Capítulo 6

 

Reino de Sangre y Sombras

 

 

Hacía ya mucho tiempo que había caído sobre Cameo la maldición de cargar con el demonio de la Tristeza y lo cierto era que la presencia de tan terrible criatura nunca había sido tan evidente como en ese momento. Sentía el peso de la desolación oprimiéndole el pecho, su voz susurrándole al oído:

«No hay esperanza...».

«Las cosas no mejorarán nunca».

«Nunca conseguirás nada de lo que te propongas, así que mejor ríndete ya».

Odiaba al demonio de la Tristeza con todas las fuerzas de su ser. Era la esencia del mal, la oscuridad absoluta, pero sin él no podría sobrevivir. El problema era que tampoco podía sobrevivir con él.

¿Qué podía hacer?

Nada. Ni ahora ni nunca.

Siempre sentiría el ardor de las lágrimas en los ojos. Si alguna vez había reído, no lo recordaba. Sus amigos decían que en alguna ocasión había sonreído, pero ella no recordaba ninguno de esos momentos y nunca los recordaría.

Pero, si bien no podía solucionar su vida, sí que podía mejorar la de Kane. Tenía que poder. Seguro que sí.

Hacía unos días había ido a verlo a su habitación y, aunque había intentado ocultarlo, había visto la angustia en su mirada y en todo su cuerpo. Probablemente cualquier otro no se habría dado cuenta, pero ella sí porque el demonio disfrutaba terriblemente con la tristeza de los demás.

Por un momento, solo por un instante, se había sentido mejor. Más libre. Pero después había sido mucho peor porque su tristeza se había unido a la de Kane.

Él no parecía haberse dado cuenta. Distraído, se había puesto a jugar con el pelo de Cameo.

–Ojos plateados –le había dicho, utilizando el sobrenombre que él mismo le había puesto–. No sé cómo explicarte lo mucho que te he echado de menos.

Cameo sabía que aquellas palabras además de bonitas eran ciertas porque siempre se echaban mucho de menos cuando no estaban juntos. Pero entonces él se había puesto en pie sin darle ocasión de responder y se había encerrado en el cuarto de baño sin mirar atrás.

Siempre se volvía a mirarla cuando se alejaba de ella.

Siempre le hacía un guiño.

Después se había ido de la fortaleza sin despedirse de ella. Y él siempre se despedía.

Llevaban siglos peleando juntos y siempre, absolutamente siempre, habían respetado las costumbres. Unas costumbres que habían comenzado nada más conocerse, cuando habían salido juntos durante un tiempo. Habían tenido que romper porque sus demonios habían ocasionado demasiados problemas. Desde entonces Kane era su mejor amigo, su confidente. Esas costumbres eran todo lo que tenían.

Pero algo había cambiado desde que él había regresado.

Él había cambiado.

Cameo debería haberlo previsto. Había pasado varias semanas encadenado en el infierno, sufriendo todo tipo de torturas. No le había dado muchos detalles, pero ella tampoco los necesitaba; podía imaginárselo, aunque seguramente habría sido mucho peor de lo que jamás pudiera imaginar. Solo había querido hacerle sentir mejor, aunque solo fuera un instante.

«Como si pudieras hacer algo para ayudar a alguien».

Apretó los dientes y cerró la mente a las palabras del demonio.

«Claro que puedo ayudarlo y voy a hacerlo».

Cameo se encontraba en medio de una habitación completamente vacía y con las paredes llenas de cámaras. Torin estaba obsesionado con la seguridad. El suelo de mármol estaba agrietado desde la última visita de Kane. El aire era frío y seco, cargado de polvo.

Miró los tres objetos que tenía delante. La de guerras que habían provocado, la gente había matado por encontrarlos, por protegerlos o por robarlos. Sus amigos y ella habían hecho todo eso y mucho más para poder por fin tenerlos en su poder.

Por algún motivo, aquellos objetos aparentemente inútiles los conducirían hasta la caja de Pandora y, por tanto, a la libertad. Hasta su destino.

La Jaula de la Coacción era una celda oxidada, pero cuando alguien estaba encerrado en ella se veía obligado a hacer todo lo que le ordenase el dueño de la jaula.

Después estaba la Capa de la Invisibilidad, un simple trozo de tela que, cuando uno se lo echaba encima, lo hacía invisible a los demás.

La Vara Cortadora era una lanza larga y fina con un cristal en un extremo. Servía para robar el espíritu de cualquier cuerpo que la tocara, que quedaba reducido a una carcasa vacía.

Y por último estaba el cuadro del Ojo Que Todo lo Ve, que Cameo había recibido esa misma mañana.

Danika, el Ojo, a veces veía lo que ocurría en los cielos y otras veces en el abismo. A veces en el pasado y otras, como regalo de lo Más Alto, el futuro. Danika había retratado en aquel cuadro a un hombre en su despacho, parecía una imagen del presente. En el extremo derecho de la imagen había varios tesoros en una urna de cristal y uno de ellos era una pequeña caja hecha con huesos.

¿Sería la caja de Pandora? Llevaba siglos escondida y se suponía que era un arma muy peligrosa construida con los huesos de la encarnación de la opresión. Cuando la abrieran, la caja absorbería los demonios que llevaban dentro Cameo y los demás Señores, y el mal quedaría atrapado dentro.

Y pondrían fin a sus vidas.

Cameo había sentido el odio que sentía Kane hacia Desastre y su deseo de librarse de la influencia del demonio fuera como fuera. Lo había sentido porque era un reflejo de sus propios deseos. Si no encontraba la manera de hacerlo, era posible que Kane decidiera ir en busca de la caja y abrirla.

No podía permitir que muriera.

Por lo tanto, tendría que acabar con esa posibilidad de encontrar la liberación. Sí, así era cómo iba a ayudarlo.

Pero... ¿cómo podía utilizar todos los artefactos al mismo tiempo? Esa era la clave para encontrar la casa. ¿Tendría que subirse a la jaula con la capa puesta y sujetando la vara y el cuadro?

–¿Qué haces? –le preguntó una voz a su lado.

Cameo estuvo a punto de gritar al volverse y ver a Viola, la guardiana del Narcisismo y su más reciente pesadilla. De verdad. Habría sido más fácil enfrentarse a una manada de lobos hambrientos que solo se alimentaran de hembras de pelo oscuro y ojos plateados.

Viola llevaba un ajustadísimo vestido con tantos lazos y volantes que parecía un árbol de Navidad. El cabello rubio le caía sobre los hombros y sus ojos color canela brillaban con fuerza. Llevaba en brazos al demonio de Tasmania que tenía como mascota, la princesa Fluffy... algo.

Pero resultaba que la princesa era macho.

–Quería estar un rato sola –respondió por fin Cameo, a modo de indirecta.

–Siento ser portadora de malas noticias casi tanto como me gusta hacerlo, pero debo decirte que no te sienta bien estar sola porque tienes toda la cara arrugada. Da un poco de miedo. Deberías intentar ser como yo y cuidar de tu imagen en todo momento.

–Te agradezco el consejo.

–¡De nada! Soy tan lista que debería ser delito.

«Tengo que encontrar esa caja». Pero no la destruiría inmediatamente, antes haría una prueba, una sola, y la abriría delante de Viola para comprobar qué era exactamente lo que ocurría cuando un inmortal poseído por el demonio se acercaba a ella. Quizá Viola pudiera sobrevivir, aunque esperaba que no fuera así.

Como si hubiese adivinado lo que estaba pensando, la princesa Fluffynoséque se lanzó sobre Cameo y le clavó los dientes en la muñeca. Viola siguió diciendo tonterías como si nada, mientras Cameo sangraba.

Se agachó y miró a ese pequeño monstruo a los ojos, tal y como había tenido que hacer muchas veces con algunos hombres.

–Si vuelves a hacer eso, voy a desayunar princesa frita. No creo que sepas muy bien, seguro que eres demasiado amargo, pero para eso está la mostaza.

La demoniaca criatura pegó un salto y salió corriendo de la habitación.

–No sé qué le pasa –comentó Viola.

Eso sí que era tener atención selectiva. Si la conversación no giraba en torno a ella, Viola ni siquiera se enteraba.

–¿Reconoces alguno de estos objetos? –le preguntó Cameo. Ya que estaba allí, mejor aprovecharlo.

–Claro que lo reconozco. Soy muy inteligente.

«Tengo que encontrar la caja como sea y pronto».

–Cuéntame qué sabes de ellos.

–Bueno, son todas cosas bastante viejas y feas, excepto el cuadro, que es feo, pero nuevo –pasó la mano por el lienzo y de su rostro desapareció ese gesto de enamorada de sí misma–. Ten cuidado –dijo en un tono repentinamente serio y funesto–. Si no usas adecuadamente estos artefactos, quedarás atrapada. Para siempre –después pasó un dedo por la capa, arrugó el ceño y volvió a ser la misma persona insoportable de siempre–. No es muy suave, ¿verdad? Yo prefiero los tejidos más suaves porque tengo la piel delicada. Y perfecta.

–¿Cómo se usan adecuadamente? –insistió Cameo.

–¿De qué hablas? ¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca los he utilizado. Es cierto que lo sé todo, pero a veces me gusta que me valoren por algo que no sea mi magnífico cerebro –mientras hablaba, se inclinó para mirar de cerca el cristal de la Vara–. Soy toda una belleza –susurró, completamente fascinada con su propia imagen.

Entonces estiró la mano y tocó el cristal. Desapareció de pronto.

La habitación quedó en completo silencio.

–Viola –dijo Cameo, buscándola a su alrededor, pero no había ni rastro de ella.

Cameo miró a la cámara que había más cerca.

–¿Lo has visto? –preguntó, con el corazón acelerado–. ¿De verdad ha pasado lo que yo creo que ha pasado?

Se oyó una ligera interferencia antes de que sonara la voz de Torin por los altavoces camuflados.

–Sí. Ha desaparecido en cuanto ha tocado la Vara.

–¿Qué hago? –le preguntó.

–Nada. Voy a recabar información, a ver qué encuentro.

Pero a Cameo no le parecía bien no hacer nada. Además, llevaba intentando encontrar información desde que se habían hecho con la Vara, y no había dado con nada.

Se acercó rápidamente a la capa y la desplegó.

–¡Oye! ¿Qué haces? –le dijo Torin–. Estate quieta ahora mismo.

–Oblígame –Torin estaba poseído por la Enfermedad, con solo tocar a otra persona provocaba una epidemia. El pobre pasaba la mayor parte del tiempo a solas en su habitación, observando el mundo de lejos.

En un momento de debilidad habían comenzado una relación platónica, pero, al igual que le había ocurrido con Kane, no habían tardado en darse cuenta de que estarían mejor siendo solo amigos.

–No lo hagas, Cameo.

Sabía que estaba preocupado por ella. También sabía que a él le gustaba pensar antes de actuar. Planearlo todo y hacer distintas pruebas. Así eran la mayoría de los guerreros que vivían en la fortaleza. Pero Cameo no. Cuanto más esperaba a hacer algo, menos podía hacer porque la tristeza del demonio la invadía y acababa consumiéndola.

Además, Viola podría estar sufriendo y, aunque no le tenía la menor simpatía, tampoco iba a permitir que lo pasara mal... al margen de lo que hubiese pensado hacerle. Tenía que intentar sacarla de donde estuviese.

Cameo alargó una mano temblorosa.

–¡No se te ocurra hacer lo que ha hecho ella! –le gritó Torin.

Se detuvo un instante. Quizá hubiera otra manera. Quizá...

–¡Maddox! –se oyó la voz de Torin–. ¡Tienes que ir a la sala de los artefactos ahora mismo! ¡Y tú también, Reyes! Cameo está a punto de cometer un error que podría ser fatal.

No había tiempo para pensar.

Cameo dejó el cuadro en la jaula, agarró la capa y entró. El cerrojo se cerró solo y, al oírlo, fue como si le hubieran puesto una cadena al cuello, a las muñecas y a los tobillos. Bajó la mirada y comprobó que no tenía nada.

–Te ordeno que pares, Cameo –dijo Torin.

Era evidente que la jaula no consideraba que Torin fuera el dueño porque Cameo no sintió impulso alguno de obedecerlo.

Se echó la capa sobre los hombros y metió el brazo entre los barrotes para agarrar la vara, pero antes de llegar a rozarla, clavó la mirada en el cuadro y se quedó helada. De pronto dejó de ver todo lo que carecía de importancia. Vio la caja y, entre las sombras que había detrás, un hombre. Era delgado y de estatura media.

No distinguía los rasgos, solo veía el brillo rojizo que tenía en los ojos. ¿Quién era? ¿O qué era? ¿Sería amigo o enemigo? ¿Estaría protegiendo la caja de Pandora? ¿Intentando evitar que la destruyera?

No podría conseguirlo con tan pocos músculos.

«Encuentra a Viola. Encuéntralo a él».

Oyó pasos y una puerta que se abría.

Maddox entró como un torbellino y fue corriendo hacia ella diciendo:

–No se te ocurra...

Pero antes de que pudiera terminar la frase, Cameo agarró la vara y sintió el frío del cristal en la piel.

Después no sintió nada más.