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LO QUE pasó después yo no lo vi, pero lo puedo reconstruir por lo que me contaron algunos testigos, o por lo que leí en el expediente 319 del Juzgado Primero de Instrucción Criminal Ambulante, por el delito de Homicidio y lesiones personales, abierto el 26 de agosto de 1987, y archivado pocos años después, sin sindicados ni detenidos, sin claridad alguna, sin ningún resultado. Esta investigación, leída ahora, casi veinte años después, más parece un ejercicio de encubrimiento y de intento cómplice para favorecer la impunidad, que una investigación seria. Con decir que a un mes de abierto el caso le dieron vacaciones a la jueza encargada, y que pusieron funcionarios venidos de Bogotá a vigilar de cerca la investigación, es decir, a evitar que se investigara seriamente.
Mi papá, Leonardo y la señora caminaron por la carrera Chile hasta la calle Argentina y ahí doblaron hacia arriba, a la izquierda, por la acera del costado norte. Llegaron a la esquina de El Palo y la atravesaron. Siguieron subiendo hacia Girardot. Pasaron Girardot y en la esquina siguiente tocaron a la puerta de Adida (Asociación de Institutores de Antioquia), el sindicato de maestros. Les abrieron y se formó un pequeño corrillo en la puerta pues otros maestros estaban llegando también en ese momento, a informarse. Hacía más de dos horas que se habían llevado el cuerpo de Luis Felipe Vélez para una capilla ardiente y una manifestación de protesta que se le haría en el Coliseo. Mi papá buscó, extrañado, la cara de la señora que lo había acompañado hasta allí, pero ya no la vio a su lado; había desaparecido.
Dice uno de los testigos que una moto con dos jóvenes subió por la calle Argentina, primero despacio, y después muy rápido. Los tipos estaban recién peluqueados, dijo alguien más, con el pelo al rape típico de la milicia y de algunos sicarios. Pararon la moto al frente del sindicato, la dejaron encendida al lado de la acera, y los dos se acercaron al pequeño grupo frente a la puerta, al mismo tiempo que sacaban las armas de la pretina de los pantalones.
¿Alcanzó a verlos mi papá, supo que lo iban a matar en ese instante? Durante casi veinte años he tratado de ser él ahí, frente a la muerte, en ese momento. Me imagino a mis 65 años, vestido de saco y corbata, preguntando en la puerta de un sindicato por el velorio del líder asesinado esa mañana. Habrá preguntado por el crimen de pocas horas antes, y acaban de contarle el detalle de que a Luis Felipe Vélez lo habían matado ahí, en ese mismo sitio donde él está parado. Mi papá mira hacia el suelo, a sus pies, como si quisiera ver la sangre del maestro asesinado. No ve rastros de nada, pero oye unos pasos apresurados que se acercan, y una respiración atropellada que parece resoplar contra su cuello. Levanta la vista y ve la cara malévola del asesino, ve los fogonazos que salen del cañón de la pistola, oye al mismo tiempo los tiros y siente que un golpe en el pecho lo derriba. Cae de espaldas, sus anteojos saltan y se quiebran, y desde el suelo, mientras piensa por último, estoy seguro, en todos los que ama, con el costado transido de dolor, alcanza a ver confusamente la boca del revólver que escupe fuego otra vez y lo remata con varios tiros en la cabeza, en el cuello, y de nuevo en el pecho. Seis tiros, lo cual quiere decir que le vaciaron el cargador de uno de los sicarios. Mientras tanto el otro matón persigue a Leonardo Betancur hasta dentro de la casa del sindicato y allí lo mata. Mi papá no ve morir a su querido discípulo; en realidad, ya no ve nada, ya no recuerda nada; sangra, y en muy pocos instantes su corazón se detiene y su mente se apaga.
Está muerto y yo no lo sé. Está muerto y mi mamá no lo sabe, ni mis hermanas lo saben, ni sus amigos lo saben, ni él mismo lo sabe. Yo estoy empezando la junta directiva del Edificio Colseguros. El presidente de la junta, el abogado y grafólogo Alberto Posada Ángel (que también será asesinado a cuchilladas algunos años después), lee el acta anterior, y hay otro señor que llega un poco tarde y, antes de sentarse, cuenta que a pocas cuadras de allí acaba de ver matar a otra persona. Comenta los balazos de los sicarios, lo horrible que se ha vuelto Medellín. Yo no me imagino quién es, y pregunto casi con descuido quién pudo haber sido el muerto. El señor no lo sabe. En ese momento me llaman al teléfono. Es raro que me interrumpan en plena junta, pero dicen que es urgente, y salgo. Resulta ser un periodista, viejo conocido mío, que me dice: «Siquiera te oigo, por aquí estaban diciendo que te habían matado». Yo digo que no, que estoy bien, y cuelgo, pero en ese mismo instante recapacito y sé quién es el muerto, sin que me lo hayan dicho. Si alguien está diciendo que mataron a Héctor Abad fue porque mataron a alguien que se llama como yo. Me voy derecho a la oficina de mi mamá y le digo: «Creo que pasó lo peor».
Mi mamá está al teléfono hablando con una amiga, Gloria Villegas de Molina. Cuelga precipitadamente y me pregunta: «¿Mataron a Héctor?». Le digo que creo que sí. Nos levantamos, queremos ir hacia el sitio donde dicen que hay una persona muerta. Le preguntamos al señor de la junta y éste nos da una esperanza: «No, no, yo al doctor lo conozco y el muerto no era él». De todas formas vamos. Un mensajero de la oficina se nos adelanta. Hacemos el mismo recorrido a pie que unos minutos antes habían hecho mi papá y Leonardo: la carrera Chile, voltear a la izquierda por Argentina, cruzar El Palo. Al acercarnos a Girardot, de lejos, vemos una multitud de curiosos alrededor de la puerta de una casa, la sede del sindicato. De entre el corrillo sale el mensajero que hace señas afirmativas con la cabeza, «sí, es el doctor, es el doctor». Corremos y ahí está, boca arriba, en un charco de sangre, debajo de una sábana que se mancha cada vez más de un rojo oscuro, espeso. Sé que le cojo la mano y que le doy un beso en la mejilla y que esa mejilla todavía está caliente. Sé que grito y que insulto, y que mi mamá se tira a sus pies y lo abraza. No sé cuánto tiempo después veo llegar a mi hermana Clara con Alfonso, su esposo. Después llega Carlos Gaviria, con la cara transfigurada de dolor y yo le grito que se vaya, que se esconda, que tiene que irse porque no queremos más muertos. Entre mi hermana, mi cuñado, mi mamá y yo rodeamos el cadáver. Mi mamá le quita la argolla de matrimonio y yo saco los papeles de los bolsillos. Más tarde veré lo que son: uno es la lista de los amenazados de muerte, una fotocopia, y el otro, el epitafio de Borges copiado de su puño y letra, salpicado de sangre: «Ya somos el olvido que seremos».
En ese momento no puedo llorar. Siento una tristeza seca, sin lágrimas. Una tristeza completa, pero anonadada, incrédula. Ahora que lo escribo soy capaz de llorar, pero en ese momento me invadía una sensación de estupor. Un asombro casi sereno ante el tamaño de la maldad, una rabia sin rabia, un llanto sin lágrimas, un dolor interior que no parece conmovido sino paralizado, una quieta inquietud. Trato de pensar, trato de entender. Contra los asesinos, me lo prometo, toda mi vida, voy a mantener la calma. Estoy a punto de derrumbarme, pero no me voy a dejar derrumbar. ¡Hijueputas!, grito, es lo único que grito, ¡hijueputas! Y todavía por dentro, todos los días, les grito lo mismo, lo que son, lo que fueron, lo que siguen siendo si están vivos: ¡Hijueputas!
Mientras mi mamá y yo estamos sentados al lado del cuerpo inerte de mi papá, mis hermanas y los amigos todavía no lo saben, pero se van enterando todos en la casa, mis cuatro hermanas, mis sobrinos, tenemos un recuerdo nítido del momento en que nos enteramos de que lo habían matado. Una tarde, en La Inés, mirando la tierra y el paisaje que mi papá nos dejó de herencia, cada uno de nosotros fue contando por turnos lo que estábamos haciendo y lo que nos pasó esa tarde.
Maryluz, la mayor, contó que estaba en la sala de su casa. Recibió una llamada de Néstor González, que acababa de oír la noticia por radio, pero él no fue capaz de decirle. Sólo le preguntó, después de muchos rodeos: «¿Y tu papá? ¿Cómo está tu papá?». «Muy bien, dedicado a lo mismo, su campaña y los derechos humanos». Néstor colgó, incapaz de contarle. Después la llamó otra amiga, Alicia Gil, y tampoco fue capaz de darle la noticia, que ella ya había oído por radio. Al momento Maryluz vio entrar unos zapatos de hombre, con un maletín. El Mono Martínez. «¿Y ese milagro?» le pregunta mi hermana. «Mary, pasó una cosa horrible». Y ella lo supo: «¿Mataron a mi papá?».
Todos lo adivinamos, antes de saberlo. «Después de un primer momento de locura —contó Maryluz— me serené y estuve muy tranquila, no lloraba, calmaba a los demás. Juan David (el hijo mayor, el primero de los nietos, y el que mi papá más quería) gritaba y se daba golpes contra las paredes, corría por la calle, iba desde mi casa hasta la casa del Aba (así le decían los nietos al abuelo). Mis amigas llegaban gritando». A Martis, que estudiaba en el colegio Mary Mount, la llamó una compañerita, feliz: «Martis, qué rico, mañana no hay colegio dizque porque mataron a un señor muy importante». Pili, la otra hija, de seis años, se encerró en el cuarto y no le abría a nadie: «¡Tengo mucho que estudiar, tengo un montón de tareas, por favor no me interrumpan!», gritaba. Ricky estaba con los primos, con los hijos de Clara.
Maryluz contó que también se le salieron viejos rencores, en ese momento. Les dijo a las amigas: «Díganle a Iván Saldarriaga que no se le ocurra venir por aquí». Éste era el dueño de una fábrica de helados y él y Maryluz, hacía mucho tiempo, habían tenido una discusión por lo que mi papá decía y escribía. Ella le había dicho, al terminar el alegato: «Si llegan a matar a mi papá, por favor no se te ocurra ir al entierro». Cuando él llegó esa noche, llorando, ella le perdonó. Saldarriaga puso un anuncio en el periódico y compró comida para toda la gente del entierro.
Maryluz sigue contando: «A mí todos me preguntaban, en el velorio, por qué no lloraba. Lloré solamente cuando llegó Edilso, el querido mayordomo de Rionegro, con un ramo enorme de rosas del rosal de mi papá, y se las puso encima de la caja. En ese momento no pude más y lloré. En el entierro no. Veía a mis amigos escondidos detrás de los árboles de Campos de Paz, el cementerio. Me acuerdo de Fernán Ángel detrás de un árbol, con susto de que hubiera tiros, una estampida, algo. Fue un entierro muy miedoso, con mucha gente gritando consignas, y con tipos armados que merodeaban por la casa y por el cementerio. Muchos pensaban que los iban a matar, que iba a estallar un motín y una balacera. Me acuerdo cuando habló Carlos Gaviria, le temblaban los papeles en las manos, pero habló muy bien. También leyó un discurso Manuel Mejía Vallejo, con un megáfono, al lado de la tumba».
Conservo los discursos de Mejía Vallejo y de Carlos Gaviria. El novelista antioqueño, nacido en el mismo pueblo que mi papá, Jericó, habló de la amenaza inminente del olvido; «Vivimos en un país que olvida sus mejores rostros, sus mejores impulsos, y la vida seguirá en su monotonía irremediable, de espaldas a los que nos dan la razón de ser y de seguir viviendo. Yo sé que lamentarán la ausencia tuya y un llanto de verdad humedecerá los ojos que te vieron y te conocieron Después llegará ese tremendo borrón, porque somos tierra fácil para el olvido de lo que más queremos. La vida, aquí, están convirtiéndola en el peor espanto. Y llegará ese olvido y será como un monstruo que todo lo arrasa, y tampoco de tu nombre tendrán memoria. Yo sé que tu muerte será inútil, y que tu heroísmo se agregará a todas las ausencias».
Carlos se centró más en la figura del humanista enfrentado a un país que se degrada: «¿Qué hizo Héctor Abad para merecer esta suerte? La respuesta hay que darla, a modo de contrapunto, confrontando lo que él encarnaba con la tabla de valores que hoy impera entre nosotros. Consecuente con su profesión luchaba por la vida, y los sicarios le ganaron la batalla; en armonía con su vocación y su estilo vital (el de universitario) peleaba contra la ignorancia concibiéndola, a la manera socrática, como la fuente de todos los males que agobian el mundo. Los asesinos entonces lo apostrofaron con la expresión bárbara de Millán Astray, que alguna vez estremeció a Salamanca: “¡Viva la muerte, abajo la inteligencia!”. Su conciencia de hombre civilizado y justiciero lo había decidido a hacer de la lucha por el imperio del derecho una tarea prioritaria, cuando los que tienen asignada esa función dentro del Estado muestran más fe en el convite de las metrallas».
Maryluz recuerda también que la noche del 25, aunque no quiso ir hasta el sitio del crimen, fue a la oficina de mi papá, poco después de enterarse de lo que había pasado. Allá nos encontramos todos los hermanos, menos Sol, que se encerró en el cuarto y no quiso salir hasta muy tarde. Recuerda otro detalle: «Esa mañana, cuando volvíamos de La Inés, por Santa Bárbara, vos, negro, me habías dicho:
—“A pesar de la muerte de Marta, nosotros hemos tenido mucha suerte en la vida; esa finca tan bonita, tan bien todos los de la familia”.
»Y yo te contesté que era claro porque la vida recompensaba a los buenos. Si no le hacemos mal a nadie, si somos buenas personas, ¿cómo no nos va a ir bien?, te dije. Lo primero que me gritaste, furioso, cuando nos vimos esa noche en la oficina de mi papá, fue esto: “Sí, claro, no le hacemos mal a nadie y entonces siempre nos va a ir bien, ¿cierto? Mirá lo que le pasó a mi papá por portarse bien con todos”. Estabas bravo con el mundo entero. Después entró la cuñada de Alberto Aguirre, Sonia Martínez, que vivía en la casa de al lado y que había sido la profesora de guitarra de Marta, y le gritaste: “¡Dígale a Aguirre que se largue ya mismo de Colombia, él es el siguiente, y no queremos más muertos!”».
Clara, mi segunda hermana, recuerda que estaba en una reunión con Alfonso Arias, su marido, y con Carlos López, en Ultra Publicidad. De ahí salieron antes de las seis, hacia la oficina. Caliche López lo supo a los pocos minutos, y pensaba, ojalá no prendan el radio. Clara y Alfonso no lo prendieron; llegaron a la oficina y Clara cuenta:
«Desde que iba llegando vi demasiada gente afuera. Primero me pareció raro, y luego pensé que podía ser normal, porque era la hora de salida. Cuando paré, vi que todo el mundo me estaba mirando raro. Era una actitud distinta. Ligia, la que vivía en la casa de la oficina, se vino despacio hacia el carro. Yo no me atrevía a bajarme, estaba temblando, pensaba que había pasado algo horrible, por como me miraban. Ligia se acercó a la ventanilla: Le tengo una mala noticia. Mataron a su papá». Yo pedí que me llevaran adonde estaba, y nadie me quería llevar. Darío Muñoz, el mensajero, dijo: «Yo la llevo». Me fui caminando con él y con Alfonso. En ese momento sentí que algo caliente me chorreaba por las piernas. Me vino una hemorragia incontenible, por abajo, igual que la hemorragia de cuando mi mamá y mi papá se montaron al avión con Marta enferma, hacia Medellín. Era una hemorragia espantosa. Chorros. Yo era desesperada, mientras caminaba y corría esas pocas cuadras desde la oficina, iba como una loca. Cuando iba llegando vi la pelotera, la multitud. ¿Ahí es?, le pregunté al mensajero. «Sí, ahí es». Cuando yo llegué ya estaban ahí mi mamá y Quiquín. Yo no podía creer, no podía creer.
»En una esquinita vi a Vicky, que no se acercaba. Yo la llamaba: “¡Vicky, venga, venga!”. ¿Por qué no se acerca Vicky? Ella siempre caminaba en una esquinita, pero no se acercaba, no era capaz. Pretendían llevarse el cuerpo, pero nosotros queríamos que todas las hijas lo vieran. Decíamos, no sé por qué: “De aquí no lo dejamos llevar hasta que no vengan Maryluz y Solbia. Aunque sea nos sentamos encima del cuerpo. Ellas tienen que ver lo que le hicieron”. Llegó la jueza, y nos decía que se lo tenía que llevar, que se iba a armar un motín. Alfonso nos convenció y al fin dejamos que se lo llevaran. Levantaron el cuerpo entre varios, de pies y manos, y lo lanzaron de mala manera en la parte de atrás de una camioneta, lo tiraron con violencia, como si fuera un bulto de papas, sin ningún respeto, y eso me dolió, como si le estuvieran quebrando los huesos, aunque ya no sintiera.
Alfonso Arias, el marido de Clara en ese momento, recuerda que cuando llegó al sitio con mi hermana se le bajó la presión y creyó que se iba a desmayar. «Estábamos ahí agachados, junto a tu papá y cuando me levanté se me fue el mundo y casi me voy al suelo, pero nadie se dio cuenta. Después de la muerte fue cuando yo empecé a enterarme de todo el reconocimiento que tenía tu papá y lo importante que era para la sociedad, para el país, y para muchísima gente. En la vida diaria uno lo veía como parte de la familia, un gran padre y abuelo, pero no alcanzábamos a valorar todo lo que era y representaba, y el impacto tan grande que tuvo su muerte, por la cantidad de personas a las que él ayudaba, sin que nadie en la familia lo supiera. Los fines de semana solía leernos el borrador de los artículos que iba a publicar en el periódico esa semana; los leíamos y los discutíamos y opinábamos sobre ellos. Para nosotros era algo muy cotidiano, y no les dábamos todo el valor que esos artículos tenían. Yo lo valoraba como persona y como ser humano, pero como hombre público y de impacto social lo vine a valorar mucho más después de su muerte.
»Yo me dediqué a cuidar las rosas de tu papá en Rionegro con un gran cariño, diría que con amor, durante varios años. Me gustaba hacerlo porque era como un homenaje a él. La imagen de tu papá arrodillado con sus bluyines y su sombrero de paja, embarrado, es la imagen más bonita que yo guardo de él. Ese jardín representaba mucho, era como un símbolo y así lo entendía también tu papá, no era solamente un hobby, él estaba diciendo algo al dedicarle tanto esfuerzo y tanto trabajo a lo bello. Que no sirve para nada y simplemente es bello. Tu papá, al dedicarle tanto esfuerzo y tanto trabajo a eso, decía algo. Ahí había un mensaje implícito. Yo quise recoger ese mensaje. Todavía paso por ahí y desde los aviones a veces lo veo, desde la ventanilla, porque al aterrizar se pasa exactamente por un lado del rosal, y alcanzo a ver fugazmente los punticos de colores y es lo último que he visto de ese jardín».
Vicky, mi hermana la tercera, cuenta que ella estaba con los niños de ella y los de Clara en el Centro Comercial Villanueva, montándolos en los jueguitos mecánicos. Poco antes de las seis se fue a llevarlos al apartamento de Clara por Suramericana. Al llegar, Irma, la muchacha del servicio, le dijo: «Doña Vicky, váyase para la oficina que pasó una cosa muy horrible». Vicky también lo supo sin que se lo dijeran: «¿Qué pasó? ¿Mataron a mi papá?». Dejé a los niños emperrados llorando, porque oyeron, y me fui para la oficina. Llegué y me dijeron: «Corra que mataron a su papá». Lloraban, enloquecidos. Me dijeron dónde era, ahí arriba. Y yo salí corriendo para arriba. Allá encontré un mundo de gente, a Clara enloquecida. Muchos curiosos, y vi a mi papá ahí en el suelo, con una sábana. No era capaz de acercarme, me impresionaba tanto que no quería verlo muerto de cerca. Más tarde, me acuerdo mucho del noticiero de Pilar Castaño que empezó diciendo: «Hoy no podemos decir buenas noches, porque han pasado demasiadas tragedias en el país». Vicky recuerda también que Álvaro Uribe Vélez, su exnovio, que en ese momento era senador, se portó bien. Ella supo que hizo parar la sesión del Senado, pidió un minuto de silencio, y luego redactó una moción de censura y de pésame por mi papá. A Eva, que se movía en los círculos más altos de Medellín, fue a la que más indicios le dieron sobre las personas más ricas que, de alguna manera, habían aprobado el asesinato de mi papá. Le hablaron de bananeros de Urabá, de finqueros de la Costa, de terratenientes del Magdalena Medio aliados con oficiales del Ejército. Todo lo que le contaron, ella no lo puede asegurar, ni yo lo puedo escribir, pues no estamos seguros de que sea cierto, ni lo podemos comprobar.
Sol estaba haciendo el internado en Medicina y volvió a la casa como a las seis. Encontró a Emma, nuestra querida muchacha de toda la vida, llorando y ella le contó que por radio habían dicho que habían matado a Leonardo Betancur. «Y parece que también a su papá», dijo Emma. Solbia no le creyó, no le quería creer, y se encerró en el cuarto furiosa por las barbaridades que decía Emma. El teléfono sonaba y había gente que soltaba carcajadas y decía: «Muy bueno, muy bueno que mataron a ese HP». Entonces Sol cogió unas tijeras y cortó todos los cables del teléfono. Un rato más tarde, asomada a la ventana, vio llegar el carro rojo de mi papá y pensó: «Esta Emma sí es una boba, decirme que mataron a mi papá, y ahí viene». Pero cuando vio que el que venía manejando era un chofer, entonces sí creyó, y se hundió en el llanto y la tristeza.
Esa misma noche yo llamé al gerente de las Empresas Públicas, Darío Valencia, que de inmediato nos hizo cambiar el número del teléfono, para que no siguieran llamando a reírse y a celebrar el asesinato. Remendamos los cables que Sol había cortado, pero de todas formas el teléfono siguió mudo durante semanas, porque así como no lo tenían ya quienes querían molestarnos celebrando por teléfono la noticia, tampoco lo tenían ya los que quisieron llamar a dar el pésame o a decir unas palabras de solidaridad.
Después de que se llevaron el cuerpo, mientras los hermanos estábamos juntos en la oficina de él, en el segundo piso de la empresa de mi mamá, vimos sobre el escritorio un sobre cerrado, dirigido a Marta Botero de Leyva, la subdirectora de El Mundo. Mi mamá la llamó y ella vino por el sobre, llorando. Lo abrió: era su último artículo: «¿De dónde proviene la violencia?», se llamaba, y el periódico lo publicó al otro día, como su editorial. Ahí había escrito, esa misma tarde: «En Medellín hay tanta pobreza que se puede contratar por dos mil pesos a un sicario, para matar a cualquiera. Vivimos una época violenta, y esta violencia nace del sentimiento de desigualdad. Podríamos tener mucha menos violencia si todas las riquezas, incluyendo la ciencia, la tecnología y la moral —esas grandes creaciones humanas— estuvieran mejor repartidas sobre la tierra. Éste es el gran reto que se nos presenta hoy, no sólo a nosotros, sino a la humanidad. Si, por ejemplo, las grandes potencias dejaran que Latinoamérica unida buscara sus propias salidas, nos iría muchísimo mejor. Pero esto es ya soñar, un ejercicio no violento, previo a cualquier gran realización. La realización que podrá efectuar una humanidad sana mentalmente, que algún día, durante los próximos diez mil años verán nuestros descendientes, si ahora o más tarde no nos autodestruimos».
Escribo esto en La Inés, la finca que nos dejó mi papá, que le dejó mi abuelo, que le dejó mi bisabuela, que abrió mi tatarabuelo tumbando monte con sus propias manos. Me saco de adentro estos recuerdos como se tiene un parto, como se saca un tumor. No miro la pantalla, respiro y miro hacia afuera. Es un sitio privilegiado de la tierra. Al fondo se ve, abajo, el río Cartama, abriéndose paso en el verdor. Arriba, hacia el otro lado, las peñas de La Oculta y de Jericó. El paisaje está salpicado por los árboles sembrados por mi papá y por mi abuelo: palmas, cedros, naranjos, tecas, mandarinos, mamoncillos, mangos. Miro a lo lejos y me siento parte de esta tierra y de este paisaje. Hay cantos de pájaros, bandadas de loros verdes, mariposas azules, ruido de cascos de caballo en la pesebrera, olor a boñiga de vaca en el establo, perros que a veces ladran, chicharras que celebran el calor, hormigas que desfilan en hileras, cada una con una diminuta flor rosada a cuestas. Al frente, imponentes, los farallones de La Pintada que mi papá me enseñó a ver como los pechos de una mujer desnuda y acostada.
Han pasado casi veinte años desde que lo mataron, y durante estos veinte años, cada mes, cada semana, yo he sentido que tenía el deber ineludible, no digo de vengar su muerte, pero sí, al menos, de contarla. No puedo decir que su fantasma se me haya aparecido por las noches, como el fantasma del padre de Hamlet, a pedirme que vengue su monstruoso y terrible asesinato. Mi papá siempre nos enseñó a evitar la venganza. Las pocas veces que he soñado con él, en esas fantasmales imágenes de la memoria y de la fantasía que se nos aparecen mientras dormimos, nuestras conversaciones han sido más plácidas que angustiadas, y en todo caso llenas de ese cariño físico que siempre nos tuvimos. No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza, sino para abrazarnos.
Tal vez sí me haya dicho, en sueños, como el fantasma del rey Hamlet, «recuérdame», y yo, como su hijo, puedo contestarle: «¿Recordarte? Ay, pobre espíritu, sí, mientras la memoria tenga un sitio en este globo alterado. ¿Recordarte? Sí, de la tabla de mi mente borraré todo recuerdo tonto y trivial, las enseñanzas de los libros, las impresiones, las imágenes que la experiencia y la juventud allí han grabado, y tu deseo sólo vivirá dentro del libro y volumen de mi cerebro, purgado de escoria».
Es posible que todo esto no sirva de nada; ninguna palabra podrá resucitarlo, la historia de su vida y de su muerte no le dará nuevo aliento a sus huesos, no va a recuperar sus carcajadas, ni su inmenso valor, ni el habla convincente y vigorosa, pero de todas formas yo necesito contarla. Sus asesinos siguen libres, cada día son más y más poderosos, y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos, hundiendo una tecla tras otra, pueden decir la verdad y declarar la injusticia. Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada; o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo.
El buen Antonio Machado, a punto de caer Barcelona, cuando era ya inminente la derrota en la Guerra Civil, escribió lo siguiente: «Se ignora que el valor es virtud de los inermes, de los pacíficos —nunca de los matones—, y que a última hora las guerras las ganan siempre los hombres de paz, nunca los jaleadores de la guerra. Sólo es valiente quien puede permitirse el lujo de la animalidad que se llama amor al prójimo, y es lo específicamente humano». Por eso no he contado tan sólo la ferocidad de quienes lo mataron —los supuestos ganadores de esta guerra—, sino también la entrega de una vida dedicada a ayudar y a proteger a los otros.
Si recordar es pasar otra vez por el corazón, siempre lo he recordado. No he escrito en tantos años por un motivo muy simple: su recuerdo me conmovía demasiado para poder escribirlo. Las veces innumerables en que lo intenté, las palabras me salían húmedas, untadas de lamentable materia lacrimosa, y siempre he preferido una escritura más seca, más controlada, más distante. Ahora han pasado dos veces diez años y soy capaz de conservar la serenidad al redactar esta especie de memorial de agravios. La herida está ahí, en el sitio por el que pasan los recuerdos, pero más que una herida es ya una cicatriz. Creo que finalmente he sido capaz de escribir lo que sé de mi papá sin un exceso de sentimentalismo, que es siempre un riesgo grande en la escritura de este tipo. Su caso no es único, y quizá no sea el más triste. Hay miles y miles de padres asesinados en este país tan fértil para la muerte. Pero es un caso especial, sin duda, y para mí el más triste. Además reúne y resume muchísimas de las muertes injustas que hemos padecido aquí.
Me hago un triste café negro, pongo el Réquiem de Brahms que se mezcla con el canto de los pájaros y el mugido de las vacas. Busco y leo una carta que me escribió desde aquí mi papá, en enero de 1984, en respuesta a otra carta mía en la que yo le contaba que no me sentía bien, en Italia, que estaba deprimido, que quería dejar una vez más otra carrera y volver a la casa. Creo haber insinuado que me pesaba hasta la vida misma. Su respuesta está en una carta que siempre me ha dado confianza y fuerza. Transcribirla es un poco impúdico, porque en ella mi papá habla bien de mí, pero en este momento la quiero releer porque esa carta revela el amor gratuito de un padre por su hijo, ese amor inmerecido que es el que nos ayuda, cuando hemos tenido la suerte de recibirlo, a soportar las peores cosas de la vida, y la vida misma:
«Mi adorado hijo: eso de las depresiones a tu edad es como más común de lo que parece. Yo recuerdo una muy fuerte en Minneapolis, Minnesota, cuando tenía unos veintiséis años y estuve a punto de quitarme la vida. Creo que el invierno, el frío, la falta de sol, para nosotros, seres tropicales, es un factor desencadenante. Y para decirte la verdad, eso de que de pronto desempaques aquí con tus maletas y dispuesto a enviar todo lo europeo para un carajo, nos pone a tu mamá y a mí en el colmo de la felicidad. Tú tienes más que ganado lo equivalente a cualquier “título” universitario y tu tiempo lo has empleado tan bien en formarte cultural y personalmente que si te aburres en la universidad es apenas natural. Cualquier cosa que tú hagas de aquí en adelante, si escribes o no escribes, si te titulas o no te titulas, si trabajas en la empresa de tu mamá, o en El Mundo o en La Inés, o dando clases en un colegio de secundaria, o dictando conferencias como Estanislao Zuleta, o como sicoanalista de tus padres, hermanos y parientes, o siendo simplemente Héctor Abad Faciolince, estará bien; lo que importa es que no vayas a dejar de ser lo que has sido hasta ahora, una persona, que simplemente por el hecho de ser como es, no por lo que escriba o no escriba, o porque brille o porque figure, sino porque es como es, se ha ganado el cariño, el respeto, la aceptación, la confianza, el amor, de una gran mayoría de los que te conocen. Así queremos seguir viéndote, no como futuro gran escritor, o periodista o comunicador o profesor o poeta, sino como el hijo, el hermano, el pariente, el amigo, el humanista que entiende a los demás y que no aspira a ser entendido. Qué más da lo que crean de ti, qué más da el oropel, para los que sabemos quien eres tú.
»Por Dios, nuestro querido Quinquin, cómo vas a pensar que “te sostenemos”[…] porque “ese muchacho puede llegar lejos”. Pero si es que ya has llegado muy lejos, más lejos que todos nuestros sueños, mejor que todo lo que imaginábamos para cualquiera de nuestros hijos.
»Tú sabes muy bien que las ambiciones de tu mamá y yo no son de gloria, ni de dinero, ni siquiera de felicidad, esa palabra que suena tan lindo pero que se alcanza tan pocas veces y apenas por períodos tan cortos (y que tal vez por eso mismo se aprecia tanto), para todos nuestros hijos, sino que por lo menos adquieran bienestar, esa palabra más sólida, más perdurable, más posible, más alcanzable. Muchas veces hemos hablado de la angustia de Carlos Castro Saavedra, de Manuel Mejía Vallejo, de Rodrigo Arenas Betancourt y de tantos cuasi-genios que conocemos personalmente. O de Sábato o de Rulfo, o del mismo García Márquez. Qué más da. Recuerda a Goethe: “Gris es, amigo, toda teoría (yo agregaría, y todo arte), pero sólo es verde el dorado árbol de la vida”. Lo que nosotros queremos es que tú vivas. Y vivir significa muchas mejores cosas que ser famoso, alcanzar títulos o ganar premios. Creo que yo también tenía desmesuradas ambiciones en materia política cuando estaba joven y por eso no era feliz. Sólo ahora, cuando todo eso ha pasado, me he sentido realmente feliz. Y de esa felicidad hacen parte Cecilia, tú, y todos mis hijos y nietos. La empaña sólo el recuerdo de Marta Cecilia. Yo creo que las cosas son así de simples, después de darles uno tantas vueltas y de complicarlas tanto. Hay que matar esos amores a cosas tan etéreas como la fama, la gloria, el éxito…
»Bueno, mi Quinquin, ya sabes lo que pienso de ti y tu futuro. No tienes por qué angustiarte. Vas muy bien y vas a ir mejor. Cada año mejor, y cuando llegues a mi edad o a la edad de tu abuelo y puedas disfrutar de los paisajes de esta parcela de La Inés que pienso dejarles a ustedes, con sol, con calor, con verdor, vas a ver que yo tenía razón. No aguantes más allá de lo que te creas capaz. Si quieres volver te recibiremos con los brazos abiertos. Y si te arrepientes y quieres regresarte otra vez, tampoco nos faltará con qué comprarte el pasaje de ida y regreso. Sin que te olvides nunca que el más importante es este último. Te besa tu padre».
Aquí estoy de regreso, escribiendo sobre él desde donde él me escribía, seguro de que tenía razón, y de que la vida a secas (lo verde, lo caliente, lo dorado) es la felicidad. Aquí estoy, en la parcela que nos dejó en La Inés a mis hermanas y a mí. Los tristes asesinos que le robaron a él la vida y a nosotros, por muchísimos años, la felicidad e incluso la cordura, no nos van a ganar, porque el amor a la vida y a la alegría (lo que él nos enseñó) es mucho más fuerte que su inclinación a la muerte. Su acto abominable, sin embargo, dejó una herida indeleble, pues como dijo un poeta colombiano, «lo que se escribe con sangre no se puede borrar».
En otra carta que me escribió, también fechada en La Inés, de 1986, me decía: «Estoy sembrando más árboles frutales distintos a pamplemusa que espero los puedan disfrutar no sólo ustedes y Daniela, sino los hijos de Daniela». Daniela, mi hija, acababa de nacer ese mismo año, y mi papá alcanzó a ayudarme a recibirla, de lado a lado, mientras aprendía a caminar y daba los primeros pasos, pocas semanas antes de su asesinato. Hay una cadena familiar que no se ha roto. Los asesinos no han podido exterminarnos y no lo lograrán porque aquí hay un vínculo de fuerza y de alegría, y de amor a la tierra y a la vida que los asesinos no pudieron vencer. Además, de mi papá aprendí algo que los asesinos no saben hacer: a poner en palabras la verdad, para que ésta dure más que su mentira.