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Y DESPUÉS de ese paréntesis de felicidad casi perfecta, que duró algunos años, el cielo, envidioso, se acordó de nuestra familia, y ese Dios furibundo en el que creían mis ancestros descargó el rayo de su ira sobre nosotros que, tal vez sin darnos cuenta, éramos una familia feliz, e incluso muy feliz. Casi siempre pasa igual: cuando la felicidad nos toca es cuando menos nos damos cuenta de que somos felices, y tal vez las alturas nos mandan nuestra buena dosis de dolor, para que aprendamos a ser agradecidos, aunque ésta es una explicación de mi mamá, que nada explica, y que no pongo como mía, ni suscribo, pero que sí escribo porque mientras la felicidad nos parece algo natural y merecido, las tragedias nos parecen algo enviado desde afuera, como una venganza o un castigo decretado por potencias malignas a causa de oscuras culpas, o por dioses justicieros, o ángeles que ejecutan sentencias ineluctables.

Sí. Éramos felices porque mi papá había vuelto de Asia definitivamente y ya no pensaba volver a irse nunca, pues la última vez se había deprimido hasta el borde mismo del suicidio, y por fortuna ya no lo estaban persiguiendo en la Universidad por comunista, sino si mucho por reaccionario (porque todos los felices, para los comunistas, eran en esencia reaccionarios, debido a que lo eran en medio de infelices y desposeídos). Éramos felices porque por un momento pareció que los poderosos de Medellín confiaran en mi papá y lo dejaran actuar, trabajar, pues veían que hacía programas útiles de medicina pública, vacunaciones, promotoras de salud, acueductos veredales, y sus acciones no se quedaban en palabras y palabras, como las de tantos otros. Y entonces, como mi papá ya no veía su trabajo en peligro y mi mamá estaba empezando a ganar más plata que él, nos dábamos ciertos lujos, como ir de vez en cuando a un restaurante chino, todos juntos, o abrir una botella de vino, cosa inusitada, única, para atender al doctor Saunders, o recibir mejores regalos en Navidad (una bicicleta, una grabadora de casetes), o ir a ver en procesión familiar una película que a mi papá le parecía lo mejor que había visto, Una leona de dos mundos, de la que recuerdo el título, la fila para entrar al cine Lido, y nada más.

Éramos felices porque nadie se había muerto en la familia y todas las semanas nos íbamos para la finca desde el viernes hasta el domingo, una finca pequeña, de dos cuadras, en Llanogrande, en tierra fría, que tío Luis, el cura enfermo, le había regalado a mi mamá con sus ahorros de toda la vida, y como la situación estaba mejor mi papá hasta me había comprado un caballo, Amigo, así lo habíamos puesto. Amigo, un táparo flaco y moro, desgarbado, con la misma estampa de Rocinante, cada semana más flaco, en las costillas, porque no había pasto en la finca, pero que a mí me parecía un potro árabe, por lo menos, o un purasangre andaluz, cuando salía a galopar por los caminos que pasaban cerca de la finca, y desde eso confundo la felicidad, además de las calles de Cartagena, con un paseo a caballo por el campo, sin nadie que me hable, sin tener que hablarle a nadie, solo con mi caballo, como El Llanero Solitario, que era mi revista de muñequitos preferida, cuyo protagonista era una especie de Quijote sin Sancho que deshacía entuertos en las planicies de Texas o de Tijuana o de alguna parte que nunca reconocí como parte de este mundo, sino del mundo del más allá que representan las revistas de muñequitos.

El día que el caballo había llegado a la finca, sin embargo, yo recibí, o, mejor dicho, no supe recibir un mensaje de la vida, o de la sabiduría que debería darnos la experiencia (y casi nunca nos da), que debió haberme puesto sobre aviso de lo amenazada de desdicha que está en todo momento la felicidad. Mi papá me lo tenía de sorpresa y ese sábado al mediodía, al llegar a Llanogrande, en el quiebrapatas de la finca, paró el carro y señaló hacia el potrero: «Mira, ahí está lo que querías, el caballo». A mí el corazón me dio un brinco de felicidad en el pecho. Al fin iba a poder tener lo que más me gustaba de la finca del abuelo (los paseos a caballo) sin tener que someterme a la desgracia de separarme de mi papá por las noches. Entonces salté del carro, del viejo Plymouth azul celeste, abrí la portezuela a toda velocidad, brinqué al suelo, y tiré la puerta con todas mis fuerzas para poder correr hacia donde estaba el caballo. Me precipité tanto que dejé dos dedos expuestos y yo mismo me los machuqué con la puerta. Sentí un dolor lancinante. La alegría y el gozo se convirtieron en una horrible tortura. Una uña saltó y los dos dedos se pusieron morados de sangre. La risa de alegría se mezcló con el llanto, y sólo pude ir a conocer a Amigo un buen rato después, con los dedos metidos en un platón con hielo para bajar el dolor y la hinchazón. Me reía y lloraba al mismo tiempo. Tal vez por esa experiencia en que la dicha se teñía de repente de dolor, yo ya debía haber entendido, repito, que nuestra felicidad está siempre en un equilibrio peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación.

Pero no. En esos años nos imaginábamos que toda la vida iba a ser buena, y no había por qué dudarlo. Éramos felices porque todas mis hermanas eran lindas y alegres, las muchachas más bonitas del barrio Laureles, lo decía todo el mundo, Maryluz, Clara, Vicky (a Eva le decíamos Vicky, pues se llamaba Eva Victoria, pero ella odiaba el Eva, le parecía un nombre montañero, jericoano, y siempre sufrió con eso, sabiendo que es el único nombre bonito de toda la familia) y Marta. Sol todavía no porque era muy chiquita, y se limitaba a mirar, escondida a mi lado detrás de las ventanas, y a poner quejas de furtivos besos, los dos («mami, Jorge le dio un beso a Clara y Clara lo dejó»; «Mami, Álvaro le quería dar un beso a Vicky pero Vicky no se dejó»; «Mami, Marta le dio un beso a Hernán Darío y él le puso la mano en la teta derecha»), pero ya le llegaría su momento también para gozar y besar al escondido. Sí, mis hermanas eran las muchachas más bonitas de Laureles, le pueden preguntar a quienquiera que las haya conocido a ver si no es verdad, las más alegres y simpáticas y coquetas y dicharacheras, y la casa era un enjambre de jóvenes bachilleres y universitarios, zumbando a toda hora como locos por conquistárselas, porque eran risueñas y bailarinas y ocurrentes, por lo que todos los muchachos de Laureles estaban como locos, y hasta venían del centro y de El Poblado a verlas, sólo a verlas de día, a hacerles la visita temblando de timidez, borrachos de miedo a ser rechazados. Y lo mismo por las noches pues los viernes y los sábados después de media noche, iban apareciendo otra vez los visitantes del día, desesperados de amor, y el frente de mi casa se convertía en un sinfín de serenatas. Para Mary, de Fernando su novio, porque ella era fiel desde los once y nunca permitió que nadie más se le acercara, y si alguien más le llevaba serenata lo paraba en seco y lo despachaba con protestas destempladas. Para Clara, de sus dos novios y sus veinte pretendientes (una vez le llevaron cuatro serenatas en una misma noche, de cuatro tipos distintos, la última con mariachis, a ver quién daba más por conquistar su acerado corazón), porque aunque no era infiel sí era tan bonita que le quedaba imposible escoger entre tantos partidos perfectos, uno mejor que el otro cada vez. Uno de ellos. Santamaría, hasta se suicidó de mal de amor. Para Vicky, de un tal Álvaro Uribe, muy bajito, que se moría por ella, pero ella no por él, porque le parecía muy serio y, sobre todo, muy bravo. «Como usted no me hace caso», le dijo el hombre una vez, «la voy a cambiar». Y puso Vicky a su mejor yegua, porque a él le gustaban los caballos sobre todas las cosas y, decía «ahora monto en Vicky todas las semanas». Le llevaba las calificaciones para que ella las viera: cinco en todo, con los padres benedictinos. Pero en el penúltimo año de bachillerato lo expulsaron, por culpa de mi hermana. No de Vicky, sino de Maryluz, que era mayor. Resulta que en el bazar de los benedictinos había que elegir la reina del colegio, y Maryluz era la reina de sexto; la de quinto, la de Álvaro, era otra, y hasta el último minuto iba ganando. No ganaba la más bonita, sino la que recogiera más plata, y la de quinto había recogido más, porque el papá de Álvaro, caballista, era rico, y había dado mucho. La suerte estaba echada, pero en el último minuto Maryluz le rogó a un rico muy rico de Medellín, Alfonso Mora de la Hoz, y éste le dio un cheque gordo, sustancioso. Cuando contaron la plata, ganaba la de quinto, sumando el efectivo, y Álvaro estaba feliz, pero el último papel que sacaron fue el cheque del rico riquísimo: y entonces la reina de sexto sumó más. Gritos de alegría para Maryluz. Entonces Álvaro, que nunca supo perder, y aún no sabe, se paró en un pupitre y arengó a los alumnos del colegio, en tono veintejuliero: «¡Se vendieron los Paaaadres Benedictinos!». Y los padres benedictinos lo expulsaron, por incapaz de aceptar la derrota y las reglas de juego, y él tuvo que terminar el bachillerato en el Jorge Robledo, adonde iban a dar todos los echados de Medellín. Después Vicky se ennovió con otro Uribe, Federico, que no era pariente del anterior, sino de otros Uribes, y al fin se casó con él. Cuando tenía que decidir, mi papá le dijo, «mejor éste; el otro es muy ambicioso, y no sé si será fiel». Ninguno es fiel, pero en fin. Y para Marta, que como era la más joven, de otra generación, ya no le traían serenatas con trío, que era una cosa de otras épocas, de viejos y veteranos, sino que a cierta hora se paraba un carro en la calle, abría la puerta, y de repente desde los parlantes de adentro tronaban una batería y una guitarra eléctrica enardecida de música rock, con canciones de los Beatles o de los Rolling Stones, y después de Los Carpenters, de Cat Stevens, de David Bowie y de Elton John. Había ya, entre mis cuatro hermanas mayores, un cambio de generación, y Marta era la primera que pertenecía a la mía, aunque yo en realidad no creo haber pertenecido a ninguna, pues cuando ella se murió, me quedé sin influencia y sin generación. Tal vez por eso me dediqué a la música clásica, que era un terreno firme, el de mi papá, y tal vez por eso jamás he llevado una serenata, ni riesgos con tríos, bambucos o mariachis, pero ni siquiera con parlantes de carro, y de música rock.

Y ahora tengo que contar la muerte de Marta, porque eso partió en dos la historia de mi casa.