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MI MAMÁ era la hija del arzobispo de Medellín, Joaquín García Benítez. Ya sé que esta frase puede parecer una blasfemia, porque los curas católicos —al menos en esos años— practicaban el celibato, y el arzobispo era más célibe y riguroso que cualquiera de ellos. En realidad mi mamá no era la hija, sino la sobrina del arzobispo, pero como era huérfana, se había criado con él buena parte de su infancia y juventud, y siempre decía que tío Joaquín había sido como un padre para ella. Nosotros vivíamos en una casa común y corriente por Laureles, pero mi mamá se había criado «en Palacio» con tío Joaquín, en la casa más grande y ostentosa del centro de la ciudad, el Palacio Amador, según el apellido del comerciante rico que la había construido a principios de siglo para su hijo, trayendo los materiales de Italia y los muebles de París. Una casona que compró la Curia cuando se murió el rico heredero, y la rebautizó «Palacio Arzobispal». Tío Joaquín era grande y pausado, como un buey manso, hablaba con una erre gutural, a la francesa, y tenía una barriga tan prominente que habían tenido que abrirle una muesca circular a la cabecera de la mesa, donde él se sentaba, para que estuviera a sus anchas en el comedor.
Había en su pasado una historia legendaria, de cuando había estado trabajando en México, en los años veinte del siglo pasado, como fundador de un nuevo seminario, en Xalapa, del que fue prefecto general, además de profesor de Sagrada Teología, Latín y Castellano. Según se contaba en la casa, durante la guerra cristera —ésa que se desató entre el gobierno de México y miles de católicos recalcitrantes azuzados por el Vaticano contra la Constitución de 1917— tío Joaquín había salido huyendo del seminario (donde algunas monjas habían sido ultrajadas) y se había refugiado en Papantla. Allí lo cogieron preso y fue condenado a muerte, pero estando frente al pelotón de fusilamiento le conmutaron la pena, por ser extranjero, a cambio de veinte años de prisión. No se sabe bien cómo logró huir de la cárcel, pero fue apresado de nuevo en Papantla, por el general Gabriel Gaviria, seguidor de Pancho Villa, y llevado a una penitenciaría. Huyó también de allí, con ayuda de unas beatas, y se decía que había llegado a La Habana, donde su hermano era cónsul, en una barca de remos de la que se apoderó en Veracruz con otros curas perseguidos. Según se contaba, habían atravesado el Golfo de México a punta de remo, remontando las olas bravías del mar Caribe por sus propias fuerzas.
Cuando se refería al palacio y al tío, mi mamá suprimía los artículos y decía siempre Palacio (uno podía oír las mayúsculas), y Tío Joaquín. Por ejemplo, cuando ella y la cocinera, Emma, hacían algo especial en la cocina, digamos un complicadísimo helado de zapote, unos eternos tamales santandereanos, unas laboriosas ensaladas de espárragos con jugo de curuba, o un elaborado licor de mandarina que había que enterrar en tinajas de barro durante cuatro meses, mi mamá decía: «Ésta es una receta de Palacio». Mi papá se burlaba:
—¿Por qué será que cuando éramos novios y vivías en el Palacio Arzobispal a mí lo más sofisticado que me dieron fue dulce de moras con leche? —Y soltaba su carcajada de siempre.
El arzobispo, al final de su vida, fue perdiendo poco a poco la memoria. A veces, en la catedral, se le iba el santo al cielo y se saltaba partes de la misa o, todavía peor, después de la elevación, sin darse cuenta, se quedaba en blanco, daba vuelta atrás y volvía a empezar: In nomine Patris et filii… En ese tiempo las misas se oficiaban de espaldas a los fieles y se decían todavía en latín, porque eran los años anteriores al Concilio. Algunos feligreses sufrían por su pastor y otros se reían de él. Los curas que le ayudaban en la Arquidiócesis se aprovechaban de sus vacíos de memoria. Una vez un secretario, que también detestaba a mi papá, le pasó una carta para firmar. Tío Joaquín firmó el papel sin leerlo, porque confiaba en su subalterno y creía que era un documento rutinario. Resultó ser un comunicado en el que atacaban a mi papá por sus actividades en los barrios de Medellín, evidentemente socialistas, y por sus artículos «incendiarios» en los periódicos, «llenos de máximas irreligiosas y opuestas a las sanas costumbres, aptas para destruir la moral en mentes todavía carentes de juicio, y tósigos mortales e impíos que con su ánimo revoltoso incitan al levantamiento del pueblo y al desorden de la nación».
Cuando mi mamá oyó por radio el comunicado en «La Hora Católica», empezó a temblar, con una mezcla de rabia y de temor. De inmediato cogió el teléfono para llamar a su tío y preguntarle por qué había firmado ese ataque tan duro e injusto contra su marido. Tío Joaquín no tenía ni la más remota idea de lo que había firmado. Aunque nunca estaba de acuerdo con lo que mi papá decía o escribía, pues él era un obispo de los chapados a la antigua, y muy intransigente en todas las materias (prohibía películas porque se veía un tobillo, y vetaba, so pena de excomunión, la visita a la ciudad de actrices y cantantes), no iba a cometer la impertinencia de amonestar en público a alguien que, bien mirado, era su yerno.
Al ver su firma estampada en ese comunicado (con el que estaba de acuerdo, aunque no lo quisiera publicar así) se sintió traicionado, y se indignó tanto que a los pocos días resolvió redactar su carta de renuncia a la Arquidiócesis. Algunos meses después llegó de Roma la aceptación, que el Papa demoró un poco, y él se retiró a la casa de mi abuela, con una honda sensación de fracaso y desconsuelo. El arzobispo, al salir, no tenía ni un peso, pues era uno de los pocos obispos que practicaban en serio los votos no sólo de castidad sino también de pobreza, y por eso tuvo que irse a vivir donde mi abuela, hasta que un grupo de personas pudientes de Medellín le compraron una casa en la calle Bolivia, donde se fue a vivir con su hermano y secretario, tío Luis. Y ahí, poco a poco, se fue olvidando de todo, hasta de su propio nombre. La cabeza se le quedó en blanco, dejó de hablar, y al cabo de poco tiempo se murió, exactamente un mes antes de que yo naciera, después de estar en perfecto silencio durante varios meses.
El día de su muerte, mi abuela le regaló a mi papá el reloj de bolsillo del señor arzobispo, un reloj labrado en oro, marca Ferrocarril de Antioquia, pero hecho en Suiza, que yo conservo todavía, pues mi mamá me lo dio el día que mataron a mi papá, y que pasará como un testimonio y un estandarte (aunque no sé de qué) a mi hijo, el día que yo me muera.