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DURANTE mi infancia y primera juventud, en los años sesenta y setenta, mi papá estuvo enfrentado muchas veces con las directivas de la Universidad por motivos ideológicos. Claro que yo esto ni lo entendía ni lo percibía directamente; pero las conversaciones entre mi papá y mi mamá, en el comedor y en el cuarto, eran interminables y tensas. Ella lo apoyaba en todo, con firmeza, le ayudaba a aguantar las persecuciones más injustas y le sugería estrategias diplomáticas de supervivencia. Pero llegaba un momento en que todo fracasaba y mi papá tenía que marcharse para largos viajes, viajes incomprensibles para mí, y con consecuencias muy dolorosas, que yo no entendía, y que sólo pude dilucidar bien al cabo de los años.
En esos decenios tuvo que soportar, una y otra vez, la persecución de los conservadores, que lo consideraban un izquierdista nocivo para los alumnos, peligroso para la sociedad y demasiado librepensador en materia religiosa. Y después, desde finales de los setenta, tuvo que aguantar también el macartismo, las burlas despiadadas y las críticas incesantes de los izquierdistas que reemplazaron a los conservadores en ciertos mandos del claustro, quienes lo veían como un burgués tibio e incorregible porque no estaba de acuerdo con la lucha armada. Recuerdo que mi papá, en el período de transición, cuando la izquierda reemplazó a la derecha en la Universidad, y cuando él más que nunca predicaba la tolerancia de todas las ideas, y el mesoísmo en filosofía (una palabra que él había inventado para defender el justo medio, el antidogmatismo y la negociación) repetía mucho la siguiente frase, quizá citando a alguien que no recuerdo: «Aquéllos a quienes los güelfos acusan de gibelinos, y los gibelinos acusan de güelfos, esos tienen la razón».
Le pareció grotesco cuando los marxistas quisieron convertir y convirtieron la vieja capilla de la ciudad universitaria en un laboratorio, y luego en un teatro, pues si bien la Universidad debía ser laica, había nacido religiosa, es más, había nacido en un convento, y por lo tanto respetar (en vista de que la mayor parte de los profesores y de los estudiantes eran creyentes) un sitio de culto, no era una claudicación de ese ideal laico, sino la confirmación de un credo liberal y tolerante que admitía toda manifestación intelectual de los hombres, sin excluir las religiosas, y poco tendría de malo que la universidad albergara también un templo budista, una sinagoga, una mezquita y una capilla de masones. Todo fundamentalismo era para él pernicioso, y no sólo el de los creyentes, sino también el de los no creyentes.
Pero a principios de los sesenta, cuando yo tenía apenas tres o cuatro años, la pelea era con los representantes de la extrema derecha, como volvería a serlo en los años ochenta. Hacia 1961, mi papá tuvo su primer conflicto grave con ellos, que en ese momento eran nada menos que las más altas jerarquías de la Universidad de Antioquia, la Alma Mater donde se había formado y donde trabajó como profesor, pese a todo, hasta el último día de su vida. El rector, Jaime Sanín Echeverri, de talante conservador (si bien con los años limaría sus filos más agudos hasta llegar a una vejez menos fanática), y sobre todo el decano de la Facultad de Medicina, Oriol Arango, empezaron a perseguirlo con el propósito, no muy oculto, de que renunciara a su cátedra. En algún momento hubo un paro de maestros públicos y mi papá apoyó la huelga con artículos e intervenciones en la radio y en la plaza. A raíz de este apoyo recibió una carta del decano, el doctor Arango, en la que lo regañaba así:
«Cuando asumí las funciones de decano, usted y yo convinimos en la necesidad de librar a la Cátedra de Medicina Preventiva, para bien de la Facultad, de lo que usted llamaba el “bad will” y yo el sambenito de comunista. Agradecí su promesa de no ahorrar esfuerzo alguno suyo para esta necesaria campaña. Pero ahora he recibido numerosas informaciones sobre su actuación en la tribuna pública y en la radio, dentro de un reciente movimiento que degeneró en un paro ilegal. En casos como éste se basan las dudas sobre si en su Cátedra se está haciendo labor puramente universitaria, o se está tratando de agitar a las masas. Su actitud no se compagina con la posición de Profesor Universitario y estimo llegado el momento de definirse y escoger entre dedicarse por entero a la docencia o a actividades ajenas a ella».
La respuesta de mi papá, después de informarle al decano sobre algunas labores que estaba emprendiendo en un pueblo cercano a Medellín con un filántropo norteamericano (se refería, sin nombrarlo, al doctor Saunders), de práctica efectiva, útil y real de la Salud Pública, traía las siguientes reflexiones:
«Debo manifestar a usted, muy respetuosamente, que nunca he entendido mi posición profesoral como renuncia a mis derechos de ciudadano y a la libre expresión de mis ideas y opiniones en la forma en que lo crea conveniente. Hasta ahora, en los cinco años de Cátedra Universitaria en esta Facultad, es la primera vez que esto trata de prohibírseme. Bajo los dos anteriores decanatos he escrito en la prensa y he emitido mis opiniones en la radio, y aunque es posible que esto sea lo que haya causado el “bad will” (entre ciertos sectores) en relación con esta Cátedra, no tengo el más mínimo arrepentimiento por haberlo hecho, pues creo que he tenido siempre por mira el bien público, y que siendo la Cátedra que dirijo esencialmente de servicio general y de contacto con la realidad colombiana, no me podría aislar y aislar a los estudiantes, en una torre académica de marfil, siendo que, al contrario, debería entrar de lleno en contacto con los reales problemas colombianos, no con los futuros y pasados, sino también con los presentes, para que la universidad no siga siendo un ente etéreo, aislado de las angustias de la gente, de espaldas al medio y sostenedora de los viejos métodos y privilegios que han mantenido en la Edad Media de la injusticia social al pueblo colombiano.
»Ayer no más, sobre el lomo de un caballo, y con el presidente de una asociación americana de servicio social, visitaba a nuestros siervos campesinos que no tienen agua, ni tierra, ni esperanza. Pensaba venir a contar esto a los estudiantes y al público en general, e invitarlos a que fueran a conocerlos para que pudiéramos idear mejores métodos para remediar tan lamentables circunstancias. Si estas ideas son incompatibles con el profesorado, usted puede resolver lo que a bien tenga, señor decano, pero no pienso renunciar a ellas por ninguna presión económica o política que sobre mí se ejerza, ni pienso abandonarlas, melancólicamente, después de haber luchado toda la vida por ellas y por mi derecho a expresarlas».
La respuesta ya no fue del decano, sino del Consejo Directivo de la Universidad. El rector, los decanos todos, el representante del presidente de la República, del ministro de Educación, de los profesores, de los ex rectores, de los estudiantes, todos por unanimidad apoyaron la posición del doctor Arango. Mi papá volvió a responderles con mucha vehemencia, pero vio que su espacio en la Universidad se hacía angosto, y que todos los ojos estaban puestos sobre él para despedirlo en cualquier momento con el pretexto más fútil que pudieran encontrar. Fue entonces, hacia el año 63 o 64, cuando empezaron las repetidas «licencias» que mi papá pidió para no verse sometido a una destitución repentina.
Para esquivar el temporal, como los aviadores que rodean un cumulus nimbus en forma de yunque, y retornan un poco más adelante a la ruta establecida, rodeando la tormenta, mi papá (que en los primeros años de su experiencia como médico había trabajado en Washington, Lima y México como consultor de la Organización Mundial de la Salud), pudo conseguir algunas consultorías médicas internacionales, primero en Indonesia y Singapur, después en Malasia y Filipinas, y para hacerlas pidió varias licencias. Las directivas de la Universidad, felices de deshacerse, así fuera temporalmente, del dolor de cabeza personificado en ese médico revoltoso, se las concedieron de inmediato.
Esos paréntesis de ausencia no eran suficientes para calmar las aguas; al volver encontraba que sus antiguos alumnos (protegidos, recomendados y nombrados como profesores por él mismo) lo recibían con piedras en la mano. Uno en particular, Guillermo Restrepo Chavarriaga, se dedicó a insultarlo y a acusarlo de ser «un demagogo con el estudiantado y un dictador con el profesorado» además de profesar «una filosofía peligrosa y contraria al progreso de la Escuela y de la salud». Mi papá se enteraba de esas acusaciones con asombro y leía esas cartas casi sin poder creer lo que leía. En la misma Escuela de Salud Pública que él había fundado y dirigido pretendían echarlo a las patadas y con las acusaciones más infames. Entonces tenía que volver a pedir alguna asesoría internacional para poder seguir manteniendo a la familia sin tener que renunciar a su dignidad en la Facultad.
Recuerdo que los primeros días, cuando él se marchó para uno de esos viajes, tal vez el primero, de más de seis meses, y que para mí era casi lo mismo que una muerte, yo le rogaba a mi mamá que me dejara dormir en la cama de él, y les pedía a las muchachas que no cambiaran las sábanas ni las fundas de las almohadas, para poder dormirme sintiendo todavía el olor de mi papá. Y me hicieron caso, al menos al principio, hasta que ya las semanas y mi propio cuerpo habían suplantado aquel olor maravilloso, que en mi nariz era el signo de la protección y la tranquilidad.
Una llamada por teléfono desde las antípodas, en esos años, costaba un ojo de la cara, y mi papá sólo podía permitirse una conferencia muy breve, una vez al mes, en la que era imposible que pudiera hablar con los seis hijos y con mi mamá, por lo que se limitaba a hablar cinco minutos con ella, que, a los gritos y entre pitidos y murmullos siderales, atropelladamente, tenía que contarle cómo estábamos todos, uno por uno, y qué novedades había en la familia y en el país. Por supuesto que estaban las cartas, y a cada uno de los hijos nos llegaban muchas, por separado, o en conjunto, todas las semanas. También nosotros le escribíamos, y en el archivo de la casa todavía están algunas de sus respuestas, siempre amorosas y tiernas, llenas de reflexiones y consejos para cada uno de nosotros, con el dolor de la lejanía atemperado por el recuerdo y la constancia de los mejores sentimientos. Yo, de regreso a la desolación de mi cama y de mi cuarto, metía sus postales y sus cartas debajo del colchón, y esas líneas de letras que me traían desde Asia la voz de mi papá, eran mi compañía nocturna y el soporte secreto de mi sueño.
Por algunas de esas cartas que conservo todavía, y por el recuerdo de los cientos y cientos de conversaciones que tuve con él, yo he llegado a darme cuenta de que no es que uno nazca bueno, sino que si alguien tolera y dirige nuestra innata mezquindad, es posible conducirla por cauces que no sean dañinos, o incluso cambiarle el sentido. No es que a uno le enseñen a vengarse (pues nacemos con sentimientos vengativos), sino que le enseñan a no vengarse. No es que a uno le enseñen a ser bueno, sino que le enseñan a no ser malo. Nunca me he sentido bueno, pero sí me he dado cuenta de que muchas veces, gracias a la benéfica influencia de mi papá, he podido ser un malo que no ejerce, un cobarde que se sobrepone con esfuerzo a su cobardía y un avaro que domina su avaricia. Y lo que es más importante, si hay algo de felicidad en mi vida, si tengo alguna madurez, si casi siempre me comporto de una manera decente y más o menos normal, si no soy un antisocial y he soportado atentados y penas y todavía sigo siendo pacífico, creo que fue simplemente porque mi papá me quiso tal como era, un atado amorfo de sentimientos buenos y malos, y me mostró el camino para sacar de esa mala índole humana que quizás todos compartimos, la mejor parte. Y aunque muchas veces no lo consiga, es por el recuerdo de él que casi siempre intento ser menos malo de lo que mis naturales inclinaciones me indican.