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ANTE todas mis inquietudes, mi papá me leía pedazos de la Enciclopedia Colliers, que teníamos en inglés, o trozos de los grandes autores necesarios para una «liberal education», como decía el prólogo de la colección de Clásicos de la Enciclopedia Británica, unos cincuenta volúmenes encuadernados en falsa piel, con las obras más importantes de la cultura occidental. En las guardas de cada volumen de la Colliers había unos recuadros con la historia cronológica de los grandes avances de la civilización, desde el invento del fuego y de la rueda hasta los viajes espaciales y el computador, lo cual indicaba ya desde las pastas una gran fe en el progreso científico que nos conduciría siempre hacia algo mejor. Si yo le preguntaba a mi papá sobre la distancia de las estrellas, o sobre cómo venían al mundo los bebés, o sobre terremotos, dinosaurios o volcanes, recurría siempre a las páginas y a las láminas de la Enciclopedia Colliers.

También me mostraba un libro de arte que sólo muchos años después supe que era importante, The Story of Art, de Ernst Gombrich. Cuando mi papá estaba en la universidad yo abría este libro muchas veces, aunque siempre en la misma página. Esa Historia del Arte fue la primera revista pornográfica de mi vida (junto con el mamotreto de la Real Academia, en formato gigante, donde yo buscaba las palabras groseras), pues como estaba en inglés yo sólo miraba las láminas, y la pintura en la que siempre me detenía más tiempo, con una gran confusión mental y fisiológica, era un cuadro que mostraba a una mujer desnuda, el pubis apenas semicubierto por unas ramas, que amamantaba a un niño, mientras un hombre joven la observa, con un bulto protuberante entre las piernas. Al fondo se ve un relámpago, y el trueno de aquel cuadro fue como el estallar de mi vida erótica. En ese tiempo el nombre de la pintura o del pintor no tenían importancia para mí, pero hoy sé (conservo el mismo libro) que se trata de La Tempestad, de Giorgione, y que el cuadro fue pintado a principios del cinquecento. Las formas llenas y carnosas de esa mujer me parecían lo más perturbador y apetecible que había visto hasta ese momento, con la excepción, tal vez, del rostro perfecto de mi primer amor, en la escuela primaria, una niña de la clase a la que nunca tuve el valor de dirigirle la palabra, Nelly Martínez, una muchachita de rasgos angelicales y que, si no estoy mal, era hija de un aviador, lo cual la hacía aún más aérea, misteriosa e interesante ante mis ojos.

Cuando me sacaron del colegio mixto en el que estudié durante la primaria, y me metieron —para mayor confusión de ideas e influencias— a ese Gimnasio donde mi tío Javier, del Opus Dei, trabajaba como capellán, fue una lástima que todos los cuerpos susceptibles de algún erotismo tuvieran que ser —ya que no había otros— los de mis compañeros varones que estudiaban en el Gimnasio conmigo. Si alguno tenía rasgos faciales femeninos, o nalgas muy protuberantes, o caminado de hembra, en una confusión inevitable de sentimientos y palpitaciones, los más arrechos nos arrechábamos con ellos.

También en esto pasaba de un extremo a otro: el colegio era el reino de la religión represiva, medieval, blanca y clasista, pues mis compañeros pertenecían casi todos a las familias más ricas de Medellín, y era un mundo duro y masculino, de competencias, golpes y severidad, todo envuelto en el terrible temor del pecado y en la obsesión por el sexto mandamiento, con una enfermiza manía sexofóbica mediante la cual se intentaba reprimir a toda costa una sensualidad incontrolable que se nos salía por los poros, alimentada por chorros de hormonas juveniles.

Aquella cruzada de nuestros maestros contra el sexo era lo que se dice una misión imposible, y el mismo Fundador de la Obra, en unas películas propagandísticas que nos hacían ver en la biblioteca, hablaba del «heroísmo de la castidad». Nunca se me olvida que en una de esas películas monseñor Escrivá de Balaguer, hoy santo según dictamen de la Santa Madre Iglesia, después de hablar de las victorias de Franco contra «los rojos» en España, y de recomendarnos con furia intransigente la castísima virtud de la pureza, se quedaba mirando a la cámara con ojos penetrantes y sonrisa maliciosa, mientras decía lentamente esta frase: «¿No creéis en el Infierno? Ya lo veréis, ya lo veréis». El padre Mario, que había reemplazado a mi tío como capellán, y a quien no se le podía decir «padre» (pues padre había uno solo y era El Padre, monseñor Escrivá), siempre empezaba igual sus entrevistas individuales de dirección espiritual, a las que cada semana íbamos pasando por turnos:

—Hijo, ¿cómo estás de pureza?

Y creo que sus mañanas y tardes consistían en el deleite vicario e inconfesable de asistir una tras otra, como en una larga sesión de pornografía oral, a las minuciosas confesiones de nuestra irreprimible sed de sexo. El padre Mario quería siempre detalles, más detalles, con quién y cuántas veces y con cuál de las manos y a qué horas y en dónde, y uno le notaba que esas revelaciones, aunque las condenara de palabra, le atraían de una manera enfermiza, tenaz, y que su insistencia en el interrogatorio lo único que revelaba era su ansia por explorarlas.

Al atardecer, luego de esos interminables y aburridos días de colegio, con profesores mediocres (salvo un par de excepciones), yo volvía, después de un larguísimo recorrido en bus, desde Sabaneta hasta Laureles, en extremos opuestos del Valle de Aburrá, al universo femenino de mi casa llena de mujeres. Allí también el sexo estaba oculto o negado, y hasta tal punto que, cuando éramos más pequeños y nos bañaban a todos juntos, para ahorrar agua caliente, en la bañera que había en el cuarto del doctor Saunders, por idea de la hermanita Josefa, a mis hermanas les permitían desnudarse y mostrar su curiosa rajadura en forma de ranura de alcancía entre las piernas, pero a mí no se me permitía quitarme los calzoncillos, por esa rara trinidad, única en la familia, que me brotaba en la mitad del cuerpo. Sólo mi papá, que en cambio estaba dispuesto a ducharse en pelota conmigo, y que les explicaba a mis hermanas con dibujos explícitos e inmensos la manera en que se hacían los hijos, cuando regresaba de la universidad por la noche, restablecía el equilibrio y aclaraba con generosidad y dedicación todas mis dudas. Desmentía a los profesores, criticaba a la monja por su espíritu medieval y mojigato, sacaba al Infierno de la geografía de la ultratumba, que quedaba reducida a una Terra Incógnita, y restablecía el orden en el caos de mis pensamientos. Entre dos pasiones religiosas insensatas, una masculina, en el colegio, y otra femenina, en la casa, yo tenía un asilo nocturno e ilustrado: mi papá.