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MARTA empezó a ver mal a principios de diciembre. El neurólogo dijo que había ya metástasis en el cerebro, y que probablemente alguna, en algún momento, había obstruido algunas sinapsis en la zona de la visión, pero que por suerte, de alguna manera, las conexiones se habían restaurado por algún otro camino. Ella se murió el trece, al anochecer, y esas últimas dos semanas fueron de grandes dolores, convulsiones, malestar. Mi hermana, sin embargo, nunca habló de la muerte, y ni quería morirse ni pensaba que se fuera a morir. Su malestar, su fiebre y sus dolores, creía, era la forma que tenía su cuerpo para curarse. Cuando le daban taquicardias se asustaba, y pedía que la llevaran a la clínica, para no irse a morir. Después le pedía confirmación a la tía de que esa enfermedad, como era de la piel, era muy superficial, y por lo tanto era curable. Tanto mi tía, como mi papá y mi mamá, le decían que sí, que claro que sí, aunque ellos mismos, al decírselo, se murieran por dentro.
Cuando Marta entró en agonía mi papá nos reunió a todos los hermanos, en la biblioteca, y a cada uno nos dijo una mentira. A Maryluz le dijo que como era la mayor, y ya tenía un bebé de un año, más trágico habría sido que ella se muriera; a Clara le dijo lo mismo, que porque ya estaba casada y había armado una familia; a Eva casi ni supo qué decirle, salvo que ella era más importante para mi mamá que Marta; a mí, que por ser el único hijo hombre, y a Sol, que por ser la menor. Entonces, en medio de todo, debíamos considerarnos afortunados, y ser muy fuertes, porque la familia había sobrevivido, y nos sobrepondríamos. Marta, nos dijo, sería la leyenda más hermosa de la historia familiar. Creo que fue una reunión con mentiras inútiles y consuelos inventados, que nunca debió hacer.
El día de su muerte, en el cuarto, estaban, además de mi papá y mi mamá, la tía Inés, Hernán Darío, el novio carnal, que ese día se había peluquiado, y Marta siempre decía que los hombres recién motilados traían mala suerte, y el doctor Jaime Borrero (que durante seis meses fue a verla todos los días, sin cobrar un centavo, sin hacer otra cosa que intentar atenuar sus sufrimientos, y los nuestros). Él siempre me decía: «Usted tiene que ser fuerte, y ayudarle a su papá, que está destrozado. Sea fuerte y ayúdele». Yo decía que sí con la cabeza, pero no sabía cómo ser fuerte, ni mucho menos cómo podría ayudarle a mi papá. Mi papá lo único que hacía era ponerle morfina y más morfina a mi hermana. Fuera de esto, y de mimarla, y animarla, no podía hacer nada más, salvo mirar cómo se iba yendo, día tras día, noche tras noche. La droga le daba una sonrisa de serenidad en la cara a mi hermana, pero cada día necesitaba más y más para estar bien algunas horas. Ya no había partes de su cuerpo sin chuzones, los glúteos, los brazos, los muslos, eran un reguero de punzadas rojas, como si se la hubieran comido las hormigas. Mi papá estaba siempre en busca de algún sitio para poderlo poner otra inyección, y exigía una asepsia de quirófano, en sus manos y en las agujas, que hervían durante horas, para que no se le fueran a infectar los chuzones. No eran los años, todavía, de las jeringas desechables.
Esa última tarde, cuando el doctor Borrero dijo que Marta estaba agonizando, y autorizó a mi papá a que le pusiera más morfina, una dosis muy alta, para que no sufriera, ocurrió algo casi absurdo. No había una aguja hervida, desinfectada, y mi papá se enfureció con mi mamá, y con la tía Inés, y tronaba porque no había una aguja limpia que sirviera para ponerle la morfina a su hija, carajo, hasta que el doctor Borrero, muy dulce, pero firme, le tuvo que decir, «Héctor, eso ya no importa». Y por primera y última vez en esos tres meses de morfina mi papá cometió la falta de higiene de ponerle a mi hermana una inyección sin la jeringa ni la aguja hervida. Cuando acabó de entrar el líquido, mi hermana, sin decir una palabra, y sin abrir los ojos, sin convulsiones ni ronquidos, dejó de respirar. Y mi papá y mi mamá, al fin, después de seis meses de estarse conteniendo, pudieron echarse a llorar delante de ella. Y lloraron y lloraron y lloraron. Y todavía hoy, si él estuviera vivo, lloraría al recordarla, tal como mi mamá no ha dejado de llorar, ni ninguno de nosotros, si lo vuelve a pensar, porque la vida, después de casos como éste, no es otra cosa que una absurda tragedia sin sentido para la que no vale ningún consuelo.