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«PERDÓN, no sabía que estabas ocupado». Eso me dijo una tarde calurosa de verano mi papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe, que más tarde me entregó (todavía la tengo y todavía no la he leído: ya le llegará el día), pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual que para todo adolescente es un delicioso apremio impostergable. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero esa tarde no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto, y ahí estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudarle con los ojos a la mano y a la imaginación. Me miró un instante, sonrió, y dio la vuelta. Antes de cerrar otra vez la puerta, me alcanzó a decir: «Perdón, no sabía que estabas ocupado».
Después no comentó ni una palabra sobre el asunto, pero semanas más tarde, en la biblioteca, me contó una historia: «Cuando yo estaba en último año de Medicina, me llamó a su casa un primo, Luis Guillermo Echeverri Abad. Después de muchos rodeos y con mucho misterio, este primo me confesó que estaba muy preocupado por su hijo, Fabito, que parecía no pensar en otra cosa que en hacerse la paja. A mañana, tarde y noche. Tú que eres casi médico, me dijo el primo, habla con él, aconséjalo, explícale lo dañino que es el vicio solitario. Entonces yo fui a hablar con el hijo de mi primo —siguió contando mi papá— y le dije: tranquilo, sígalo haciendo todo lo que quiera, que eso no hace daño y es lo más normal; lo raro sería que un muchacho no se masturbara, pero le doy un consejo: no deje rastros ni se deje ver de su papá. Al poco tiempo el señor volvió a llamar, a agradecerme. Le había hecho el milagro: Fabito, como por arte de magia, había dejado el vicio». Y mi papá, como si no hubiera mejor moraleja para esa historia, soltó una carcajada.
Lo que yo sentía con más fuerza era que mi papá tenía confianza en mí, sin importar lo que yo hiciera, y también que depositaba en mí grandes esperanzas (aunque siempre corría a asegurarme que no era necesario que yo lograra nada en la vida, que mi sola existencia era suficiente para la felicidad de él, mi existencia feliz y fuera como fuera). Esto significaba, por un lado, una cierta carga de responsabilidad (para no traicionar esas esperanzas ni desmentir esa confianza), un peso, pero era un peso dulce, no era una carga excesiva, pues todo resultado, hasta el más nimio y ridículo, ya le agradaba, mis primeros borrones de páginas lo exaltaban, mis cambios de rumbo locos los interpretaba como una excelente práctica formativa, mi inconstancia como una marca genética de la que él también sufría, mi inestabilidad vital e ideológica como algo inevitable en un mundo que se estaba transformando ante nuestros ojos, y había que tener una mente flexible para saber qué partido tomar en el reino de lo cambiante y de la indeterminación.
Nunca, ni cuando cambié cuatro veces de carrera, ni cuando me expulsaron de la universidad por escribir contra el Papa, ni cuando estuve desempleado y tenía ya una hija que mantener, ni cuando me fui a vivir con mi primera mujer sin casarme, nunca oí censuras ni reclamos de su parte, siempre la más tolerante y abierta aceptación de mi vida y de mi independencia. Y creo que así fue también con todas mis hermanas, nunca un censor, nunca un crítico o un inquisidor, mucho menos un castigador o un carcelero, siempre una persona liberal, abierta, positiva, que aceptaba incluso como picardías inocentes nuestras faltas. Tal vez él creía que el ser humano, todo ser humano, está condenado a ser lo que es, y que no hay vara que lo enderece, ni mala compañía que lo tuerza, y tal vez tuvo la suerte, también, de que ninguno de nosotros saliera crápula, enfermo, vago, idiota o inútil, en cuyo caso no sé cómo hubiera reaccionado, aunque creo que seguramente con el mismo ánimo abierto y tolerante y alegre, aunque por supuesto también con la irremediable dosis de dolor e impotencia.
En materia sexual fue siempre muy abierto, como ya se vio en el episodio de la masturbación y en otros que no digo porque nada tan incómodo como mezclar el sexo con los padres. A los padres nos los imaginamos siempre asexuados, y, como dice un amigo mío, «las mamas ni siquiera hacen pipí». Tal vez mi papá era más puritano en la vida que en el pensamiento, es cierto, y quizá un poco conservador a pesar suyo, tradicionalista en asuntos de moral familiar, pero teóricamente muy liberal. En esto también opuesto a mi mamá, que en teoría decía ceñirse a las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, pero en la práctica era incluso más abierta y liberal que mi papá y cuando una vez el esposo de una prima mía, que es del Opus Dei, dictó una conferencia en la Universidad criticando el uso del condón y sosteniendo que a veces la medicina era la aliada perversa de la inmoralidad humana, pues pretendía que se pudiera hacer impunemente lo prohibido, mi mamá le dijo en secreto a esa prima mía que todo eso estaba muy bien, que ella estaba de acuerdo con su marido, pero que en cada viaje de su esposo le aconsejaba que en el maletín de viaje le empacara siempre una cajita de condones, porque los hombres eran muy buenos para echar discursos sobre la moral, pero a la hora de la verdad, en el instante de la tentación, la moral se les olvidaba, y en tal caso, al menos, era mejor que él, y sobre todo ella, no acabaran enfermándose por un exceso de moralidad abstracta, en vez de seguir sanos gracias a algo de inmoralidad práctica.
Con mi papá yo podía hablar de todas estas materias íntimas, y consultárselas directamente, porque siempre me oía sin escandalizarse, tranquilo, y me contestaba en un tono entre amoroso y didáctico, nunca de censura. En la mitad de mi adolescencia, en el colegio de solos varones donde yo estudiaba, me ocurrió algo que me pareció muy extraño, y que llegó a atormentarme durante años. La vista de los genitales de mis compañeros de clase, y sus juegos eróticos, me excitaba, y yo llegué a pensar con angustia, por eso, que era marica. Se lo conté a mi papá con el ánimo transido de miedo y de vergüenza, y él me contestó, sonriendo muy tranquilamente, que era pronto para saberlo definitivamente, que tenía que esperar a tener más experiencia del mundo y de las cosas, que en la adolescencia estábamos tan cargados de hormonas que todo podía ser motivo de excitación, una gallina, una burra, unas salamandras o unos perros acoplándose, pero que eso no significaba que yo fuera homosexual. Y ante todo me quiso aclarar que, de ser así, eso tampoco tendría ninguna importancia, siempre y cuando yo escogiera aquello que me hiciera feliz, lo que mis inclinaciones más hondas me indicaran, porque uno no debía contradecir a la naturaleza con la que hubiera nacido, fuera la que fuera, y ser homosexual o heterosexual era lo mismo que ser diestro o zurdo, sólo que los zurdos eran un poco menos numerosos que los diestros, y que el único problema, aunque llevadero, que podría tener en caso de que me definiera como homosexual, sería un poco de discriminación social, en un medio tan obtuso como el nuestro, pero que también eso podía manejarse con dosis parejas de indiferencia y de orgullo, de discreción y escándalo, y sobre todo con sentido del humor, porque lo peor en la vida es no ser lo que uno es, y esto último me lo dijo con un énfasis y un acento que le salían como de un fondo muy hondo de su conciencia, y advirtiéndome que en todo caso lo más grave, siempre, lo más devastador para la personalidad, eran la simulación o el disimulo, esos males simétricos que consisten en aparentar lo que no se es o en esconder lo que se es, recetas ambas seguras para la infelicidad y también para el mal gusto. En todo caso, me dijo, con una sabiduría y una generosidad que todavía le agradezco, con una tranquilidad que todavía me tranquiliza, yo debía esperar un tiempo a tener más trato con las mujeres, a ver si con ellas no sentía lo mismo, o más y mejor.
Y así fue, al cabo del tiempo, y luego de que estuve también —pagado, aunque no inducido, por mi papá—, hablando de mis angustias con un psiquiatra y una psicoanalista (Ricardo José Toro y Claudia Nieva, a quienes recuerdo también con cariño). Hablando con ellos, o dejando que mi cerebro madurara a su amaño mientras les derramaba en sus orejas mis miedos, pude encontrar en mí mismo el sendero de mis deseos más profundos, que por suerte o por monotonía de mi espíritu acabó coincidiendo con el camino trillado de la mayoría. Desde eso, además, no le temo tampoco a mis deseos más oscuros, ni me siento atormentado o culpable por ellos, y si he sentido después impulsos de atracción por objetos prohibidos, como la mujer del prójimo, por ejemplo, o por mujeres mucho menores que yo, o por las novias de mis amigos, no he vivido estas infracciones como un tormento, sino como las peticiones tercas, pero ciegas e inocentes en el fondo, de la máquina del cuerpo, que deben controlarse o no, según el daño que se pueda hacer a los demás y a sí mismo, y con ése solo criterio, más pragmático y directo que el determinado por una moral absoluta y abstracta (la de los dogmas religiosos) que no cambia según las circunstancias, el momento o la oportunidad, sino que es siempre idéntica a sí misma, con una rigidez dañina para la sociedad y para el individuo.