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GRACIAS al arzobispo o, más bien, gracias a su recuerdo, podíamos contar con la monja de compañía en la casa, la cual era un lujo que solamente se permitían las familias más ricas de Medellín. Tío Joaquín había apoyado la fundación de una nueva orden religiosa, la de las Hermanitas de la Anunciación, que se dedicaba al cuidado de los niños en el hogar, y por agradecimiento a ese apoyo inicial, la madre Berenice, que era la fundadora y superiora del convento, enviaba a la casa, de balde, a la hermanita Josefa, de modo que le ayudara a mi mamá a cuidar los hijos menores mientras ella montaba su oficina.

Mi mamá y la madre Berenice eran buenas amigas. Se decía que la madre Berenice hacía milagros. Cuando íbamos al convento, como mi mamá sufría de jaquecas, la madre Berenice le imponía las manos; se las dejaba apoyadas sobre la cabeza durante un rato y al mismo tiempo musitaba unos conjuros ininteligibles; mi hermana menor y yo nos quedábamos mirando esa ceremonia, atónitos, desde un rincón de su despacho, con miedo de que saltaran chispas de sus dedos de un momento a otro. Mi mamá, por unos días, se curaba, o al menos decía que se curaba de la migraña. Años después la madre Berenice se murió, en olor de santidad, y en su proceso de beatificación mi mamá fue llamada a dar testimonio de esas sanaciones milagrosas. Años antes de su muerte, algunos fines de semana Sol y yo los pasábamos en el convento de las Hermanitas de la Anunciación; recuerdo los corredores interminables, encerados y brillantes, el solar con la huerta, los brevos y los rosales, los rezos eternos e hipnóticos en el oratorio, el áspero olor a incienso y a esperma de velones que picaba en la nariz. A mi hermanita, que tenía tres o cuatro años y parecía un ángel del Renacimiento con sus ricitos rubios y sus ojos verdiazules, la disfrazaban de monja y la ponían a cantar en la capilla una canción que se llamaba «Estando un día solita» y contaba el instante del llamado celestial a la vocación religiosa. Cuarenta años después, ella todavía puede repetirla de memoria:

Estando un día solita

En santa contemplación

Oí una voz que decía

Entra, entra en religión.

A pesar de este apostolado temprano, mi hermana Sol no se fue de monja —aunque tiene algo de eso en sus supersticiones piadosas y en sus fervores repentinos—, sino que es Médica, y epidemióloga, y al oírla a ella a veces me parece que vuelvo a oír a mi papá, pues ella sigue con su mismo sonsonete sobre el agua potable, las vacunas, la prevención, los alimentos básicos, como si la historia fuera cíclica y éste un país de sordos donde los niños todavía se mueren de diarrea y desnutrición.

Tengo otro recuerdo médico asociado a ese convento. Un conocido de mi papá en la Facultad de Medicina, ginecólogo, tenía un gran negocio montado gracias a los conventos femeninos de Medellín. Según una teoría más o menos peregrina que se había inventado, los úteros que no se usaban para la gestación producían tumores: «la mujer que no pare hijo, pare miomas». Y entonces se había dedicado a sacarles el útero a todas las monjas de la ciudad, tuvieran miomas o no. Mi papá, con una picardía que ni mi mamá ni el arzobispo ni la madre Berenice aprobaban, decía que este doctor no hacía eso como negocio, ni mucho menos, sino para evitar problemas con las anunciaciones de los ángeles o del Espíritu Santo. Y soltaba una carcajada blasfema mientras recitaba unas coplas famosas de Ñito Restrepo:

Una monja se embuchó

De tomar agua bendita

Y el embuche que tenía

Era una monja chiquita.

A veces había pasado que, sin que se supiera cómo ni cuándo, alguna monja, incluso de las Clarisas, que eran de clausura, resultara embarazada, y no por el Espíritu Santo. Sin un solo útero de monja disponible en el departamento, ese problema jamás se volvió a presentar y la castidad —al menos la aparente— de las monjas, quedó garantizada de por vida. No sé si este método anticonceptivo, mucho más drástico que todos los que la Iglesia prohíbe, se seguirá practicando todavía en algún convento.