Capítulo 18
En cuanto los guardias se acercaron a la cama de Campanilla, Kane soltó un rugido que le salió de lo más profundo del alma. Un sonido salvaje, de un animal furibundo que advertía a su enemigo. Esos tipos no iban a acercarse a la chica. Si insistían en intentarlo, morirían allí mismo. Llevaba cuatro días cuidándola, cuatro días durante los que se había separado de ella solo una vez, para ir a hablar con el rey. La había bañado, le había dado de beber; él solo había hecho todo lo necesario para asegurarse de que sobreviviera.
Campanilla era suya y él siempre cuidaba de lo que le pertenecía. Aunque hubiese decidido abandonarla para protegerla de Desastre.
Y seguía teniendo el mismo plan. No podía tener otro. Pero se había despertado, lo había mirado con esos fascinantes ojos azules, con el rostro por fin libre del enrojecimiento provocado por la fiebre y el pelo alborotado, y su instinto de posesión se había disparado incontrolablemente.
«Mía», había pensado mientras Desastre lo negaba a gritos.
Kane sacó un cuchillo ya manchado de sangre.
Los guardias se detuvieron para mirar al príncipe, buscando sus indicaciones en silencio.
El príncipe lo observaba, retándolo a dar un paso más. Con solo una palabra podría hacer que Kane cayese al suelo, retorciéndose de dolor y completamente impotente. Eso debía de ser lo que querían los guardias; entonces podrían encerrar a Kane en las mazmorras y Campanilla tendría que afrontar sola su castigo.
Su único recurso era llevar el asunto ante el rey. Todos juntos.
La última vez que había hablado con el rey, le había pedido permiso para cuidar de Campanilla. Tiberius había accedido a regañadientes, pero a cambio Kane había tenido que prometerle que sus amigos asistirían a la boda.
–Yo la acompañaré –anunció Kane con toda la calma de la que era capaz. Tendría que arreglar la situación y luego podría marcharse. Había llegado el momento–. Pero dime una cosa, ¿cómo has sabido que se había despertado?
–Han oído voces.
–No voy a ir a ninguna parte –declaró Campanilla con los ojos encendidos por el miedo, igual que solo unos segundos antes los había encendido la pasión–. No voy a moverme de aquí.
–Josephina –comenzó a decir el príncipe, mirándola con un deseo que no tenía derecho a sentir–. De verdad lo siento, pero debo hacerlo.
Kane le tendió la mano a Campanilla.
–Confía en mí, preciosa. No voy a dejar que te pase nada.
El temblor de la joven hizo que se moviera toda la cama. Cerró los ojos, tomó aire, lo aguantó más y más y luego lo soltó. Cuando volvió a mirarlo, Kane vio que estaba conteniendo el llanto, aun así tuvo la valentía de poner la mano sobre la suya.
–Tengo que ponerme el uniforme –dijo.
Kane había pedido que lo lavaran y ahora estaba doblado junto a la cama. Él mismo le puso el vestido sobre la camiseta que también le había puesto él, sin dejar en ningún momento que nadie viera lo que no debía.
Después la puso en pie y la sujetó por la cintura porque apenas podía mantenerse sola.
–Seguidme –ordenó Leopold antes de darse media vuelta y salir de la habitación, seguido de los guardias.
Kane prácticamente tenía que llevar a Campanilla en volandas. Se preguntó dónde estaría William y si seguiría en la ciudad, porque lo cierto era que en aquel momento habría agradecido mucho su ayuda.
Synda había ido a ver a Kane un par de veces para preguntarle su opinión sobre telas, estampados y otras cosas que ya no recordaba. Él había aprovechado para preguntarle cómo la había llevado William a casa y qué le había dicho, pero la princesa había asegurado no acordarse.
Mientras recorrían el pasillo se fijó en que muchas doncellas habían salido a verlos pasar y lo saludaban con tímidas sonrisas y algunas no tan tímidas.
«Suelta a esa chica y elije a cualquiera de estas», le ordenó Desastre.
«Muérete», le respondió Kane.
De pronto se le desabrochó la bota y se tropezó.
Se detuvo antes de llegar a caerse y fue entonces cuando vio algo que lo dejó paralizado. No podía ser... pero sí, allí estaba él en un retrato, colgado junto a otro de Synda.
–¿Qué estás...? –Campanilla siguió su mirada y a punto estuvo de ahogarse de la risa–. Vaya, pareces muy...
–No lo digas –le pidió entre dientes.
–¿Qué no diga que pareces muy feliz?
Si no hubieran estado en una situación tan apremiante, Kane se habría tomado unos minutos para arrancarles los ojos a todos aquellos que pasaran por allí. Parecía que William había pasado algún tiempo en el palacio después de llevar a la princesa. Era la única manera en la que la familia real podría haber conseguido una de las monstruosidades que había encargado Anya.
Kane se mordió el labio. Quería que la gente de aquel reino temiera su fuerza, pues así habría menos posibilidades de que se atreviesen a enfrentarse a él. Pero cualquiera que viera ese cuadro en el que aparecía inclinado sobre una chaise longue tapizada en piel de cebra, cubierto tan solo por una boa de plumas azules y agarrando una rosa entre los dientes, pensaría que...
Debía de estar echando humo.
No era de extrañar que a Leopold no le hubiera preocupado que cuidara personalmente de Campanilla. No era de extrañar que el príncipe no hubiera tratado de vengarse de él por ahogarlo y encerrarlo. Aquel era castigo más que suficiente.
«Voy a hacer pedazos a William».
Cuando llegaron a la sala del trono, el ambiente estaba tan cargado como de costumbre de asfixiante olor a flores. Kane no conseguía acostumbrarse a aquel olor, ni creía poder hacerlo nunca.
El rey ocupaba su trono y, como otras veces, Synda estaba sentada a su izquierda. La reina, sin embargo, no estaba por ninguna parte.
–Señor Kane –lo saludó la princesa–. Sirviente Josephina, me alegro de ver que estás recuperada.
Campanilla se puso en tensión y guardó silencio.
Kane no dejaba de asombrarse de lo alejada de la realidad que estaba Synda y de su incapacidad para comprender los sentimientos de los demás o comprender por qué podría alguien estar enfadado con ella.
–Señor Kane –lo saludó también el rey–. Antes de comenzar, debemos decir que fue un placer conocer a tu SP.
–¿A mí qué?
–A tu secretario personal. El que trajo a la princesa a casa el día que salisteis de compras. Lo alojamos en una habitación situada en el mismo pasillo que la tuya.
Eso lo explicaba todo.
–Es muy... generoso por su parte.
–Queremos que estés a gusto aquí, Señor Kane.
–Entonces haga un decreto en el que se prohíba hacer daño alguno a Josephina.
El rey apretó los labios un instante.
–Como sabes, te permití que cuidaras de ella mientras estuviese enferma, pero ahora que se ha recuperado, debe ocuparse de sus obligaciones.
Campanilla se echó a temblar, Kane la apretó con más fuerza mientras examinaba la sala y al resto de los presentes para estar preparado para lo que fuera. Una huida o un ataque.
Fue entonces cuando encontró a Rojo, Negro y Verde sentados entre la clase alta fae. ¿Estarían allí para vengarse de Campanilla? ¿O de él?
–¿Sabe quién son esos hombres? –le preguntó al rey, señalando a los guerreros.
–Claro –respondió Tiberius–. Son tus sirvientes. Llegaron esta mañana.
Vaya.
–Mis hombres tienen un pequeño problema con la propiedad ajena, así que le aconsejo que haga que sus guardias los acompañen en todo momento.
El rey chasqueó los dedos para que varios hombres se colocaran tras los guerreros que, o no se enteraron, o no les importó que los vigilaran. Tenían la mirada clavada en Campanilla, observándola con absoluta fascinación. Kane se dio cuenta de repente de por qué la miraban así, y no tenía nada que ver con la venganza. Querían que les liberara de nuevo de la oscuridad, pero para siempre. Querían sentirse plenos, sin contaminar. Normales. Y ella era la única capaz de llevar a cabo tal hazaña.
La rabia comenzó a correrle por la venas, invadiéndolo todo. Estaba furioso con los guerreros... y consigo mismo porque había sido él el que le había ocasionado ese nuevo problema a Campanilla. Él y nadie más que él. Y ahora ella tenía que enfrentarse a otro desastre más.
–Ha llegado el momento de que la sirvienta Josephina escuche su sentencia –anunció el rey y golpeó el suelo con el cetro tres veces.
Kane se concentró en las palabras del monarca. Debía librar las batallas una a una.
–Dado que la princesa Synda fue sorprendida desnudándose en público, la sirvienta Josephina debería desnudarse aquí y será marcada en el pecho con un símbolo de vergüenza.
Al oírlo, Campanilla soltó un grito estremecedor.
Kane maldijo entre dientes.
–Pero... –comenzó a decir Leopold, pero volvió a cerrar la boca en cuanto Tiberius lo miró.
Se acercaron a ella cuatro guardias, pero Kane la colocó a su espalda, utilizando su cuerpo como escudo, y sacó dos puñales. Los hombres se detuvieron, sin saber muy bien qué hacer.
Los chicos de William estaban alerta, como si estuviesen preparándose para salir a ayudar a Kane a proteger a Campanilla, pero no se movieron y Kane comprendió por qué. Los guerreros querían a Campanilla sana y salva para obtener lo que deseaban de ella; el resultado de la inminente batalla no les importaba lo más mínimo. En realidad les sería más fácil sacarla de allí en medio del caos de la lucha. De hecho, a Kane no le habría sorprendido que hubieran sido ellos los que habían informado al rey del striptease de Synda para así garantizar el ambiente perfecto.
–Yo recibiré el castigo –anunció Kane. De ese modo, evitaría la batalla y se aseguraría de que Campanilla no se moviera de su lado.
Los guerreros no intentarían llevársela de manera tan llamativa.
–¡Tendrá que quitarse la camisa! –exclamó una mujer.
–¡Es verdad! Va a ser increíble –respondió otra.
Sintió las manos de Campanilla en la espalda.
–No, Kane. No puedes hacerlo –le dijo con una voz temblorosa que daba cuenta de su miedo y su indignación.
El rey meditó la idea durante unos segundos.
–Pero la princesa Synda no es sangre de tu sangre, así que no puedo aceptar el cambio.
–Entonces deme a Josephina para siempre. Ese vínculo es tan fuerte o más que el de sangre.
Los ojos del rey se clavaron sobre él como dos puñales.
–Te vas a casar con mi hija y con ninguna otra. Ella es la única mujer digna de ti.
«Algún día te cortaré la lengua».
–Si la princesa es mi mujer, pasa a ser responsabilidad mía y por tanto soy yo el que debe decidir qué castigo recibe, ¿no es cierto? Soy yo quien se encarga de que esos castigos se cumplan.
El rey se puso en tensión, consciente de que había quedado atrapado por sus propias reglas.
–Muy bien –dijo por fin–. Puedes quedarte también con la esclava de sangre y utilizarla como corresponde.
El saber que Campanilla iba a quedar a su cuidado le hizo sentir una satisfacción que jamás había experimentado. Tan grande que apenas pensó en el único inconveniente; la única manera de proteger a Campanilla era casándose con Synda.
–Gracias –dijo.
El rey asintió.
–Conozco bien lo que es sentirse atraído por la persona equivocada y eso es lo que tú sientes por la sirvienta Josephina, ¿no es cierto? Si te la quito, la desearás aún más y si le hago daño, me culparás a mí. Sin embargo si te la doy, el deseo no tardará en morir.
Kane contuvo una risotada provocada por la ignorancia del rey. Un deseo como el que él sentía por Campanilla no podría morir.
–¿Desea a una sirvienta? –preguntó Synda , ofendida y con los ojos encendidos por el demonio que llevaba dentro. Entonces se quitó un zapato y se lo lanzó a Kane, que lo esquivó por poco–. ¡Tú no me mereces!
Kane pensó que podría quedarse el tiempo suficiente para casarse con Synda y luego dejar a Campanilla al cuidado de sus amigos, que, sabiendo lo que significaba para él, la protegerían con el mismo ahínco. Los fae la dejarían en paz y también lo haría la fénix en cuanto Kane se encargara de ella; todos los problemas de Campanilla quedarían resueltos de golpe.
Después de la boda, Campanilla no querría tener nada que ver con él y Kane no podría culparla por ello. Pero estaría a salvo.
Claro que también viviría bajo el mismo techo que Torin. Y que Paris.
Eso volvió a despertar su furia.
¿Y Synda? ¿Qué debía hacer con ella? Quería demasiado a sus amigos como para cargarlos con semejante malcriada, pero tampoco quería quedársela él.
–No lo hagas, por favor –le susurró Campanilla–. No quiero que te hagan daño por mi culpa.
–Te dije que no iba a permitir que volvieran a hacerte nada malo y lo decía en serio –le dijo, conmovido por su preocupación.
–Kane –insistió con tono de desesperación–. Me voy a enfadar contigo si lo haces.
–Pero me besarás de todos modos –al fin y al cabo, aún no estaba casado.
Kane dio un paso adelante y se quitó la camiseta. La sala se llenó de exclamaciones femeninas que le hicieron menear la cabeza. Dos hombres acercaron un brasero portátil y luego llegó un tercero empuñando un hierro de marcar que metió entre las brasas hasta que estuvo candente. Varios guardias se colocaron alrededor de Kane con la intención de sujetarlo, pero él se los quitó de encima.
–No voy a moverme –aseguró.
El rey dio su permiso con un gesto y después se inclinó hacia delante para observar con la misma atención con que lo hacían ya Synda y Leopold, impacientes por ver si mantendría su palabra.
–Kane –dijo Campanilla una vez más–. No lo hagas, por favor.
Sin decir nada, la colocó detrás de sí y la rodeó con sus brazos. Ella apoyó la frente en su espalda y Kane creyó sentir la humedad de una lágrima. La idea lo hizo estremecer porque significaba que lo que sentía por él era algo más que deseo.
«No sé si podré separarme de ella algún día».
El hombre levantó el hierro candente, la marca tenía forma de dragón. Se acercó a Kane con gesto dubitativo.
–Hazlo –le ordenó Kane.
–No –dijo Campanilla entre sollozos.
Un segundo después, el hombre puso el dragón en el centro del pecho de Kane y lo mantuvo allí. La piel y la carne se derritieron bajo el hierro y el olor a carne chamuscada eclipsó por completo el aroma floral. El dolor fue mucho más intenso de lo que había previsto Kane. Sintió ganas de vomitar, pero lo que hizo fue enfurecerse. No podía creer que hubieran pretendido hacer aquello en el delicado cuerpo de Campanilla. Lo habrían hecho sin dudarlo.
Desastre se rio a carcajadas mientras el hombre intentaba retirar el hierro... sin conseguirlo.
El metal le había llegado ya al esternón.
Por mucho que tirara el hombre, el dragón no se separaba de su cuerpo.
Kane agarró la barra de hierro y, apretando los dientes, tiró de ella con todas sus fuerzas. Por fin la había retirado, pero se había llevado consigo parte del hueso. Después de soltar el hierro, trató de respirar con calma. Lo primero que notó fue que había un silencio sepulcral en la sala. Todo el mundo estaba esperando a ver su reacción.
Tan acostumbrado estaba al peligro, que lo que hizo fue levantar bien la cabeza y decir:
–Pasemos a otra cosa. Quiero pasar algún tiempo con la princesa, para conocer mejor a mi futura... esposa –así se aseguraría de que no se metiese en líos.
–¡Papi, tenías razón! –exclamó Synda, entusiasmada, antes de que su padre pudiera decir nada y salió corriendo hacia Kane como si nunca se hubiera enfadado con él ni le hubiera lanzado un zapato.
Campanilla se apartó de él.
Pero Kane se volvió para agarrarla.
–Tú vienes con nosotros.
La miró a los ojos y vio en ellos tanto dolor que fue como volver a sentir el dragón quemándole el pecho.
–Campanilla...
–No. Te ruego que me disculpes –dijo y salió de la sala, abriéndose paso entre la multitud.
Kane trató de seguirla, pero Synda lo agarró de la muñeca.
–Deja que se vaya. No es más que una sirvienta.
La rabia le hizo darse la vuelta de nuevo y mostrarle los dientes a la princesa.
–No quiero que vuelvas a hablar así de ella, ¿comprendido?
Synda se quedó pálida.
El rey se puso en pie y Kane se dio cuenta de que tendría que tener cuidado, así que suavizó el tono.
–No quiero que mis... sirvientes se acerquen a Josephina.
El rey asintió levemente.
–Y yo no quiero que mi hija se disguste, Señor Kane.
–Vamos a dar un paseo por los jardines –le dijo a la princesa, apretando los puños–. Sin sirvientes.
Pero ella hizo un mohín.
–¿No quieres que vayamos a mi habitación?
–No –enseguida se dio cuenta de que había sonado muy brusco, especialmente después de todo lo que había dicho, así que añadió–: Ya he dicho que antes quiero conocerte mejor.
Synda esbozó una sonrisa que le iluminó la cara y Kane hizo un esfuerzo para no hacer una mueca de asco.
–Ve con ellos y protégelos –le ordenó el rey a uno de sus guardias.
La única que necesitaba que la protegieran era Synda... de Kane. Porque, sin saberlo, había ayudado a Campanilla a escabullirse de él y por eso merecía la muerte.
«Solo tienes que aguantar unas horas y luego podrás ir en busca de tu fae».
Después no permitiría que se alejara de su vista ni un momento. En ese momento supo que no podría abandonarla. No sabiendo que los hijos de William estaban allí.
Además, no soportaba la idea de estar sin ella.