Capítulo 36

 

Kane observaba de pie junto al trono cómo Campanilla resolvía las disputas que enfrentaban a los opulens y a los pobres por igual. Se había adaptado bastante bien a su nueva posición, haciendo frente a algunos disturbios e incluso a un intento de asesinato.

Kane y la guardia que ahora estaba a sus órdenes habían sofocado los disturbios y habían matado al hombre que había intentado matar a la nueva reina. No había tenido una muerte fácil... porque Kane no se lo había permitido.

Se había corrido la voz de las hazañas que había llevado a cabo Campanilla el día que había derrocado a su padre y eso le había granjeado más fama y apoyos. A pocas semanas de su ascenso al trono, la gente empezaba a darse cuenta de lo mucho que valía.

La vio cambiar de postura en el trono y pensó que estaba preciosa con aquel vestido de seda rosa adornado con rosas de terciopelo rojo alrededor de la cintura, las mismas rosas que le adornaban el pelo y hacían que pareciera que acabara de salir de un bosque.

–Contadme vuestro problema –les dijo a los siguientes, una pareja de mujeres opulens.

–No –dijo la mujer–. No eres más que una sirvienta, por mucho que te hayas casado con un Señor del Inframundo. No pienso acatar tus decisiones.

No era la primera vez que alguien le decía algo así, pero en aquel momento, Kane decidió asegurarse de que fuera la última. Apenas había dado un paso cuando Campanilla levantó una mano, se puso en pie con elegancia y bajó los escalones que la separaban de la airada mujer.

Nadie podría haberse dado cuenta de su temor excepto él, que la conocía mejor que nadie y la observaba con más atención. Estaba nerviosa y enfadada, triste, pero resuelta a hacer lo que debía hacer.

Los guardias la siguieron de cerca. Sabían que si le ocurría algo a la reina estando ellos de servicio, morirían. Kane también deseaba seguirla para protegerla, pero se contuvo de hacerlo para no dañar su credibilidad.

Además, debía saber si podría sobrevivir sin él.

Cada día que pasaba, Desastre estaba un poco más débil y había algo más claro para Kane: se acercaba su final.

Campanilla levantó la mano y le agarró la cara a la mujer, que se quedó pálida. Abrió la boca y luego volvió a cerrarla sin decir nada. Después cayó al suelo, inconsciente.

–No soy una sirvienta –dijo en voz alta–. Soy la reina y exijo obediencia.

Salió del salón mirando al frente. Kane la siguió y ninguno de los dos dijo ni palabra hasta que estuvieron en el dormitorio, a puerta cerrada.

–No debería haber hecho eso –se lamentó ella–. Estaba enfadada y me he excedido; podría haberle hecho daño.

–La has dejado con vida y le has dado una buena lección, lo que es mucho más de lo que se merecía –mucho más de lo que habría hecho él, pensó.

–Pero lo único que he conseguido es que me tenga miedo y eso no es lo que quiero. Era lo que quería mi padre, pero yo no –empezó a ir de un lado a otro de la habitación, frotándose las manos–. Debería haber hecho lo mismo que hice con los otros, mandarla a su casa sin resolver su problema; otro día habría vuelto dispuesta a escuchar a cualquiera que pudiera ayudarla. Incluso a mí.

–Puede que tengas razón –reconoció Kane.

Ella se detuvo y lo miró a los ojos.

–Un momento, ¿no vas a defenderme?

Trató de no sonreír.

–No seas tan dura contigo misma. Todo esto es nuevo para ti y, aun así, lo estás haciendo muy bien, mucho mejor de lo que lo haría yo. Si fuera la reina, los condenaría a todos a muerte.

–Pero serías una reina muy sexy. Sé que lo dices solo para ser amable.

–Preciosa, ¿desde cuándo hago yo algo para ser amable?

Campanilla se quedó pensando un momento y luego asintió.

–Eso es cierto. Eres el hombre más grosero que conozco y probablemente yo pasaré a la historia como la reina loca, pero maravillosa, solo por estar contigo.

«No te rías», se dijo.

–Eres una listilla –dijo, yendo hacia ella–. Te voy a hacer pagar por ello.

Ella empezó a correr alrededor de la cama.

–¡Kane!

–No podrás huir de mí.

–Pero puedo intentarlo.

La persecución acabó con los dos llorando de la risa, tirados en el suelo, con las piernas entrelazadas. Dejaron de reírse con el primer beso.

–Kane–susurró ella.

–Campanilla de mi vida. Te deseo.

–Aquí me tienes. Date prisa.

–No, quiero saborearte bien –se tomó su tiempo para desnudarla, disfrutando plenamente de cada milímetro de piel que quedaba a la vista, de cada curva y cada cicatriz.

Recorrió su cuerpo a besos mientras ella lo tocaba como si hubiera nacido para hacerlo.

Jamás podría cansarse de ella.

Y jamás la olvidaría, ni siquiera muerto.

En cierto modo, habían crecido juntos. Se habían conocido en un momento de profunda oscuridad para ambos, un momento en el que carecían de esperanza y estaban superados por el miedo. Pero juntos habían salido de las profundidades del infierno y habían encontrado motivos para reír. Habían dejado atrás el odio y se habían entregado al amor. Y nada de eso los había debilitado, sino que los había hecho más fuertes.

Kane no quería ni imaginar lo que habría sido de él si no hubiese vuelto a buscarla. Desastre había intentado impedírselo y también las Moiras, pero dentro de él había algo más fuerte que aquellos seres. El amor. Un amor imparable.

Le separó las piernas y se metió en ella porque aquel era su sitio. Comenzó a moverse lentamente y fue subiendo el ritmo hasta hacer que ella también se entregara por completo al placer y a la pasión del momento, arrastrándolo consigo hacia una maravillosa liberación.

No habría sabido decir cuánto tiempo pasó antes de tener las fuerzas necesarias para llevarla a la cama, solo sabía que no podía apartarse de ella. Necesitaba tocarla y, sabiendo que no le quedaba mucho tiempo para hacerlo, quiso aprovecharlo al máximo.

–¿Aún me quieres? –le preguntó después, estrechándola en sus brazos.

–Claro.

–Yo a ti también te quiero –le dio un beso en la frente–. Con toda mi alma –añadió, pero ella ya estaba dormida.

Se vistió y salió al pasillo con la intención de volver al salón del trono, pero en ese momento apareció Malcolm.

–¿Vas a decirme de una vez lo que pasa y por qué no dejas de aparecer?

–No quiero hacerlo, pero me temo que tendré que hacerlo –admitió el Enviado, encogiéndose de hombros–. Pero antes dime por qué eres tan infeliz.

–¿Infeliz?

–Sí.

No tuvo valor para negarlo.

–¿Qué más te da a ti?

–Eso ya te lo diré.

Finalmente lo admitió.

–No quiero tener que dejar a mi mujer. Volvería a cómo estaba antes con Desastre, pero tampoco quiero que el demonio le haga daño.

–Ese es el dilema al que os enfrentáis los poseídos. Pero quizá yo pueda hacer que sea más fácil.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó Kane, con curiosidad.

«Nunca podrás librarte de mí», le advirtió Desastre, empeñado en no perecer.

Kane apretó los puños.

–Voy a matar a Desastre de una vez por todas –le dijo Malcolm–. El problema es que eso...

–Me matará a mí también –adivinó con tristeza.

–Pero al menos tu espíritu seguirá vivo.

–Lo mismo que ocurriría sin tu ayuda.

–Sí, pero sin mi espada de fuego, el mal del demonio seguiría dentro de ti y cuando muriera, también tu espíritu acabaría en el infierno.

Pasaría la eternidad atrapado entre demonios. Kane sintió ganas de vomitar, la cabeza le daba vueltas.

–A mi amigo Baden lo decapitaron estando poseído y acabó en otro reino.

–Sí, un reino situado en un pasillo del infierno. Los que están allí aún no lo saben, pero lo sabrán porque los muros son cada vez más estrechos.

Kane se pasó una mano por el pelo. Pobre Baden.

–Si lo hago –continuó diciendo Malcolm–. Podrían echarme de los cielos por matar a un hombre.

–En realidad no soy un hombre.

–Algo parecido.

–¿Qué es lo que quieres a cambio?

–Tu anillo de bodas.

–¿Mi anillo?

El Enviado asintió una sola vez.

–Eso he dicho. Recuerda que Desastre está a punto de lanzar su último ataque y, aunque está débil, no morirá fácilmente. Tengo la impresión de que el caos que provocó en Nueva York parecerá un juego de niños.

Y Campanilla estaría en medio.

–¿Entonces te interesa el trato? –le preguntó Malcolm–. Tú me das el anillo y yo os mato a ti y a tu demonio antes de que vuelva a actuar.

Si se negaba, Campanilla podría perder el reino en medio del caos que provocaría Desastre.

¿Realmente tenía elección?

–Concédeme una noche más con mi esposa. Después me reuniré contigo en el jardín, al amanecer.

–Trato hecho.

 

 

Josephina perdió la cuenta de las veces que Kane le hizo el amor aquella noche antes de quedarse dormida. No lo rechazó ni una sola vez porque el deseo que sentía por él era insaciable y... porque sabía lo que estaba planeando.

La conexión que había entre ellos era tan intensa que ya no necesitaba ni proyectar su imagen para saber lo que le pasaba por la cabeza. La última vez había oído la conversación que había tenido con el Enviado.

Lo cierto era que no imaginaba hasta qué punto deseaba Kane ver morir a Desastre. Hasta el punto de estar dispuesto a morir él también.

Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensarlo. ¿Acaso no se daba cuenta de que ella estaría perdida sin él? Volvería a estar como al principio, deseando morir.

«No puedo permitir que lo haga».

Pero más de lo que deseaba estar a su lado, deseaba verlo feliz y saber que tenía la vida que siempre había querido.

Tendría que elegir una de las dos cosas y eso quería decir que tendría que dejarlo marchar.

El corazón le dio un vuelco al pensarlo. No, no tenía por qué hacerlo, pensó de pronto. Aún podía salvarlo y liberarlo para siempre entregando otra vida a cambio.

La suya.

Había pasado la mayor parte de su existencia pagando por las faltas de otros. Durante las últimas semanas había hecho lo que había hecho para asegurarse de que no volviera a ocurrir. Había elaborado un plan, había luchado y había vencido. Pero ahora tenía la posibilidad de acabar para siempre con el sufrimiento de Kane.

Si ella absorbía al demonio y se reunía con el Enviado...

Podría recibir el último golpe y salvaría a Kane.

Sería ella la que moriría. En otro tiempo se había resignado a afrontar dicho destino, sin embargo ahora le repugnaba la idea. Pero estaba dispuesta a hacerlo por Kane. Haría lo que se suponía que debía hacer un esclavo de sangre y aceptaría de buen grado el castigo que le correspondía a otro.

Kane merecía tener la oportunidad de convertirse en el hombre que siempre había deseado ser. Él sería mucho mejor rey y sabía que lo haría aunque ella no estuviese a su lado. Era demasiado honrado como para no hacerlo.

Así pues, se puso en pie y se vistió sigilosamente. Bajó hasta las mazmorras utilizando los pasadizos secretos que tanto le gustaban a su padre.

Después de examinar todos y cada uno de los casos de los prisioneros de su padre, y de descubrir que todos ellos estaban allí solo por no ceder a los caprichos del monarca, los había puesto en libertad y había tratado de compensarlos con un dinero que los ayudara a recuperar su vida.

Ahora el prisionero que ocupaba la primera celda era precisamente el antiguo rey. Tenía la ropa sucia y rasgada y el pelo alborotado.

–Tú –dijo al verla–. Déjame salir inmediatamente.

–No –respondió ella–. Aún estoy intentando subsanar todo el mal que le hiciste a tu pueblo.

–Esa gente me pertenece y puedo hacer lo que se me antoje con ellos.

–No, ya no.

–¿Has venido aquí para intentar comprar mi amor? ¿Pretendes conseguir que te quiera a cambio de devolverme lo que me has quitado?

Josephina se rio con una profunda tristeza.

–Hace mucho tiempo que perdí la esperanza de que me quisieras. No he venido a devolverte nada.

–En cualquier caso, ha sido un error –Tiberius sacó las manos entre las rejas y la agarró del cuello.

Josephina podría haber evitado el contacto, pero no había querido hacerlo. Mientras él le apretaba el cuello, le puso las manos en las muñecas y le robó todos sus poderes y su fuerza. Cuando por fin lo soltó, lo vio caer al suelo.

–Muchas gracias –le dijo, llena de energía–. A eso es a lo que había venido. Mañana ya no estaré viva, pero espero que mis poderes mueran conmigo y te dejaré tan indefenso como la gente a la que tanto daño has hecho.

Mientras Tiberius gritaba de rabia, Josephina fue en busca de la reina y le dijo lo que siempre había querido que supiera.

–Sé que me odias porque era un símbolo de la infidelidad de tu marido.

La antigua reina no se atrevía a mirarla, así que siguió hablando:

–Yo solo era una niña inocente y asustada que necesitaba que la quisieran. Mi madre también fue víctima de las circunstancias. Nadie podía decir que no al rey y tú lo sabías. Ella no quería estar con un hombre casado, pero en lugar de ayudarla a huir de sus atenciones, lo que hiciste fue castigarla.

Seguía sin decir nada, sin mirarla siquiera.

Josephina siempre había deseado en secreto que alguien le pidiera perdón, algo que sabía que nunca conseguiría, así que no iba a volver a perder el tiempo con eso.

A continuación fue a ver a Synda, que ya la había oído y la esperaba agarrada a las rejas de la celda.

–Suéltame, por favor –le suplicó la princesa.

Josephina abrió la boca para decirle todo el daño que le había hecho, todo lo que había tenido que soportar por su culpa, pero se detuvo antes de decir una sola palabra porque sabía que Synda la escucharía, pero no oiría nada. Asentiría, pero en realidad no habría comprendido nada. Le diría todo lo que quisiera oír solo para que la liberara y después se olvidaría de todo lo que hubiera prometido. Porque, a diferencia de Kane, Synda nunca había luchado contra el mal que llevaba dentro.

–Dejaré que sea Kane el que decida qué hacer contigo –decidió al tiempo que le ponía una mano en la mejilla a su hermana–. Necesitas ayuda. No sé quién eres sin ese demonio y es posible que tú tampoco lo sepas, pero deberías saber que puedes hacer frente a los caprichos de tu demonio.

–Lo sé –dijo Synda con los ojos llenos de lágrimas–. Pero no sé cómo hacerlo.

–Habla con Kane. Puede que al principio te odie, pero si eres sincera con él y realmente quieres que te ayude, lo hará. Adiós, Synda –dijo eso, la soltó y se dirigió a la siguiente celda.

La de su hermano. Leopold estaba sentado en un rincón, con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza apoyada en la pared.

–Tienes buen aspecto –le dijo.

Josephina hizo caso omiso al cumplido.

–¿No vas a suplicarme que te suelte?

–¿Por qué iba a hacerlo? Por primera vez no temo que alguien me mate en cualquier momento.

–Vamos –Leopold había tenido la vida de privilegios que ella siempre había deseado.

–Es cierto, Josephina. Siempre esperaba que me mataran.

–No entiendo por qué... a menos que tratases a todas las mujeres como me tratabas a mí. Deberías haber sido mi amigo.

–Pero quería ser algo más.

–Eres mi hermano.

–No, no lo soy.

–Claro que lo eres –insistió, con rabia.

–¿Es que crees que eres la única hija ilegítima? ¿Piensas que el rey era el único que tenía amantes? Tiberius me dejó muy claro que yo no soy hijo suyo, solo de la reina, pero que me aceptaba porque necesitaba un heredero.

Ella... lo creyó. De pronto le encajaron muchas cosas: el desprecio que el rey siempre había mostrado hacia el príncipe, su poco parecido físico. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

–¿Por qué no me lo dijiste?

–Si alguien lo hubiese descubierto, me habrían matado –se rio con amargura–. Y si alguna de sus amantes hubiera tenido un hijo varón, también me habrían matado. Por eso me limitaba a vivir el día a día. Sabía que tú lo comprendías y pensé que era algo que nos unía.

Lo habría hecho, si Josephina lo hubiera sabido.

–Yo te habría guardado el secreto. Ojalá hubieras sido mi amigo. Yo necesitaba tu apoyo, no tu deseo.

–¿Te trata bien tu marido?

–Sí.

–¿Y te gusta?

–Lo amo.

La tristeza le ensombreció el gesto. Josephina lo miró unos segundos, pensando en lo que podría haber habido entre ellos. Podrían haber sido amigos, cómplices; podrían haberse dado el apoyo y el cariño que ambos necesitaban.

–Cuéntale a Kane lo que me has contado a mí. Estoy segura de que se apiadará de ti y puede que te deje vivir. La verdad es que me gustaría que por fin vivieras en paz.

Leopold sonrió con tristeza.

–Yo jamás te habría forzado a hacer nada. Solo quería demostrarte lo bien que nos habría ido juntos.

Quizá fuera muy ingenua, pero le creyó.

–Adiós, Leopold.

Lo oyó gritar mientras se alejaba; se había dado cuenta de que se estaba despidiendo para siempre. Pero siguió andando.

De vuelta en su habitación, se acercó a Kane y le quitó el anillo del dedo mientras dormía. Le acarició la frente porque no aguantaba las ganas de tocarlo una vez más y después le dio un beso en los labios. Como si hubiera oído el llanto desgarrador de sus entrañas, él abrió los ojos y le dijo.

–Vuelve a la cama, Campanilla. Déjame que te abrace.

–Duérmete, mi amor.

–Mmm.

Para asegurarse, le hizo lo mismo que le había hecho él a ella; le apretó la carótida hasta que perdió el conocimiento. Después le puso la mano en la muñeca y absorbió toda su oscuridad igual que había hecho aquel día en el bosque. Esa vez había sentido la fuerza arrasadora del demonio, pero ahora estaba demasiado débil para gritarle ninguna obscenidad. Apenas era un poco de peso que arrastrar sobre los hombros.

Soltó a Kane en cuanto estuvo segura de tener al demonio dentro porque no quería quitarle también las fuerzas.

Se le relajó la cara y lo vio sonreír con tanta paz que se le rompió el corazón. Debía de haber sentido de algún modo que por fin estaba solo.

Estaba claro que había tomado la decisión adecuada.

–Te amo –le susurró al tiempo que le besaba la frente–. No lo olvides nunca.