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EN 1982, pocos meses después de que yo me fuera por primera vez a vivir a Italia, y poco antes de cumplir los 61, mi papá recibió una breve carta de un secretario de asuntos laborales de la Universidad de Antioquia. En tono frío y burocrático se le informaba que debía presentarse en ese despacho para hacer las gestiones de su jubilación inmediata. Él recibió la noticia, del todo inesperada, como un mazazo en la cabeza. Su alumna predilecta, Silvia Blair, quien acababa de entrar como profesora a la facultad, recuerda que su viejo maestro la buscó en la oficina, con los ojos como dos bolas de sangre, llorando intensamente (mi papá lloraba sin avergonzarse del llanto, no como los hijos del estoicismo español, sino como los héroes homéricos), pues le parecía imposible que la universidad donde había estudiado siete años y donde había sido catedrático otros 25, lo echara a la calle como un perro simplemente por haber cumplido 60, y sin siquiera darle las gracias por un trabajo al que le había dedicado la vida entera, salvo breves pausas internacionales. Había sido el representante de los estudiantes ante el Consejo Superior, había abierto el Departamento de Medicina Preventiva, había fundado la Escuela Nacional de Salud Pública, había sido profesor de varias generaciones de salubristas, había hecho huelgas por defender a los profesores de la Universidad, de cuyo gremio había sido presidente varias veces, casi todos los médicos de Antioquia habían sido alumnos suyos, pero de un día para otro, sin ninguna consideración, lo echaban a la calle, jubilado.
En su segundo libro. Cartas desde Asia, escrito en Filipinas, mi papá había sostenido que él había llegado a ser profesor demasiado pronto, y que los verdaderos maestros solo llegaban a ser tales al cabo de muchos años de madurez y meditación. «Qué gran cantidad de equivocaciones —había escrito ahí— las que cometemos los que hemos pretendido enseñar sin haber alcanzado todavía la madurez del espíritu y la tranquilidad de juicio que las experiencias y los mayores conocimientos van dando al final de la vida. El mero conocimiento no es sabiduría. La sabiduría sola tampoco basta. Son necesarios el conocimiento, la sabiduría y la bondad para enseñar a otros hombres. Lo que deberíamos hacer los que fuimos alguna vez maestros sin antes ser sabios, es pedirles humildemente perdón a nuestros discípulos por el mal que les hicimos».
Y ahora, precisamente cuando sentía que estaba llegando a esa etapa de su vida, cuando ya la vanidad no lo influía, ni las ambiciones tenían mucho peso, y lo guiaban menos la pasión y los sentimientos y más una madura racionalidad construida con muchas dificultades, lo echaban a la calle. Para él la enseñanza, que nada tenía que ver con el agonismo del deporte, ni con la belleza o los ímpetus de la juventud, estaba asociada con la madurez y la serena sabiduría, ésa que es más frecuente alcanzar con los años. Está bien que se jubilen de la enseñanza quienes así lo deseen, pero si un profesor no ha perdido sus facultades mentales, y antes bien ha alcanzado la madurez y la serenidad para saber qué es lo realmente importante en su profesión, si además sus estudiantes lo quieren, prohibirle de un momento a otro que siga enseñando es un verdadero crimen y un desperdicio. En Europa, en Oriente, en Estados Unidos, no alejan a los grandes profesores de sus cátedras cuando envejecen, antes los cuidan más, les rebajan la carga académica, pero los dejan allí, como maestros de maestros, acompañando en su crecimiento intelectual a los estudiantes y a otros profesores. De hecho numerosos estudiantes protestaron por su jubilación obligada, y Silvia Blair escribió una carta furibunda, que repartió en miles de copias, firmada por profesores y alumnos, en la que sostenía que poco futuro tenía una universidad que jubilaba a sus mejores maestros, contra su voluntad, tan sólo para poder conseguir, más baratos, a tres jovencitos, profesores de cátedra, sin experiencia del mundo ni de la materia que pretendían enseñar.
Esta pensión impuesta a la fuerza le dolió muchísimo, pero no lo amargó por mucho tiempo. Declaró, simplemente, en un breve homenaje que le hicieron sus discípulos más queridos, que iba a vivir más feliz, que iba a leer más, a pasar ratos más largos con sus nietos y, sobre todo, que se iba a dedicar «a cultivar rosas y amigos». Y eso hizo. Pasaba tres o cuatro días a la semana, de jueves a domingo, en la finca de Rionegro, en su rosal todas las mañanas, haciendo injertos, probando cruces, desyerbando eras y podando matas, mientras por las tardes leía y oía música clásica, o preparaba su programa radial (Pensando en voz alta, se llamaba), o sus artículos de prensa. Al atardecer visitaba a su amigo del alma, el poeta Carlos Castro Saavedra, y por la noche leía nuevamente hasta que el sueño lo vencía. El rosal se fue llenando de las rosas más exóticas, para él y para todos nosotros, como un jardín de gran valor real y simbólico. En la última entrevista que le hicieron, a finales de agosto de 1987, cuando le preguntaron sobre la rebeldía, se refirió a su rosal: «La rebeldía yo no la quiero perder. Nunca he sido un arrodillado, no me he arrodillado sino ante mis rosas y no me he ensuciado las manos sino con la tierra de mi jardín».
Muchos amigos y parientes tenemos recuerdos asociados al rosal de mi papá, que todavía existe, algo maltrecho, en la finca de Rionegro. Él no les regalaba sus flores a todo el mundo, solamente a las personas que le parecían buenas, y a veces las negaba con una oscura sonrisa en la cara, y un silencio que tan solo nosotros sabíamos entender. En cambio a las personas que le caían bien les explicaba todo lo que podía sobre su cultivo. «Las rosas hembra son las únicas que florecen, pero tienen espinas. Las rosas macho no tienen espinas, pero nunca florecen», decía siempre, sonriente, al explicar la manera en que se hacían los injertos. Le gustaba mostrar todo el jardín de la finca, no solo el rosal, sino también la huerta, los guayabos de guayabitas rojas, los aguacates que producían frutos todo el año, porque estaban sembrados encima del pozo séptico, y las ochuvas, que él mismo nos pelaba y entregaba en la boca. Frente al único árbol que nunca florecía, un camelio estéril que sigue en el mismo sitio, se paraba con resentimiento, como si esa mata le hiciera una afrenta personal: «¿Por qué será que nunca quiere florecer?». Nunca ha florecido, salvo una vez en que se lamentaba exactamente por lo mismo con Mónica, la hermana de Bárbara, mi primera mujer, y de repente vio una solitaria y única camelia blanca. Entonces la cortó y se la regaló a ella, intrigado y feliz por esa sola excepción en tantos años de vida.
Volvía a Medellín los lunes por la mañana, y fue en esos años sin compromisos laborales cuando dedicó todo su tiempo libre de jubilado (cuando no estaba mimando a sus nietos o cultivando rosas y amigos) a la defensa de los derechos humanos, que le parecía, además, la lucha médica más urgente de ese momento en Colombia. Quiso aplicar sus sueños de justicia en la práctica de aquello que consideraba más urgente.
Le encantaba ser jardinero porque así le parecía regresar al origen campesino de la familia. Pero al tiempo que gozaba con este apego al campo y a la tierra, seguía con sus sueños de reforma de la medicina. Soñaba con que hubiera un nuevo tipo de médico, un poliatra, decía él, el sanador de la polis, y quería dar el ejemplo de cómo debía comportarse ese nuevo médico de la sociedad, que no se ocuparía de atacar y curar la enfermedad, caso por caso, sino de intervenir en sus causas más profundas y lejanas. Por eso antes, en su cátedra de medicina preventiva y salud pública, se había salido cada vez más de las aulas y le gustaba llevar a sus estudiantes a que miraran la ciudad entera: los barrios populares, las veredas, el acueducto, el matadero, las cárceles, las clínicas de los ricos, los hospitales de los pobres, y también el campo, los latifundios, los minifundios y las condiciones en que vivían los campesinos en los pueblos y en las zonas rurales.
Dos años después de su jubilación, por presión de estudiantes y colegas, volvieron a llamarlo a la Universidad, aunque solo para dictar algunos seminarios, y él aceptó el encargo con la condición de que pudiera hacer la mayoría de sus clases, como siempre había soñado, fuera de las aulas. Mi hermana menor, Sol, que en esos años había empezado también a estudiar Medicina en una universidad privada, recuerda que mi papá la invitó a ella y a todos sus compañeros a hacer unos cursos de «poliatría» en la cárcel de Bellavista. Mi hermana lo propuso en su salón, pero sus compañeros se opusieron. Uno de ellos, hoy cardiólogo, se levantó y dijo, en el tono más hiriente y agresivo que encontró: «Nosotros no tenemos nada que aprender en una cárcel». Como era el líder del grupo, todos los compañeros aceptaron su veredicto, así que la única que asistió de todo el grupo fue mi hermana, y ella recuerda esas jornadas como algunas de las semanas en que más medicina aprendió, aunque una medicina distinta, de tipo social, en contacto con los que más sufrían, y con sus particulares dolencias personales, económicas o familiares.
Durante esas salidas de campo, mi papá no daba respuestas, como suele hacerse en todas las clases, sino que utilizaba el viejo método socrático de enseñar preguntando. Los estudiantes se desconcertaban e incluso protestaban: ¿de qué servía un profesor que en vez de enseñar no hacía sino preguntas y más preguntas? Si iban al hospital no era para tratar a los pacientes, sino para interrogarlos o para medirlos; lo mismo pasaba con los campesinos. Debían investigar las causas sociales, los orígenes económicos y culturales de la enfermedad: por qué ese niño desnutrido estaba en esa cama de hospital, o ese herido de bala, de tránsito, de machetazo o cuchillada, y por qué a ciertas categorías sociales les daba más tuberculosis, o más leishmaniasis o más paludismo que a otras. En la cárcel estudiaban la génesis del comportamiento violento, pero también intentaban ayudar para que los tuberculosos no estuvieran en sitios donde pudieran contagiar a los demás reclusos, o de controlar con programas alternativos (clases, lecturas, cineclubes) la drogadicción, el abuso sexual, la difusión del sida, etc.
Su noción novedosa de la violencia como un nuevo tipo de peste venía de muy atrás. Ya en el primer Congreso Colombiano de Salud Pública, organizado por él en 1962, había leído una ponencia que marcaría un hito en la historia de la medicina social del país: su conferencia se llamó «Epidemiología de la violencia» y allí insistía en que se estudiaran científicamente los factores desencadenantes de la violencia; proponía, por ejemplo, que se investigaran los antecedentes personales y familiares de los violentos, su integración social, su «sistema cerebral», su «actitud ante el sexo y los conceptos que tengan de hombría (machismo)». Recomendaba que se hiciera «un completo examen físico, psicológico y social del violento, y un examen comparativo, igual al anterior, de otro grupo de no violentos, similar en número, edades y circunstancias, dentro de las mismas zonas y grupos étnicos, para analizar las diferencias encontradas entre uno y otro».
Observaba con detenimiento las causas de muerte más frecuentes, y allí comprobaba las intuiciones sin cifras que tenía tan solo mirando lo que pasaba y oyendo lo que le contaban: en Colombia crecía de nuevo la epidemia cíclica de la violencia que había azotado el país desde tiempos inmemoriales, la misma violencia que había acabado con sus compañeros de bachillerato y que había llevado a la guerra civil a sus abuelos. Lo más nocivo para la salud de los humanos, aquí, no era ni el hambre ni las diarreas ni la malaria ni los virus ni las bacterias ni el cáncer ni las enfermedades respiratorias o cardiovasculares. El peor agente nocivo, el que más muertes ocasionaba entre los ciudadanos del país, eran los otros seres humanos. Y esta pestilencia, a mediados de los años ochenta, tenía la cara típica de la violencia política. El Estado, concretamente el Ejército, ayudado por escuadrones de asesinos privados, los paramilitares, apoyados por los organismos de seguridad y a veces también por la policía, estaba exterminando a los opositores políticos de izquierda, para «salvar al país de la amenaza del comunismo», según ellos decían.
Su última lucha fue, pues, también una lucha médica, de salubrista, aunque por fuera de las aulas y de los hospitales. Permanente y ávido lector de estadísticas (decía que sin un buen censo era imposible planear científicamente ninguna política pública), mi papá contemplaba con terror el avance progresivo de la nueva epidemia que en el año de su muerte registró cifras por homicidios más altas que las de un país en guerra, y que en los primeros años noventa llevó a Colombia a tener el triste primado de ser el país más violento del mundo. Ya no eran las enfermedades contra las que tanto luchó (tifoidea, enteritis, malaria, tuberculosis, polio, fiebre amarilla) las que ocupaban los primeros puestos entre las causas de muerte en el país. Las ciudades y los campos de Colombia se cubrían cada vez más con la sangre de la peor de las enfermedades padecidas por el hombre: la violencia. Y como los médicos de antes, que contraían la peste bubónica, o el cólera, en su desesperado esfuerzo por combatirlas, así mismo cayó Héctor Abad Gómez, víctima de la peor epidemia, de la peste más aniquiladora que puede padecer una nación: el conflicto armado entre distintos grupos políticos, la delincuencia desquiciada, las explosiones terroristas, los ajustes de cuentas entre mafiosos y narcotraficantes.
Para combatir todo esto no servían vacunas: lo único que podía hacer era hablar, escribir, denunciar, explicar cómo y dónde se estaba produciendo la masacre, y exigir al Estado que hiciera algo por detener la epidemia, teniendo sí el monopolio del poder, pero ejerciéndolo dentro de las reglas de la democracia, sin esa prepotencia y esa sevicia que eran idénticas a las de los criminales que el Gobierno decía combatir. En su último libro publicado en vida, pocos meses antes de ser asesinado, Teoría y práctica de la salud pública, escribe y subraya que las libertades de pensamiento y de expresión son «un derecho duramente conquistado a través de la historia por millares de seres humanos, derecho que debemos conservar. La historia demuestra que la conservación de este derecho requiere esfuerzos constantes, ocasionales luchas y aun, a veces, sacrificios personales. A todo esto hemos estado dispuestos y seguiremos dispuestos en el futuro, muchos profesores de aquí y de todos los lugares de la tierra». Y añadía una reflexión que sigue hoy tan vigente como entonces:
«La alternativa va siendo cada vez más clara: o nos comportamos como animales inteligentes y racionales, respetando la naturaleza y acelerando en lo posible nuestro incipiente proceso de humanización, o la calidad de la vida humana se deteriora. Sobre la racionalidad de los grupos humanos empezamos algunos a tener ciertas dudas. Pero si no nos comportamos racionalmente, sufriremos la misma suerte de algunas culturas y algunas estúpidas especies animales, de cuyo proceso de extinción y sufrimiento nos quedan apenas restos fósiles. Las especies que no cambian biológica, ecológica o socialmente cuando cambia su hábitat, están llamadas a perecer después de un período de inenarrables sufrimientos».
Desde 1982 (aunque la fundación del Comité había ocurrido varios años antes), hasta la fecha de su asesinato, en 1987, trabajó sin descanso en el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia, que presidía. Luchaba contra la nueva peste de la violencia usando la única arma que le quedaba: la libertad de pensamiento y de expresión: la palabra, las manifestaciones pacíficas de protesta, la denuncia pública de los violadores de los derechos de todo tipo. Mandaba sin pausa, y la mayoría de las veces sin respuesta, cartas a los funcionarios (presidente de la República, procurador, ministros, generales, comandantes de brigadas), con nombres propios y casos concretos. Publicaba artículos en los que señalaba a los torturadores y a los asesinos. Denunciaba cada masacre, cada secuestro, cada desaparecido, todas las torturas. Hacía marchas de protesta, en silencio, con unos cuantos jóvenes y compañeros docentes de la Universidad que creían en la misma causa (Carlos Gaviria, Leonardo Betancur, Mauricio García, Luis Fernando Vélez, Jesús María Valle), participaba en foros, conferencias y manifestaciones en todo el país. Y sobre su oficina se volcaban cientos de denuncias de los desesperados que no podían acudir a nadie, ni a juzgados ni a funcionarios estatales, sólo a él. De solo mirar estos documentos, algunos de los cuales se conservan todavía en la casa de mi madre, uno queda al mismo tiempo asqueado y hundido en el dolor: fotos de torturados y de asesinados, cartas desesperadas de padres y hermanos que tienen un pariente secuestrado o desaparecido, párrocos a quienes nadie les hace caso y recurren a él con sus denuncias, y semanas después la noticia del asesinato del mismo cura denunciante en un pueblo lejano. Cartas en las que se señala a escuadrones de la muerte, con nombres y apellidos de los asesinos, pero cartas que como respuesta sólo reciben el desdén y la indiferencia del Gobierno, la incomprensión de los periodistas, y las acusaciones injustas de ser un aliado de la subversión, como escribían algunos columnistas colegas de mi padre.
No denunciaba solamente al Estado y cerraba los ojos ante las atrocidades de la guerrilla, como algunos dijeron. Si se revisan sus artículos y sus declaraciones se verá que abominaba el secuestro y los atentados indiscriminados de la guerrilla, y que también los denunciaba con fuerza, e incluso con desesperación. Pero le parecía más grave que el mismo Estado que decía respetar las leyes fuera el que se encargara o encargara a otros matones a sueldo (paramilitares y escuadrones de la muerte) de hacer la guerra sucia. «Si la sal se corrompe […]», era una de sus citas bíblicas preferidas.
En el año de su muerte la guerra sucia, la violencia, los asesinatos selectivos, se estaban ensañando sistemáticamente contra la universidad pública, pues algunos agentes del Estado, y sus cómplices del para-estado, consideraban que allí estaba la semilla y la savia ideológica de la subversión. En los meses anteriores a su asesinato, tan solo en su querida Universidad de Antioquia, habían matado a siete estudiantes y a tres profesores. Uno pensaría que ante esas cifras la ciudadanía estaba alarmada, conmovida. Para nada. La vida parecía seguir su curso normal, y solamente ese «loquito», ese profesor calvo y amable, de más de sesenta y cinco años, pero con un vozarrón y una pasión juvenil arrasadora, gritaba la verdad y execraba la barbarie. «Están exterminando la inteligencia, están desapareciendo a los estudiantes más inquietos, están matando a los opositores políticos, están asesinando a los curas más comprometidos con sus pueblos o sus parroquias, están decapitando a los líderes populares de los barrios o de los pueblos. El Estado no ve sino comunistas y peligrosos opositores en cualquier persona inquieta o pensante». El exterminio de la Unión Patriótica, un partido político de extrema izquierda, ocurrió por esas mismas fechas y llegó a cobrar más de cuatro mil víctimas civiles en todo el país.
A su alrededor, en la misma universidad donde trabajaba, caía mucha gente, asesinada por grupos paramilitares. Entre julio y agosto de ese año, 1987, en una clara campaña de persecución y exterminio, habían matado a los siguientes estudiantes y profesores de la Universidad de Antioquia: el 4 de julio, a Edisson Castaño Ortega, estudiante de Odontología. El 14 de julio, a José Sánchez Cuervo, estudiante de Veterinaria; el 26 de julio, a John Jairo Villa, estudiante de Derecho; el 31 de julio, a Yowaldin Cárdeno Cardona, estudiante del Liceo de la Universidad; el primero de agosto, a José Ignacio Londoño Uribe, estudiante de Comunicación Social; el 4 de agosto, al profesor de Antropología Carlos López Bedoya; el 6 de agosto, al estudiante de Ingeniería Gustavo Franco; el 14 de agosto, al profesor de la Facultad de Medicina, y senador por la UP, Pedro Luis Valencia.
De algunos de estos crímenes se sabían detalles terribles, que mi papá nos contaba: uno de los estudiantes, después de ser torturado y asesinado, fue amarrado a un poste, y su cuerpo descuartizado por una granada. A José Sánchez Cuervo lo encontraron con el tabique roto, chuzones en la cintura, un globo ocular explotado por un golpe, varios dedos cercenados, y un tiro en la oreja. A Ignacio (le decían Nacho) Londoño, siete tiros en la cabeza y uno en la mano izquierda. Tenía cercenado un dedo de la mano derecha, cuando lo encontraron. Este joven se ganaba la vida como recreacionista (especialmente en ancianatos, pues era dulce con los viejos), y venía haciendo lentamente la carrera de Comunicación Social porque sostenía a su padre, un señor de 82 años. A este mismo anciano le tocó recoger su cuerpo, por el barrio Belén arriba, en zona montañosa, y lo reconoció porque lo primero que vio fue la mano sin un dedo de su hijo, tirada en un rastrojo. Un poco más allá estaba el cuerpo, con señas de tortura. El muchacho estaba a punto de graduarse, pero era sospechoso para los paramilitares, porque llevaba casi diez años estudiando, y esto era lo típico de los infiltrados de la guerrilla, que presentaban pocos exámenes y tomaban pocas materias, para durar más tiempo. Londoño no tenía un pelo de guerrillero, y la gran dicha de su padre era que en poco tiempo tendría un profesional que, al menos, «le iba a pagar el entierro». Le tocó enterrarlo a él, con un dolor al que ya no quería sobrevivir.
En mi casa, por esos tiempos, ocurría lo contrario que en todas las casas normales, donde los padres tratan de controlar a los hijos para que no participen en protestas y manifestaciones que puedan poner en riesgo sus vidas. Como él era el menos conservador de los viejos, y cada día que pasaba se iba volviendo más liberal y más contestatario, en la casa los papeles se invertían, y éramos nosotros, los hijos, los que intentábamos que mi papá no se expusiera ni saliera a las marchas, ni escribiera sus denuncias descarnadas, por el clima de exterminio que se estaba viviendo. Además empezaron a surgir rumores de que su vida corría peligro. Jorge Humberto Botero, que trabajaba en las altas esferas del Gobierno, le decía a mi hermana Clara, su exesposa: «Dile a tu papá que tenga más cuidado, y dile que yo sé por qué se lo digo». El esposo de Eva, mi otra hermana, Federico Uribe, que estaba muy al corriente de lo que se comentaba en el Club Campestre, también decía lo mismo: «Tu papá se está exponiendo mucho y lo van a terminar matando».
Había también indicios indirectos de que la animadversión general de muchas personas importantes crecía peligrosamente. Como los hijos de Eva eran polistas, al igual que su marido, ella asistía de vez en cuando a los juegos de polo en el Club Llanogrande. Y un día, por pura casualidad, le tocó quedar sentada al lado de otro polista bastante menos bueno que mis sobrinos: Fabio Echeverri Correa. Éste estaba con tragos, y la increpó con tono destemplado: «Yo escojo con quién sentarme; y no voy a dejar que la hija de un comunista se siente a mi lado». Eva, sin decir nada, se puso de pie y se cambió de puesto. Luigi, el hijo de Echeverri, que siempre fue muy amable con mi familia, defendió a Vicky con fuerza ante su padre.
Mi mamá era la única que no creía en estos rumores, nunca, ni al final, y hasta se enojaba cuando se los transmitían: «¡Cómo se les ocurre, a Héctor no le pueden hacer nada!». Para ella mi papá era un hombre tan bueno que nadie jamás se atrevería a atentar contra él. Dos semanas después, cuando su marido ya estaba muerto, aunque estaba deshecha, intentó volver a trabajar y fue a revisar «el establo», que era como le decían al edificio de las «vacas sagradas» de Medellín, es decir, de sus industriales y hombres de negocios más ricos. «El Establo» se llamaba y se llama en realidad Edificio Plaza, aunque ahora casi todos sus ocupantes se han muerto o se han mudado. De un momento a otro no aguantó más el dolor y la tristeza y se sentó en las escaleras a llorar desconsoladamente. En eso entraba a su apartamento don José Gutiérrez Gómez, que había sido también, como Fabio Echeverri, presidente de la Asociación Nacional de Industriales, y más aún, su fundador. Don Guti se le acercó, intentó levantarla, y mi mamá tuvo que decirle: «Ya dudo de todos ustedes; no sé si he sido una infame y una ingenua administrando los edificios de la gente más rica de Medellín. A mí me parece que entre ellos están los que dieron la orden de que mataran a Héctor, aunque no lo digo por usted, don Guti». El señor Gutiérrez la acompañó, sin decir una sola palabra, mucho rato, sentado al lado de ella en las escaleras.
Tanto a mi mamá, como a todos los hijos, nos quedó, y en parte nos queda, una duda que es difícil de despejar. ¿Quiénes, exactamente, asesoraban a Carlos Castaño, y dirigían a los militares que daban la orden y señalaban a quién matar? Sólo hemos tenido respuestas indirectas y genéricas; que fueron los bananeros de Urabá, que los ganaderos de Puerto Berrío y el Magdalena Medio en alianza con los paracos; que agentes del DAS (los servicios de inteligencia) azuzados por políticos de extrema derecha; que oficiales perjudicados por las denuncias del Comité de Derechos Humanos… Sólo una vez, uno de mis sobrinos, en una inmensa hacienda de la Costa, cerca de Magangué, que visitaba por vacaciones, oyó sin querer una confesión explícita del grupo de paramilitares que custodiaba esa hacienda. Era un aniversario del asesinato y mi papá apareció fugazmente en un noticiero de televisión. «A ese hijueputa fue uno de los primeros que matamos en Medellín», comentaron. «Era un comunista peligrosísimo; y al hijo hay que ponerle cuidado, porque va por el mismo camino». Mi sobrino, aterrorizado, no quiso decir que ese señor del que hablaban era su abuelo.
Cuando mi hermana Maryluz, la mayor, y su hija preferida, le rogaba a mi papá que no siguiera haciendo esas marchas de protesta porque lo iban a matar, él le contestaba con besos y carcajadas, para tranquilizarla. Pero en las marchas que organizaba, y en los mítines, recobraba la seriedad, la honda preocupación, aunque al mismo tiempo marchaba con entusiasmo, casi con alegría, al ver la cantidad de gente que lo acompañaba, aunque sus protestas fueran un grito desesperado, una perorata a veces inútil en la que muchas veces se quedaba solo. Además era ingenuo. Una vez, con un grupo de estudiantes, profesores y activistas de derechos humanos, marchaba hacia la Gobernación, en formación, y de repente se vio íngrimo, sin un solo compañero de marcha, caminando con su pancarta. Todos se habían devuelto pues al frente estaba un carro antimotines de la policía, pero él siguió avanzando; cuando lo detuvieron y lo montaron a la brava a una furgoneta de la policía antidisturbios, otros detenidos le preguntaron por qué no se había devuelto a tiempo, como todo el mundo: él explicó que había confundido el carro antimotines con un camión de la basura.
A veces, en los discursos, cuando estaba hablando ante una manifestación, como siempre ocurría al final de las marchas, también se quedaba solo, veía que su auditorio se dispersaba despavorido de un momento a otro. Entonces miraba a sus espaldas y veía un escuadrón del Ejército que se acercaba. Nunca le hacían nada, y si lo detenían, le devolvían de inmediato la libertad, como avergonzados ante su evidente inocencia y dignidad. Siempre pulcro, siempre impecablemente vestido, de saco y corbata, siempre ingenuo y abierto y sonriente. Su mejor coraza era su viejo prestigio de profesor bonachón, su trato dulce, su inmensa simpatía. Se arriesgaba mucho, pero casi todos pensaban: al doctor Abad no le harán nada, a él nunca lo van a tocar, todos saben que no es sino bueno. Al fin y al cabo llevaba ya quince años haciendo lo mismo y nunca lo habían tocado. A él el Gobierno siempre lo llamaba para resolver casos desesperados: la toma de un templo, de un consulado o de una fábrica, la entrega de un guerrillero o de un secuestrado. Todas las partes confiaban en su palabra.
El once de agosto de ese año fatídico escribió un comunicado «Por la defensa de la vida y la Universidad». Allí denunciaba que en el último mes habían asesinado (y en algunos casos torturado) a cinco estudiantes y tres profesores de distintas facultades, y este ataque lo explicaba así: «La Universidad está en la mira de quienes desean que nadie cuestione nada, que todos pensemos igual; es el blanco de aquéllos para quienes el saber y el pensamiento crítico son un peligro social, por lo cual utilizan el arma del terror para que ese interlocutor crítico de la sociedad pierda su equilibrio, caiga en la desesperación de los sometidos por la vía del escarmiento».
Repasando sus artículos uno encuentra casi siempre una persona muy tolerante y equilibrada, sin los dogmatismos de la izquierda, típicos de esos años furiosos. No faltan, sin embargo, algunas notas que leídas hoy pueden parecer exageradas por el optimismo y la furia con que defendía las reivindicaciones sociales de la izquierda. A veces, al leerlo, a mí mismo me da la tentación de criticarlo, y así lo he hecho, por dentro, muchas veces. Una vez, sin embargo, en un libro suyo, encontré un escrito de Bertolt Brecht que él dejó varias veces subrayado, un fragmento que me explica algunas cosas y me enseña a leer esos artículos suyos con la perspectiva del momento: «Íbamos cambiando de país como de zapatos, desesperados cuando en alguna parte sólo había injusticia, pero no indignación. También el odio contra la bajeza desfigura las facciones. También la ira contra la injusticia pone ronca la voz. Ustedes, sin embargo, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, piensen en nosotros con indulgencia».
Revisando sus artículos de esos años, publicados casi todos en el diario El Mundo de Medellín, y algunos también en El Tiempo de Bogotá, encuentro algunas de sus causas desesperadas. Hay uno particularmente duro y valiente contra la tortura publicado poco después de que un amigo y discípulo suyo fuera detenido y torturado por el Ejército en Medellín:
«Yo acuso ante el señor presidente de la República y sus ministros de Guerra y de Justicia, y ante el señor procurador general de la Nación, a los “interrogadores” del Batallón Bombona de la ciudad de Medellín, de estar aplicando torturas físicas y psicológicas a los detenidos por la IV Brigada.
»Yo los acuso de colocarlos en medio de un cuarto, vendados y atados, de pie, por días y noches enteras, sometidos a vejámenes físicos y psicológicos de la más refinada crueldad, sin dejarlos siquiera sentarse en el suelo un momento, sin dejarlos dormir, golpeándolos con pies y manos en distintos lugares del cuerpo, insultándolos, dejándolos oír los gritos de los demás detenidos en los cuartos vecinos, destapándoles los ojos solamente para que vean cómo simulan violar a sus esposas, cómo introducen balas en un revólver y sacan a los detenidos a dar un paseo por los alrededores de la ciudad amenazándolos de muerte si no confiesan y delatan a sus presuntos “cómplices”; contándoles mentiras sobre pretendidas “confesiones” en relación con el torturado, obligándolos a ponerse de rodillas y haciéndolos abrir las piernas hasta extremos límites físicos imposibles, para causarles intensísimos dolores, agravados por parárseles encima para seguir así el continuo, extenuante, intenso “interrogatorio”; dejándoles las ventanas abiertas, sin camisa, en altas horas de la madrugada para que tiemblen de frío; permitiendo que sus miembros inferiores se edematicen por la forzada posición erguida y por la obligada quietud, hasta hacer inaguantables los calambres, los dolores, el desespero físico y mental, que ha llevado a algunos a lanzarse por las ventanas, a cortarse las venas de las muñecas con pedazos de vidrio, a gritar y a llorar como niños o locos, a contar historias imaginarias y fantásticas, con tal de descansar un poco de los refinados martirios que les imponen.
»Yo acuso a los interrogadores del Batallón Bombona de Medellín, de ser despiadados torturadores sin alma y sin compasión por el ser humano, de ser entrenados psicópatas, de ser criminales a sueldo oficial, pagados por los colombianos para reducir a los detenidos políticos, sindicales y gremiales de todas las categorías, a condiciones incompatibles con la dignidad humana, causantes de toda clase de traumas, muchas veces irreductibles e irremediables, que dejan graves secuelas de por vida.
»Yo denuncio formal y públicamente estos procedimientos de los llamados mandos medios, de violar sistemáticamente los derechos humanos de centenares de compatriotas nuestros.
»Y acuso a los altos mandos del Ejército y de la nación que lean este artículo, de criminal complicidad, si no detienen de inmediato esta situación que hiere los sentimientos más elementales de solidaridad humana de los colombianos no afectados por la vesania o por el fanatismo».
Denuncias valientes y claras como esta producían furia en el Ejército y en algunos funcionarios del Gobierno, pero no respuestas. Rara vez algún juez o algún procurador intentaban recoger sus denuncias. Pero en general estas acusaciones no eran contestadas más que con un silencio hostil. Y la hostilidad fue creciendo de año en año hasta el desenlace final. Una vez mi hermana Vicky, que se movía en los círculos más altos y ricos de la ciudad, le dijo a mi papá: «Papi, a ti no te quieren aquí en Medellín». Y él le contestó: «Mi amor, a mí sí me quiere mucha gente, pero no están por donde tú te mueves, están en otra parte, y algún día te voy a llevar a que los conozcas». Dice Vicky que el día del desfile que acompañó el entierro de mi papá por el centro, con miles de personas que agitaban pañuelos blancos en la marcha, y desde las ventanas, y en el cementerio, comprendió que en ese momento mi papá la estaba llevando a conocer a quienes sí lo querían.
Se haría muy largo transcribir las decenas de artículos donde mi papá denunciaba, muchas veces con nombres y apellidos, los atropellos cometidos por funcionarios del Estado o miembros de la fuerza pública contra ciudadanos indefensos. Lo hizo durante años, aunque a veces esa lucha no le parecía otra cosa que alaridos en el desierto. Los desalojos de indígenas de las haciendas de terratenientes (con asesinato del sacerdote indígena que los apoyaba); la desaparición de un estudiante; la tortura de un profesor; las protestas reprimidas con sangre; el asesinato repetido cada año como un ritual macabro de líderes sindicales; los secuestros injustificables de la guerrilla… Todo esto lo denunció una y otra vez, en medio de una rabia silenciosa de los destinatarios de sus denuncias que preferían no hacerle eco a sus palabras con la esperanza de que cayeran en el olvido mediante la estrategia del silencio o de la indiferencia.
En lo que era más radical era en la búsqueda de una sociedad más justa, menos infame que la clasista y discriminadora sociedad colombiana. No predicaba una revolución violenta, pero sí un cambio radical en las prioridades del Estado, con la advertencia de que si no se les daba a todos los ciudadanos al menos la igualdad de oportunidades, además de condiciones mínimas de subsistencia digna, y cuanto antes, durante mucho más tiempo habríamos de sufrir violencia, delincuencia, surgimiento de bandas armadas y de furibundos grupos guerrilleros.
«Una sociedad humana que aspira a ser justa tiene que suministrar las mismas oportunidades de ambiente físico, cultural y social a todos sus componentes. Si no lo hace, estará creando desigualdades artificiales. Son muy distintos los ambientes físicos, culturales y sociales en que nacen, por ejemplo, los niños de los ricos y los niños de los pobres en Colombia. Los primeros nacen en casas limpias, con buenos servicios, con biblioteca, con recreación y música. Los segundos nacen en tugurios, o en casas sin servicios higiénicos, en barrios sin juegos ni escuelas, ni servicios médicos. Los unos van a lujosos consultorios particulares, los otros a hacinados centros de salud. Los primeros a escuelas excelentes. Los segundos a escuelas miserables. ¿Se les está dando así, entonces, las mismas oportunidades? Todo lo contrario. Desde el momento de nacer se los está situando en condiciones desiguales e injustas. Aun antes de nacer, en relación con la comida que consumen sus madres, ya empiezan su vida intrauterina en condiciones de inferioridad. En el Hospital de San Vicente hemos pesado y medido grupos de niños que nacen en el Pabellón de Pensionados (familias que pueden pagar sus servicios) y en el llamado Pabellón de Caridad (familias que pueden pagar muy poco o nada por estos servicios) y hemos encontrado que el promedio de peso y talla al nacer es mucho mayor (estadísticamente significante) entre los niños de pensionado que entre los niños de caridad. Lo que significa que desde el nacimiento nacen desiguales. Y no por factores biológicos, sino por factores sociales (condiciones de vida, desempleo, hambre).
»Éstas son verdades irrefutables y evidentes que nadie puede negar. ¿Por qué nos empeñamos entonces —negando estas realidades— en conservar tal situación? Porque el egoísmo y la indiferencia son características de los ciegos ante la evidencia y de los satisfechos con sus condiciones buenas y que niegan las condiciones malas de los demás. No quieren ver lo que está a la vista, para así mantener su situación de privilegio en todos los campos. ¿Qué hacer ante esta situación? ¿A quiénes les corresponde actuar? Es obvio que los que deberían actuar son los afectados perjudicialmente por ella. Pero casi siempre, ellos, en medio de sus necesidades, angustias y tragedias, no son conscientes de esta situación objetiva, no la interiorizan, no la hacen subjetiva.
»Aunque parezca paradójico —pero esto ha sido históricamente así— son algunos de los que la vida ha puesto en condiciones aceptables, los que han tenido que despertar a los oprimidos y explotados para que reaccionen y trabajen por cambiar las condiciones de injusticia que los afectan desfavorablemente. Así se han producido cambios de importancia en las condiciones de vida de los habitantes de muchos países y estamos ciertamente viviendo una etapa histórica en la cual en todos ellos hay grupos de personas —éticamente superiores— que no aceptan como una cosa natural que estas situaciones de desigualdad y de injusticia perduren. Su lucha contra “lo establecido” es una lucha dura y peligrosa. Tiene que afrontar la rabia y desazón de los grupos más poderosos política y económicamente. Tiene que afrontar consecuencias, aun en contra de su tranquilidad y de sus mismas posibilidades; en contra de alcanzar el llamado “éxito” en la sociedad establecida.
»Pero hay una fuerza interior que los impele a trabajar a favor de los que necesitan su ayuda. Para muchos, esa fuerza se constituye en la razón de su vida. Esa lucha le da significado a su vida. Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo. Vivir simplemente para gozar es una legítima ambición animal. Pero para el ser humano, para el Homo Sapiens, es contentarse con muy poco. Para distinguirnos de los demás animales, para justificar nuestro paso por la tierra, hay que ambicionar metas superiores al solo goce de la vida. La fijación de metas distingue a unos hombres de otros. Y aquí lo más importante no es alcanzar dichas metas, sino luchar por ellas. Todos no podemos ser protagonistas de la historia. Como células que somos de ese gran cuerpo universal humano, somos sin embargo conscientes de que cada uno de nosotros puede hacer algo por mejorar el mundo en que vivimos y en el que vivirán los que nos sigan. Debemos trabajar para el presente y para el futuro, y esto nos traerá mayor gozo que el simple disfrute de los bienes materiales. Saber que estamos contribuyendo a hacer un mundo mejor, debe ser la máxima de las aspiraciones humanas».
En todo cuanto escribía uno podía sentir su marcado acento humanista, emocionado, vibrante. Luchaba por medio de una voz enterada y convincente, para tratar de que todas las personas, ricas y pobres, despertaran y se empeñaran en hacer algo por mejorar las inicuas condiciones del país. Lo hizo hasta el último día de su vida, en un intento desesperado por combatir con palabras las acciones bárbaras de un país que se resistía y se resiste a actuar de otra manera que no sea manteniendo las enormes injusticias que existen, y defendiendo esa injusticia intolerable como sea, incluso asesinando a quienes quieren cambiarla.