28

EN WASHINGTON estaba el hospital que más había experimentado con nuevos tratamientos contra ese cáncer tenebroso, el melanoma. Mi papá y mi mamá vendieron cosas; el carro de mi papá y la primera oficina que mi mamá había comprado, en el edificio La Ceiba, con sus ahorros de años, para poder disponer de fondos para el tratamiento. Varias parejas de amigos, Jorge Fernández y Marta Hernández, Fabio Ortega y Mabel Escovar, don Emilio Pérez, mi cuñado Fernando Vélez, les entregaron miles de dólares en efectivo, como un préstamo, sin fecha de devolución, o como un regalo, y mi papá y mi mamá los recibieron con lágrimas en los ojos. Cuando volvieron de Estados Unidos, mi papá y mi mamá devolvieron los préstamos intactos, pero llevarlos en la cartera les daba seguridad. Estaban dispuestos a vender la casa, la finca, todo lo que teníamos, si el tratamiento de Marta era posible y dependía del pago, porque así era, y es, la medicina de allá, mejor para los que tengan más plata disponible. Pero no había plata que comprara la salud en ese cáncer. Había esperanzas vagas, con una droga nueva, en los primeros estadios de experimentación, y se la empezaron a dar en el hospital.

En Washington se hospedaron donde Edgar Gutiérrez Castro, que les dejó el apartamento y se fue a vivir a un cuarto en la casa de un amigo. Cuando iba a recogerlos en el aeropuerto, de lo ansioso que estaba, se chocó, y cuando llegó en un taxi, mi papá, mi mamá y Marta ya no estaban ahí, se habían ido en bus hasta un hotel, creyendo que a Edgar se le había olvidado recogerlos. Él los rescató del hotel y los dejó instalados en su apartamento, «por el tiempo que sea necesario», un acto de generosidad que mi familia no olvida. Mi hermana Clara, que no vivía lejos, se les unió, y Jorge Humberto, su marido, llegaba también los fines de semana. Allí, en la terraza del apartamento de Edgar Gutiérrez, Marta, al fin, le hizo la pregunta fatídica a mi papá: «¿Papi, verdad que lo que yo tengo es un cáncer?». Y él, con los ojos encharcados de desesperación, sólo pudo asentir con la cabeza, pero también añadirle una mentira piadosa y que sonara verosímil: era cáncer, sí, pero como era de la piel, la cosa era superficial, y muy tratable. Él no creía que se fuera a morir. Mi papá quería que ella ayudara con su ánimo a una improbable curación. Y ella ya nunca más les volvió a preguntar. Desde ese día supo controlar su dolor y envolver en una remota esperanza sus ganas de no desesperarse jamás. De hecho, intentó ser feliz hasta el final.

Un fin de semana la llevaron de paseo, con autorización del hospital, a conocer Nueva York. Fueron con Clara y estaban paseando por Manhattan cuando a Marta le dio un mareo terrible y un desmayo, con taquicardia. Tuvieron que llamar una ambulancia y volver en ella hasta Washington. Ése solo regreso de afán en ambulancia les costó lo mismo que habían recogido por la venta del carro de mi papá. No era nada, era una reacción a la droga, que era un químico muy fuerte, tal vez los primeros tipos de quimioterapia.

Al fin en el hospital, cuando encontraron que Marta ya tenía metástasis, les dijeron que lo único que se podía hacer era esperar a ver los efectos de la nueva droga. Que podían llevarse las dosis a Colombia e ir mandando cada semana los exámenes de laboratorio al hospital, donde serían analizados por los especialistas, y si era el caso, por teléfono les darían más indicaciones. Cuando Clara fue a llevarlos al aeropuerto, el día del regreso, se despidió de Marta con un beso largo, con un gran abrazo. Marta le dijo que tenía miedo, y Clara se rio de ella, que no fuera boba, que todo iba a salir bien. Y se lo decía con una falsa sonrisa feliz. Al volver hacia el estacionamiento, después de dejarlos en emigración, Clara sintió que algo caliente le rodaba por los muslos, un líquido caliente. Fue corriendo al baño. Tenía una hemorragia incontenible, ríos de sangre que le rodaban de la vagina hasta el suelo y tuvo que ir al hospital (a otro, el de su pueblo) para que se la pudieran restañar, haciéndole un curetaje, y hasta tuvieron que ponerle suero, y transfusiones. Tal vez, dijeron los médicos, estaba embarazada sin saberlo y había tenido un aborto espontáneo. Era explicable, dijeron, por su inmenso dolor.

Cuando volvieron de Estados Unidos Marta se fue extinguiendo día tras día, muy despacio, paso a paso, como para que todos pudiéramos ver muy bien de qué manera la muerte se iba tomando su cuerpo centímetro a centímetro, en una muchacha linda de 16 años, casi 17, que un año antes era la imagen de la vitalidad, de la salud y de la alegría, la figura perfecta de la felicidad. Se fue poniendo cada día más pálida y más delgada, hasta quedar en los huesos, cada día más adolorida y más indefensa, y más frágil, hasta que casi se evaporó. Hay períodos de la vida en los que la tristeza se concentra, como de una flor se dice que sacamos su esencia, para hacer perfume, o de un vino su espíritu, para sacar el alcohol. Así a veces en nuestra existencia el sufrimiento se decanta hasta volverse devastador, insoportable. Y así fue la muerte de mi hermana Marta, que dejó destrozada a mi familia, tal vez para siempre.

Su cáncer se lo habían descubierto porque en el cuello, en la base del cráneo, por detrás, tenía unas bolitas en fila, mejor dicho un rosario, así dijeron, un rosario de bolitas de consistencia semiblanda, que se sucedían uno tras otro, un rosario, sí, como los que empuñaban tío Luis y mi abuelita Victoria, sí, un rosario de metástasis, eso era lo que nos enviaban mi Dios y la Santísima Virgen, después del Rosario de Aurora, después de los innumerables rosarios en la casa de mi abuelita, un rosario de cáncer, eso, una sucesión de perlas mortales engarzadas a flor de piel. Eso se merecía esta niña feliz e inocente por los pecados cometidos por mi papá o por mí o por mi mamá, o por ella o por mis abuelos y tatarabuelos o por quién sabe quién.

Marta estaba en las mejores manos, con lumbreras médicas del mundo, primero en Washington, y luego en Medellín, con los amigos y compañeros de mi papá en la Facultad de Medicina de la Universidad. El doctor Borrero, que era un sabio, el mejor internista de la ciudad, un pozo de ciencia que había salvado a miles de viejos y de niños y de jóvenes de todas las dolencias, de las enfermedades más graves, de cáncer de pulmón, de insuficiencia cardíaca o renal, pero que no podía hacer nada por Marta. El doctor Borrero iba todas las tardes a la casa, y no ayudaba solamente a Marta, a paliar sus dolores, sino sobre todo a mi papá y mi mamá, para que no se enloquecieran de pesar. Iba también Alberto Echavarría, el hematólogo, que había salvado niños de leucemias feroces, y tratado anemias falciformes, y salvado hemofílicos, pero que no podía hacer nada por Marta, sino limitarse a sacarle sangre cada dos o tres días, para hacer unas tablas de valores sanguíneos que había que enviar periódicamente a Estados Unidos, para que allá pudieran ver cómo estaba actuando la droga y cómo la enfermedad evolucionaba lentamente hacia la muerte. Estaba Eduardo Abad, gran neumólogo, tío de mi papá, que curaba tuberculosos y enfermos de neumonía, pero que solo podía constatar el avance de las metástasis también en los pulmones de Marta. Y el doctor Escorcia, el cardiólogo más destacado, que había sacado de la muerte a infartados, que había hecho cirugías de corazón abierto, que se estaba preparando para los primeros trasplantes, pero que tampoco podía hacer nada por el corazón de Marta, que semana tras semana se comportaba peor, y empezaba a tener arritmias, y taquicardias, y espasmos momentáneos, y cosas así, porque quizá ya las metástasis habían llegado también allí, como al hígado, como a la garganta, como al cerebro, y eso fue lo peor.

Mi papá, a veces, se encerraba en la biblioteca y ponía a todo volumen una sinfonía de Beethoven, o alguna pieza de Mahler (sus dolorosas canciones para niños muertos), y por debajo de los acordes de la orquesta que sonaba con tutti, yo oía sus sollozos, sus gritos de desesperación, y maldecía el cielo, y se maldecía a sí mismo, por bruto, por inútil, por no haberle sacado a tiempo todos los lunares del cuerpo, por dejarla broncear en Cartagena, por no haber estudiado más medicina, por lo que fuera, detrás de la puerta cerrada con seguro, descargaba toda su impotencia y todo su dolor, sin poder aguantar lo que veía, la niña de sus ojos que se le iba esfumando entre sus manos mismas de médico, sin poder hacer nada por evitarlo, sólo intentando con mil chuzones de morfina aliviar al menos su conciencia de la muerte, de la decadencia definitiva del cuerpo, y del dolor. Yo me sentaba en el suelo, al lado de la puerta, como un perrito al que su amo no deja entrar, y oía sus quejidos que se filtraban por la ranura de abajo, que le salían a él de adentro, de muy hondo, como del centro de la tierra, con un dolor incontenible, y luego al fin cesaban, y seguía la música otro rato, y él salía otra vez, con los párpados enrojecidos y con una sonrisa postiza en la cara, disimulando el tamaño sin fin de su dolor, y me veía ahí, «qué estás haciendo ahí, mi amor», y me hacía levantar, y me daba un abrazo, y subía donde Marta con la cara feliz, a animarla, yo entraba detrás, a decirle que seguro al otro día se iba a empezar a sentir mejor, cuando la droga le hiciera efecto, cuando el remedio obrara, esa papilla inmunda, ese potaje blancuzco con brillos iridiscentes que habían traído de Estados Unidos y que ella tenía que tragarse con repugnancia, a las cucharadas, una droga en vías de experimentación, que la ponía peor, mucho peor, y que al final no sirvió para nada, tal vez ni siquiera para la ilusión, y un día resolvieron suspenderla, porque semana tras semana los exámenes que Echa, el hematólogo, le hacía, daban peor, y peor, y peor.

Marta, de vez en cuando, se animaba un poco. Estaba pálida, casi transparente, y cada día pesaba menos. Se le veía la fragilidad en cada dedo, en cada hueso del cuerpo, en el pelo rubio que se le caía a jirones. Pero algunas mañanas de sol salía al patio, caminando muy despacio, casi como una anciana, y pedía la guitarra, y cantaba una canción muy dulce, de tema alegre, y mientras ella cantaba los colibríes venían a hacer el recorrido de las flores. Después ya no podía moverse del cuarto, pero de tarde en tarde, a veces, pedía la guitarra, cantaba una canción. Si estaba mi papá, le cantaba siempre la misma, una de Piero, ésa que empieza, «Es un buen tipo mi viejo[…]». Y si no, las canciones de su grupo, de Ellas, o canciones de Cat Stevens, de Los Carpenters, de los Beatles y de Elton John. Hasta que un día Marta pidió la guitarra, intentó cantar, y no le salió la voz. Entonces le dijo a mi mamá, con una sonrisa tristísima en los ojos:

—Ay, mami, creo que nunca más voy a volver a cantar.

Y nunca volvió a cantar, porque ya no le salía la voz.

Un día empezó a ver mal. «Papi, no estoy viendo nada», dijo, «solo luces y sombras que se mueven por el techo del cuarto, me estoy quedando ciega». Lo decía así, sin dramatismo, sin llanto, con las palabras precisas. Mi mamá dice que salió del cuarto despavorida, que se arrodilló en la sala, en el suelo y le pidió un milagro, un solo favor, a Santa Lucía, aunque se llevara a Marta, pues, pero que no se la llevara ciega. Al día siguiente Marta volvió a ver y como luego se murió el 13 de diciembre, que es el día de Santa Lucía, mi mamá nunca ha dudado de ese pequeño milagro. Los humanos, en el dolor más hondo, podemos sentirnos confortados si en la pena nos conceden una rebaja menor.

Las enfermedades incurables nos devuelven a un estado primitivo de la mente. Nos hacen recobrar el pensamiento mágico. Como no comprendemos bien el cáncer, ni lo podemos tratar (y mucho menos en 1972, cuando Marta se murió), atribuimos su súbita aparición incomprensible a potencias sobrenaturales. Volvemos a tener ideas supersticiosas, religiosas: hay un Dios malo, o un demonio, que nos envía un castigo bajo la forma de un cuerpo extraño: algo que invade el cuerpo y lo destruye. Entonces se le ofrecen sacrificios a esa deidad, se le hacen promesas (dejar el cigarrillo, ir de rodillas hasta Girardota y besarle las llagas al Cristo milagroso, comprarle una corona de oro engastada de piedras preciosas a la Virgen), se le recitan plegarias, se exhiben muestras de humillación en medio de las peticiones. Como la enfermedad es oscura, creemos que sólo algo aún más oscuro la podrá curar. Así, por lo menos, ocurría entre algunas personas de la familia. Y en la desesperación, cualquier opción era posible: que había una médium en Belén que había hecho curaciones milagrosas: tráiganla. Que un chamán del Amazonas había obrado prodigios con un menjurje hecho a base de raíces: que se lo tome. Que hay una monja o un cura que tienen comunicación directa con el Señor y Él atiende sus súplicas: que vengan y recen y les daremos limosna. No sólo la droga de Washington se ensayó en mi casa; todo lo ensayaron, desde brujos hasta bioenergéticos, hasta ritos religiosos de todas las pelambres sin descartar la extremaunción. Aunque con un fondo de desesperación, más que de desconfianza, todo lo intentaron, pero nada sirvió de nada. Mi papá, obviamente, no creía en estas magias, pero dejaba que las otras personas de la familia probaran con lo que quisieran, siempre y cuando los tratamientos sugeridos no fueran ni dañinos ni molestos para Marta. Él sabía muy bien lo que estaba pasando y podía pronosticar también lo que iba a pasar, y ya el mismo doctor Borrero, el internista que veía a mi hermana, lo había dicho desde agosto, con una brutalidad que tenía mucho de generosidad, porque al menos no creaba falsas expectativas: «La niña estará muerta en diciembre, no hay nada qué hacer».

Al caer la tarde, todos los días menos los fines de semana en que la reemplazaba mi hermana Maryluz, llegaba a mi casa la tía Inés, hermana de mi papá. Como no le bastaba, a veces venía también por la mañana. Viuda y, como se dice, más buena que el pan, era una mujer madura, dulce y discreta, cariñosa sin empalagos, que se había dedicado, solamente, a hacerles el bien a los demás. Desde que Marta volvió de Estados Unidos, se dedicó a cuidarla, todas las noches, sin falta, con un descanso la noche del sábado y del domingo, en que para cuidarla se turnaban mis hermanas mayores, Maryluz, y Clara desde noviembre, cuando volvió de Morgan Town. Mis hermanas iban adelgazando al mismo paso que Marta y al final quedaron casi de su mismo peso, Clara de 35 kilos y Maryluz de 36, mientras que mi papá, por una reacción contraria, en tres meses subió dos tallas de camisa y una de vestido, pues no paraba de comer y terminó redondo como un barril.

A Marta le gustaba mucho la compañía de la tía Inés, porque ella sabía tratar a los enfermos, y hablaba poco. Si se desvelaba por la noche, y quería que le hablaran, la tía le contaba algo. Le contaba, por ejemplo, la historia de su marido. Olmedo, que había muerto mientras huía de los pájaros conservadores, que lo estaban persiguiendo para matarlo, por el solo hecho de ser liberal, y la historia de su cuñado, Nelson Mora, el mejor amigo de mi papá, que había sido asesinado por los pájaros conservadores, en el norte del Valle, cerca de Sevilla. La tía Inés había sido feliz muy pocos años, pero había alcanzado a tener dos hijos, Lida y Raúl. Mientras la acompañaba y cosía, pensaba que Dios le había dado a ella más que a Marta, que sólo había alcanzado a tener dos novios, Andrés Posada y Hernán Darío Cadavid, pero no marido, ni hijos. Marta le consultaba sobre ellos, porque a estas alturas no estaba segura de a cuál de los dos querer, pues los dos le gustaban por igual, Andrés porque era un gran músico, y Hernán Darío porque era hermoso. Hasta que ya no se hizo más conflictos y decidió quererlos a los dos.

Andrés y Hernán Darío iban todos los días a la casa, en horarios distintos, al principio, Andrés por la mañana y Hernán Darío por la tarde, hasta que ya, en el último mes, iban al mismo tiempo, y uno le cogía una mano por el lado derecho, y el otro la otra, por el izquierdo. Andrés le cantaba canciones de Serrat. Hernán Darío la hacía reír. Mi hermana le explicaba a la tía Inés, que se sorprendía un poco al ver esa escena, aunque le parecía hermosa, de qué manera los quería a los dos. Una noche, mientras la tía Inés iba tejiendo el tapete que ella y mis hermanas cosieron durante esos meses de vigilia, y que todavía conserva como un tesoro, Marta le explicó que Andrés era su amor del alma, el espiritual, y que Hernán Darío era el amor del cuerpo, el pasional, así lo recuerda mi tía, y que le gustaba tenerlos a los dos. Era como si Marta hubiera leído a Platón, ese diálogo que a mi papá tanto le gustaba, sobre el amor, que algún día él me leyó en voz alta, años después, donde se habla de las dos diosas del amor. Pandémica y Celeste, que son como una constante de nuestra psiquis más honda, de esa alma ya formateada que traemos al mundo al nacer, gracias a la cual todos nos entendemos, y por la cual todo conocimiento tiene algo de recuerdo imperfecto.

Una noche de domingo, como todas las noches de domingo, mi hermana Maryluz estaba acompañando a Marta en la madrugada. Maryluz era muy joven; se había salido del colegio para casarse con Fernando, sin terminar el último año de bachillerato. Tenía 20 años, pero ya tenía un hijo, Juanchi, que era el nieto mayor y la nueva adoración de mi papá, su única alegría y su mayor consuelo en esos meses de desgracia. A los diez meses de la muerte de mi hermana tuvo también una niña, a la que le pusieron el mismo nombre de ella, Marta Cecilia, y que heredó como por arte de magia su alegría y su dulzura. Después de la muerte de su hija, mi papá volcó sobre los nietos ese inmenso amor perdido, y les dedicó días y noches enteras, les escribió poemas y artículos, y definió el amor por ellos como algo superior al amor mismo, en páginas tan exaltadas que llegaban casi al límite de la cursilería. Pero esa madrugada de domingo mi hermana enferma, antes del amanecer, se despertó muy mal, con náuseas, y tuvo un ataque de vómito sobre las sábanas. Maryluz vio el vómito y se alarmó, salió corriendo a despertar a mi papá:

—¡Ay, papi, papi, rápido, vení, vení que Marta vomitó el hígado!

A mi papá, tal vez por primera vez en muchos meses, le dio risa.

—Mi amor, imposible, el hígado no se vomita.

—Sí, papi, sí, vení y verás, que allí lo tengo —gritaba Maryluz.

Mi hermana mayor había puesto el hígado en una vasija blanca, metálica, donde se ponían las agujas hervidas para las inyecciones. Era una masa roja, porosa, del tamaño de un puño. Lo que pasaba era que Marta, en los últimos días, lo único que aceptaba comer era sandía. No recibía ninguna otra comida que no fuera sandía, porque no le pasaba, tanto que nuestros tíos de Cartagena, Rafa y la Mona, enviaban cada semana montones de sandías (patillas, decían ellos) para que Marta pudiera comer de las mejores del país. Y lo que había vomitado era un trozo de sandía, que parecía un hígado. Tal vez fue la única vez en esos meses que nos pudimos reír, por la inocencia de Maryluz, que aunque era ya una señora, con un hijo a cuestas, seguía siendo una niña de veinte años.

Las sandías no venían solas, sino que todos los viernes llegaban con mi prima Nora, que tenía la misma edad de Marta, era su mejor amiga, y todos los viernes los tíos la mandaban en avión para que pasara con ella el fin de semana. «Ahí te mando lo mejor que tengo», le decía el tío Rafa a mi mamá, y Nora llegaba con su muda de ropa y la caja de patillas. Muchas amigas de Marta tenían detalles así. Como mi hermana había dicho que su flor preferida eran las rosas rosadas (las que después mi papá se dedicaría a cultivar veinte años más, como en una oración privada con su hijita muerta) varias personas le llevaban una cada día: Clara Emma Olarte, una compañera del colegio, y también sus dos «suegras», María Eugenia Posada, la mamá de Andrés, y Raquel Cadavid, la mamá de Hernán Darío.