Capítulo 24
Josephina metió a toda prisa en una bolsa sus exiguas pertenencias. Un poco de dinero que había ahorrado, una muda de ropa y el relicario de su madre, que nunca se ponía por miedo a que alguien se lo quitara.
Kane no se había marchado y aquel era el día de su boda, así que Josephina no pensaba quedarse para verlo. Quizá él siguiera adelante con ello, quizá no. Tenía la impresión de que se pasaría el resto de su vida preguntándose... y llorando por ello.
Cerró la bolsa con un nudo tan fuerte como el que tenía en el estómago. Las lágrimas le nublaban los ojos. ¡Malditas lágrimas! Últimamente lloraba muy a menudo. Desde que había conocido a Kane.
«No debería haberlo besado esa última vez».
Pero se había dejado llevar por el placer de las emociones desenfrenadas que él le provocaba; por el calor, por la necesidad... por todo. El pasado había desaparecido por un momento. Se había olvidado por completo del deseo de morir. Kane se había convertido en su mundo y habría querido que nadie la encontrara jamás.
Él también había querido quedarse con ella. Pero... Sí, ese pero lo había estropeado todo. Había otra opción. Estar con él y arriesgarse a provocar la ira del rey o perderlo y protegerlo. Había llegado a la conclusión de que protegerlo a él era más importante que el deseo, pero por muy poco. Quizá algún día hasta le diera las gracias. Qué demonios, si ya estaba feliz sin ella. Se había marchado del baile con Synda, y ella no había vuelto a verlo desde entonces. No tenía ni idea de lo que había sido de la pareja, pero los rumores afirmaban que Kane había pasado la noche en el dormitorio de la princesa.
Una de las lágrimas le cayó por la mejilla, pero se la secó con el dorso de la mano.
Estaba sola en el ala del palacio dedicado al servicio, así que se acercó a una de las ventanas que daba a la entrada y miró discretamente.
Había una larga hilera de carruajes en el camino, dentro de ellos habría otros tantos opulens, ansiosos por cruzar las puertas del palacio porque ya no quedaba nada para la hora fijada para la boda.
Era el mejor momento para escapar porque los criados estaban ocupados abajo, los reyes distraídos y los guardias tendrían toda su atención puesta en vigilar que no se acercara ningún fénix.
–No puedo creerlo –dijo una voz a su espalda–. ¿De verdad vas a huir de mí?
Josephina se dio media vuelta y se encontró cara a cara con un furioso Kane. No iba vestido para una boda. De hecho, tenía un aspecto... desarreglado, con una camiseta arrugada y unos pantalones rasgados en varios lugares. Tenía los ojos rojos y el rostro en tensión.
–¿Por qué no estás en el reino de los humanos o, mejor aún, preparándote para tu boda? –le preguntó, llena de odio hacia él y hacia sí misma.
–¿Tan impaciente estás por verme casado?
Josephina levantó la cabeza con dignidad para no dejarle ver el torbellino de emociones que tenía dentro.
–Te has acostado con la princesa, ¿verdad? Creo que tienes impaciencia de sobra para los dos.
La expresión del rostro de Kane se suavizó y le dio un aspecto más juvenil y optimista, tan encantador que a Josephina le dolía verlo.
–¿Detecto ciertos celos por tu parte, Campanilla?
–¡Por supuesto que no! ¡Me da exactamente lo mismo lo que hagas ni con qué zorra lo hagas!
«Mentira». Josephina odiaba las mentiras. ¿Qué le ocurría? Desde que conocía a Kane, no solo se había convertido en una llorona, también era una bruja.
La suavidad desapareció de inmediato del rostro de Kane, que la miró fijamente.
–Muy bien. Pues sí, me he acostado con ella y también me había acostado con muchas otras antes de llegar siquiera a Séduire. Pero, ¿sabes una cosa? Synda ha sido la mejor con la que he estado.
Aquellas palabras fueron como un puñetazo en la boca del estómago, un golpe tan bajo que Josephina no sabía si podría recuperarse algún día. La humillación hizo que le ardieran las mejillas, unida quizá a la decepción y al enfado. ¡Cómo había podido decirle algo así! ¡Cómo había podido ir de sus besos a la cama de Synda, y luego encima jactarse de ello!
De pronto la furia ensombreció cualquier otro sentimiento.
–Enhorabuena –le dijo con la mayor sequedad posible–. Ya eres, oficialmente, como el resto de hombres del reino –le había salvado la vida y él a ella, las circunstancias no les habían permitido convertirse en amantes, pero podrían haber sido amigos, que era lo que Josephina había querido desde el comienzo. Pero ahora él acababa de encargarse de que tal amistad nunca fuera posible–. Ojalá no te hubiera conocido nunca.
Esa vez nada cambió en el rostro de Kane, pero cuando habló, lo hizo en voz baja y en un tono lleno de resentimiento.
–Lástima. Pero la única culpable de ello eres tú. Deberías haberme dejado en el infierno.
–No te preocupes. Eso es precisamente lo que estoy a punto de hacer –intentó pasar de largo.
Pero él se movió, bloqueándole el paso.
–No vas a ir a ninguna parte. Anoche Synda se metió en un lío y le han asignado otro castigo.
Josephina se quedó paralizada.
–¿Qué hizo?
–¿Qué más da?
Seguro que tenía algo que ver con él.
–Te van a azotar.
–No, no, no –eso quería decir que el rey estaría buscándola. Josephina conocía al rey y sabía que no dudaría en retrasar la boda para asegurarse de que la situación quedaba solucionada antes de dejar a Synda, y por tanto a Josephina, al cuidado de otro hombre. Y si se enteraba de que había intentado escapar... Se alejó dos pasos de Kane–. ¿Cómo has podido hacerme esto?
–Yo no quería que ocurriera, Campanilla.
–¡No me llames así! ¡No tienes ningún derecho a llamarme esa cursilería después de haberme estropeado mi única oportunidad de ser libre!
–¿Quieres ser libre? –su tono de voz aumentaba con cada palabra–. Yo te ayudaré a serlo ahora mismo y después me iré del reino. Pero no te preocupes, que no me iré contigo, así que no temas que no sea capaz de protegerte –alargó el brazo con la intención de agarrarla.
Ella se apartó de inmediato.
–No tengo ninguna duda de que puedas protegerme, estúpido, pero no quiero que te hagan daño por intentarlo. Y lo harán si haces esto, porque no dejarán de perseguirte jamás.
–Es evidente que tú estabas dispuesta a correr el riesgo de que te persiguieran –le dijo con algo menos de ímpetu–. Permíteme que yo también elija lo que quiero hacer.
Al oír eso... no supo qué responder.
–He pensado mucho en esto, tanto que estaba a punto de estallarme la cabeza, pero esta mañana por fin he ideado un plan y no pienso renunciar a él. Sé que no te va a gustar, pero sinceramente, no me importa. No quiero que sigas aquí y no puedo seguir soportando al demonio. Tengo que salir de aquí y matarlo o acabaré haciendo daño a alguien, quizá incluso a ti. Otra vez.
Estaba divagando sin darle la información relevante.
–No puedes...
–Claro que puedo –respondió al tiempo que la agarraba antes de que Josephina pudiera reaccionar. Se la echó al hombro a pesar de sus patadas y manotazos–. Todas las mujeres que conozco se echan en mi brazos, todas menos tú. Tú no dejas de luchar contra mí.
–¡Nunca dejaré de hacerlo!
–Y probablemente sea buena idea –le respondió mientras la llevaba por unos pasadizos secretos que no debería conocer y que los condujeron hasta el exterior–. ¿Por qué sigues llevando guantes si ya puedes controlar tu don?
–Pero tengo unas manos muy feas –la gente había empezado a mirar demasiado.
–Escúchame. Créeme. Tus manos no son feas.
Sintió el olor a hierba recién cortada y a flores, y el murmullo de voces... voces que de pronto se convertían en silencio. Fue entonces cuando se dio cuenta y se quedó completamente inmóvil. Kane no se estaba escabullendo; estaba caminando entre los invitados de la boda. ¿Cómo podía...? Hacía falta tener mucho valor para hacer algo así... ¡o ser muy estúpido!
–Le dije que me casaría con su hija y voy a hacerlo –le gritó Kane al rey–. Eso no va a cambiar, pero quiero a esta hija.
¡Qué! ¿Casarse... con Josephina? ¿A pesar de las discusiones? No, no podía ser.
–Esto puede acabar de dos maneras. Puede emparentar con mi familia dándome por esposa a Josephina... o lo mataré aquí y ahora. Usted elije.
Pero... pero...
«No se lo voy a permitir. Tengo que poner fin a todo esto».
–No –dijo Leopold con un gruñido–. No puedes...
–Elija la segunda opción –lo interrumpió un hombre entre risotadas–. Así podré volver a aprovechar mi extremidad más lasciva.
Josephina giró la cabeza justo en el momento en que William, Rojo, Negro, Blanca y Verde subían al enorme cenador donde la familia real aguardaba a los novios. Los cinco guerreros iban pertrechados para la batalla; con espadas, pistolas y puñales por todas partes. ¡Y tras ellos había más hombres! Hombres que Josephina reconoció por los libros ilustrados que habían encargado los escribientes.
No podía creerlo. Los Señores del Inframundo estaban allí. E iban aún más armados que William y los suyos. Ahí estaba Lucien, el marcado, el oscuro Reyes, el feroz Sabin y el irreverente Strider.
–Hola –dijo Josephina, con el corazón acelerado, mientras saludaba a Lucien con la mano–. No puedo creer que esté pasando esto. Llevo toda la vida soñando con este día.
Estaba muy pálido y tenía grandes bolsas bajo los ojos. Tenía aspecto de llevar varios siglos sin dormir.
–¿Con tu boda? –le preguntó el guerrero.
–No, no voy a casarme. Soñaba con conoceros.
–Está bien, cálmate –le dijo Kane en voz baja–. Y sí que vas a casarte.
–Kane...
Pero él siguió hablando.
–No quería ayuda, pero me di cuenta de que la necesitaba. No había otra solución. Pero tú no te fíes de Los Jinetes del Apocalipsis. Solo me ayudan para poder estar más cerca de ti.
–William, querido –dijo la reina, sin poder ocultar su sorpresa–. ¿Qué estás haciendo? Tú tienes que protegerme a mí.
El rey no tardó en reaccionar.
–¿Querido? ¿Llamas querido a otro?
–Callaos los dos –espetó William sin un ápice de su habitual sentido del humor–. Ya habéis hablado suficiente.
La reina abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada.
Leopold dio un paso adelante, pero Rojo lo agarró del cuello y lo empujó hacia atrás. Un segundo después, le había puesto un cuchillo en la garganta y el príncipe gritaba de dolor mientras la sangre le manchaba la camisa. Intentó hablar, pero el arma se lo impedía.
–¿Y qué pasa conmigo? –Synda llegó corriendo, con el vestido aún sin abrochar del todo y el velo a punto de caérsele.
–Calla, mujer –respondió Kane de inmediato–. Si dices una más de tus crueles tonterías, te cortaré la lengua. Te lo juro.
Synda se detuvo en seco, muda de sorpresa. Nunca antes la habían rechazado... o al menos nadie lo había hecho desde hacía mucho tiempo. En sus ojos se reflejaron el dolor y el asombro, y Josephina casi sintió lástima por ella. Casi. Porque estaba demasiado ocupada intentando asimilar lo que estaba ocurriendo. Kane acababa de poner a la princesa en su sitio.
Los ojos de Synda se tiñeron de rojo mientras se abría paso entre los invitados, tirándolos de sus asientos.
–Así no se hacen las cosas, Kane –dijo el rey–. Deberíamos...
–Elija –le gritó Kane–. No le he pedido que haga ningún comentario.
Se hizo un silencio ensordecedor durante el que todas las miradas se centraron en Tiberius.
–Muy bien –dijo por fin el rey entre dientes.
–Buena elección –Kane dejó a Josephina en el suelo y la miró.
–¿Debería inclinarme ante tus amigos? –le preguntó ella para disimular su nerviosismo.
Kane se inclinó hacia ella hasta rozarle la nariz con la suya.
–Vas a decir que sí. Pienses lo que pienses de mí, en estos momentos es tu mejor opción.
Josephina se sintió aturdida.
–No puedo permitir que lo hagas –tenía que decirle algo más, pero... ¿qué? No lo recordaba.
–A ti no voy a darte elección –Kane se giró hacia el hombre que iba a oficiar la ceremonia–. ¿A qué espera? Empiece.
El cura obedeció, pero Josephina no oyó ni una palabra de lo que dijo. No podía dejar de pensar. No podía casarse con el guerrero que se había acostado con su hermanastra la noche anterior. No podía dejar que provocase una guerra eterna. No podía unirse a él, entregarse por completo, vestida con el uniforme de doncella, más fea que nunca.
Aunque fuera el hombre más increíble que había conocido... aunque el cuerpo le pidiera a gritos que dijera «¡Sí!».
Pero, ¿podría Kane serle fiel?
¿Acaso la deseaba, o simplemente intentaba protegerla porque sentía que se lo debía?
Miró a sus amigos. ¿Qué habrían pensado de ella al verla? La habían visto echada sobre el hombro de Kane como un saco de patatas, así que seguramente no se habrían llevado muy buena imagen.
–En realidad soy maravillosa –murmuró.
–Lo sé –respondió Kane–. Ya me lo habías dicho, pero ahora responde al cura.
–Lo haré, en cuanto me digas qué me ha preguntado.
En los ojos de Kane apareció el mismo brillo rojo que había visto en los de Synda.
–Tú di que sí.
En ese momento se resquebrajó una de las vigas del techo del cenador y cayó al suelo. Kane fue muy rápido al tirar de ella y apartarla del peligro.
–Dilo –le ordenó.
–Lo diré si la pregunta era si Kane me saca de quicio. Entonces sí, claro que lo hace.
–Dime otra vez la respuesta a esa pregunta –le exigió Kane, aunque no parecía ofendido.
–Sí –repitió Josephina y volvió a mirar a los Señores.
Él asintió, satisfecho.
Lucien le guiñó un ojo y ella no pudo evitar esbozar la sonrisa más grande que pudo. Reyes asintió, Strider levantó un pulgar en señal de aprobación y Sabin siguió mirando con cara de pocos amigos. Quería gustar a los amigos de Kane, aunque en aquellos momentos a ella no le gustara Kane.
–Esto es una equivocación –susurró, aunque lo que querría haberle dicho era «¡Sí!»–. No deberíamos hacerlo. Paremos antes de que sea demasiado tarde.
Él le apretó la mano con tanta fuerza que la hizo gemir, pero ni aun así, aflojó. A continuación le puso un anillo en el dedo y Josephina sintió el peso del metal y de la enorme piedra que brillaba en el centro. Una piedra que no reconoció, de un color que estaba entre el rojo de un rubí y el azul de un zafiro.
–Ya es demasiado tarde. No te quites eso jamás, ¿entendido? –le dijo Kane.
¿Demasiado tarde? Entonces... estaban... no podía ser.
Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos y asintió.
–Y aquí está el anillo del novio –dijo William, al tiempo que le daba a Josephina una sencilla alianza que parecía vibrar y estaba extrañamente caliente.
Pero era su mano la que temblaba al agarrarla y ponérsela a Kane.
–Ya está –dijo él con evidente satisfacción.
Josephina no pudo hacer otra cosa que asentir, aturdida.
Un grito desgarró el silencio.
No era Synda. Sino... ¿la fénix?
No había duda. Un rincón del jardín comenzó a arder.
Kane se echó a Josephina al hombro.
–Otra vez no –protestó ella.
–Yo la llevo –se ofreció Lucien–. Cuidaré de ella, te doy mi palabra.
–Cambio de planes –dijo Kane–. Se viene conmigo, al menos por ahora. Protege a los demás y gracias por venir, amigo –dicho eso, echó a correr.
–¿Cómo piensas salir del reino? –le preguntó Josephina sin poder parar de toser por culpa del humo que lo inundaba todo.
Solo unos pocos privilegiados tenían la llave que abría paso al reino de los humanos y Kane no era uno de ellos porque no era fae. Josephina había planeado robarle la llave a Leopold, pero ahora ya era imposible hacerlo.
–Así –Kane se sacó un guante del bolsillo y en él... una llave–. Antes de que me lo preguntes, la he robado y no, no me avergüenzo y no voy a devolverla.
–No voy a regañarte, tonto, más bien felicitarte. Pero, ¿sabes utilizarla?
–Sí –respondió mientras aceleraba el paso.
Josephina esperaba que los siguiera algún guardia, a pesar de lo que hubiera dicho su padre, y esperaba que algún invitado los adelantara, desesperados por escapar de las llamas.
Kane levantó el guante y lo movió en el aire, dibujando una puerta. Una parte del paisaje desaparecía por donde él pasaba la mano, dejando un agujero negro.
–Piensa dónde quieres ir y da un paso adelante –le explicó Josephina, aunque él afirmaba saber lo que tenía que hacer.
Kane se adentró en la oscuridad y de repente salieron del reino de los fae y entraron al de los seres humanos. Aparecieron enormes edificios por todas partes y gente que recorría las estrechas aceras a toda velocidad. El olor a café, a humo de coches e incluso a orina inundaba el aire.
–Cierra la puerta –le pidió Josephina y él obedeció con un movimiento de la mano.
La dejó en el suelo, la agarró de la mano y tiró de ella.
–Vamos. Aunque la puerta esté cerrada, quiero alejarte tanto como pueda.
–¿Dónde estamos?
–En Nueva York. Quiero que te confundas entre la multitud.
Debería habérselo imaginado, pensó Josephina, que ya había estado allí y sabía que no había otro lugar igual.
–¿Y tus amigos? –le preguntó.
–Sabrán arreglárselas.
–¿Pensabas dejarme a su cargo?
–Durante un tiempo, sí.
¿Un tiempo? ¿Cuánto era eso? Quizá fuera mejor no saberlo.
Estuvieron horas caminando y, cuanto más andaban, más gente había en las calles. En otras circunstancias le habría molestado tanto gentío, pero tenía la cabeza demasiado ocupada con otras cosas. Había salido del reino fae, estaba con Kane, no sabía si era su esposa... ¿habían llegado a terminar la ceremonia? Porque no se habían besado.
Seguramente no importaba. Lo importante era que, por lo menos durante un tiempo, estaría a salvo de su familia. No tendría que preocuparse por que la castigaran, no tendría que preocuparse por que el rey la encontrara, al menos durante unos días porque Tiberius necesitaría tiempo para idear una estrategia con la que luchar contra un hombre como Kane.
Por primera vez en su vida, Josephina era libre.
Aquello le hizo sentir una enorme alegría, acompañada por un deseo incontenible de vivir de verdad. Quería hacer todas las cosas que siempre había creído imposibles; enamorarse, casarse y... un momento. Ya estaba casada. Quizá. Tendría que hablar con Kane. Seguramente él no había dicho sus votos. Se merecía una bofetada por no haber prestado atención. Quizá había prometido convertirse en su esclava.
Eso tampoco importaba. Ahora que era libre, todo había cambiado. Ya había decidido que no iba a seguir tolerando que abusaran de ella, pero ahora además sabía que tampoco iba a seguir siendo prisionera del miedo. Tenía el futuro ante ella y se iba a lanzar a él con todas sus fuerzas.
Kane le lanzó una rápida mirada y luego una un poco más detenida. Dejó de caminar y siguió mirándola con los ojos muy abiertos.
–¿Qué? –le preguntó Josephina, a punto de chocar con él.
–Estás sonriendo –había en su voz un tono de absoluto respeto que nunca le había oído.
–¿Sí? –Josephina se llevó los dedos a la boca y, efectivamente, estaba sonriendo.
Por segunda vez en lo que iba de día, Kane suavizó el gesto.
–Estás contenta y te sienta muy bien –un segundo después, se le sonrojaron las mejillas y apartó la vista de ella–. Vamos. Hace días que no duermo y estoy agotado. Necesitamos encontrar un sitio en el que alojarnos.