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MARTA Cecilia para mi mamá, Taché para mi papá, Marta para nosotros los hermanos, era la estrella de la familia. Desde chiquita se había visto que no había entre todos nosotros ninguna más alegre ni más inteligente ni más vital (y les juro que había competencia, y muy dura, con las otras hermanas). Empezó, a los cinco años, tocando el violín, e iba de tarde en tarde al conservatorio donde un profesor checo, Joseph Matza, un extraordinario violinista que había llegado a ser concertino de la Ópera de Friburgo, quien decía que llevaba años sin ver tanto talento como el que veía en Marta. Matza, perdido en estos trópicos, dirigía los fines de semana la Banda de la Universidad (mi papá nos llevaba a oírla algunos domingos al Parque de Bolívar) y tocó todo lo que aquí se podía tocar con nuestra pobre orquesta. Acabó alcoholizado, amargado, y sus alumnos lo recogían en la madrugada por las calles de la ciudad, pero hasta los mendigos lo cuidaban, y decían: «El maestro está borracho, déjenlo dormir». El maestro Matza, en sus clases, les decía a sus pupilos, mirando su instrumento con amorosa rabia, «es mi íntimo enemigo». Tal vez por eso mi hermana Marta se aburrió del violín cuando llegó a los once años, pues le parecía que era un instrumento muy triste, que exigía una entrega total del tiempo, de la vida, y hecho para tocar música antigua, decía mi hermana, y ella era muy de ahora, de los tiempos del rock. Entonces dejó el violín sin remordimiento y sin que a mi papá ni a mi mamá les pesara, pues ellos nunca presionaron en nosotros ninguna vocación, y empezó con la guitarra y con el canto. Cambió a ese «íntimo enemigo» y al maestro Matza por la más amistosa guitarra y por una profesora colombiana, Sonia Martínez, que aunque le enseñaba bambucos que a Marta no la entusiasmaban, reconocía que le transmitía muy bien la técnica vocal y el acompañamiento de la guitarra. Con Andrés Posada, su primer novio, que hoy es un músico extraordinario, y con Pilar, la hermana de Andrés, otra gran música, estudió más, y juntos se pasaban las tardes cantando las canciones de los Beatles, de Serrat, de Cat Stevens, de no sé quién más.

Ya a los catorce años empezó a cantar y a tocar en un conjunto, el Cuarteto Ellas, donde cantaba también otra música extraordinaria, Claudia Gómez, y Marta fue la primera de la familia que ganó premios de farándula (en realidad la única) y salía en la prensa y en algunos programas de televisión. Se iba de gira por toda Colombia, y las llevaban a Puerto Rico, a San Andrés y a Miami, a sitios así, que los otros hermanos ni nos soñábamos con poder conocer. Además Marta era una actriz natural y recitaba larguísimas tiradas de memoria, en las fiestas de mis hermanas, cuando las mayores iban cumpliendo quince, que era la edad más importante en la mujer, en aquellos años, su «presentación en sociedad». Y era también la mejor estudiante de la clase, en La Enseñanza, y sus compañeras sentían por ella adoración, porque no era una nerda antipática, sino una estudiante alegre a la que le bastaba oír una vez una lección para aprendérsela, sin tener que estudiar. Leía más que yo, y era tan rápida y brillante que mi papá la prefería sobre todos nosotros, incluso sobre mí que tenía ese mérito sin gracia de ser el único hombre, y sobre la mayor, que por ser la mayor y la más buena con él era la niña de su corazón.

Mis dos hermanas mayores se casaron. Maryluz con su novio de siempre, Fernando Vélez, un economista rico a los veinte años por una gran herencia que le dejó el papá, el fundador de Laboratorios Líster, una industria farmacéutica, que se murió de un cáncer prematuro. Pero el economista, de ser tan generoso, no supo economizar, y menos iba a poder al lado de mi hermana, que era manirrota, igual a mi papá, pues para ella nunca ha habido un placer más grande que el de hacerles favores a los demás y regalar, regalar, regalar, sus cosas, su tiempo, su plata, sus vestidos, todo. Ellos dos, Maryluz y Fernando, eran uno, unos siameses, y parecía que se hubieran casado desde la primera comunión. Con decirles que él tenía trece años cuando le llevó a mi hermana, de once, la primera serenata. Cuando ella cumplió diecisiete años, llevaban tanto tiempo juntos que no aguantaron más tanta virginidad (eran los años de la virginidad), lo llamó al orden y lo obligó a casarse, sin apelación alguna, incluso antes de que él terminara la universidad. Entonces Clara también se sintió presionada para casarse pronto y por no quedarse atrás, tres años después se casó con el que decían que era el muchacho con más futuro de Medellín, Jorge Humberto Botero, un abogado «divino», así decían todas, de inmensa simpatía, muy inteligente, decía mi papá, aunque hablara con palabras rebuscadas, que a todos nos daban un poquito de risa mezclada con admiración, en un tono pausado, didáctico, intelectual, la única persona en el mundo, que yo conozca, que usa todavía el futuro del subjuntivo («si sucediere, en caso de que tuviere») y fue de los primeros colombianos que salían a trotar por la calle, como los gringos, a hacer jogging, decía él, porque era esbelto y hermoso, y su manera artificial de hablar era en él tan constante que casi podría decirse que el artificio era su forma de ser natural. Clara y Jorge Humberto se fueron, recién casados, para Estados Unidos, a seguir estudiando en Morgan Town, un pueblo de West Virginia con universidad.

Quedábamos tan sólo cuatro hijos en la casa y a Eva Victoria, ahora la mayor, le había dado por ser muy elegante. Todo el día estaba con una compañera del colegio, María Emma Mejía, que le daba consejos de vestuario y de glamour, y le enseñaba a mover las manos como las bailarinas del ballet. Gracias a las clases de María Emma, quizás, Eva, o Vicky, tiene los mejores modales de la casa, hasta parece de mejor familia que nosotros, y un porte altivo que sin embargo no es de desdén sino, me parece, de contención. Creo que por exceso de examen de conciencia, y por miedo a una culpa oscura e incierta como el pecado original, padece de una rectitud enfermiza que a veces casi ni la deja vivir pues llega a ver maldades y faltas de honradez donde ni remotamente las hay.

Seguíamos Marta y yo. Marta, la estrella, la cantante, la mejor estudiante, la actriz. Era muy observadora, tenía un oído agudísimo y por eso mismo poseía el don de la imitación perfecta. Conocía a alguien y al minuto era capaz de remedar los gestos y la voz, la forma de caminar o de partir la carne, los tics en las manos o en los ojos y las faltas de dicción. Pobre del que fuera a la casa: al salir, mi hermana le hacía más una radiografía que una imitación. Marta me apabullaba; en cierto sentido me hacía sentir no solo menor, que lo era, sino en todo sentido aminorado. Para todo tenía la frase justa, la salida brillante, el apunte apropiado, mientras yo todavía luchaba por dentro por desenredar un nudo de palabras que no acababan de brotar de la conciencia ni mucho menos de aflorar en la garganta. Pero esta inferioridad, en el fondo, no me importaba mayor cosa, pues yo, de entrada, me había rendido ante su superioridad, y además estaba refugiado en los libros, en el ritmo sereno de los libros, y en las conversaciones serias y lentas con mi papá, para despejar dudas físicas y metafísicas, y que mi hermana fuera superior era una evidencia sobre la que no había dudas ni competencia posible, como comparar el morro de Pandeazúcar con el Nevado del Ruiz. Tal vez por no poder competir con ella ni en la palabra ni en el baile ni en el canto ni en la actuación ni en la imitación ni en el estudio, me convertí en lector y en llanero solitario, en estudiante promedio sin muchas dotes de expresión oral, más bien inepto para los deportes, y bueno desde entonces para una cosa sola: redactar. Y al final venía Sol, que no salía aún de las neblinas de la infancia, todo el día metida en la casa de unas primitas de la misma edad, Mónica y Claudia, que vivían en la misma cuadra, jugando mamacitas con una seriedad que ya se quisieran las madres, con fingidas hijas Barbies y cochecitos de juguete y trapos múltiples y disfraces y muñecas de plástico. En realidad Solbia (le decíamos Solbia porque su nombre completo es Sol Beatriz) era más hija de los tíos que de mi papá y mi mamá, y a veces, al pelear, aunque es la única médica de la casa, y una persona estudiosa y profesional, se le salen unos modales no de galeno sino de ganadero, que sólo pudo heredar del tío Antonio, un finquero, y el hijo de mi abuelo que más se parecía a él.

Hasta que a Dios, repito, o mejor dicho al absurdo azar, le dio por envidiar tanta felicidad, y descargó un rayo de ira despiadada sobre esa familia feliz. Una tarde, al volver del trabajo, mi papá nos llamó a Sol y a mí. Estaba serio, más serio que nunca, pero no de mal genio, sino con una mirada de profunda preocupación, como con un entripado, habría dicho mi mamá, y con los tics alborotados en las manos y en la boca, signo de que el nerviosismo había dado su golpe de estado en él. Algo muy raro debía estar pasando, pues nunca hacíamos nada así, sus llegadas solían ser lluvias de alegría, carcajadas, bromas, o música sombría y reparadora lectura ritual. Nada de eso esta vez: que vengan a dar una vuelta en el carro conmigo, dijo, seco, terminante. Él iba manejando y después de dar muchas vueltas por las laberínticas calles de Laureles, paró en un callejón solitario, ya cerca de La América, llegando a la calle San Juan. Apagó el carro y empezó, despacio, girándose para mirarnos a los ojos:

—Les tengo que decir algo muy duro y muy importante. —El tono era doloroso y mi papá hizo una pausa para tragar saliva—. Tienen que ser muy fuertes y tomarlo con calma. Miren, es difícil de decir. Marta está muy enferma, es una enfermedad, se llama melanoma, es un tipo de cáncer, de cáncer en la piel.

Yo, en vez de dominarme, salté como un resorte y dije lo peor, que fue lo primero que se me ocurrió:

—Entonces se va a morir.

Mi papá, que no quería oír eso, ni menos pensarlo, porque era lo que más temía y lo que mejor sabía, en lo más hondo de él, que irremediablemente iba a ocurrir, se enfureció conmigo:

—¡Yo no he dicho eso, carajo! La vamos a llevar a Estados Unidos y puede que se salve. Vamos a hacer todo lo humanamente posible para salvarla. Ustedes tienen que ser fuertes, y serenos, y tienen que ayudar. Ella no sabe lo que tiene, y ustedes tienen que tratarla muy bien, y no decir nada, al menos por ahora, mientras la preparamos. La medicina ha progresado mucho y, si existe alguna posibilidad, la vamos a curar.

Entonces empezaron cuatro meses de un dolor lacerante, de agosto a diciembre, del que ninguno de nosotros salió igual.

Un cáncer, a los dieciséis años, y en una muchacha así, como era Marta, producía en cualquiera un dolor y un rechazo insoportables. Hay un momento en que la vida de los seres humanos se vuelve más valiosa, y ese momento, creo yo, coincide con esa plenitud que trae el final de la adolescencia. Los padres han estado muchos años cuidando y modelando la persona que los va a representar y a reemplazar; al fin esa persona empieza a volar sola, y como en este caso, vuela bien, mucho mejor que ellos y que todos los demás. La muerte de un recién nacido, o la de un viejo, duelen menos. Hay como una curva creciente en el valor de la vida humana, y la cima, creo yo, está entre los quince y los treinta años; después la curva empieza, lenta, otra vez a descender, hasta que a los cien años coincide con el feto, y nos importa un pito.