueda experimentar: una casa silenciosa, el domingo por la tarde, y de pronto una presencia abominable, el horror de la realidad que se encuentra detrás de la calma aparente. Los hechos conocidos no suponen ningún problema; lo que afecta al corazón y a la mente es lo misterioso, lo extraño, el horror imaginado, la realidad que se encuentra detrás.
En su condición de artista, Henry James se niega a racionalizar. No está dispuesto a explicar la devastación de su padre. Aunque ese terrible fantasma era invisible, el espanto que provocó resultó ser auténtico; lo que sintió ante aquella aparición fue horrible. Él intentaba captar esa clase de realidad en la experiencia oculta. Por eso sus relatos de fantasmas, incluso los que escribió maquinalmente para los números navideños de varias revistas, contienen una sensación de extrañeza, una evocación de un mundo impalpable, de espectros privados. El novelista aportó pocas situaciones nuevas en el ámbito de lo sobrenatural, no inventó ninguna aparición inquietante. No obstante, tomó este manido género y lo enriqueció de forma extraordinaria. Nos mostró que lo irreal y lo fantasmagórico se conectan en un centenar de puntos con la experiencia cotidiana, y atrajo a sus lectores al mundo misterioso de las apariciones diurnas mediante una sutil comprensión de lo que un contador de historias puede hacer por sus oyentes, como el narrador de Las mil y una noches. De forma extraña, consiguió que camináramos en su compañía, a la luz del día, en nuestra propia vida y con nuestros propios fantasmas.
LEON EDEL
Nueva York
1970