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POCOS años después de la muerte del arzobispo, y por el mismo periodo en que yo acompañaba a mi papá y al doctor Saunders a las visitas de trabajo social por los barrios más pobres de Medellín, La Gran Misión hizo su solemne y bulliciosa entrada a la ciudad. Ésta representaba otro estilo de trabajo social, de tipo piadoso; una especie de Reconquista Católica de América patrocinada por el caudillo de España, Generalísimo de los ejércitos imperiales y apóstol de la cristiandad, su excelencia Francisco Franco Bahamonde. La dirigía un jesuita peninsular, el padre Huelin, un hombre oscuro, seco, de figura ascética, demacrado y ojeroso como el fundador de la Compañía de Jesús, con una inteligencia vivaz, fanática y cortante. Sus opiniones eran inclementes y definitivas, como las de un delegado de la Inquisición, y en Medellín fue recibido con gran entusiasmo colectivo, como un enviado del más allá que venía a enderezar el desorden del más acá por medio de la devoción mariana.
Con los evangelizadores de la Reconquista española venía una pequeña estatua de la Virgen de Fátima. Por esos días se quería imponer su prestigio como el símbolo devoto más importante del Catolicismo. Para salvar al mundo del Comunismo Ateo, el Santo Padre había solicitado que en las viejas colonias españolas —y en el mundo entero— se rezara con mucho fervor y más asiduidad que nunca el Santo Rosario. Eran los tiempos de la Revolución cubana y de las guerrillas míticas de América Latina, las cuales no se habían convertido todavía en bandas de criminales dedicadas al secuestro y al tráfico de drogas, y conservaban por lo tanto cierto halo de lucha heroica pues defendían programas de reformas radicales y reivindicaciones sociales que no era difícil compartir. Para contrarrestar la fuerza de estas corrientes disgregadoras, la Virgen de Fátima era una ayuda sobrenatural que reconduciría a las masas por la senda de la devoción, de la verdad, de la resignación cristiana o de la muy tímida «Doctrina social de la Iglesia». La aparición de la Santísima Virgen en Portugal se convirtió, más que la miseria, el agua o la reforma agraria, en el tema de conversación obligado en familias, costureros, peluquerías y cafés. En muchas discusiones se hacían conjeturas y se entablaban largas disputas teológicas sobre los secretos revelados por la Santísima Virgen a los tres pastorcitos de Cova de Iría a quienes se les había aparecido. El Tercer Secreto, que era terrible y solamente lo conocían la última pastorcita sobreviviente y el Sumo Pontífice, era el que más despertaba la fantasía y por lo tanto alimentaba el ánimo fabulador de la gente. La hipótesis que más seguidores tenía, y la que todos los curas insinuaban subrepticiamente en sus sermones, era terrible, y consistía en la inminencia de la Tercera Guerra Mundial entre Estados Unidos y Rusia, es decir, entre el Bien y el Mal, la cual no se combatiría con fusiles y cañones, sino con bombas atómicas, y sería como la batalla definitiva entre Dios y Satanás. Todos debíamos estar preparados para el gran sacrificio, y mientras tanto, rezar el Santo Rosario todos los días, y rogar por las intenciones de los buenos, para que Rusia, esa enemiga de Dios y aliada del Enemigo, no fuera a ganar. Este Tercer Secreto equivalente al anuncio de la Tercera Guerra Mundial, por lo demás, tenía en la historia contemporánea muchos indicios verdaderos en los que podía apoyarse pues no era mentira que varias veces, en aquellos decenios de la Guerra Fría, estuvimos al borde de una hecatombe, por los motivos más fútiles de pundonor humano y nacionalista, o incluso por un simple accidente nuclear.
El propósito de la Gran Misión era extender el culto de la Virgen de Fátima por América Latina y recordar a las masas la bondad de la resignación cristiana, pues al fin y al cabo Dios premiaría a los bienaventurados pobres en el más allá, por lo que no era urgente perseguir el bienestar en el más acá. Al lado de la Virgen venía todo un plan vigoroso para defender las verdades eternas de la fe católica y revivir los valores morales de la única religión verdadera. Si ya España tenía tan poco peso político sobre nuestras naciones, con ayuda de la Iglesia el Generalísimo quería volver a ganar la influencia perdida en la región. Una especie de reconquista por la fe, apoyada en las viejas familias blancas y patricias de cada sitio. El empujón inicial consistía en varias semanas de ceremonias, sermones en iglesias, adoración de la estatua traída del Viejo Mundo y bendecida por el Santo Padre, reuniones y retiros con los católicos más representativos de cada ciudad. Y con los jóvenes, los profesionales, los periodistas, los deportistas, los líderes políticos… Esta actividad evangelizadora se iría repitiendo en todos los países de Latinoamérica, como una conmemoración, también, de la primera evangelización de América llevada a cabo por los conquistadores.
Punto culminante de esta campaña era auspiciar la práctica del Rosario de Aurora. A las cuatro de la madrugada, antes del amanecer, un nutrido grupo de feligreses se reunía en el atrio de la iglesia parroquial y recorría las calles del barrio, cantando himnos religiosos y entonando la oración a la Santísima Virgen. El barrio de Medellín elegido por el padre Huelin para el Rosario de Aurora fue Laureles, donde nosotros vivíamos, pues éste era el vecindario emergente, el de la burguesía joven, de profesionales en ascenso, los que podían tener después más influencia y penetración social en todos los niveles. Los devotos salían a las cuatro de la mañana, entre cánticos, tambores y velones, para llamar la atención. El padre Huelin iba adelante, con la estatua, con las banderas y los estandartes de cruzados al viento, mientras la procesión a mis espaldas rezaba el Santo Rosario en voz alta. Mil o dos mil personas, mujeres y niños en su mayoría, recorrían el barrio para despertar la fe en la Santísima Virgen y de paso despertar a los tibios que seguían dormidos, pegados de las sábanas. Mi mamá, la hermanita Josefa, las muchachas del servicio y mis hermanas mayores iban a esas procesiones; mi papá y yo nos quedábamos en la casa durmiendo como santos.
El doctor Antonio Mesa Jaramillo, decano de arquitectura de la Universidad Pontificia, y el compañero de mi papá y del doctor Saunders en las correrías por los barrios populares, fue el primer damnificado por el Rosario de Aurora. Él era uno de los maestros de la arquitectura en Medellín; había vivido en Suecia y de allí había introducido acá la pasión por el diseño contemporáneo. Como este alarde ruidoso de la fe le molestaba (él era un creyente sobrio, que practicaba su religión en la intimidad), escribió un artículo en El Diario, el vespertino liberal, protestando por el ruido infernal que se hacía durante esta procesión. «Cristianismo de pandereta», se llamaba su protesta, y era una crítica furibunda al catolicismo peninsular. «¿Fue Cristo un vociferador?», se preguntaba. Y decía: «Antes podíamos dormir; caer en la nada, en el vacío místico del sueño. El hispano-catolicismo nos vino a saquear los nervios. Eso es el falangismo: ruido, nada, algarabía. Confunden la religión de Cristo con una corrida de toros. Orgías matinales; gritos del siglo del oscurantismo». Mi papá también apoyaba este punto de vista y sostenía, irónico, que el Padre Eterno no era sordo como para que hubiera que gritarle tanto, y que si se daba el caso de que Dios fuera sordo, como a veces parecía, su sordera no era del oído sino del corazón.
Ipso facto, monseñor Félix Henao Botero, el rector de la Universidad Pontificia, destituyó al doctor Mesa Jaramillo del decanato de arquitectura, por escribir lo anterior, y lo expulsó de la facultad por los siglos de los siglos, amén. En El Colombiano se les hizo una encuesta sobre este hecho a varios intelectuales de la ciudad. Todos apoyaron al señor Rector y condenaron duramente el artículo del Decano. Sólo mi papá, presentado por el periódico como «el conocido dirigente de izquierda», apoyó la valentía del doctor Mesa Jaramillo, y dijo que, así no estuviera en todo de acuerdo con él, como vivíamos en un régimen liberal estaría dispuesto a defender hasta con la propia vida el derecho de expresión de cada uno.
Para mi papá, que vivía más bien al margen de la Iglesia, este tipo de catolicismo español, retardatario, perjudicaba mucho al país. De hecho sus jerarcas perseguían a curas y fieles distintos, que buscaban un catolicismo más abierto y acorde con los nuevos tiempos. Siempre había encontrado curas sensatos y compasivos con los problemas de su comunidad, curas buenos (malos para la Iglesia), sobre todo en los barrios populares a donde íbamos los fines de semana, y mi papá citaba siempre como ejemplo al padre Gabriel Díaz que era, ése sí, un alma de Dios, más bueno que el pan, y por eso los obispos no lo dejaban trabajar en paz y lo trasladaban de un lado a otro cuando empezaba a ser demasiado querido y seguido por sus parroquianos. Todo el que hiciera despertar y participar a los pobres era considerado un activista peligroso que ponía en riesgo el imperturbable orden de la Iglesia y de la sociedad. Cuando, pocos años después, los barrios de Medellín se convirtieron en un hervidero de matanzas y en un caldo de cultivo de matones y sicarios, la Iglesia ya había perdido contacto con esos sitios, al igual que el Estado. Habían pensado que dejarlos solos era lo mejor, y abandonados a su suerte se convirtieron en sitios donde, como maleza, surgían hordas salvajes de asesinos.