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QUINCE años más tarde, en la misma iglesia de Santa Teresita, nos tocó asistir a otro entierro tumultuoso. Era el 26 de agosto, y la tarde anterior habían matado a mi papá. Lo velamos, primero, en la casa de mi hermana mayor, Maryluz, la última parte de la noche, después de que en aquella morgue de mi infancia (la misma donde me había llevado a conocer un muerto, como si quisiera prepararme para el futuro), ya en la madrugada, nos entregaron el cadáver. Por la mañana, como suele suceder en este país de catástrofes diarias, muchas emisoras de radio querían hablar con algún miembro de la familia. La única que tuvo la suficiente serenidad para hacerlo fue mi hermana mayor. Mientras la entrevistaban, algunos funcionarios (el alcalde, el gobernador, algún senador) le daban las condolencias al aire. Después pusieron en directo también al arzobispo de Medellín, monseñor Alfonso López Trujillo. Éste le dijo a mi hermana cuánto lamentaba esta desgracia y le recomendó resignación cristiana. Mi hermana, que es muy católica, se lo agradeció en directo.
Pero muy pocas horas más tarde, hacia las diez de la mañana, de la iglesia de Santa Teresita, la parroquia de mi mamá y de mis hermanas, les hicieron saber con una llamada por teléfono que la misa de difuntos programada para las tres, no se podría realizar. El cardenal López Trujillo había hecho una llamada para prohibírselo explícitamente al párroco, en vista de que mi papá no era creyente, y considerando que nunca iba a misa ni allí ni en ninguna parte. No tenía sentido, dijo el arzobispo, que se le hiciera una ceremonia religiosa a alguien que se había declarado públicamente ateo y comunista. Esto, en realidad, no era cierto, pues en sus raras profesiones de fe, por contradictorio que pueda sonar, mi papá siempre se declaró «cristiano en religión, marxista en economía y liberal en política».
La misa de difuntos iba a decirla mi tío Javier, el hermano sacerdote de mi papá, y él ya había llegado de Cali para celebrarla y acompañarnos. Al enterarse de la orden del cardenal, el tío de inmediato salió para la iglesia y se puso a discutir con el párroco. Él mismo, personalmente, asumiría toda la responsabilidad ante el arzobispo, pero sería una infamia con la familia cancelar esta especie de consuelo. Para Javier era suficiente que mi mamá y mis hermanas, todas católicas practicantes, quisieran esa ceremonia y ese entierro. El entierro religioso no es para el muerto, sino para sus deudos y parientes, así que las creencias del muerto importan poco si quienes lo sobreviven prefieren que se le haga cierto tipo de funeral. Es cierto, a un ateo es una ofensa que lo obliguen —cuando ya no puede decidir— a asistir (es un decir) a una misa de despedida, y yo no quisiera que nunca me lo hicieran. Pero, ante todo, mi papá no sabía si creía o no, y además, lo más ofensivo e inclemente era negar ese consuelo —por irracional e iluso que sea— a una viuda creyente que quiere aliviar su sufrimiento con la esperanza de una nueva vida. El cardenal, con su orden despiadada, parecía pronunciar las palabras con que Creonte quiso dejar insepulto al hermano de Antígona: «Nunca el enemigo, ni después de muerto, es amigo». Y mi tío, el hermano de mi papá, parecía decir las palabras de Antígona, la hermana de Polinices: «No he nacido para compartir odio, sino amor».
Yo no me enteré de nada de esto hasta varios días después, por una carta de protesta que mi mamá estaba redactando para López Trujillo, y al leerla pude repetir una vez más en voz alta el apelativo que siempre se me viene a la cabeza cuando pienso en este cardenal, hoy presidente en Roma del Consejo Pontificio para la Familia, el apelativo que mejor le cuadra, y que aquí no repito por consejo de mi editor y para evitar una demanda por injuria (aunque no por calumnia). El párroco, aunque asustado, consintió en hacerse el de la vista gorda, y abrió las puertas de la iglesia para que mi tío pudiera decir la misa, y para que los miles y miles de personas condolidas pudieran entrar a rendirle un tributo a mi papá. Había una multitud pues la familia y muchas otras personas habían invitado a la conmemoración por medio de avisos en la prensa, y el asesinato había conmovido a la mejor parte de la ciudad, así hubiera alegrado a unos pocos. El párroco puso una condición, eso sí, y era que al menos no hubiera música, pues una misa cantada sería un exceso de tributo al muerto. Mi tío Javier, a esto, no le respondió nada, pero cuando el coro de la Universidad, y varios músicos allí reunidos más o menos espontáneamente, empezaron a cantar y a tocar, no los detuvo. Su sermón, entre chorros de lágrimas, fue triste y hermoso. Habló del martirio de su hermano, de la defensa hasta la muerte de sus convicciones, del extremo sacrificio a causa de un sentimiento profundo de compasión humana y de rechazo de la injusticia. Expuso, convencido de lo que decía, que en el más allá no se condenaría a este hombre justo, como habían hecho algunos aquí. Esta vez no oímos gritos de alegría, aleluya, alegría, sino murmullos y frases entrecortadas que intentaban decir lo que todos sentíamos, una profunda tristeza. Ese acto de valor, y ese toque de rebeldía, en un cura del Opus, es algo que siempre le agradeceremos al tío Javier. Y mi mamá y mis hermanas tuvieron ese consuelo, tan ajeno a mí, que da la esperanza en una justicia sobrenatural restablecida en otro mundo, en una recompensa por las buenas obras, y un posible reencuentro en otra vida. Yo esa consolación no la sentí, ni la puedo tener, pero la respeto como algo tan arraigado en mi casa como el buen apetito o como el orgullo por todas las cosas que mi papá hizo en su paso por el mundo.