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EL PROBLEMA era que cuando él se ausentaba durante meses, yo caía, indefenso, en el oscuro catolicismo de la familia de mi mamá. Me tocaba ir muchas tardes a la casa de la abuelita Victoria, que se llamaba así porque había venido al mundo después de una sarta de seis hermanos, en Bucaramanga, y cuando al fin había nacido el séptimo y último hijo, una mujer, mi bisabuelo, José Joaquín, profesor de castellano y autor de crónicas amenas, había gritado: «¡Al fin, Victoria!», y Victoria se quedó la niña. Mi abuela tenía, pues, un montón de varones devotos por delante, entre sus hermanos, y acabó siendo la hermana del arzobispo Joaquín y la hermana de monseñor Luis García, y la hermana de Jesús García (que se había casado, pero en últimas era más sacerdote que los dos anteriores pues oía tres misas diarias, como si fueran cines, matinal, vespertina y noche, y después de enviudar había dedicado su vida a la devoción y a recordarle a todo el mundo —pues nadie se acordaba— que él había sido ministro de Correos y Telégrafos durante el gobierno de Abadía Méndez, hasta la desastrosa llegada al poder de los liberales, masones y radicales), y la hermana de Alberto, cónsul en La Habana (éste un poco más vividor que sus hermanos, quizá el menos mamasantos de la familia), y la tía de Joaquín García Ordóñez, obispo de Santa Rosa de Osos, y la tía, además, de los dos curas rebeldes que ya he mencionado. René García y Luis Alejandro Currea. Fuera de esta parentela devota y masculina, para completar el cuadro de su entorno católico hasta el tuétano, sus confesores y amigos íntimos eran monseñor Uribe, que llegaría a ser obispo de Rionegro y el más famoso exorcista de Colombia, el padre Lisandro Franky, párroco en Aracataca, y el padre Tisnés, historiador de la Academia, y gracias a todos estos nexos levíticos era además la anfitriona del Costurero del Apostolado, un grupo de mujeres que se dedicaba todas las tardes de los miércoles, de dos a seis, a coser sin sosiego los ornamentos de los curas de la ciudad, gratis para los pobres y caros para los ricos, y cosían, tejían y bordaban albas, cíngulos, estolas, casullas, amitos para cubrir la espalda, purificadores para el altar, palias para pulir el copón, y roquetes para los seminaristas y los monaguillos.

La casa de mi abuela, en la carrera Villa con la calle Bombona, olía a incienso, como las catedrales, y estaba llena de estatuas e imágenes de santos por todas partes, como un templo pagano de diversas devociones y especialidades (el Sagrado Corazón de Jesús, con la víscera expuesta, Santa Ana, enseñándole a leer a la Santísima Virgen, San Antonio de Padua, con su lengua incorrupta predicando a los pájaros, San Martín de Porres protegiendo a los negros, el Santo Cura de Ars en su lecho de muerte), además de unas fotos inmensas del difunto señor arzobispo, con sus lentes de ciego que no dejaban verle los ojos, desperdigadas por las paredes del comedor y de los corredores oscuros y largos. Había también capilla y oratorio, donde tío Luis estaba autorizado a decir misa, y varias cartas enmarcadas en laminilla de oro porque traían la firma del cardenal Pacelli, y luego de Su Santidad Pío XII, nombre que tomó el mismo cardenal, amigo de tío Joaquín, cuando el Espíritu Santo lo hizo nombrar Papa poco antes de la Segunda Guerra Mundial, para desgracia de los judíos y vergüenza de la cristiandad, y entre tantos objetos y devociones e imágenes sagradas, se respiraba un permanente olor a sacristía, a cirio encendido, a terror del pecado y a chismes de convento.

Al caer la tarde, alrededor de la abuela, nos sentábamos todos en el oratorio, mis hermanas y yo, y empezaban a brotar mujeres de todos los rincones de la casa, mujeres parientes y mujeres del servicio y mujeres del vecindario, mujeres siempre vestidas de negro o de café oscuro, como cucarachas, con cachirula en la cabeza y rosario de cuentas en la mano. La ceremonia del rosario la presidía tío Luis con su sotana vieja y brillante, manchada de ceniza, abrumada de plancha, y sus manos estragadas de leproso, con su tonsura en la coronilla blanca, y su estampa de gigante, risueño y furibundo al mismo tiempo, escandalizado y desolado por los rutinarios pecados y los irremediables pecadores que cada tarde tenía que absolver en el confesionario de su apartamento. Esperaba paciente, fumándose un cigarrillo tras otro y chamuscándose los dedos, repitiendo una y otra vez su vieja cantinela de desesperado («¡Ah, cuándo, cuándo llegaremos al Cielo!»), mientras acababan de llegar las mujeres «de adentro», y las de afuera.

Salía Marta Castro, que había sido tísica y de esto le había quedado una tos sorda, seca, permanente, una respiración breve y ansiosa, y que además tenía un ojo nublado, gris tirando a azul, porque una vez bordando una casulla se había chuzado la retina con una aguja, y había perdido el ojo, todo por hacerle el bien a los curas pobres, así le pagaba mi Dios, igual a como le había pagado a tío Luis, que se había ido de capellán para Agua de Dios, el lazareto colombiano, un pueblo de Cundinamarca, y allá había contraído la enfermedad que acabó por matarlo, con la espalda que se le caía a jirones, y los dedos que se le desprendían en pedazos. Una vez mi abuela, cuando él estaba al final de sus días, le estaba tendiendo la cama y de pronto vio, sobre la sábana, suelto, el dedo gordo del pie, y entonces corrió a llamar al médico, pero ya no había nada qué hacer, porque además del mal de Hansen había contraído diabetes y fue necesario cortarle la pierna, primero una y después la otra (y eso mismo le pasó después, aunque no lo crean, también al padre Lisandro, el confesor de mi abuelita, y hubo que cortarle ambas extremidades a causa de la diabetes que por falta de circulación le gangrenó las piernas, como si a ambos les hubiera caído un rayo de fuego desde las alturas en castigo por su devoción, por su celo cristiano y su apostólico celibato), aunque el bacilo de Hansen ya se había encargado de cercenarle a tío Luis los dedos de las manos y dejarle esos muñones terribles con los que iba pasando las cuentas del rosario. Y salía también Tata, claro, la niñera que había sido de mi abuela y de mi mamá, que vivía seis meses en mi casa y seis meses en la casa de mi abuelita, quien, como ya he dicho, era sorda del todo y rezaba el rosario a su propio ritmo, pues cuando nosotros decíamos Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén, ella, sin ritmo ni concierto, al mismo tiempo, entonaba Dios te salve María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre… También a Tata después le sucedió algo terrible pues el mejor cirujano de Medellín, el doctor Alberto Llano, oftalmólogo, la operó de cataratas y mi mamá la cuidaba, no podía moverse de la cama ni levantar la cabeza, mi mamá la lavaba con una toallita para que no se moviera, dos meses de quietud absoluta, porque en ese tiempo la operación se hacía con bisturí y no con láser y la herida era grande, pero una mañana mi mamá le estaba ayudando a cambiarse la piyama, y Tata levantó la cabeza y cuando la levantó mi mamá vio que el ojo se le vaciaba, de la cuenca empezó a chorrear una materia gelatinosa, como un huevo crudo roto, y así mi mamá quedó también con el ojo de Tata en la mano, como antes mi abuela con el dedo gordo de tío Luis gangrenado, una gelatina que olía a podrido, y Tata quedó ciega para siempre, al menos por ese ojo, y por el otro ya no veía nada, sólo luces y sombras, o cosas muy grandes, bultos, pero ya no se atrevía a operarse las cataratas del otro ojo, y para comunicarse con ella mi mamá compró un tablero como los del colegio, y tizas, y para decirle algo se lo tenía que escribir en el tablero con letras inmensas, porque ella no oía y sólo veía bultos grandes como casas, y rezaba y rezaba sin parar, porque ésas eran cosas que mi Dios nos mandaba para probarnos o para hacernos pagar aquí en la tierra, anticipadamente, algunos de los tormentos del Purgatorio, tan necesarios para limpiar el alma antes de poderse hacer merecedora del Cielo.

Y también asistía a veces el Mono Jack, que de fumar y rezar le había dado un cáncer de garganta, y le habían sacado la laringe, por lo que no tenía voz, o hablaba muy raro, como con unos gargarismos que le salían del estómago, y a mis hermanas y a mí nos habían dicho que respiraba por la espalda, como las ballenas, pues le habían hecho un hueco que se comunicaba directo con los pulmones, y entonces al Mono Jack, que también rezaba el rosario con nosotros, no se le oía la voz, sino un borborigmo gangoso atorado en la garganta que ya no tenía, y que por eso se cubría con una pañoletica roja de seda doblada muy elegantemente, y mis hermanas y yo le mirábamos con terror concentrado la parte de atrás de la camisa, para comprobar que ahí, en la mitad de la espalda, se le abultaba con los resoplidos de cada espiración y se le encogía cada vez que tomaba aire, como si fuera un delfín con la nariz en la mitad del lomo. El Mono Jack tenía un solar donde crecían las mejores guayabas de la ciudad, inmensas, y a veces me invitaba a que yo me subiera a los árboles y bajara las guayabas, para que en mi casa o en la casa de la tía Mona hicieran bocadillos de guayaba y dulce de cocas de guayaba y cernido de guayaba y mermelada de guayaba y jugo de guayaba, y lo que más me impresionaba en la casa del Mono Jack era que se mantenía con un pito de árbitro de fútbol colgado del cuello con una cadenita, y cuando quería llamar a su mujer cogía el pito y daba un pitazo durísimo, y la esposa le contestaba desde adentro Ya voy Mono, ya voy, y lo que yo no entendía era por qué no se ponía el pito en la espalda donde tenía el hueco para respirar y por donde le debía salir un surtidor de aire igual al surtidor de agua que les sale a las ballenas jorobadas.

Esos rosarios eran espantosos, como una procesión de feligreses estragados, como una corte de los milagros, como una escena de película de Semana Santa cuando los enfermos y los lisiados, los ciegos y los leprosos se acercaban a Cristo para que los sanara, pues venía también la adúltera, la pecadora, una lejana pariente, una mujer desgraciada y sin nombre, perdida para siempre pues había abandonado a su esposo y a sus hijos, y se había fugado a una finca con otro, una finca ganadera por Montería, hasta que este otro, el concubino, la había repudiado a ella, y entonces ya se quedó sin nada, se quedó sin el pan y sin el queso, decían las mujeres, y había vuelto, pero ya nadie la había recibido y lo único que podía hacer era rezar y rezar rosarios toda la vida a ver si algún día mi Dios se apiadaba de ella, y le perdonaba el acto abominable que había tenido el descaro de cometer, pero la trataban mal, tenía que sentarse atrás, muy atrás, confundida con las muchachas del servicio, con la cabeza gacha, demostrando humildad, y las demás mujeres a duras penas la miraban, la saludaban de lejos con un movimiento de las cejas, sin invitarla jamás al Costurero del Apostolado, como si temieran que el pecado que ella había cometido, el adulterio, pudiera ser contagioso, más contagioso que la lepra, la gripa y la tuberculosis.

Y también estaba Rosario, que hacía obleas y mojicones, y Martina la planchadora, que olía a engrudo, y la hija de Martina la planchadora que tenía un retardo mental y labio leporino, Marielena, que había tenido tres hijos en la calle, de tres tipos distintos, porque a los machos remachos no les importa si se acuestan con un genio o con una imbécil, siempre lo quieren meter, basta que sea un hueco aromático y caliente, y Martina la planchadora, harta de las desapariciones de Marielena con sus machos arrechos, había cogido a los niños y se los había dado en adopción a unos canadienses, pues pensaba que Marielena ya volvería preñada de nuevo, y para qué tantos nietos, pero no había sido así y ahora a los hijos y nietos sólo los veían en postales los diciembres pues les llegaban fotografías de los niños en Navidad, unos niños canadienses rodeados de nieve y de bienestar, unos niños ajenos que se habían blanqueado con el frío y cuyos padres mandaban postales sin dirección del remitente, Merry Christmas, sólo el sello de Vancouver y las estampillas de Canadá con la imagen de la reina de Inglaterra, que revelaban el país y el sitio, pero no la casa donde ahora los niños vivían como ricos, mientras Martina la planchadora y su hija vegetaban aquí, solas y pobres, cada vez más viejas y más solas ambas, y ya Marielena con las trompas ligadas, porque así había vuelto la última vez que se voló con un hombre, estéril para siempre, por lo que ambas se quedaron solas y seguirían remendando y planchando solas y almidonando manteles y servilletas de lino solas y para nadie hasta que les aguantaran los dedos y los ojos.

Y además de las anteriores estaban las muchachas, así decía mi abuelita, las muchachas del Costurero del Apostolado, aunque todas eran viejas, incluso las jóvenes, todas muy viejas, y entre ellas estaban Gertrudis Hoyos, Libia Isaza de Hernández, la inventora de la Pomada Peña, que se había enriquecido con esa crema que borraba como por encanto las manchas de la cara y de las manos, la única rica del Costurero del Apostolado, la que más plata daba para las obras de beneficencia, Alicia y Maruja Villegas, unas señoras muy chiquitas y muy conversadoras, Rocío y Luz Jaramillo, otras hermanas, mi tía Inés, hermana de mi papá, y mi otra abuela, doña Eva, que vivía muerta de risa sin que uno supiera por qué, y Salía de Hernández, la cortadora, y Margarita Fernández de Mira, la mamá del psiquiatra, y Eugenia Fernández y Martina Marulanda, que vivía por ahí, la hermana del padre Marulanda, y más y más mujeres que venían a la casa de mi abuela a coser y a contar chismes y a rezar el Rosario con tío Luis, con monseñor García, mi pobre tío enfermo de lepra, al que todo el mundo le sacaba el cuerpo, aunque nadie nunca jamás dijera la palabra ni mencionara esta enfermedad, ni mi mamá, ni mi abuelita, ni las muchachas del servicio, ni las muchachas viejas del Costurero del Apostolado ni nadie, solamente se decía «la prueba», o «la pena», la prueba y la pena que mi Dios le había enviado a la familia por rezarle tantos rosarios, comulgar tantas veces, confesarse cada semana y decirle misas y misas y más misas implorando sus milagros, que nunca llegaron, y su misericordia, que vino siempre vestida de dolores, tragedias y desgracias.

Mi mamá no iba nunca a esos costureros y muy pocas veces a los rosarios, porque ella trabajaba y era una mujer práctica, de pocas amigas, que detestaba el chismorreo perpetuo de los costureros, y el olor a cura y a sacristía permanente, que era el olor de su infancia, pero nos descargaba a nosotros allá, a mis hermanas y a mí, para que nos cuidaran, pero en realidad para que viéramos eso, para que fuéramos buenos, decía, pero más bien creo yo para que tuviéramos una pruebita de su infancia, sin decírnoslo, y para que rezáramos por ahí derecho el rosario con ese montón de viejas, para que palpáramos cómo había sido su niñez de huérfana en esa casa que destilaba catolicismo, rezos, beatas, mujeres santas y mujeres pecadoras, deformidades humanas, tragedias públicas y secretas, enfermedades vergonzosas, en esa casa de devociones que Dios había escogido para descargarle, como a cualquier otra casa, como a todas las casas de esta tierra, los rayos de su ira representados en una buena dosis de miseria, de muertes absurdas, de dolores y enfermedades incurables.