Capítulo 1

 

Nueva York, en la actualidad

 

 

Josephina Aisling observó al hombre que había tendido en la cama de la habitación del motel, abierto de piernas y brazos. Era un guerrero inmortal con una belleza a la que jamás podría aspirar ningún mortal. El sedoso cabello de color negro azabache, castaño y dorado esparcido sobre la almohada formaba un precioso dibujo multicolor que atrapaba la mirada durante un minuto y luego otro... ¿por qué no para siempre?

Se llamaba Kane. Tenía las pestañas bastante largas, nariz contundente y mentón marcado. Debía de medir casi dos metros de estatura y tenía la clase de músculos que solo se obtenían en los campos de batalla más sangrientos. Aunque llevaba puestos unos pantalones llenos de manchas y polvo, sabía que tenía una gran mariposa tatuada en la cadera derecha, dibujada con gruesos trazos de tinta negra. Por la cinturilla del pantalón se asomaban las puntas de las alas y de vez en cuando algo parecía moverse bajo la tela, como si la mariposa intentase levantarse de la piel... o quizá enterrarse más en ella.

Cualquiera de las dos cosas era posible. Aquel tatuaje era la marca del mal absoluto, una señal visible del demonio que habitaba el cuerpo de Kane.

Un demonio... Josephina sintió un escalofrío. Los demonios eran los dueños del infierno. Mentirosos, ladrones, asesinos. Eran la oscuridad, sin el menor indicio de luz. Atrapaban a los demás con tentaciones y luego acababan con ellos, los torturaban hasta destrozarlos.

Pero Kane no era el demonio.

Al igual que todos los miembros de su raza, los poderosos fae, Josephina había pasado una buena parte de su vida observando a Kane y a sus amigos, los Señores del Inframundo. De hecho, el rey de los fae había ordenado hacía ya siglos que sus espías siguieran a los guerreros y lo informaran de todos sus movimientos. Se habían escrito libros con las historias y las ilustraciones de todo lo que habían presenciado dichos espías, libros que las madres habían comprado para leérselos a sus hijos. Después, cuando esos hijos habían crecido, habían seguido comprando libros para saber qué había sido de sus héroes.

Los Señores del Inframundo se habían convertido en protagonistas de las mejores y las peores telenovelas de Séduire, el reino de los fae.

Josephina conocía todos los detalles de aquellas historias, especialmente de las del sexy Paris y el solitario Torin. Y también de la hermosa tragedia de Kane, cuya vida conocía mejor que la suya propia.

Kane llevaba vivo miles de años y, en todo ese tiempo, solo había tenido tres relaciones serias, aunque durante un tiempo había tenido una serie de aventuras de una noche. Se había enfrentado con sus enemigos, los Cazadores, en una batalla tras otra y en tres ocasiones habían logrado capturarlo y torturarlo, momentos en los que Josephina había aguardado con impaciencia hasta enterarse de que había escapado.

Pero remontándose un poco más, hasta el comienzo, sus amigos y él habían robado y abierto la caja de Pandora, así había sido cómo habían liberado a todos los demonios que había dentro. En aquella época el mundo estaba en manos de los Griegos, que habían castigado a los guerreros convirtiendo sus cuerpos en el hogar de todo el mal que habían liberado. Kane portaba al demonio del Desastre. Los demás cargaban con Promiscuidad, Enfermedad, Desconfianza, Violencia, Muerte, Dolor, Ira, Duda, Mentiras, Tristeza, Secretos y Derrota. Cada una de esas criaturas conllevaba una maldición que debilitaba tremendamente a sus portadores.

Promiscuidad tenía que acostarse con una mujer diferente cada día, si no iba perdiendo fuerzas hasta morir.

Enfermedad no podía tocar a ningún otro ser sin provocar una verdadera plaga.

Desastre provocaba catástrofes allí donde iba Kane, algo que le rompía el corazón a Josephina y con lo que se sentía muy identificada porque su vida era un completo desastre.

–No me toques –murmuró Kane con una voz dura y despiadada al tiempo que apartaba las sábanas a patadas–. ¡Aparta las manos! ¡Para! ¡He dicho que pares!

Pobre Kane. Estaba teniendo otra pesadilla.

–Nadie te está tocando –le aseguró Josephina–. Estás a salvo.

Lo vio calmarse y respiró aliviada.

La primera vez que lo había visto lo había encontrado encadenado en el infierno, con el pecho abierto, las costillas a la vista y las manos y los pies colgando de unos frágiles tendones desgarrados.

Le había recordado a una ternera despedazada en una carnicería.

«Póngame un kilo de lomo y medio de carne picada».

«Qué desagradable. No sé cómo puedes pensar algo así». Pasaba tanto tiempo sola que, con el paso de los años, la única manera que había encontrado de entretenerse había sido hablar consigo misma, pues, lamentablemente, no tenía nadie más que le hiciera compañía. «Al menos podías pedir un buen solomillo».

A pesar de las condiciones en las que estaba, encontrar a Kane era lo mejor que le había pasado. Él era su única posibilidad de alcanzar la libertad... o quizá la aprobación.

La princesa Synda, su hermanastra, la chica fae más maravillosamente maravillosa, no era precisamente un señor del Inframundo, sin embargo estaba poseída por el demonio de la Irresponsabilidad. Por lo visto en la caja había habido más demonios que guerreros, por lo que los sobrantes se los habían entregado a los reclusos del Tártaro, una prisión subterránea para inmortales. El primer marido de Synda había sido uno de esos reclusos y, al morir él, el demonio había encontrado la manera de meterse en el cuerpo de Synda.

Cuando el rey de los fae se había enterado, había ordenado que su gente averiguara todos los detalles de lo ocurrido, pero hasta el momento, nadie había conseguido descubrir nada.

«Podría llevar a Kane a una reunión del Alto Tribunal Fae, presumir de él y que conteste a todas las preguntas que quieran hacerle. Quizá así mi padre me vea de verdad por primera vez en toda su vida».

Enseguida dejó caer los hombros.

«No, no pienso volver jamás».

Josephina siempre había sido y siempre sería el chivo expiatorio de la familia real, siempre recibiendo los castigos que merecía Synda la Adorada.

Que solo Synda merecía.

La semana anterior la princesa se había dejado llevar por un ataque de genio y había quemado las cuadras reales con todos los animales dentro. ¿Cuál había sido la condena para Josephina? Un viaje a lo Interminable, un portal que conducía al infierno.

En aquel lugar un día era como mil años y mil años como un día, así que había caído y caído durante lo que le había parecido una eternidad. Había gritado con todas sus fuerzas, pero nadie la había oído. Había suplicado un poco de compasión, pero a nadie le había importado. Había llorado sin consuelo, pero no había encontrado apoyo alguno.

Después otra muchacha y ella habían aterrizado en el mismo corazón del infierno.

Jamás habría esperado descubrir que en realidad no estaba sola.

Aquella chica era una fénix, una raza que descendía de los Griegos. Como cualquier otro guerrero al que le corriera sangre por las venas, poseía la capacidad de resurgir de entre los muertos una y otra vez y con cada resurrección se volvía más fuerte, hasta que llegaba la muerte definitiva y entonces no cabía la posibilidad de que su cuerpo se recuperase.

Kane empezó a retorcerse y a gemir de nuevo.

–No voy a permitir que te ocurra nada –le dijo Josephina.

Él volvió a quedarse inmóvil.

Ojalá la fénix hubiera respondido tan bien. Al verla por primera vez, había llegado hasta ella una oleada de odio que excedía cualquier odio que pudieran sentir los hijos de los Titanes como Josephina. Sin embargo, la fénix no había intentado matarla, sino que le había permitido que la siguiera por la cueva en busca de la salida sin tener que emplear la poca energía que le quedaba. Igual que Josephina, solo había querido salir de allí.

Habían pasado por paredes salpicadas de sangre, habían tenido que inhalar el fétido olor del azufre. El sonido de los gritos y gemidos de dolor les había retumbado en los oídos con una sinfonía para la que no estaban preparadas. Y entonces se habían topado con aquel guerrero mutilado al que Josephina había reconocido de inmediato a pesar del estado en el que se encontraba y se había detenido.

Se había quedado impresionada. ¡Tenía delante a uno de los implacables Señores del Inframundo! En aquel momento no había sabido cómo iba a poder ayudarlo, puesto que ni siquiera podía ayudarse a sí misma, pero había decidido intentarlo a toda costa. Estaba dispuesta a hacer todo lo que fuese necesario.

Y había sido necesario hacer mucho.

Lo miró fijamente.

–Eras mi primera y única oportunidad de hacer realidad mi mayor deseo –admitió–. Algo que no podía hacer sola. Y en cuanto despiertes, voy a necesitar que cumplas tu promesa.

Respiró hondo y se quedó inmóvil un instante antes de pasarle la mano por la frente.

Él se estremeció a pesar de estar dormido y protestó:

–No. Acabaré contigo y con toda tu familia sin dudarlo.

No estaba alardeando, aquello no era una promesa vacía. Era obvio que haría lo que decía y seguramente no dejaría de sonreír mientras lo hacía.

¿Seguramente? No había duda de que sería así. Lo típico en un Señor del Inframundo.

–Kane –susurró ella y, una vez más, él se calmó–. Puede que haya llegado el momento de despertarte. Mi familia quiere que vuelva. Aunque para mí hayan pasado mil años en este agujero, para ellos solo ha sido un día y, al ver que no volvía a Séduire, probablemente me estén buscando los soldados fae.

Y para añadir algo más a sus desgracias, también estaría buscándola la fénix con la intención de convertirla en su esclava y vengarse así de los inconvenientes que le había ocasionado Josephina durante la huida.

–Kane –le movió el codo suavemente. Tenía una piel sorprendentemente suave, pero también ardiendo y sus músculos estaban tensos, alerta–. Necesito que abras los ojos.

Sus párpados se abrieron de inmediato para revelar unos ojos de color esmeralda y oro. Un instante después, le echó una mano al cuello y la tiró hacia atrás sobre el colchón. Josephina no opuso resistencia cuando se sentó encima de ella. Pesaba mucho y la agarraba con tal fuerza que ni siquiera podía respirar, ni sentir el aroma a rosa que ya asociaba con él. Era una fragancia extraña para un hombre, algo que Josephina no comprendía.

–¿Quién eres? –le preguntó–. ¿Dónde estamos?

«¡Me está hablando a mí! ¡A mí!».

–Responde.

Intentó hacerlo, pero no podía.

Él aflojó un poco la mano.

Mejor así. Pudo tomar aire y soltarlo de nuevo.

–Para empezar, soy la maravillosa persona que te ha salvado –como los halagos dirigidos hacia ella habían acabado el mismo día que había muerto su madre, Josephina había decidido empezar a hacérselos a sí misma siempre que tuviera oportunidad–. Suéltame y te daré más detalles.

–Dilo –insistió él, apretándola con más fuerza.

A Josephina se le nubló la vista y sintió que le ardía el pecho por la necesidad de aire, pero, aun así, siguió sin ofrecer resistencia.

–Mujer –aflojó la mano de nuevo–. Responde. Ahora.

–Cavernícola. Suéltame. Ahora –replicó ella.

«Cuidado con lo que dices. No quieres asustarlo».

De pronto se apartó de ella y se quedó encogido a los pies de la cama, pero sin apartar la mirada de ella, observándola atentamente mientras se incorporaba. Josephina se fijó en que se le habían sonrojado las mejillas y se preguntó si se había avergonzado de lo que había hecho o simplemente trataba de ocultar lo débil que seguía estando.

–Tienes cinco segundos, mujer.

–¿Y qué harás entonces, guerrero? ¿Me torturarás?

–Sí –respondió sin titubear.

Qué tonto. ¿Sería muy horrible que le pidiera que le firmara la camiseta?

–¿No recuerdas lo que me prometiste?

–Yo no te he prometido nada –respondió y, aunque lo hizo con voz firme, su rostro mostró cierta confusión.

–Claro que lo hiciste. Acuérdate del último día que estuviste en el infierno. Estábamos tú y yo y varios miles de enemigos tuyos.

Él frunció el ceño y clavó la mirada en el vacío; recordó, comprendió... y se horrorizó. Después meneó la cabeza como si así pudiera apartar los pensamientos que le habían inundado la cabeza.

–No lo decías en serio. Es imposible que lo dijeras en serio.

–Claro que lo decía en serio.

Lo vio apretar los dientes y mirarla con frustración.

–¿Cómo te llamas?

–Es mejor que no lo sepas, así no habrá ningún tipo de vínculo entre nosotros y te resultará más fácil hacer lo que necesito que hagas.

–Nunca dije que fuera a hacerlo –protestó–. ¿Se puede saber por qué me miras así?

–¿Cómo?

–Como si fuera una enorme caja de bombones.

–He oído hablar de ti –se limitó a decirle. Era verdad, tampoco hacía falta explicar más.

–No lo creo. Si realmente hubieras oído hablar de mí, saldrías corriendo aterrorizada.

¿En serio?

–Sé que en todos los años que llevas luchando, tus amigos te han abandonado muchas veces por temor a que les ocasionaras algún problema. Sé que muchas veces te apartas por completo del mundo por el mismo temor. Sin embargo, a pesar de todo eso te las has arreglado para acabar con muchos.

Él se pasó la lengua por esos labios perfectos.

–¿Cómo sabes eso?

–Podemos decir que por... los chismorreos.

–Eso no siempre está bien –recorrió la habitación con la mirada y luego volvió a centrarla en ella.

Josephina también sabía que con los años había adquirido la costumbre de observarlo todo, lo que le permitía descubrir muchas cosas; accesos, salidas, armas que pudieran utilizar contra él o las que podría utilizar él.

Esa vez lo único que podría ver sería el papel amarillento de las paredes, la vieja mesilla de noche y la lámpara descascarillada, el renqueante aparato de aire acondicionado, la alfombra marrón y la papelera llena de gasas ensangrentadas y frascos de medicinas que Josephina había utilizado para curarlo.

–Ese día en el infierno –comenzó a decir– me dijiste lo que querías y luego cometiste el error de dar por hecho que a mí me parecía bien.

Daba la impresión de que la estaba rechazando, pero no podía ser. «No puede rechazarme. Ahora no».

–Tú asentiste y yo cumplí con mi parte. Ahora te toca a ti.

–No. Yo no te pedí que me ayudaras –su voz era como un látigo que la golpeaba, causándole un dolor innegable–. Nunca quise que lo hicieras.

–¡Claro que querías! Tus ojos me suplicaban que te ayudara y no puedes negarlo porque tú no podías verte los ojos.

Hubo una prolongada pausa tras la cual él afirmó:

–Es el argumento más ilógico que he escuchado en toda mi vida.

–No, es el más inteligente, lo que ocurre es que tienes el cerebro tan perjudicado que eres incapaz de asimilarlo.

–Yo no te supliqué nada con la mirada y no hay más que hablar.

–Sí que lo hiciste –insistió ella–. Y yo hice algo horrible para sacarte de allí –algo que, lamentablemente, no podría solucionar enviándole una disculpa formal a la fénix.

Estando Kane tan débil como había estado, Josephina había necesitado que alguien la ayudara con él, pero la fénix se había negado con tal vehemencia, le había dicho que se pudriera en el infierno y la había llamado zorra, que Josephina había sabido que no podría hacerle cambiar de opinión. Así pues, Josephina se había valido de un don que solo ella poseía, una maldición que la privaba de cualquier contacto físico. Con solo rozar a la fénix, le había arrebatado toda su fuerza y la había dejado reducida a un bulto sin vida y sin energía.

También era cierto que después se había echado al hombro a aquella guerrera y la había sacado del infierno igual que había hecho con Kane y para hacerlo había tenido que enfrentarse a todos los demonios que había encontrado a su paso, algo increíble teniendo en cuenta que nunca antes había luchado contra nadie. Por fin había encontrado la salida, pero eso no le importaría nada a la fénix. Había cometido un crimen y tendría que pagar un precio muy alto por ello.

–Yo no te pedí que hicieras esas cosas tan horribles –le dijo él a modo de advertencia.

Una advertencia que ella desoyó.

–Puede que no lo hicieras con palabras, pero de todas maneras estuve a punto de romperme la espalda para salvarte. Debes de pesar cien kilos, cien magníficos kilos –se apresuró a añadir.

Él la recorrió de arriba abajo con la mirada, pero no con la intensidad con la que antes había recorrido la habitación, aunque aun así tuvo la sensación de que pudiera tocarla. ¿Se habría dado cuenta de que le había erizado el vello de todo el cuerpo?

–¿Cómo pudo hacer algo así una chica como tú?

Una chica como ella. ¿Tan insignificante la veía? Lo miró a los ojos y levantó bien la cara.

–Esa información no es parte del trato.

–Por última vez te digo que no hay ningún trato.

El temor la sacudió por dentro, dejando de lado lo que Kane le había hecho sentir hasta el momento.

–Si no haces lo que me prometiste...

–¿Qué harás?

«Pasaré el resto de mi vida sufriendo».

–¿Qué tengo que hacer para que cambies de opinión y hagas lo que debes?

Siguió mirándola con una expresión misteriosa que ocultaba lo que estaba pensando.

–¿De qué especie eres?

La pregunta no venía en absoluto al caso, pero bueno. La mala reputación de los fae, cuyos hombres eran famosos por su falta de honor en la batalla y por su insaciable deseo de acostarse con todo lo que se moviera y a cuyas mujeres se las conocía por su costumbre de apuñalar a los demás por la espalda y sus escándalos, bueno, y porque eran magníficas costureras, sí, quizá pudiera hacerlo reaccionar.

–Soy mitad humana y mitad fae. ¿Lo ves? –se apartó el pelo para enseñarle que tenía las orejas de punta.

Él la miró fijamente.

–Los fae son descendientes de los Titanes, que son mitad ángeles caídos y mitad humanos. Ahora son ellos los que dirigen la parte más baja de los cielos –soltaba aquellos datos como si fueran balas.

–Gracias por la lección de historia.

Kane frunció el ceño.

–Eso te convierte en...

¿En mala? ¿En enemiga?

Meneó la cabeza como si no quisiera pensar lo que estaba pensando, después arrugó la nariz como si acabara de oler algo... no desagradable, pero tampoco agradable. Respiró hondo y frunció aún más el ceño.

–No te pareces en nada a la chica que me rescató... a las chicas... no, era solo una –corrigió con gesto de confusión–. No dejaba de cambiar de rasgos, pero ninguno de ellos se parecía a lo que ahora tengo delante. Sin embargo tu olor.

Era el mismo, sí.

–Tenía la capacidad de cambiar de aspecto.

–¿Tenías? ¿En pasado? –preguntó, enarcando una ceja.

–Así es. Ya no puedo hacerlo –podía disfrutar de la fuerza y los dones que robaba desde una hora hasta varias semanas, pero eso no dependía de ella. Todo lo que le había arrebatado a la fénix había desaparecido el día anterior.

–Mientes. Nadie tiene un poder un día y al siguiente no.

–Yo no miento, las pocas veces que lo hago no lo hago intencionadamente, pero ahora te estoy diciendo la verdad. Lo prometo.

Kane apretó los labios.

–¿Cuánto tiempo llevo aquí?

–Siete días.

–Siete días –repitió.

–Sí. La mayor parte del tiempo hemos estado jugando al médico incompetente y al paciente desagradecido.

Su mirada se oscureció de una manera escalofriante. Lo que había leído de él no le hacía justicia; en la realidad daba mucho más miedo.

–Siete días –dijo de nuevo.

–Te puedo asegurar que no me he equivocado al contarlos, he tachado un segundo tras otro en mi corazón.

Él le lanzó una mirada de reprobación.

–Eres muy lista, ¿no?

Josephina esbozó una enorme sonrisa.

–¿Tú crees? –era la primera vez que alguien le decía algo bueno desde la muerte de su madre, no lo olvidaría jamás–. Gracias. ¿Dirías que soy extremadamente inteligente, o solo un poco más de lo normal?

Él abrió la boca como si fuera a responder, pero no dijo nada. Empezó a abrir y cerrar los párpados y a tambalearse. Estaba a punto de venirse abajo y, si se caía al suelo, no podría volver a tumbarlo en la cama. Así pues, se lanzó sobre él para agarrarlo con las dos manos, cubiertas por guantes. Pero él se las apartó, huyendo de su contacto. Chico listo, ¿la consideraría a ella tan lista como lo era él?

Cayó a la alfombra con un sonido sordo.

Cuando estaba levantándose de la cama para acudir a su lado sin saber muy bien para qué, la puerta de la habitación saltó por los aires, lanzando astillas de madera por todas partes, y apareció un guerrero de cabello oscuro y mirada amenazante. El peligro era innegable... quizá por los dos puñales que llevaba en las manos, de cuyos filos goteaba ya la sangre.

Enseguida apareció un segundo guerrero, aquel era rubio y... «Dios, que alguien me ayude»... con tripas colgándole del pelo.

Los hombres de su padre la habían encontrado.