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ANTES de entrar al kínder, a mí no me gustaba quedarme todos los días en la casa con Sol y con la monja. Cuando se me acababan los juegos de niño solitario (fantasías en el suelo, con castillos y soldados), lo más entretenido que se le ocurría hacer a la hermanita Josefa, fuera de rezar, era salir al patio de la casa a mirar los colibríes que chupaban las flores, o dar paseos por el barrio en el cochecito donde sentaba a mi hermana, que se dormía en el acto, y donde me llevaba a mí, de pie sobre las varillas de atrás, si me cansaba de caminar, mientras la monja empujaba el coche por las aceras. Como esa rutina diaria me aburría, entonces yo le pedía a mi papá que me llevara a la oficina.
Él trabajaba en la Facultad de Medicina, al lado del Hospital de San Vicente de Paúl, en el Departamento de Salud Pública y Medicina Preventiva. Si no podía ir con él, porque tenía mucho que hacer esa mañana, al menos me llevaba a dar una vuelta a la manzana en el carro. Me sentaba sobre las rodillas y yo manejaba la dirección, vigilado por él. Era un paquidermo viejo, grande, ruidoso, azul celeste, marca Plymouth, de caja automática, que se recalentaba y empezaba a echar humo por delante a la primera loma que encontraba. Cuando podía, al menos una vez a la semana, mi papá me llevaba a la Universidad. Al entrar pasábamos al lado del anfiteatro, donde se dictaban las clases de anatomía, y yo le rogaba que me mostrara los cadáveres. Él siempre me respondía: «No, todavía no». Todas las semanas lo mismo:
—Papi, quiero conocer un muerto.
—No, todavía no.
Una vez que él sabía que no había clases, ni muerto, entramos al anfiteatro, que era muy antiguo, de ésos con graderías alrededor para que los estudiantes pudieran ver bien la disección de los cadáveres. En el centro del salón había una mesa de mármol, donde se ponía al protagonista de la clase, igual que en el cuadro de Rembrandt. Pero ese día el anfiteatro estaba vacío de cadáver, de estudiantes y de profesor de anatomía. En ese vacío, sin embargo, persistía un cierto olor a muerte, como una impalpable presencia fantasmal que me hizo tener conciencia, en ese mismo momento, de que en el pecho me palpitaba el corazón.
Mientras mi papá daba clase, yo lo esperaba sentado en su escritorio y me ponía a dibujar, o al frente de la máquina de escribir, a fingir que escribía como él, con el dedo índice de las dos manos. Desde lejos, Gilma Eusse, la secretaria, me miraba sonriendo con picardía. Por qué sonreía, yo no sé. Tenía una foto enmarcada de su matrimonio en la que ella aparecía vestida de novia casándose con mi papá. Yo le preguntaba una y otra vez por qué se había casado con mi papá, y ella me explicaba, sonriendo, que se había casado con un mexicano, Iván Restrepo, por poder, y que mi papá lo había representado a él en la iglesia. Mientras me contaba ese matrimonio para mí incomprensible (tan incomprensible como el de mis propios padres, que también se habían casado por poder, y en las únicas fotos de su matrimonio se veía a mi mamá casándose con el tío Bernardo) Gilma Eusse sonreía, sonreía, con la cara más alegre y cordial que uno se pudiera imaginar. Parecía la mujer más feliz del mundo hasta que un día, sin dejar de sonreír, se pegó un tiro en el paladar, y nadie supo por qué. Pero en esas mañanas de mi niñez ella me ayudaba a poner el papel en el rodillo de la máquina de escribir, para que yo escribiera. Yo no sabía escribir, pero escribía ya, y cuando mi papá volvía de clase le mostraba el resultado.
—Mira lo que escribí.
Eran unas pocas líneas llenas de garabatos:
Jasiewiokkejjmdero
jikemehoqpicñq.zkc
ollq2"sa91okjdoooo
—¡Muy bien! —decía mi papá con una carcajada de satisfacción, y me felicitaba con un gran beso en la mejilla, al lado de la oreja. Sus besos, grandes y sonoros, nos aturdían y se quedaban retumbando en el tímpano, como un recuerdo doloroso y feliz, durante mucho tiempo. A la semana siguiente me ponía de tarea, antes de salir para su clase, una plana de vocales, primero la A, después la E, y así, y en las semanas sucesivas, más y más consonantes, las más comunes para empezar, la C, la P, la T, y luego todas, hasta la equis y la hache, que aunque era muda y poco usada, era también muy importante porque era la letra con que empezaba el nombre de nosotros dos. Por eso, cuando entré al colegio, yo ya sabía distinguir todas las letras del abecedario, no con su nombre sino con su sonido, y cuando la profesora de primero, Lyda Ruth Espinosa, nos enseñó a leer y escribir, yo aprendí en un segundo, y entendí de inmediato el mecanismo, como por encanto, como si hubiera nacido sabiendo leer.
Hubo una palabra, sin embargo, que no entraba en mi cabeza, y que tardé años en aprender a leer correctamente. Siempre que aparecía en algún escrito (y menos mal que era escasa) me bloqueaba, no me salía la voz. Si me topaba con ella, temblaba, seguro de no ser capaz de pronunciarla bien: era la palabra «párroco». Yo no sabía dónde ponerle el acento, y casi siempre, por absurdo, en vez de ponerlo en alguna vocal (que además siempre resultaba ser una o), ponía todo el énfasis en la erre: parrrrrroco. Y me salía grave, parróco, o aguda, parrocó, en todo caso nunca esdrújula. Mi hermana Clara vivía burlándose de mí por este bloqueo, y siempre que podía me la escribía en un papel y me preguntaba, con una sonrisa radiante: «Gordo, ¿qué dice aquí?». A mí me bastaba verla para ponerme rojo y no poderla leer.
Exactamente lo mismo me pasó, años después, con el baile. Mis hermanas eran todas grandes bailarinas, y yo tenía también buen oído, como ellas, al menos para cantar, pero cuando ellas me invitaban a bailar, yo ponía el acento del baile donde no era, con una arritmia total, o con el mismo ritmo de las risas de ellas cuando me veían mover los pies. Y aunque llegó el día en que aprendí a leer párroco sin equivocarme, los pasos del baile, en cambio, me quedaron vedados para siempre. Tener una madre es difícil; ni les cuento lo que era tener seis.
Creo que mi papá comprendió pronto que había una manera para impedirme hacer alguna cosa definitivamente: burlarse de mí. Si yo llegaba a percibir que lo que estaba haciendo podía parecer ridículo, risible, no volvería a intentarlo jamás. Tal vez por eso celebraba, en mi escritura, hasta los garabatos sin sentido, y me enseñó muy despacio la manera en que las letras representaban los sonidos, para que mis errores iniciales no produjeran risa. Yo aprendí, gracias a su paciencia, todo el abecedario, los números y los signos de puntuación en su máquina de escribir. Tal vez por eso un teclado —mucho más que un lápiz o un bolígrafo— es para mí la representación más fidedigna de la escritura. Esa manera de ir hundiendo sonidos, como en un piano, para convertir las ideas en letras y en palabras, me pareció desde el principio —y me sigue pareciendo— una de las magias más extraordinarias del mundo.
Además, con esa pasmosa habilidad lingüística que tienen las mujeres, mis hermanas nunca me dejaban hablar. Apenas yo abría la boca para intentar decir algo, ellas ya lo habían dicho, más largo y mucho mejor, con más gracia y más inteligencia. Creo que tuve que aprender a escribir para poder comunicarme de vez en cuando, y desde muy pequeño le mandaba cartas a mi papá, que las celebraba como si fueran epístolas de Séneca u obras maestras de la literatura.
Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir (casi nunca consigo que las palabras suenen tan nítidas como están las ideas en el pensamiento; lo que hago me parece un balbuceo pobre y torpe al lado de lo que hubieran podido decir mis hermanas), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. Entonces levanto los hombros y sigo adelante. Si a él le gustaban hasta mis renglones de garabatos, qué importa si lo que escribo no acaba de satisfacerme a mí. Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra.