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MI PAPÁ y yo nos teníamos un afecto mutuo (y físico, además) que para muchos de nuestros allegados era un escándalo que limitaba con la enfermedad. Algunos de mis parientes decían que mi papá me iba a volver marica de tanto consentirme. Y mi mamá, quizá por compensar, trataba de preferir a mis cinco hermanas, y de tratarme a mí con un rigor justiciero (nunca injusto para bien ni para mal, siempre ecuánime), dedicándoles mucho más tiempo y atención a ellas que a mí. Tal vez el hecho de haber sido el único hijo varón, y el quinto de la casa, haya provocado la predilección de mi papá, o quizá sea más bien al revés, mi predilección por él lo llevó a preferirme, porque los padres no quieren igual a todos los hijos, aunque lo disimulen, sino que en general quieren más, precisamente, a los hijos que más los quieren a ellos, es decir, en el fondo, a quienes más los necesitan. Además (nunca voy a decir que él era perfecto), en su predilección por mí, sobre todo en el hecho de que me dedicara mucho más tiempo de conversación seria y de enseñanza a mí, cometía un acto de injusticia y de profundo machismo con algunas de mis hermanas.
Los demás parientes, aunque no creo que el asunto les importara mayor cosa, tendían a ver todo esto con malos ojos. La cuadra donde vivíamos estaba colonizada por la familia Abad. Nosotros vivíamos en la esquina de arriba de la calle 34A con la 79; enseguida estaba la casa del tío Bernardo, después la del tío Antonio, y en la otra esquina, en la carrera 78, la casa de los abuelos paternos, Antonio y Eva, que vivían con una hija viuda, la tía Inés, y con otra hija soltera, la tía Merce, más otros parientes lejanos que se quedaban ahí por temporadas: el primo Martín Alonso, que venía de Pereira y era un artista hippie y marihuanero que después escribió dos novelas amenas; el tío Darío, cuando su esposa lo abandonó; los primos Lyda y Raúl, antes de casarse; los primos Bernardo, Olga Cecilia y Alonso, que eran huérfanos, y otros así.
Ni mis tíos ni mi abuelo —que yo recuerde— besaron nunca a sus hijos varones, o sólo ocasionalmente, porque eso no se usaba en estas duras y austeras montañas de Antioquia, donde no es blando ni el paisaje. Mi abuelo había criado a mi papá sin muestras exteriores de cariño, con rejo y mano dura, y así mismo se portaban los tíos con mis primos varones (con las mujeres eran un poco menos ásperos). A mi papá no se le olvidaba la vez en que el abuelo le había pegado con las mismas riendas de cuero del caballo que lo había tumbado, diez fustazos, «a ver si aprende a montar como un hombre» ni las veces que lo mandaba a los potreros, a media noche, a traer las bestias a la casa, inútilmente, sólo para combatir su miedo a la oscuridad «y templarle el carácter». No había mimos ni caricias entre ellos, ningún asomo de condescendencia, y si se llegaba a alguna expresión de afecto fraterno, ésta estaba reservada para el último día del año, al final de la marranada y la fritanga, y después de una tanda de aguardientes tan larga que conseguía ablandar el corazón. Todos, entre ellos, se trataban de Usted, y había como una distancia ceremonial en su manera de hablar. La expresión del afecto entre hombres entraba en el terreno de la cursilería o de la mañeada, y sólo estaban permitidas las grandes palmadas y los madrazos, como la mayor muestra cariño. La abuelita Eva decía que era «completamente imposible educar niños sin el rejo y sin el Diablo», y así se lo hacía saber a mi mamá, que no usaba ni lo uno ni lo otro. Mi abuelo a veces comentaba sobre mí: «A este niño le falta mano dura». Pero mi papá le respondía: «Si le hace falta, para eso está la vida, que acaba dándonos duro a todos; para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo no le voy a ayudar».
Si lo pienso bien, creo que el abuelo Antonio no era menos consentido que yo, dijera lo que dijera. A veces yo pasaba a su casa los domingos, o los lunes por la tarde, a recoger la remesa, que era un bulto de productos que él le traía de la hacienda en Suroeste a cada uno de sus hijos: yucas, limones, huevos, quesitos envueltos en hojas de bijao, y sobre todo toronjas, montones de toronjas a las que mi abuelo les decía pamplemusas y les atribuía poderes milagrosos y sobre todo —más tarde lo supe— afrodisíacos. Yo llegaba por la remesa y muchas veces encontré a la abuelita Eva, arrodillada frente a él, quitándole los zapatos. Siempre hacía lo mismo, a mañana y tarde, cuando él volvía de la Feria de Ganados, donde trabajaba como intermediario, o de su oficina de ganadero: se arrodillaba frente a él, le quitaba los zapatos y le ponía las pantuflas, como en un rito rutinario de sumisión. La abuelita Eva también tenía que sacarle la ropa por la mañana, y ponérsela encima de la cama, en el mismo orden en que el abuelo se vestía: los calzoncillos, las medias, la camisa, los pantalones, la correa, la corbata, el saco y el pañuelo blanco. Y si algún día se le olvidaba sacarle la ropa —o la ponía en un orden equivocado— el abuelo se enfurecía y se quedaba en pelota gritando que qué se iba a poner ese día, carajo, que qué podía esperarse de una esposa que ni siquiera sabía sacarle la ropa.
Todos los hijos y los nietos le teníamos un respeto mezclado con miedo al abuelito Antonio. Él medía como 1,85 y era la persona más rica, más alta y más blanca de la familia. Le decían el Mono Abad, porque era rubio y tenía los ojos azules. El único que no le tenía miedo, y el único capaz de contestar a sus frases terminantes, era mi papá, tal vez por ser el hijo mayor, y el que más se había destacado en los estudios y en el trabajo. Entre ellos había un trato distante, como si algo se hubiera roto en el pasado de ambos. Es más, creo que en la forma perfecta como mi papá nos trataba, había una protesta muda por el trato que él había recibido del abuelo, y al mismo tiempo el propósito deliberado de jamás tratar a sus hijos como lo habían tratado a él. Cuando yo recogía la remesa e iba saliendo con el bulto de yucas, quesitos y pamplemusas, mi abuelito me llamaba, «¡M’hijito, venga!», sacaba un monedero de cuero que llevaba en el bolsillo, empezaba a resoplar medio cerrando la boca, buscaba meticulosamente las monedas más pequeñas, y me entregaba dos o tres, sin dejar de resoplar con una respiración angustiada: «Para que se compre alguna cosa, m’hijito; o mejor todavía, pa’ que ahorre». El abuelito había ahorrado toda la vida y había hecho una cierta fortuna con su hacienda ganadera en Suroeste, y con animales que tenía repartidos a utilidad en fincas de terratenientes de la Costa. Cuando completó mil novillos de ceba hizo una gran fiesta con frisoles, aguardiente y chicharrones para todo el que se quisiera arrimar. Cuando se murió, nunca supimos dónde estaban sus mil novillos de ceba; mis tíos ganaderos, los que trabajaban con él en la Feria de Ganados, dijeron que no eran tantos.
Tres o cuatro veces al año yo me iba con el abuelito para La Inés, la hacienda ganadera que él había heredado de sus padres, en Suroeste, entre Puente Iglesias y La Pintada. Nos íbamos en una camioneta Ford roja, al amanecer, con el tío Antonio al volante, yo en la mitad, y el abuelo en la ventanilla. Él llevaba un carriel de piel de nutria, hecho en Jericó, el pueblo donde habían nacido él y mi papá, y siempre, en algún momento del camino, me mostraba el revólver de seis tiros que llevaba ahí adentro, «por si las moscas». El carriel tenía también un bolsillo secreto donde escondía un bulto de billetes para pagarles la quincena al mayordomo y a los peones. Ésa era otra diferencia entre el abuelito y mi papá, pues mientras don Antonio siempre iba armado, mi papá detestaba las armas y nunca en su vida las quiso ni tocar. Cuando en la casa había ruido de ladrones por la noche, mi papá iba al baño, cogía un cortaúñas y salía gritando: «¡qué quieren, a la orden, qué quieren, a la orden!». Y también le picaba la plata en el bolsillo, por lo que nunca le vi fajos de billetes tan grandes. Yo le heredé, o le aprendí, la misma aversión por las armas, y la misma dificultad para guardar la plata, aunque con propósitos más egoístas, sin esa sed de dar, pues prefiero gastármela que regalarla. En la casa de mi abuelo se decía que había dos tipos de inteligencia, la inteligencia «de la buena», y «la otra», que aunque no se dijera que era mala, el juicio quedaba implícito, pues mientras la inteligencia «de la buena» (la que tenían algunos de mis tíos y de mis primos) era la que servía para conseguir plata, «la otra» sólo servía para enredar las cosas y complicarse la vida.
Para llegar a la casa de La Inés había que entrar media hora a caballo, y los peones nos esperaban al borde de la carretera, al lado de un caserón al que le decían «los garajes» —porque ahí se dejaban los carros—, con una recua de mulas, un buey de carga, y un hato de bestias ensilladas. Ellos sabían que todos los jueves tenían que estar ahí desde las diez de la mañana, o si no había viaje, les mandaban razón por radio Santa Bárbara: «Se informa al mayordomo de la hacienda La Inés en Palermo, que este jueves no salga a la carretera, porque don Antonio no va». Cuando íbamos en el camino yo le preguntaba al abuelito Antonio en cuál caballo me iba a montar, y él siempre me contestaba lo mismo:
—En el Toquetoque, m’hijito, en el Toquetoque.
Lo raro, para mí, era que el Toquetoque tenía cada vez un paso y un color distinto, y vine a entender lo que decía mi abuelito mucho tiempo después, cuando me lo explicó el primo Bernardo, que era algo mayor y mucho menos ingenuo que yo:
—¡Bobo! El Toquetoque no existe. Lo que el abuelito quiere decir es que los niños no pueden escoger, sino que se tienen que montar en el caballo que les toque.
Nos quedábamos en La Inés hasta el sábado por la tarde y de día yo era feliz, ordeñando, montando a caballo, contando los animales con la punta del zurriago, viendo cómo castraban terneros y potros, bañaban reses en baños de inmersión para quitarles las garrapatas, untaban de azul de metileno las ubres hinchadas de las vacas, o marcaban novillos con hierros al rojo vivo. También yo me bañaba, sin insecticida, en el chorro de la quebrada, una cascada como de dos metros a la que le decían «el chorro de Papá Félix». Papá Félix era el abuelo de mi abuelo, y el chorro se llamaba con su nombre porque, según la leyenda, él bajaba de Jericó dos veces al año, en Semana Santa y en Navidades, para darse su único par de baños anuales.
Todas esas diversiones diurnas me encantaban, pero al caer la tarde, cuando la luz se iba yendo, me invadía una tristeza sin nombre, una especie de nostalgia por el mundo entero, menos La Inés, y me acostaba en una hamaca a ver caer el sol, a oír el chirrido desolador de las chicharras y a llorar en silencio mientras pensaba en mi papá con una melancolía que me inundaba todo el cuerpo, al mismo tiempo que el abuelito ponía el sonsonete devastador de una emisora de noticias (el Reporter Esso, la Cabalgata deportiva Gillette) que parecía atraer la oscuridad, y resoplaba de calor sentado en una silla en el corredor de la casa, meciéndose interminablemente con el mismo ritmo de mi desesperación.
Cuando acababa de caer la noche mi abuelo mandaba a que prendieran la planta eléctrica, que era una Pelton que se movía con la corriente de la quebrada. Ese tambor de ritmo monótono y constante, que sólo alcanzaba para darles a los bombillos una luz titilante y macilenta, era para mí otra de las imágenes de la tristeza y el abandono. A esa enfermedad terrible de los niños que sienten la ausencia de sus padres, en mi ciudad, se la llamaba mamitis, pero yo en secreto le daba otro nombre, mucho más preciso para mí: papitis. En realidad a mí la única persona que me hacía falta en la vida, hasta hacerme llorar en esos largos y tristes crepúsculos de La Inés, era mi papá.
Cuando volvíamos a Medellín, el sábado al anochecer, mi papá ya me estaba esperando en la casa del abuelito Antonio. Me recibía con grandes carcajadas, exclamaciones, besos atronadores y abrazos de asfixia. Después del saludo me cogía por los hombros, se ponía en cuclillas, me miraba a los ojos, y me hacía la pregunta que más rabia le podía dar al abuelo:
—Bueno, mi amor, dime una cosa: ¿cómo se portó el abuelito?
No le preguntaba al abuelo cómo me había manejado yo, sino que era yo el juez de esos paseos. Mi respuesta era siempre la misma, «muy bien» y eso atenuaba la indignación del abuelito. Pero una vez yo —un niño de siete años— levanté la mano abierta al frente de mi cuerpo y la moví de un lado a otro, en ese gesto que indica más o menos.
—¿Más o menos? ¿Por qué? —preguntó mi papá abriendo los ojos, entre asustado y divertido.
—Porque me obligó a tomarme la mazamorra.
El abuelito resoplaba indignado, y me decía una verdad que tengo que aceptar y que toda la vida ha sido uno de mis peores defectos: «¡Malagradecido!». Pero mi papá no le daba la razón sino que soltaba una carcajada feliz, me cogía de la mano y nos íbamos muy contentos para la casa, a leer en la biblioteca, o me llevaba a El Múltiple a comer un helado de vainilla con pasas, «para que se te olvide el sabor de la mazamorra». Después, al llegar a la casa, les contaba a mis hermanas mi gesto con el abuelito, y movía la mano tiesa de un lado a otro, riéndose a las carcajadas de la cara de indignación que había puesto don Antonio. En mi casa nunca me obligaron a comerme nada y hoy en día como de todo. Menos mazamorra.