Capítulo 13

 

Josephina no comprendía qué estaba pasando.

–¿Dónde vamos?

–De compras.

–¿Sin Synda?

–Y luego a la pelea –continuó él como si no hubiera dicho nada.

–Pero son tres contra uno –chilló Josephina.

–Lo sé. No es justo para ellos, pero han insistido tanto que no puedo hacer otra cosa.

Se alejaron de aquel demonio de cabello oscuro y ojos tan fríos que seguramente asestaría un golpe mortal a una mujer sin molestarse en preguntar. Era la respuesta a sus problemas y acababa de guiñarle un ojo.

Josephina lo miró y frunció el ceño. Quería hacer daño a Kane y eso lo hacía inaceptable para ella.

Kane la sacó del local a la luz del día. La calle estaba llena de coches de caballos y opulens que charlaban animadamente mientras sus sirvientes los seguían a pocos pasos. Cada vez que alguien la miraba, retiraba enseguida la vista. Todo el mundo se apartaba de su camino como si fueran a sufrir alguna terrible enfermedad solo por rozarla.

–¿Qué está haciendo con ella un hombre tan increíble? –le comentó una opulens a su amiga.

–A veces a los hombres les gusta visitar los barrios bajos –explicó la otra.

Josephina trató de controlar a Kane y, a pesar de su debilidad, al menos consiguió frenarlo un poco.

–Cierren la boca si no quieren que yo les obligue a hacerlo –les advirtió el guerrero.

Las dos damas se pusieron a gritar y salieron corriendo.

Josephina parpadeó, sorprendida.

–¿Por qué nos vamos de compras sin Synda? –probó de nuevo.

Pero Kane volvió a hacer caso omiso a la pregunta.

–Las mataré por tratarte como a una furcia.

–Para ellas solo soy una sirvienta humana que no debería estar en esta parte de la ciudad con un hombre, a menos que me lo esté tirando.

Kane enarcó una ceja.

–¿Quién te ha enseñado a hablar así?

–¡Tú! Llevo años estudiándoos a tus amigos y a ti y he aprendido vuestra manera de hablar.

Lo vio llevarse la mano a la nuca y no habría sabido decir si estaba conteniendo una sonrisa o un gruñido.

–Odio la hipocresía que hay aquí. Esas mismas mujeres anoche se habrían desnudado para mí sin necesidad de que yo se lo pidiera.

Josephina lo miró boquiabierta.

–Creo que deberíamos buscar una bolsa bien grande para que te resulte más fácil llevar a cuestas tu ego.

Esa vez sí vio con claridad que Kane intentaba no sonreír.

–Será mejor que nos metamos en algún sitio antes de que me ponga a arrancar ojos y te haga un collar con ellos.

Josephina no dudaría en lucir tal joya.

Echaron a andar de nuevo. Pasaron de largo una zapatería, una tienda de sombreros, otra de lazos y por fin se detuvieron ante un taller de modistas.

Ya con la mano en la puerta, Kane se volvió a preguntarle:

–¿Qué utilizan los fae como dinero?

–Puede que te resulte difícil de creer, pero utilizamos... dinero.

Hubo otro amago de sonrisa antes de que frunciera el ceño.

–¿Qué pasa si alguien te toca la cara o los hombros? –le preguntó mirando esas dos partes de su cuerpo con cara de deseo–. ¿Lo mismo que cuando te tocan las manos?

Josephina se quedó sin respiración por un momento. ¿Estaría pensando en tocarla? Sintió un repentino calor y le flaquearon las rodillas.

–No. El único problema son las manos.

¿De verdad era suya esa voz de necesitada?

–¿Cómo lo sabes?

–Porque tuve una madre que me lo dijo. Entonces yo no podía controlar lo que hacía con las manos –y quizá tampoco pudiera hacerlo todavía–, pero nunca pasó nada cuando me ayudaba a vestirme.

Le vio levantar la mano hasta dejar los dedos a unos milímetros de su rostro. Sintió un escalofrío. En cualquier momento...

Entonces pasaron dos muchachas riéndose.

Kane retiró la mano con una maldición en los labios.

–Bueno, vamos –entró en la tienda tirando de ella.

Sonó la campanilla de la puerta y lo primero que notó Josephina fue el perfume de flores, la fragancia preferida de las opulens, un olor que ella detestaba. Kane debió de sentir lo mismo porque arrugó la nariz y apretó los labios en un gesto sencillamente encantador.

«Tengo que controlar esto».

Una mujer con cabello plateado y ojos típicamente fae salió de la trastienda. Tenía la cara cubierta de arrugas acumuladas a lo largo de una vida de trabajo duro. Al igual que Josephina, era mitad humana y mitad fae, pero a diferencia de ella, aquella mujer envejecería y moriría. Su parte humana era más fuerte que la fae.

–Buenos días, soy Rhoda, la propietaria –dijo con voz lenta pero precisa, hasta que vio a Kane y la expresión de su rostro se iluminó de pronto–. ¿En qué puedo ayudarlo, Señor Kane? Puede pedirme lo que desee.

–Quiero que ella… –comenzó a decir Kane al tiempo que agarraba a Josephina y la colocaba frente a la mujer sujetándola por los hombros– vaya mejor vestida.

Josephina sintió un escalofrío que recorrió el cuerpo de Kane y pasó hasta ella a través de sus manos.

Quizá fuera irracional, pero tras la sorpresa inicial, sintió ganas de llorar. No era lo bastante buena para él tal y como estaba. Ya se lo había dicho su padre. Y también la reina. El poderoso señor del Inframundo, admirado por todos, no quería que lo vieran con una sirvienta vestida con harapos.

Sus miradas se encontraron en el espejo que había al fondo del local.

–¿Qué ocurre? –le preguntó él, frunciendo el ceño.

«Sé fuerte», se dijo Josephina. Solo tenía que aguantar un poco más, después podría esconderse en algún rincón y llorar.

–No te preocupes. A partir de ahora caminaré a unos pasos de ti para que nadie te vea conmigo.

Sintió sus manos apretándole los hombros.

–Preciosa, no me gusta que la tela de este vestido te lastime la piel. Es demasiado bonita para llenarse de arañazos.

Vaya.

 

 

A Kane empezaron a temblarle las manos al agarrar a Campanilla con más fuerza.

Cómo la deseaba.

Le habría gustado seguir siendo el hombre que había sido. Se habría reído con ella y habría coqueteado hasta hacer que se relajara. La habría fascinado y ella habría aceptado su interés, incluso lo habría agradecido. Pero en lugar de eso, había herido sus sentimientos con su torpeza.

–Permíteme que lo haga por ti –le pidió.

Ella se volvió a mirarlo con esos ojos de color azul eléctrico tan distintos a todos los demás.

Le gustaban porque cambiaban de tono según su estado de ánimo. En aquel momento tenían toda una gama de azules que parecían un caleidoscopio de belleza que nadie podría recrear jamás.

–Es un gesto maravilloso que te agradezco de verdad, pero no puedo aceptarlo. Solo puedo ponerme el uniforme. Si me pusiera otra cosa, cualquiera tendría derecho a arrancarme la ropa y daría igual dónde y con quién estuviera.

Y quedaría desnuda. Estaría deliciosamente bella, pero entonces los hombres babearían por ella y seguramente intentarían tocarla, o algo más.

Sintió que lo invadía la furia.

Respiró hondo y miró a Rhoda.

–Quiero que le haga un uniforme nuevo con una tela suave y de mejor calidad que esta. Y póngale bolsillos, muchos –quería que fuera siempre armada. Que estuviera preparada, más de lo que lo había estado él–. ¿Podrá tenerlo para dentro de un par de horas? Me gustaría que lo llevara puesto cuando nos fuéramos de aquí.

–Por supuesto, soy conocida por mi rapidez –respondió la mujer–. Siento tenerle que preguntar esto a alguien tan distinguido, pero... ¿cómo tiene intención de pagar, mi señor?

–Con esto –le mostró el fajo de billetes que había escondido en su bota antes de emprender el viaje.

Rhoda asintió.

–Muy bien. Me la llevaré y...

–No. No voy a separarme de ella en ningún momento.

Campanilla le puso las manos en el pecho y él reaccionó automáticamente. Se le aceleró el corazón de un modo que ya le resultaba familiar y su cuerpo se preparó para ella. Para todo lo que deseaba hacerle.

Era doloroso, bastante más que otras veces. Pero también placentero, mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.

El deseo que sentía por ella aumentaba cada día, a cada hora y, si no tenía cuidado, no tardaría en poder con él, con su buen juicio y con su precaución.

«¡La odio!», rugió Desastre. «¡Aléjate de ella!».

«Te voy a matar», respondió Kane.

De pronto cayeron varios rollos de tela del mostrador sobre los pies de Kane.

–Lo siento mucho –se disculpó Rhoda, avergonzada–. No entiendo qué ha pasado.

–No puedo desnudarme delante de ti –declaró Josephina con gesto inflexible.

–¿Por qué no? –preguntó él, aunque ya sabía la respuesta. No eran amantes, ni siquiera amigos. Ella se sentiría vulnerable y él no podía prometerle que no fuera a mirarla.

Debería avergonzarse. Según había oído chismorrear en palacio, la madre de Campanilla, considerada una humana de bajo nivel, había sido amante del rey, probablemente porque él la había tentado, o incluso obligado. No sería de extrañar que el más leve indicio de falta de decoro le recordara a Campanilla lo mucho que había sufrido su madre. Quizá hasta sintiera que merecía la crueldad con que habían hablado de ella aquellas opulens en la calle.

Pero no era así y tenía que hacer que dejara de pensar de ese modo.

–No puedo –insistió ella.

–Claro que puedes. Y vas a tener que hacerlo porque no quiero perderte de vista ni un segundo.

–Kane...

Estaba suplicándole. En otras circunstancias, quizá teniéndola debajo, habría hecho caso a sus súplicas.

–Sigue protestando y tendré que encontrar otra manera de convencerte... mucho más íntima.

Ella abrió los ojos de par en par.

–No puedes.

–Ponme a prueba, lo estoy deseando –se inclinó sobre ella hasta que prácticamente pudo rozarle la boca con los labios.

Se le tiñeron de rojo las mejillas al tiempo que se volvía a mirar a la dueña de la tienda.

¿Cómo había podido olvidarse de que no estaban solos?

–Donde ella vaya, voy yo –le dijo a Rhoda–. Y no es negociable.

La mujer se dio media vuelta y dijo:

–Por aquí, por favor.

Kane miró a Campanilla.

–Lo hago por tu bien, te lo prometo. No puedo arriesgarme a que alguien te haga daño mientras yo no estoy.

–Estupendo, pero esto va a acabar con mi reputación –murmuró–. Voy a estar peor de lo que ya estoy.

–Lo siento –pero tenía que hacerlo–. Pensaré una manera de arreglarlo.

–¿Antes o después de que los hombres empiecen a verme como algo más que una esclava de sangre?

Golpe directo. Los celos lo invadieron, barriéndolo como un tifón.

–Cualquiera que lo haga, morirá.

–Pero...

–Preciosa, no podemos entretenernos más –la empujó suavemente para obligarla a moverse.

Pasaron a una habitación más pequeña situada en la trastienda, allí había otra muchacha que enseguida les acercó una silla para Kane y un cajón al que debía subirse Campanilla.

Al sentarse, Kane se clavó un alfiler en el trasero y tuvo que morderse los labios para no quejarse.

Campanilla no tardó en quedarse en ropa interior, un sujetador y unas braguitas de sencillo algodón blanco que le moldeaban el cuerpo ocultando los detalles de su feminidad... pero a la vez tentándolo a buscarlos. No pudo contener la reacción de su cuerpo, una excitación que habría podido ver cualquiera que lo mirara. Campanilla era toda una obra de arte, esbelta y curvilínea. Bronceada y fuerte por culpa del duro trabajo que estaba obligada a hacer día tras día.

Tuvo que agarrarse a la silla para no tocarla.

Era perfectamente capaz de controlarse. Tenía que serlo.

La modista intentó quitarle los guantes, pero Campanilla meneó la cabeza y la señora lo miró a él en busca de ayuda.

–Lo que ella diga –declaró él.

Seguro que era cierto que Campanilla podía decidir a quién le robaba la fuerza y a quién no, pero sería mejor no arriesgarse hasta que él lo comprobara personalmente.

Cosa que haría esa misma noche.

Esa noche le pediría que le pusiese las manos encima. Sobre la piel.

Apretó la silla con tal fuerza que hizo crujir los reposabrazos.

Después de medir a Campanilla, le probaron distintos tejidos para ver cuál le parecía mejor y, una vez decidido, las dos modistas comenzaron la ardua tarea de cortar y coser la tela.

Cuando ya estaban terminando, empezaron a sonarle las tripas a Campanilla.

–¿Tienes hambre? –le preguntó él, dándose cuenta de que debería haberla llevado a comer algo antes de meterla allí. Según la trataban, seguramente tampoco la alimentaran bien.

Desastre se rio encantado.

«No volverá a suceder», pensó Kane.

–Estoy muerta de hambre –reconoció ella, aunque sin atreverse a mirarlo.

–Trae algo de comer –le ordenó Rhoda a su ayudante.

La muchacha volvió pocos minutos después con un carrito cargado de sándwiches, galletas y una jarra de té.

Campanilla parecía atónita.

–¿Para mí? ¿De verdad?

Aquel era el trato que debería recibir cada día y sin embargo la asombraba que alguien la cuidara.

«Debería, debería, debería», Kane empezaba a hartarse de la palabra. De ahora en adelante iba a asegurarse personalmente de cuidar de ella.

Le acercó un sándwich y se quedó observándola mientras comía, deleitándose en el modo en que abría la boca y sonreía al apreciar el sabor de la comida, en cómo masticaba y saboreaba cada bocado.

Era encantadora y sensual sin siquiera pretenderlo. Era suya.

Sintió un escalofrío y debió de moverse o quizá decir algo porque ella lo miró y se quedó boquiabierta. ¿Habría visto la prueba de su deseo?

–Kane –susurró.

En ese momento dejaron de importarle los gritos del demonio. El pasado se desvaneció y solo quedó el presente... el futuro y el placer imparable que iban a compartir. Necesitaba estar dentro de ella. Allí mismo.

Sería una tortura.

Una deliciosa tortura.

Sintió la tensión en el vientre con tanto ímpetu que se puso de pie de un salto.

–Déjennos solos, por favor –ordenó con la voz ronca.

Así, sin preguntas, sin quejas, las dos modistas salieron de la habitación y cerraron la puerta tras de sí.

La tetera comenzó a temblar sobre la bandeja, derramando el té por todas partes.

Pero Campanilla no parecía haberse dado cuenta, estaba demasiado ocupada mirándolo a él.

–¿Ocurre algo?

Kane fue hacia ella en silencio, como un depredador que se acercara a su presa. Estaba harto de resistirse, de recordarse las razones por las que no debía hacerlo. Ya no podía más.

–Kane –volvió a decir ella, con la respiración acelerada y la mirada clavada en sus ojos.

–Dime que me detenga –estaba ya a pocos centímetros de ella, atrapado por su mirada, seguro de que nada podría parar aquella locura.

–Yo... no puedo.

Kane respiró hondo. El olor a detergente había desaparecido y volvía a oler a romero y menta, dulce e inocente. Quizá ella pudiera borrar de una vez el dolor que tenía dentro, o hacerlo desaparecer con su pasión. Podía sentir el calor que desprendía su cuerpo, un calor que quizá pudiera derretir la gélida frialdad que lo había invadido a él.

Quizá pudiera salvarlo.

La vio tragar saliva y humedecerse los labios con la lengua.

–Espera. Creo que tienes razón, debería decirte que te detuvieras. Esto no está bien.

–No, no está bien –admitió él.

«Voy a hacerle daño, te lo prometo».

Kane no hizo caso a las amenazas del demonio y siguió acercándose a ella.

–Para –dijo ella en voz muy baja cuando ya casi la tocaba.

–Demasiado tarde –a menos que...–. ¿Alguna vez has estado con un hombre?

Ella meneó la cabeza lentamente.

Eso debería haber sido el final.

Pero no lo fue.

Debería irse.

Pero no lo hizo.

El sentimiento de posesión lo agarró bruscamente, como si estuviera clavándole unas uñas hasta los huesos. Sabía que sentiría aquellas heridas toda la eternidad y aun así no lo lamentaría. Le pasó los dedos por la barbilla y comprobó por fin que era tan suave y electrizante como había imaginado. Por un momento sintió miedo al notar que se inclinaba hacia él, buscando más contacto, pero enseguida se lo dio al tiempo que le ponía la mano en la nuca para que no volviera a apartarse.

–Sé que no debo hacerte mía –al menos no en ese momento, ni ese lugar–, pero quiero algo de ti. Lo necesito.

La vio estremecerse.

–¿Qué es lo quieres?

Desastre le golpeaba la cabeza con fuerza.

«Le haré daño, mucho daño. La odio».

Kane apretó los dientes.

«¡Cállate! La odias porque sabes que es la única con la que podría tener una relación que no acabara siendo un desastre y eso...».

Ahí tenía la respuesta. El motivo por el que el demonio lo atacaba cada vez que se acercaba a Campanilla. Ella era una bendición, no una condena. Era lógico que el demonio quisiera librarse de ella.

Era la única de la que Kane podría decir «mía», tal y como le había dicho su instinto.

Suya, no del demonio.

Perdió la mirada en aquellos fascinantes ojos y sintió que el corazón le crecía dentro del pecho. Su mano se aferraba a ella como si fuera su salvavidas. No podía soltarla, no quería hacerlo. Quería que fuera suya, aunque fuera solo un poco, pasara lo que pasara después.

–Déjame que te bese, Campanilla.

Ella se pasó la lengua por los labios.

–¿Y Synda?

–Yo no quiero a Synda.

Ya estaba bien de hablar. Se acercó un poco más, sin molestarse en ser delicado o en ir poco a poco, y la besó apasionadamente, metiéndole la lengua en la boca, buscando la suya y dando rienda suelta a todo el deseo que llevaba dentro. Ella se derritió entre sus brazos a pesar de la ferocidad y lo aceptó sin reservas. La dulzura de su boca avivó el fuego que ardía dentro de Kane y lo transformó en algo imparable.

Ella se abrazó a él y se entregó por completo.

Kane no se hizo de rogar.

Su deseo era demasiado intenso, arrollador, aplastante. Innegable. Incontrolable. Todo su cuerpo se llenó de vida mientras le regalaba un beso tras otro.

Aun así, quería darle más que eso. Estaban tan pegados que entre ellos no había ni aire. Su pasión era insaciable, seguramente pedía más de lo que ella estaba dispuesta a darle, pero él seguía pidiéndoselo sin compasión, obligando a su lengua y a su cuerpo a seguirle el ritmo.

Quería unirse a ella en cuerpo y alma.

Bajó la mano por su brazo y de ahí pasó a su cintura y después al muslo. La levantó en brazos y dio varios pasos hasta dejarla con la espalda pegada a la pared. Tiró del vestido casi terminado para dejarle las piernas libres y poder sentir su piel.

La sensación estuvo a punto de matarlo.

Nunca había tenido más motivos para odiar la intimidad y sin embargo nunca la había deseado más.

Cuanto más se besaban, más se frotaba ella contra su cuerpo y más deseaba él acabar con el obstáculo de la ropa. Quería más. Su olor y su sabor le hacían sentir como si por fin hubiera encontrado su hogar. Suyo y de nadie más. Quería dejar su marca en cada centímetro de su cuerpo.

La oyó gemir y susurrar su nombre. Jadeaba con la misma ansiedad que él.

Tenía que hacerla suya. Le arrancaría el vestido y la ropa interior. La tumbaría en el suelo y no se molestaría en desnudarse.

Solo se quitaría los pantalones. La deseaba tanto que no podría perder el tiempo en desnudarse del todo, aunque ansiase el máximo contacto. Ya lo disfrutarían después, cuando hubieran saciado la necesidad más urgente.

Solo quería abrirla de piernas y sumergirse en ella.

«¡No, no!».

Los gritos de Desastre atrajeron su atención.

Se detuvo y se apartó lo justo para tomar aire.

–Kane –susurró ella, acariciándole la espalda.

Manos por todas partes...

De pronto se sintió como un animal enjaulado. En tensión. La dejó en el suelo. Seguramente no sospechaba lo cerca que había estado de perder la virginidad.

Pero el demonio había logrado echarle encima el pasado una vez más, pero en realidad le había hecho un favor.

–Lo siento –dijo Campanilla, pasándose un dedo por los labios–. ¿He hecho algo mal?

No quería explicárselo y tener que enfrentarse a la humillación, pero se lo debía y tenía que hacerlo por mucho que le costase.

–Cuando estaba en el infierno... los demonios me... obligaron a...

Campanilla parpadeó enseguida, pero no lo bastante rápido para ocultar su lástima.

Lástima.

Kane odiaba que le tuviesen lástima.

Era lo que más había temido. Hacer el ridículo.

–Siento mucho lo que tuviste que pasar –le dijo ella–. No le desearía algo así ni a mi peor enemigo.

Asintió para que supiera que la había oído, pero no dijo nada más.

–Pero... no podemos volver a hacerlo –siguió diciendo ella, temblorosa–. Quieras o no a Synda, eres su prometido y yo no quiero ser la otra. Jamás. Con nadie, ni siquiera contigo.

–Tienes razón –pero no por el compromiso, sino porque no tenía nada que ofrecerle. Siempre lo había sabido y ahora acababa de comprobarlo.

Odiaba que las cosas fueran así. Odiaba su propia debilidad, una debilidad que negaría hasta su último aliento.

–En serio, tenemos que... Tengo razón, ¿verdad? –meneó la cabeza como para quitarse alguna idea de la mente–. Olvídalo. Yo solo quiero besar al hombre que sea mío y tú no lo eres, así que...

–Tienes razón. No lo soy.

–Además, yo no quiero un hombre –añadió, sonrojada–. Porque haríamos... ya sabes, y tendría hijos y el rey querría usarlos como me usa a mí, y yo jamás permitiría que mis hijos pasasen por eso.

–Puede que sea un guerrero cruel, pero comprendo lo que dices –y le parecía admirable que fuera así.

Le habían robado hasta el más mínimo destello de esperanza, igual que le habían hecho a él. No concebía la idea de ser feliz o de sentirse segura.

Cada día le rompía el corazón un poco más.

Desastre dejó de gritar y empezó a aullar. El suelo empezó a resquebrajarse y el edificio entero comenzó a temblar. Kane se apartó de Campanilla y de la tentación que suponía para él.

–¿Qué pasa? –le preguntó ella, mirando a su alrededor–. Eres tú, ¿verdad?

Podría haberle mentido. Deseaba hacerlo, pero no lo hizo.

–Sí, soy yo.

–¿El demonio?

–Sí.

–Entonces no eres tú –matizó.

A Kane le sorprendió que distinguiera entre él y el demonio que llevaba dentro.

–No –reconoció.

–¿Y solo puede hacer eso? –Campanilla se echó a reír con una maravillosa dulzura–. Qué decepción.

Desastre se retorcía dentro de su cabeza y Kane sonrió también. Aquella mujer temía los castigos que podía infligirle su familia y sin embargo se atrevía a reírse de un demonio.

El deseo volvió a despertarse en su interior.

–Será mejor que dejemos que las modistas terminen el vestido y así podremos volver al bar –decidió, apartándose de ella–. Tengo una pelea pendiente.

–Sigo sin estar de acuerdo.

–Tarde o temprano tendrá que ocurrir. Esos tres quieren impedir que salga con su hermana.

El sentido del humor desapareció bruscamente del rostro de Campanilla.

–De acuerdo, entonces. Peléate para que puedas salir con quien quieras.