33

EL DÍA de mi grado de bachillerato —yo acababa de cumplir dieciocho años y era el mes de noviembre de 1976—, al ir hacia el colegio en el carro que me habían prestado en la casa, un Renault 4 amarillo, si mal no recuerdo, atropellé a una señora entre Envigado y Sabaneta: doña Betsabé. Ella salía de misa con la cachirula sobre los hombros y un misal en la mano. Se despedía de sus amigas y caminaba de espaldas hacia la calle, sin mirar. Yo frené, me paré en el freno, mejor dicho, las llantas chirriaban, el carro coleaba e intenté llevarlo hacia el otro lado de la vía, a la cuneta, pero cogí a esta señora de lleno y ella voló hacia arriba. Su cuerpo de espaldas, entero, golpeó primero contra el guardachoques, voló después hacia el parabrisas, lo rompió en mil añicos, entró brevemente hacia donde yo estaba con mi primo Jaime, y rebotó hacia afuera, donde cayó, inerte, sobre el asfalto. Todos gritaban, las beatas que salían de la iglesia con ella, los pasantes, los curiosos: «¡La mató, la mató, la mató!». Una multitud se aglomeraba alrededor del cadáver, y empezaban a mirarme y a señalarme, amenazantes.

Yo me había bajado del carro y estaba inclinado sobre ella. «¡Hay que llevarla al hospital!», gritaba yo. «¡Ayúdenme a subirla al carro!», y nadie me ayudaba, ni siquiera mi primo Jaime, que estaba como alelado después del impacto. Pasó una camioneta, de ésas que tienen un volco destapado detrás. Mi primo al fin me ayudó a subirla y ahí la descargamos. Yo me fui atrás con ella, solo, creyéndola muerta. Un hueso, la tibia, le salía rasgándole la piel por un lado de la pantorrilla (igual, idéntico al hueso de John, el de la morgue). La camioneta pitaba y corría, hacia el hospital de Envigado, y el conductor voleaba un trapo rojo por la ventanilla, de modo que la gente viera que se trataba de una emergencia. La señora llegó en shock y la entraron a una sala de reanimación. Yo me puse a hablar con los médicos. Era una pesadilla, me sentía como loco. No podía resistir que hubiera matado a alguien. Me identifiqué. Todos habían sido alumnos de mi papá. Lo llamaron. Él era el director del Seguro Social en Medellín. Los médicos decían: «La señora está en shock y se puede morir. Estamos haciendo todo para reanimarla y estabilizarla, después la mandaremos en ambulancia a la clínica Medellín, a cuidados intensivos».

Había otro problema, le decían los médicos a mi papá por teléfono: «¿Su hijo está afiliado a la cárcel de choferes?». No. «Si no lo está, y la señora se muere, lo detienen en la cárcel de Bellavista, en un patio terrible, es peligroso, allá cualquier cosa le puede pasar. Él tiene unas cortadas en el brazo: lo podemos internar mientras ustedes lo afilian a la cárcel de choferes, eso se toma un día o dos». Mi papá dijo que me preguntaran dónde quería yo que me internaran, para que no me llevaran preso a Bellavista. Él no quería ni siquiera hablar conmigo, tenía rabia, con razón, pues siempre me decía que manejaba muy rápido. Yo, sin pensarlo, o pensando mejor en lo que yo sentía en ese momento, es decir, que me estaba enloqueciendo, dije: «En el manicomio». Y mi papá, que a casi nada se resistía, dijo, «bueno». Entonces los médicos me cosieron la muñeca que me había cortado con los vidrios del parabrisas, y me pusieron una gasa alrededor del pulso. Doña Betsabé había salido del shock, estaba estable, con suero, antibióticos y analgésicos y la subieron a una ambulancia que salió despavorida hacia el centro de Medellín con las sirenas desplegadas. «Yo creo que se salva», me dijo el médico de urgencias. «Además de la herida abierta en la pierna, tibia y peroné, tiene un brazo roto, y la clavícula, y muchas costillas, pero no parece que haya daño en los órganos vitales, ni en la cabeza. Ojalá».

A mí me llevaron al manicomio de Bello, en otro carro. Al llegar allí me entregaron a los loqueros. No les dijeron el motivo de mi ingreso. Ellos miraban la gasa alrededor de mi muñeca y sonreían: estaban seguros de que había sido intento de suicidio. Me preguntaban el mes, el año, el día de la semana, los nombres de mis abuelos, tíos y bisabuelos. Yo estaba confundido, se me olvidaba todo. Veía sin parar la película del accidente, doña Betsabé saltando por el aire, el chirrido del frenazo, su cuerpo como una ballena gris entrando al carro por el parabrisas y volviendo a salir, sus huesos quebrantados por el golpe. Esa imagen repetida me estaba enloqueciendo de verdad.

Me metieron a un cuarto con otros tres dementes en serio, y yo empecé a sentirme igual que ellos. Lloraba en silencio. Veía a doña Betsabé, me imaginaba la ceremonia del grado a la que no podría asistir, la entrega de las calificaciones. Doña Betsabé en mi cabeza, como una pesadilla interminable, y yo un criminal, un asesino, un delincuente al volante. Había un loco que repetía lo mismo una y otra vez, en voz alta: «Yo tengo unos sobrinos bananeros que viven en Apartado, yo tengo unos sobrinos bananeros que viven en Apartado, yo tengo unos sobrinos bananeros que viven en Apartado, yo tengo unos sobrinos bananeros que viven en Apartado». Mi cabeza repetía también un sonsonete: acabo de matar a una señora. Otro de los locos de mi cuarto coleccionaba libros ilustrados de Julio Verne, y quería que yo los viera con él. Sonreía, insinuante, y apoyaba los libros sobre mis rodillas. El tercero miraba por la ventana, inmóvil, sin pronunciar ni una palabra ni mover un músculo, la mirada fija y vacía en un punto muerto, alelado. Yo sentía que estando con ellos me iba a enloquecer de verdad. Empezó a anochecer y yo no sabía nada de nada de la realidad, de lo que ocurría afuera, de la vida o la muerte de doña Betsabé. Mi mundo empezaba a ser este encierro terrorífico. Empecé a gritar para que los enfermeros vinieran: «¡Quiero llamar a mi casa, quiero saber si esa señora está viva, quiero hablar por teléfono, si no me sacan de aquí me voy a enloquecer de verdad, si no me sacan me voy a enloquecer!». No hay un sitio mejor para enfermarse de la cabeza que un manicomio. El sano más sano y sensato que entre interno en un manicomio, en pocos días, qué digo, en pocas horas se enloquece también. Los locos de otros cuartos se acercaban a oír mis gritos, mi delirio, y se burlaban de mí: «Éste sí está muy mal», decían, «que lo calmen, que lo calmen, que lo calmen». Y daban palmadas al unísono para llamar a los enfermeros, como si estuvieran en un tablao andaluz.

Y vinieron, vestidos de verde oscuro, con sus uniformes de loqueros. Me cogieron a la fuerza entre tres, me bajaron los pantalones y me pusieron una inyección en la nalga, larga, densa. El efecto que esa droga me hizo no lo quiero describir. Veía a doña Betsabé, veía su sangre, veía mis manos ensangrentadas, veía sus huesos triturados, veía mi locura, todas las imágenes al mismo tiempo, sin poder concentrarme en nada, la memoria invadida de recuerdos inconexos, de imágenes terribles que no duraban nada porque otra llegaba a sucederla. No sé cuánto duró. Creo que me dormí. Por la mañana, al despertarme, me dije, tengo que ser un paciente ejemplar. Voy a estar muy tranquilo y tengo que intentar que me dejen llamar. Miré a mi lado, el tipo mirando los libros de Julio Verne, el otro con la mirada perdida en el vacío, el de más allá en su mismo sonsonete perpetuo, «yo tengo unos sobrinos bananeros que viven en Apartado, yo tengo unos sobrinos bananeros que viven en Apartado, yo tengo unos sobrinos bananeros que viven en Apartado». Tuve una buena idea: busqué mi billetera, tenía plata.

«Mire, yo sé que es muy difícil desde aquí, pero yo necesito llamar por teléfono, sólo una vez. Tome (le di todo lo que llevaba), con esto yo creo que usted me consigue el permiso para llamar». El loquero cogió la plata, ávido, y al rato volvió: «Venga pues». Me llevó a un teléfono público, en un corredor, y me dio una moneda. Marqué el número de mi casa, que no se me había olvidado, que no se me ha olvidado ni siquiera hoy, treinta años después, aunque la casa no exista, ni haya teléfonos de seis cifras en mi ciudad: 437208. Contestó mi hermana Vicky. «Si no me sacan hoy mismo, ya mismo, de acá, me voy a enloquecer de verdad y nunca más me vuelvo a recuperar. Vengan rápido por mí, corriendo, ya mismo, ya mismo, aunque me metan en la cárcel». Yo lloraba y colgué. Vicky me juró que me iban a sacar. Una o dos horas después, horas eternas en que mis compañeros de patio hacían hasta lo imposible por convertirme en uno de ellos, los enfermeros vinieron por mí. El psiquiatra me hizo firmar un papel en el que decía que me iba por mi propia elección y exoneraba al Hospital Mental de cualquier responsabilidad.

Doña Betsabé estaba mejor y se recuperaba, aunque tardaría meses en restablecerse del todo. Mi mamá, a sus hijos desempleados, les daría trabajo como porteros o empleados de aseo en algunos edificios. Mi papá, también, les buscaría algún oficio a otros. Eran muy pobres y doña Betsabé decía algo terrible, muy triste, y que retrata lo que es esta sociedad: «Este accidente ha sido una bendición para mí. Se lo ofrezco al Señor. Él me lo mandó, porque yo salía de misa, y le estaba pidiendo que les diera trabajo a mis hijos. Pero antes yo tenía que pagar por mis culpas. Pagué por mis culpas y el señor les dio trabajo. Es una bendición». Yo fui a verla una vez y después nunca más quise volver a verla. Cuando la veía se me representaba su fantasma, su cuerpo muerto, inerte, que solo reaccionó un instante, con quejidos, cuando llegábamos al hospital de Envigado. Si se hubiera muerto. No quiero ni pensarlo. Tal vez yo estaría todavía en el manicomio de Bello.

«Ibas muy rápido», dijo mi papá, «la huella del frenazo era muy larga». «Eso no puede volver a pasar». Y sin embargo, apenas un año y medio después, volvió a pasar.