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ALGUNOS decenios antes un eximio filósofo alemán había anunciado la muerte de Dios, pero a estas remotas montañas de Antioquia todavía no había llegado la noticia. Con un retraso de más de medio siglo. Dios agonizaba también aquí, o algunos jóvenes se rebelaban contra Él y trataban de demostrar con escándalos (los poetas nadaístas, por ejemplo, hacían colecciones de hostias consagradas, y tiraban pedos químicos en los congresos de escritores católicos) que al Omnipotente le tenía sin cuidado lo que ocurría en este valle de lágrimas pues los rayos de su ira no castigaban a los réprobos, ni los favores de su gracia llovían siempre sobre los buenos.
Yo sentía como si en mi propia familia se viniera librando una guerra parecida entre dos concepciones de la vida, entre un furibundo Dios agonizante a quien se seguía venerando con terror, y una benévola razón naciente. O, mejor, entre los escépticos a quienes se amenazaba con el fuego del Infierno, y los creyentes que decían ser los defensores del bien, pero que actuaban y pensaban con una furia no pocas veces malévola. Esta guerra sorda de convicciones viejas y convicciones nuevas, esta lucha entre el humanismo y la divinidad, venía de más atrás, tanto en la familia de mi mamá como en la de mi papá.
Mi abuela materna provenía de una estirpe de godos rancios y de recatadas costumbres cristianas. Su padre José Joaquín García, que había nacido a mediados del siglo XIX y muerto a principios del XX, era un maestro de escuela que redactaba artículos con el seudónimo de Arturo, y había escrito las magníficas Crónicas de Bucaramanga, además de fungir como presidente del Directorio Conservador, cónsul honorario de Bélgica y vicecónsul de España. Dos de los hermanos de mi abuela eran curas, el uno obispo y el otro monseñor. Uno más, tío Jesús, había sido ministro en tiempos de la Hegemonía Conservadora, y el más joven fue cónsul plenipotenciario en La Habana durante decenios, y todos habían jurado fidelidad al glorioso partido de sus mayores, el de la tradición, la familia y la propiedad. Pese a estos orígenes, o quizá por eso mismo, pues siempre le molestó la excesiva rigidez moral de sus hermanos, que se escandalizaban ante cualquier innovación en los usos del mundo, mi abuela se había casado con Alberto Faciolince, un liberal de buen humor y mente abierta, con quien fue feliz poco tiempo pues a los cuatro años de matrimonio, con mi mamá que apenas empezaba a hablar, el liberal había sido llamado a la presencia de Dios (que aún no había muerto) con una muerte súbita, accidental, en una carretera cerca de Duitama que como ingeniero civil estaba construyendo en el departamento de Boyacá.
Con ese ancestro semita que no se nos sale en las creencias religiosas, pero sí en las costumbres, al poco tiempo un hermano de Alberto, Wenceslao Faciolince, tomó por esposa a la viuda de su hermano el ingeniero. Este Wenceslao era un abogado de mal genio, juez en Girardota, que lo primero que decía al levantarse, todos los santos días, era esta frase: «Éste es el despertar de un condenado a muerte». Mi abuela nunca fue feliz con él, pues no se le parecía a su adorado hermano ni en la cama ni en la mesa, los dos sitios más importantes de una casa, y mi mamá (que desde entonces soporta mal a los abogados y me transmitió este mismo prejuicio) acabó matándolo sin querer queriendo, al ponerle por accidente una inyección contraindicada para los débiles de corazón.
Veinte años más tarde mi mamá, a pesar de haber sido educada por el señor Arzobispo con las reglas del catecismo más estricto, repitió la historia de su madre, mi abuela, como soltando de nuevo las amarras, las ansias de liberarse del antiguo yugo, pues se casó una vez más con otro radical alegre, papá, en un impulso de libertad. Para buena parte de su familia, especialmente para tío Jesús, el ministro, éste no había sido un matrimonio conveniente, pues que una muchacha de origen conservador se casara con semejante liberal era como una alianza entre Montescos y Capuletos.
Creo ver en la mente de mi abuela Victoria, y también la de mi mamá, una cierta conciencia atormentada por la contradicción de sus vidas. La abuela y mi mamá siempre fueron, por temperamento, profundamente liberales, tolerantes, avanzadas para la época, sin una brizna de mojigatería, Eran alegres y vitales, partidarias del gozo antes de que nos coman los gusanos, patialegres, coquetas, pero tenían que ocultar este espíritu dentro de ciertos moldes externos de devoción católica y pacatería aparente. Mi abuela —en abierta contradicción con sus hermanos sacerdotes y políticos del partido conservador— había sido sufragista, y hasta decía que uno de los días más felices de su vida fue cuando, a mediados de siglo, un militar de supuesto talante totalitario (pues lo contradictorio aquí no son sólo las familias, sino todo el país) estableció el voto femenino. Pero al mismo tiempo no podía librarse de su educación a la antigua. Y así, trataba de compensar su liberalismo de temperamento con un exceso de muestras exteriores de fervor y adhesión a la Iglesia, como si se pudieran salvar las formas, y de paso su alma, a fuerza de los rutinarios rosarios que rezaba y de los ornamentos que cosía para los curas jóvenes de las parroquias pobres.
Algo muy parecido le ocurría a mi mamá, que fue una feminista ante litteram, y muy activa no en la teoría del feminismo, sino en su práctica cotidiana, como lo demostró al imponerle a mi papá (liberal ideológico, pero conservador en la vieja concepción patriarcal del matrimonio) su idea de abrir un negocio propio, pagarles a dos muchachas por los oficios domésticos y ponerse a trabajar en una oficina, lejos de la tutela económica y del ojo vigilante del marido.
Además, en los últimos años, incluso la sólida roca de la unanimidad religiosa de su familia —inamovible al parecer desde los tiempos de la Conquista— se había roto. Así como la carrera militar va por familias, y la periodística, y la política, y a veces también la literaria, así mismo en la familia de mi mamá lo que les venía por sangre eran las vocaciones sacerdotales. Pero dos primos hermanos de ella, René García y Luis Alejandro Currea, educados en los principios más rígidos del catolicismo tradicional, aunque se habían ordenado según la costumbre de sus ancestros, al cabo de poco tiempo habían terminado de curas rebeldes, situados en el ala más izquierdista de la Iglesia, dentro del grupo de la Teología de la Liberación. Claro que esa misma generación había dado también un fruto del otro extremo, pues un primo más, Joaquín García Ordóñez, se había ordenado y había resultado ser el párroco más reaccionario de toda Colombia, que no es poco decir. En premio a su celo retardatario, a su oposición furibunda a todo cambio, y como herencia de monseñor Builes (un obispo para el cual «matar liberales era pecado venial»), había sido nombrado obispo, y recibido la Diócesis por tradición más conservadora del país, la de Santa Rosa de Osos.
De los dos curas rebeldes, el uno trabajaba en una fábrica como obrero, para despertar la conciencia dormida del proletariado, y el otro organizaba invasiones de tierras en los barrios pobres de Bogotá, desobedeciendo abiertamente a las jerarquías de la Iglesia. Yo recuerdo una noche en que, con mi mamá y mi papá, fuimos a la cárcel a llevarles unas cobijas a René y a Luis Alejandro, a quienes habían metido presos en La Ladera y se morían de frío en una escuálida celda, acusados de rebelión junto con otros curas del Grupo Golconda, que era un movimiento cercano al pensamiento de Camilo Torres, el cura guerrillero, y que tomaba en serio aquella recomendación del Concilio que aconsejaba la opción preferencial por los pobres. Desde esos días yo comprendí que también dentro de la Iglesia se estaba librando una guerra sorda, y que si en mi casa y en mi cabeza había muchos partidos en pugna, afuera las cosas no eran muy distintas. Algunos de estos curas rebeldes de las comunidades de base, además de oponerse al capitalismo salvaje, estaban en contra del celibato sacerdotal, apoyaban el aborto y el condón, y más tarde estuvieron de acuerdo con la ordenación de las mujeres y el matrimonio homosexual.
Por el lado paterno las cosas no eran tampoco más nítidas. Mi abuelo Antonio, quien había nacido en el seno de una familia también goda y apegada a la tradición, la de Don Abad, uno de los tres supuestos blancos de Jericó (los únicos con derecho a llevar el título de Don), se había atrevido a ser el primer liberal de la familia en más de un siglo de recuerdos, y había tenido que enfrentarse a su propio suegro, Bernardo Gómez, que había sido oficial del ejército conservador en la Guerra de los Mil Días y más tarde senador —y de los más recalcitrantes— por este mismo partido. Siendo coronel había combatido contra el general Tolosa, liberal, de quien la abuela de mi papá decía que «era tan malo que mataba a los conservadores en el mismo vientre de sus madres».
Mi abuelo, para escapar de la órbita conservadora de su familia, y de la Iglesia, se había hecho masón, como un modo de afiliarse a una corporación de mutua ayuda alternativa a la Iglesia, que practicaba el mismo tipo de clientelismo con sus afiliados. A raíz de unas disputas de tierras que tuvo con unas primas, y para alejarse de las habladurías, críticas y chismes de la familia, había jurado sacarse toda la sangre, transfundirse con otra, y cambiarse el apellido Abad por el de Tangarife, que le sonaba menos judío y más árabe (amenaza burlesca que jamás cumplió).
Años después el abuelo, durante la Violencia de mediados de siglo, sería amenazado por los godos chulavitas que, en el norte del Valle, estaban matando a los liberales como él. Don Antonio se había trasladado a la población de Sevilla con toda la familia en la crisis económica de los años treinta. El viaje a caballo, con doña Eva, mi abuela, embarazada, y con él atormentado por una úlcera péptica, había sido un martirio de días que mi papá recordaba como un éxodo bíblico con llegada feliz a la Tierra Prometida, el Valle del Cauca, una región «donde no existía el Diablo». Allí el abuelo, después de muchos sacrificios, con el sudor de su frente, había llegado a ser notario, y había logrado amasar nuevamente una cierta fortuna, representada en fincas de café y de ganadería.
En Sevilla había hecho mi papá casi todos sus años de colegio. Él había salido de Jericó mientras cursaba tercero de primaria, pero al llegar a Sevilla el abuelito le dijo que habían conversado tanto en el camino, y que su hijo era tan inteligente, que podía matricularlo en quinto, y así lo hizo. En Sevilla terminó sus años de primaria y secundaria. Durante el bachillerato en el Liceo General Santander, se hizo buen amigo del rector del colegio, un célebre exiliado ecuatoriano que había sido varias veces presidente de su país, el doctor José María Velasco Ibarra, y mi papá siempre declaró que éste había sido una de sus más importantes influencias políticas y vitales. Sus amigos de la primera juventud eran también vallunos, de Sevilla, pero en los años de la Violencia de mediados de siglo se los fueron matando a todos uno por uno, por liberales.
Cuando mi papá, después de estudiar Medicina en Medellín, y de especializarse en Estados Unidos, volvió a Colombia y empezó a trabajar en el Ministerio de Salud como jefe de la Sección de Enfermedades Transmisibles, toda su familia vivía aún en Sevilla. Siendo presidente de Colombia el conservador Ospina Pérez, mi papá tuvo la idea del año rural obligatorio para todos los médicos recién graduados y redactó el proyecto de ley que convirtió en realidad esta reforma. Casi al mismo tiempo, en la misma Sevilla, y a principios de la Violencia, empezaron a caer asesinados sus mejores amigos de juventud, sus compañeros del Liceo General Santander.
A raíz de estos crímenes, pero sobre todo después de la trágica muerte de uno de sus cuñados, el esposo de la tía Inés, Olmedo Mora, que se mató mientras huía de los pájaros del partido conservador, mi papá y el abuelo resolvieron que había que abandonar Sevilla y refugiarse en Medellín, donde la ola de violencia era menos aguda. Don Antonio tuvo que malvender lo que había amasado en más de veinte años de trabajo y volver a Antioquia a empezar de nuevo con más de 50 años de edad. Mi papá, después de renunciar a su puesto en el Ministerio de Salud, con una carta furibunda (y en su tradicional tono de conmoción romántica) donde decía que no iba a ser cómplice de las matanzas del régimen conservador, tuvo la suerte de que lo nombraran en un cargo de asesoría médica para la Organización Mundial de la Salud, en Washington, Estados Unidos. Ese exilio afortunado lo salvó de la furia reaccionaria que mató a cinco de sus mejores amigos del bachillerato y a cuatrocientos mil colombianos más. Desde ese tiempo mi papá se declaraba «un sobreviviente de la Violencia», por haber tenido la fortuna de estar en otro país durante los años más crudos de la persecución política y las matanzas entre liberales y conservadores.
La ebullición y las tensiones ideológicas continuarían también en la generación de los hijos de mi abuelo Antonio (y después en sus nietos), pues entre ellos, si mi papá le había salido de un liberalismo mucho más radical que el suyo, de corte socialista y libertario, otro de sus hijos, mi tío Javier, acabó siendo ordenado en Roma como cura del Opus Dei, la orden religiosa más derechista del momento, ésa que, en contradicción con el Concilio, parecía haberse inclinado por una opción preferencial por los ricos.
Esta lucha entre la tradición católica más reaccionaria y la Ilustración Jacobina, aunada a la confianza en el progreso guiado por la ciencia, se seguía viviendo en mi propia casa. Por ejemplo, quizá a raíz de la influencia dejada por la Gran Misión, durante todo el mes de mayo, el de la Virgen, mis hermanas, las muchachas, la monjita y yo hacíamos procesiones por todos los rincones de la casa. Poníamos una pequeña estatua de la Virgen del Perpetuo Socorro que tío Joaquín le había traído a mi mamá de Europa, encima de una bandeja de plata, sobre una carpeta de crochet, la rodeábamos de flores cortadas en el patio, y con velas y cantos que la monja entonaba («El 13 de mayo la Virgen María / Bajó de los cielos a Cova de Iría. / Ave, Ave, Avemaría / Ave, Ave, Avemaría»), recorríamos los corredores y todos los cuartos de la casa, con la Santísima Virgen en andas. Donde entraba la Virgen no penetraría nunca Satanás, y por eso emprendíamos cada semana la procesión desde el fondo, detrás del lavadero y el extendedero de ropas, donde estaban los cuartos del servicio, el de Emma y Teresa y el de Tata, luego el aplanchadero, la cocina, la despensa, el costurero, el rincón chino, la sala, el comedor, y finalmente, uno por uno, los dormitorios del segundo piso. El último cuarto que se visitaba, otra vez abajo, después del garaje y la biblioteca, era «el del doctor Saunders», que era protestante, pero nadie lo veía por eso con malos ojos, aunque la hermanita Josefa soñaba con poderlo convertir a la única fe verdadera, la religión Católica, Apostólica y Romana.
Yo participaba en esas procesiones, pero por las tardes mi papá contrarrestaba con la enciclopedia y con sus palabras y lecturas mi adiestramiento diurno. Como en una lucha sorda por apoderarse de mi alma, yo pasaba de las tenebrosas cavernas teológicas matutinas a los reflectores iluministas vespertinos. A esa edad en que se forman las creencias más sólidas, las que probablemente nos acompañarán hasta la tumba, yo vivía azotado por un vendaval contradictorio, aunque mi verdadero héroe, secreto y vencedor, era ese nocturno caballero solitario que con paciencia de profesor y amor de padre me lo aclaraba todo con la luz de su inteligencia, al amparo de la oscuridad.
El mundo fantasmal, oscurantista, alimentado durante el día, poblado de presencias ultraterrenas que intercedían por nosotros ante Dios, y territorios amenos o terribles o neutros del más allá, se convertía en las noches, para mi descanso, en un mundo material y más o menos comprensible por la razón y por la ciencia. Amenazante, sí, pues no podía dejar de serlo, pero amenazante solamente por las catástrofes naturales o por la mala índole de algunos hombres. No por los intangibles espíritus que poblaban el universo metafísico de la religión, no por diablos, ángeles, santos, ánimas y espíritus extraterrestres, sino por los palpables cuerpos y fenómenos del mundo material. Para mí era un alivio dejar de creer en espíritus, ánimas en pena y fantasmas, no tenerle miedo al Diablo ni sentir temor de Dios, y dedicar mis ansias, más bien, a cuidarme de las bacterias y de los ladrones, a quienes al menos uno se podía enfrentar con un palo o con una inyección, y no con el aire de las oraciones.
—Ve a misa tranquilo, para que tu mamá no sufra, pero todo eso es mentira —me explicaba mi papá—. Si hubiera Dios de verdad, a Él le tendría sin cuidado que lo adoraran o no. Ni que fuera un monarca vanidoso que necesita que sus súbditos se le arrodillen. Además, si de verdad fuera bueno y todopoderoso, no permitiría que ocurrieran tantas cosas horribles en el mundo. No podemos estar completamente seguros de si hay Dios o no, y tampoco podemos estar seguros de que Dios, en caso de existir, sea bueno, o al menos bueno con la Tierra y con los hombres. Quizá para Él nosotros seamos tan importantes como los parásitos para los médicos o como los sapos para tu mamá.
Y yo sabía muy bien que en parte la vida de mi papá estaba dedicada a luchar contra los parásitos, a exterminarlos, y que mi mamá les tenía a los sapos una fobia secreta e histérica por la que en la casa estaba prohibido incluso pronunciar la palabra que designaba a ese batracio.
Si la hermanita Josefa me leía la tristísima historia de Genoveva de Brabante, que me hacía llorar como un ternero, y los relatos piadosos de otras terribles santas martirizadas de todo el santoral, mi papá me leía poemas de Machado, de Vallejo y de Neruda sobre la Guerra Civil española; me contaba los crímenes cometidos por la Santa Inquisición contra las pobres brujas —que brujas no podían ser, porque brujas no hay, ni conjuros que sirvan—, la quema del desventurado monje Giordano Bruno, sólo por sostener que el Mal no existía puesto que Todo era Dios y quedaba impregnado de la bondad de Dios, y las persecuciones de la Iglesia a Galileo y a Darwin, por haber quitado del centro del Universo a la Tierra y del centro de la Creación al Hombre, que ya no estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, sino a imagen y semejanza de los animales.
Cuando yo le contaba de las torturas y sufrimientos de las santas que me había leído por la tarde la monja, con terribles hogueras, violaciones carnales y senos cercenados, mi papá sonreía y me decía que si bien era cierto que los mártires de los primeros años del Cristianismo habían sufrido un martirio heroico, pues se dejaban matar por los romanos con tal de defender la cruz, y la idea del Dios único contra los múltiples dioses paganos, y aunque fuera admirable, tal vez, que hubieran soportado con ánimo impasible el martirio del fuego, de los leones o de las espadas, su heroísmo, en todo caso, no había sido superior ni más doloroso que el de los indios martirizados por los representantes de la fe cristiana. La saña y la violencia de los cristianos en América no habían sido inferiores a las de los romanos contra ellos en la vieja Europa. Cuando los cristianos habían masacrado a los indios o combatido a los herejes y paganos, lo habían hecho con el mismo salvajismo romano. En nombre de esa misma cruz por la que habían padecido martirio, los conquistadores cristianos martirizaron a otros seres humanos, y arrasaron con templos, pirámides y religiones, mataron dioses venerados, y desaparecieron lenguas y pueblos completos, con tal de extirpar ese mal representado por comunidades con otro tipo de creencias ultraterrenas, generalmente politeístas. Y todo esto para imponer con odio la supuesta religión del amor al prójimo, el Dios misericordioso y la hermandad entre todos los hombres. En esa danza macabra en que las víctimas de la mañana se convertían en los verdugos de la tarde, las opuestas historias de horrores se neutralizaban y yo sólo confiaba, con el optimismo que me transmitía mi papá, en que nuestra época fuera menos bárbara, una nueva era —casi dos siglos después de la Revolución Francesa— de real libertad, igualdad y fraternidad, en la que se tolerarían con ánimo sereno todas las creencias humanas o religiosas, sin que por esas diferencias hubiera que matarse.
Aunque me contara las historias vergonzosas del cristianismo guerrero para comentar las torturas padecidas por sus mártires, mi papá no había dejado de sentir un profundo respeto por la figura de Jesús, pues no encontraba nada moralmente despreciable en sus enseñanzas, salvo que eran casi imposibles de cumplir, sobre todo para los católicos recalcitrantes —tan hipócritas—, quienes por lo tanto vivían en la más honda de las contradicciones vitales. También le gustaba la Biblia, y a veces me leía pedazos del libro de los Proverbios, o del Eclesiastés, y aunque le parecía que el Nuevo Testamento era mucho menos buen libro que el Antiguo, literariamente hablando, reconocía que moralmente, en los Evangelios, había un salto hacia adelante y un ideal de comportamiento humano mucho más avanzado que el que se desprendía del más bello, pero mucho menos ético. Pentateuco, donde estaba permitido azotar a los propios esclavos, si se portaban mal, hasta provocarles la muerte.
Había muchas otras lecturas en la casa, pías y profanas. Mi papá, aunque a veces compraba la revista Selecciones (y me leía la sección que se llamaba «La risa, remedio infalible»), se saltaba las partes donde hablaban pestes del comunismo, con sórdidos ejemplos del gulag, porque no quería creer en eso y le parecía pura propaganda, y más bien me regalaba, para compensar, libros editados en la Unión Soviética. Recuerdo al menos tres: El universo es un vasto océano, de Valentina Tereshkova, la primera astronauta mujer; otro de Yury Gagarin, donde el pionero del espacio decía que se había asomado al vacío sideral y allí tampoco había visto a Dios (lo cual para mi papá era una demostración boba y superficial, pues bien podía Dios ser invisible); y el más importante, que mi papá me leía explicándome cada párrafo. El origen de la vida, de Aleksandr Oparin, donde se relataba de otra manera la historia del Génesis, y sin intervención divina, de modo que yo pudiera resolver con explicaciones científicas las primeras preguntas sobre el Cosmos y los seres vivos, con un químico Caldo Primordial bombardeado por radiaciones estelares durante millones de años, hasta que al fin habían surgido por accidente o por necesidad los primeros aminoácidos y las primeras bacterias, en el lugar que antes había ocupado el poético Libro con los siete días de milagrosos relámpagos y repentinos descansos de un ser Todopoderoso que, misteriosamente, se cansaba como si fuera un labrador. Todavía conservo estos libros, firmados por mí en 1967, con esa incierta caligrafía de los niños que apenas están aprendiendo a escribir, y con la firma que usé durante toda la infancia: Héctor Abad III Me la había inventado para terminar las cartas que le mandaba a mi papá durante sus viajes a Asia, y le daba esta explicación: «Héctor Abad III, porque tú vales por dos».
A raíz de las conversaciones con mi papá (más que por las lecturas, que yo no era capaz de entender todavía), en el colegio, a veces en secreto y a veces públicamente, yo me alineaba con los rusos en una hipotética guerra contra los americanos. Claro que esta fe compartida me duró poco, pues liando a mi papá lo invitaron a hacer un viaje por la Unión Soviética, a principios de los años setenta, y comprobó que la propaganda de Selecciones tenía mucho de verdad, regresó con una desilusión absoluta sobre los logros del «socialismo real», y sobre todo escandalizado con los niveles insoportables del Estado Policial y sus atentados imperdonables contra la libertad individual y los derechos humanos.
—Vamos a tener que hacer un socialismo a la latinoamericana, porque lo que es el de allá, es espantoso —decía mi papá, aunque con cierto pesar de tenerlo que reconocer.
Él creía sinceramente que el futuro del mundo tenía que ser socialista, si queríamos salir de tanta miseria e injusticia, y en algún momento —hasta su viaje a Rusia— pensó que el modelo soviético podría ser el bueno. Esta creencia suya, opuesta a la de mi mamá (que cuando estuvo en La Habana viendo la revolución cubana, con buena rima les dijo que ella prefería la revolución mexicana), se reflejaba hasta en las cosas más simples y cotidianas. Cuando yo tenía un año, era un bebé calvo, blanco y rechoncho, y mi papá y mi mamá discutían a quién me parecía más: ella aseguraba que yo era casi igual a Juan XXIII, el Papa del momento, y él en cambio sostenía que me parecía más a Nikita Kruschev, el Secretario General del Partido Comunista Soviético. Mi mamá debió de ganar la discusión pues la finca donde pasamos las vacaciones de ese año no terminó llamándose el Kremlin, sino Castelgandolfo.