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MI PAPÁ me dejaba hacer todo lo que yo quisiera. Decir todo es una exageración. No podía hacer porquerías como hurgarme la nariz o comer tierra; no podía pegarle a mi hermana menor ni-con-el-pétalo-de-una-rosa; no podía salir sin avisar que iba a salir, ni cruzar la calle sin mirar a los dos lados; tenía que ser más respetuoso con Emma y Teresa —o con cualquiera de las otras empleadas que tuvimos en aquellos años: Mariela, Rosa, Margarita— que con cualquier visita o pariente; tenía que bañarme todos los días, lavarme las manos antes y los dientes después de comer, y mantener las uñas limpias… Pero como yo era de una índole mansa, esas cosas elementales las aprendí muy rápido. A lo que me refiero con todo, por ejemplo, es a que yo podía coger sus libros o sus discos, sin restricciones, y tocar todas sus cosas (la brocha de afeitar, los pañuelos, el frasco de agua de colonia, el tocadiscos, la máquina de escribir, el bolígrafo) sin pedir permiso. Tampoco tenía que pedirle plata. Él me lo había explicado así:

—Todo lo mío es tuyo. Ahí está mi cartera, coge lo que necesites.

Y ahí estaba, siempre, en el bolsillo de atrás de los pantalones. Yo cogía la billetera de mi papá y contaba la plata que tenía. Nunca sabía si coger un peso, dos pesos o cinco pesos. Lo pensaba un momento y resolvía no coger nada. Mi mamá nos había advertido muchas veces:

—¡Niñas!

Mi mamá decía siempre «niñas» porque las niñas eran más y entonces esa regla gramatical (un hombre entre mil mujeres convierte todo al género masculino) para ella no contaba.

—¡Niñas! A los profesores aquí les pagan muy mal, no ganan casi nada. No abusen de su papá que él es bobo y les da lo que le pidan, sin poder.

Yo pensaba que toda la plata que había en la billetera la podía coger. A veces, cuando estaba más llena, a principios del mes, cogía un billete de veinte pesos, mientras mi papá hacía la siesta, y me lo llevaba para el cuarto. Jugaba un rato con él, sabiendo que era mío, e iba comprando cosas en la imaginación (una bicicleta, un balón de fútbol, una pista de carritos eléctrica, un microscopio, un telescopio, un caballo) como si me hubiera ganado la lotería. Pero después iba y lo volvía a poner en su sitio. Casi nunca había muchos billetes, y a finales de mes, a veces, no había ni uno, ya que no éramos ricos, aunque lo pareciera porque teníamos finca, carro, muchachas del servicio y hasta monja de compañía. Cuando nosotros le preguntábamos a mi mamá si éramos ricos o pobres, ella siempre contestaba lo mismo: «Niñas: ni lo uno ni lo otro; somos acomodados». Muchas veces mi papá me daba plata sin que se la pidiera, y entonces yo no tenía ningún reparo en recibirla.

Según mi mamá, y tenía razón, mi papá era incapaz de entender la economía doméstica. Ella se había puesto a trabajar en una oficinita por el centro —contra el parecer de su marido— en vista de que la plata del profesor nunca alcanzaba para llegar a fin de mes y no se podía recurrir a ninguna reserva puesto que mi papá nunca tuvo ninguna noción del ahorro. Cuando llegaban las cuentas de servicios, o cuando mi mamá le decía que era necesario pagarle al albañil que había cogido unas goteras en el techo, o al electricista que había arreglado un cortocircuito, mi papá se ponía de mal genio y se encerraba en la biblioteca a leer y a oír música clásica a todo volumen, para calmarse. Él mismo había contratado al albañil, pero siempre se le olvidaba preguntar, antes, cuánto iban a cobrar por el trabajo, así que al final cobraban lo que les daba la gana. Si mi mamá hacía el contrato, en cambio, pedía dos presupuestos, regateaba, y nunca había sorpresas al final.

Mi papá nunca tenía dinero suficiente porque siempre le daba o le prestaba plata a cualquiera que se la pidiera, parientes, conocidos, extraños, mendigos. Los estudiantes en la universidad se aprovechaban de él. Y también abusaba el mayordomo de la finca, don Dionisio, un yugoeslavo descarado que hacía que mi papá le diera anticipos por la ilusión de unas manzanas, unas peras y unos higos mediterráneos que jamás llegaron a darse en la huerta de la finca. Al fin logró que pelecharan las fresas y las hortalizas, montó un negocio aparte, en una tierra que compró con los anticipos que mi papá le daba, y progresó bastante. Entonces mi papá contrató de mayordomos a don Feliciano y a doña Rosa, los papas de Teresa, la muchacha, que se estaban muriendo de hambre en un pueblo del nordeste, Amalfi. Sólo que don Feliciano tenía casi ochenta años, estaba enfermo de artritis, y no podía trabajar la huerta, por lo que las verduras y las fresas de don Dionisio se perdieron y la finca, a los seis meses, estaba hecha un rastrojo. Pero no íbamos a dejar morir de hambre a doña Rosa y a don Feliciano, porque eso habría sido peor. Había que esperar a que se murieran de viejos para contratar a otros mayordomos, y así fue. Después vinieron Edilso y Belén, que allá siguen, treinta años después, con un contrato muy raro que se inventó mi papá: nosotros ponemos la tierra, pero las vacas y la leche son de ellos.

Yo sabía que los estudiantes le pedían plata prestada porque muchas veces lo acompañaba a la Universidad y su oficina parecía un sitio de peregrinación. Los estudiantes hacían fila afuera; algunos, sí, para consultarle asuntos académicos o personales, pero la mayoría para pedirle plata prestada. Siempre que yo fui, varias veces mi papá sacaba la cartera y les entregaba a los estudiantes billetes que jamás le devolvían, y por eso alrededor de él había siempre un enjambre de pedigüeños.

—Pobres muchachos —decía—, ni siquiera tienen para el almuerzo; y con hambre es imposible estudiar.