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ESE MARTES 25 de agosto mi hermana mayor y yo madrugamos para ir a La Inés, la finca en Suroeste que mi papá había heredado del abuelito Antonio. Habíamos mandado hacer una piscina y ese día la entregaban. Como no había carretera para llegar hasta la casa, habíamos pedido un permiso a la finca vecina, Kalamarí, de doña Lucía de la Cuesta, para que dejaran pasar las varillas de hierro y los materiales de la piscina atravesando sus potreros. De tanto pasar piedras y cemento en un jeep Suzuki, se había formado una pequeña trocha por el campo y por ahí pasamos Maryluz y yo, a recibir las obras. Por primera vez vimos la piscina llena, y nos alegramos de lo que la íbamos a disfrutar de ahí en adelante. Estábamos de regreso en Medellín antes del mediodía y mi hermana le llevó de regalo a mi papá dos badeas grandes. Eran las primeras que se cogían de una mata que él mismo había sembrado en la huerta, algunos meses antes.
A la hora del almuerzo, como mi hermana quería tenerle una sorpresa para ese diciembre, cuando fuéramos a pasar vacaciones en la finca cerca del río Cauca, Maryluz no quiso decirle dónde habían construido la piscina (si en la parte de atrás o de adelante de la casa, y además le dijo una mentira piadosa para aumentarle la sorpresa: que la plata no había alcanzado para tumbar un murito que encerraba el corredor, y que a mi papá no le gustaba). Ese mediodía llamó también doña Lucía de la Cuesta, para decirle a mi papá que, en vista de que ya habían terminado la piscina, el paso por su finca quedaba suspendido, pues de seguir usándolo eso se le iba a volver una servidumbre. Mi papá le preguntó si no lo dejaría entrar a él solo en carro, en diciembre, y Lucía le dijo, amablemente, que no, que él estaba muy bien y podía llegar a caballo. «¿Y cuando yo esté viejo y ya no pueda bajar a caballo?», insistió mi papá, y Lucía le dijo: «Para eso falta mucho, Héctor, ya veremos». La misma doña Lucía me contó esta conversación, años más tarde; todos los que ese día hablaron con él, recuerdan cada palabra.
En ese momento mi papá era precandidato a la Alcaldía de Medellín por el Partido Liberal; ese año sería la primera vez en Colombia que se elegiría a los alcaldes por sufragio directo, y el jueves mi papá tenía un almuerzo en la finca de Rionegro con el doctor Germán Zea Hernández, que venía de Bogotá a intentar que los candidatos liberales se pusieran de acuerdo en un solo nombre. Bernardo Guerra, el presidente del Directorio Liberal, se oponía a que fuera mi papá, que era el más opcionado, e incluso se negó a asistir al almuerzo del jueves en la finca, al que irían todos los precandidatos liberales. Mi mamá, desde el martes, estaba cocinando y haciendo los preparativos para ese almuerzo. Otra de mis hermanas, Vicky, estaba preparando una comida en su casa para el viernes; asistirían los líderes liberales de la disidencia, entre ellos su antiguo novio, Álvaro Uribe Vélez, que era senador. A pesar de su ingenuidad personal en materia política, mi papá tenía una buena intuición sobre las personas que podrían destacarse en este campo. En la última entrevista que le hicieron, y que publicó póstuma El Espectador en noviembre de 1987, declaró lo siguiente: «En este momento me gustan Ernesto Samper Pizano y Álvaro Uribe Vélez, proponen cosas buenas». Ambos llegarían, años más tarde, a la Presidencia de Colombia.
Ese mismo martes 25, por la mañana, asesinaron al presidente del gremio de maestros de Antioquia, Luis Felipe Vélez, en la puerta de la sede del sindicato. Mi papá estaba indignado. Muchos años después, en un libro publicado en 2001, Carlos Castaño, el cabecilla de los paramilitares durante más de diez años, confesará cómo el grupo liderado por él en Medellín, con asesoría de inteligencia del Ejército, asesinó, entre muchas otras víctimas, tanto al senador Pedro Luis Valencia, delante de sus hijos pequeños, como al presidente del sindicato de maestros, Luis Felipe Vélez. A ambos los acusaba de ser secuestradores.
Al mediodía de ese martes, cuenta mi mamá, volviendo juntos de la oficina, mi papá quiso oír las noticias sobre el crimen de Luis Felipe Vélez, pero en todas las emisoras de radio no hablaban de otra cosa que de fútbol. Para mi papá el exceso de noticias deportivas era el nuevo opio del pueblo, lo que lo mantenía adormecido, sin nociones de lo que de verdad ocurría en la realidad, y así lo había escrito varias veces. Estando con mi mamá, le dio un puñetazo al volante y comentó con rabia: «La ciudad se desbarata, pero aquí no hablan sino de fútbol». Dice mi mamá que ese día estaba alterado, con una mezcla de rabia y tristeza, casi en el borde de la desesperanza.
Esa misma mañana del 25 de agosto, mi papá había estado un rato en la Facultad de Medicina, y luego en su despacho en el segundo piso de la casa donde funcionaba la empresa de mi mamá en el centro, en la carrera Chile, al lado de la casa donde había vivido Alberto Aguirre en su juventud y donde seguía viviendo su hermano. Ésa era la sede del Comité de Derechos Humanos de Antioquia. Supongo que fue en algún momento de esa mañana cuando mi papá copió a mano el soneto de Borges que llevaba en el bolsillo cuando lo mataron, al lado de la lista de los amenazados. El poema se llama «Epitafio» y dice así:
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán, y que es ahora,
todos los hombres, y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte, y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del Cielo
esta meditación es un consuelo.
Por la tarde volvió a la oficina, escribió su columna para el periódico, tuvo algunas reuniones con la gente de su campaña política y se citó con los de publicidad para verse en el Directorio Liberal al atardecer. Esa noche pensaban «empapelar» la ciudad con carteles que llevaban el nombre y la foto del candidato. Antes de ir al Directorio, una mujer de quien no sabemos el nombre y a quien nunca volvimos a ver, le sugirió a mi papá que fuera hasta el sindicato de maestros, a rendirle un último homenaje al líder asesinado. A mi papá le pareció muy bien la idea, e incluso invitó a Carlos Gaviria y a Leonardo Betancur a que fueran juntos, y hacia allá salía cuando yo lo vi por última vez.
Nos cruzamos en la puerta de la oficina. Yo llegaba con mi mamá, manejando el carro de ella, y él estaba saliendo de su puerta en compañía de esa mujer gruesa, sin cintura, de vestido morado, como las estatuas luctuosas de Semana Santa. Le dije a mi mamá, al verlos, por tomarle el pelo: «Mira, mami, ahí está mi papá traicionándote con otra mujer». Mi papá se acercó al carro y nos bajamos. Radiante, como siempre, al verme, me estampó su beso más sonoro en la mejilla y me preguntó cómo me había ido en la cita en la Universidad.
Yo había vuelto de Italia hacía pocos meses, tenía 28 años, esposa, una hija que apenas empezaba a caminar, y estaba sin trabajo. Para ir tirando me había metido a la empresa de mi mamá a escribir cartas, actas y circulares, y a administrar edificios mientras resultaba algo que tuviera que ver más con lo que había estudiado. Mi papá me había conseguido, para esa tarde, una cita con un profesor clave en las carreras humanísticas, Víctor Álvarez, y yo acababa de tener la entrevista con él. La reunión había sido triste para mí pues el profesor no me había dado ninguna esperanza para los nuevos concursos de profesor de medio tiempo. Mi título no era válido en la Universidad de Antioquia, y además el área de mis estudios en literaturas modernas, me dijo, estaba completamente copada. Habría que ver más adelante, tal vez el otro año. Le conté a mi papá el resultado de mi entrevista y vi su profunda cara de desilusión. Él tenía en mí una confianza sin medida, creía que todos me deberían recibir con los brazos abiertos y abrirme de par en par todas las puertas. Después de un segundo en que la cara se le ensombreció, con una mezcla de tristeza y asombro por el fracaso, de repente, como si un pensamiento bueno se le hubiera cruzado al mismo tiempo por la cabeza, se le iluminó otra vez el rostro y con una sonrisa feliz, me dijo la última frase que me diría en su vida (faltaban diez minutos para que lo mataran), en medio del beso de siempre de las despedidas:
«Tranquilo, mi amor, ya verás que algún día serán ellos los que te llamen a ti».
En esas estábamos cuando llegó su discípulo más querido, Leonardo Betancur, en una moto. Mi papá lo saludó efusivamente, lo hizo que subiera a la oficina a firmar el último comunicado del Comité de Derechos Humanos (el que habían redactado la noche anterior y ya habían sacado en limpio), y lo invitó a acompañarlo un momento al velorio del maestro asesinado, a tres cuadras de allí, en la sede del sindicato. Se fueron a pie, conversando, y mi mamá y yo entramos a la oficina, yo a preparar una junta del Edificio Colseguros, que sería a las seis, y ella a sus propios trabajos. Serían más o menos las cinco y cuarto de la tarde.