Capítulo 33

 

Reino de Sangre y Sombras

 

 

Torin iba de un lado a otro de la habitación, completamente frenético. Mari había llegado unos minutos antes y se había desvanecido. Estaba enferma. Gravemente enferma.

Y la culpa la tenía él.

Jamás debería haberla tocado, no debería haberle permitido que le quitara el guante.

Estaba tan preocupado por ella que apenas podía pensar con claridad. Estaba en la cama, tosiendo sangre.

Descargó la ira que sentía dándole un puñetazo a la pared.

–¿Por qué no me dijiste que te haría enfermar si te tocaba?

–Porque tenía que... morir.

–¿Tenías que morir? –fue hasta ella–. ¿Y creíste que me parecería bien ser el responsable de tu muerte? –¿cómo iba a poder seguir viviendo consigo mismo sabiendo que había matado a otro inocente más?

–No te preocupes. No habrá ninguna epidemia. Solo... yo.

Sí, sabía que Mari solo podía salir de su celda para entrar allí, pero eso no le hacía sentir mejor. Cerró la puerta con cerrojo para asegurarse de que no entrara nadie sin avisar.

–Deberías habérmelo dicho –le dijo con la voz desgarrada por el sufrimiento–. Así podría haber elegido qué quería hacer.

–Lo siento. Yo... no quería morir, pero... no podía hacer otra cosa. Cronos dijo que... mi amiga quedaría... libre.

También había dicho que Torin no podría hacer enfermar a la mujer que él le enviase y estaba claro que había mentido.

–El rey de los Titanes está muerto. Tu amiga no va a ser libre.

–Las promesas se cumplen... incluso después de la muerte.

Lo cierto era que a él, Cronos no le había hecho ninguna promesa.

–En cuanto yo muera... –siguió diciendo Mari, tosiendo después de cada palabra–, ella será libre.

Estaba sacrificando su vida por su amiga. Torin comprendía lo que estaba haciendo, pero eso no hacía que fuera más fácil de soportar. Volvió a su lado y la miró a los ojos. Tenía la piel blanca como un fantasma, se le transparentaban las venas y tenía los labios agrietados. La última vez que había ido a verlo Torin la había visto sana y feliz solo veinticuatro horas más tarde estaba... así.

La muerte llamaba a su puerta y faltaba muy poco para que ella le abriera. Quizá aquel día, quizá el siguiente. Lo que estaba claro era que sería pronto. No había manera de salvarla.

No, pensó Torin de pronto. Tenía que intentarlo. Tenía que hacer algo, lo que fuera. No había podido ayudar a Cameo, ni a Viola, pero quizá pudiera ayudarla a ella.

Empapó un paño con agua fría y se lo puso en la frente. Llevaba los guantes puestos, así que no tuvo miedo de tocarla. Nunca había tocado dos veces a ningún ser humano y no sabía lo que le ocurriría a Mari si volvía a rozarle la piel por segunda vez. Seguramente empeorara.

Fue a imprimir la lista que había elaborado con todas las medicinas que podrían ayudar a los humanos si alguna vez propagaba una epidemia. Después llamó a Lucien.

–Necesito que te transportes al mundo de los humanos y me traigas unas cuantas cosas de una farmacia –le dijo uno a uno los nombres de los medicamentos.

–No voy a separarme de Anya, Tor. Ahora me necesita.

–Pondré una cámara en su habitación y me aseguraré de que nadie se acerca a ella, te lo juro. Pero tienes que hacer lo que te pido, por favor –colgó el teléfono y miró a Mari–. Escúchame. Tienes que luchar y no dejarte morir. Hay otras maneras de salvar a tu amiga. Sienna llegó a la fortaleza esta misma mañana. Tienes que darle una oportunidad.

Mari lo miró con lágrimas en los ojos.

–Por favor –le pidió Torin.

Ella asintió de manera casi imperceptible.

–Hay gente que ha sobrevivido a esto –no muchos, pero algunos sí, aunque nadie que hubiera tenido contacto directo con él–. Tú también puedes hacerlo –tenía que hacerlo. No podría soportar otra muerte más.

Llamaron a la puerta.

–Deja lo que te he pedido y vete –dijo, sabiendo que era Lucien el que estaba al otro lado.

–¿Qué ocurre? –preguntó su amigo.

–Confía en mí –le pidió mientras Mari tosía.

Hubo un momento de tenso silencio.

–Reyes me dijo que tenías ahí una chica. ¿Está enferma? ¿Las medicinas son para ella? –Lucien hablaba con voz tranquila, pero firme.

–Deja las cosas y vete –insistió Torin.

Vio algo por el rabillo del ojo y, al girarse, vio a Lucien dejando una bolsa en el suelo. El guerrero había entrado a la habitación y tenía la vista clavada en la chica.

–Dijiste que era inmune.

–Me equivoqué. Ahora vete, no quiero que te conviertas en portador.

–Deberías habérmelo dicho –la mirada de su amigo era como un puñal clavado en el pecho–. Tengo que llevarme a todo el mundo de aquí, sobre todo a las mujeres y a los niños.

Sí, eso también debería haberlo pensado. ¿Cómo podía haber sido tan tonto?

–Necesito que Sienna me ayude a liberar a otra chica. Está en una de las prisiones de Cronos. Dile que la busque, por favor.

–¿Qué vas a hacer con esta otra? –le preguntó Lucien.

–No te preocupes por nosotros.

Lucien se pasó la mano por la cara con preocupación.

–No puedo creer que hayas hecho esto. Creí que habías aprendido algo.

–No es... culpa suya –dijo Mari con un hilo de voz.

–Claro que es culpa mía –espetó Torin.

Lucien parecía a punto de agarrar en brazos a la muchacha y llevársela de allí, pero lo que hizo fue alejarse.

–Llámame si me necesitas –dijo antes de desaparecer.

Mientras esperaba a que le hicieran efecto los medicamentos, se le ocurrió una idea. No se paró a pensar el peligro que implicaba para él. Sacó una bolsa del armario, la llenó de armas y de todo lo que pensó que podría necesitar, se tapó el pelo y la frente con un pañuelo y la cara con una máscara de esquiar. Después les escribió una nota a sus amigos e hizo algo que había esperado no tener que volver a hacer.

Miró el cuadro de Danika, seguro de que vería aquel momento, aquella tragedia o, quizá, el resultado.

En la imagen aparecía él recostado en un sofá de cuero negro, con una copa en una mano y un puro en la otra, en ninguna de las dos llevaba guantes y estaba sonriendo, algo que no había hecho hacía mucho tiempo. A su alrededor había mucha gente. La sorpresa le hizo dar un paso atrás porque Danika nunca le había mostrado un final feliz.

Feliz.

Podía ser feliz.

La tos de Mari atrajo su atención de nuevo, pero entonces la miró con esperanzas.

Quizá pudiera sobrevivir.

–Cuando tengas que volver a tu celda, quiero que me agarres y que me lleves contigo. ¿Podrás hacerlo? Tengo toda la piel tapada, así que no te rozaré en ningún momento, ni haré que te pongas peor.

–¿Por qué?

–No voy a dejarte sola en esa celda. Sé que tienes que volver y no puedo impedirlo, así que lo único que puedo hacer es ir contigo. Así podré atenderte y quizá consiga que te recuperes.

–Pero tú... no podrás... irte después.

–No importa. Sienna nos encontrará.

Respondió entre toses.

–Podemos... probar.

Se tumbó a su lado y apretó la cara contra su pecho. Podía sentir su calor. Se abrazó a ella, entrelazando las piernas con las suyas.

Aquello era algo nuevo para él. Jamás había estado así con nadie y le avergonzaba reconocer que le gustó, a pesar de las circunstancias. Nunca había estado tan cerca de una mujer. Mientras, ella se moría.

–Estoy aquí contigo –le dijo.

–Vamos allá.

Un segundo después, todo desapareció a su alrededor y apareció un mundo nuevo.

Había funcionado.

Estaban en una pequeña celda con paredes de piedra y sin ventanas. Apenas había luz y todo estaba muy húmedo. No había cama, ni mantas, pero hacía frío.

Oyó gemir a Mari.

El suelo estaba muy duro, así que sacó la ropa que llevaba en la bolsa y trató de hacerle un pequeño colchón donde estuviera más cómoda.

–¿Mari? –dijo una voz suave, al otro lado del pasillo–. ¿Has vuelto ya?

Mari solo pudo responder tosiendo.

–¿Estás bien? –preguntó la otra muchacha, preocupada–. ¿Quién hay ahí contigo? Veo una sombra muy grande.

–Me llamo Torin –dijo él–. Mari está enferma y he venido a ayudarla.

La muchacha maldijo abiertamente.

–La has tocado –lo acusó–. Y se va a morir.

–No –aseguró Torin–. No voy a dejar que muera.

–Más te vale porque si muere, encontraré la manera de salir de aquí y acabaré contigo y con todos aquellos que te importen.

 

 

Cameo empezaba a perder la paciencia. Apartó otro matorral, aunque ya tenía la piel llena de arañazos, los pies hinchados y, probablemente, el pelo lleno de bichos.

Había estado tan cerca de la caja de Pandora y sin embargo ahora estaba tan lejos.

–Quiero salir de esta dimensión, igual que ayer.

–Estoy buscando la puerta –Lazarus apartó una rama de su camino–. ¿A qué viene tanta impaciencia?

–Es posible que una chica que conozco esté también atrapada en otra dimensión y quiero encontrarla. Pero sí, soy impaciente –lo adelantó. Él soltó la rama y se echó a reír cuando le dio en la cara. Cameo se volvió hacia él y le apuntó con el dedo–. Como vuelvas a hacer eso, te voy a cortar las pelotas y las voy a colgar con mis otros trofeos.

–Estupendo. Te prefiero enfadada; tienes una voz insoportable cuando te quejas.

–Yo nunca me quejo –murmuró ella, caminando de nuevo–. Soy una guerrera fuerte e imbatible. Además, es de mala educación que señales mi único defecto.

–¿El único? –Lazarus le soltó otra rama en la cara–. Uy, ha sido sin querer.

–Después de cortarte las pelotas, te voy a atar a una silla y te obligaré a oírme cantar.

–Eso sí que me da miedo –dijo él, riéndose–. La verdad es que eres muy divertida.

¿Divertida?

–Es la primera vez que alguien me dice eso.

–Aun así es cierto. A diferencia de otras mujeres que han intentado convertirme en su esclavo, cosa que más vale no intentes si no quieres ver mi verdadero lado oscuro... no eres de las que hace daño a un hombre inocente.

–Tú no eres ningún inocente.

–¿Acaso te he hecho algo?

–No –admitió a su pesar.

–Entonces para ti, soy inocente –Lazarus la miró fijamente–. Eres diminuta y sin embargo te consideras feroz.

–¡Porque lo soy! –y, si no lo necesitara tanto, se lo habría demostrado.

–Por supuesto –le dio la razón antes de volverse a girar para continuar andando.

Cameo lo miró, segura de que no lo decía en serio. Se había quitado la camisa y le caían gotas de sudor por la espalda. Tenía la piel maravillosamente bronceada y llena de tatuajes que...

–¿Alguna vez te ríes? –le preguntó él, distrayéndola.

–Por lo que me han dicho, sí.

–¿No lo recuerdas?

–No.

De pronto se oyó un fuerte rugido detrás de ellos. Lazarus se detuvo de golpe y se volvió a mirar. Sin darse cuenta, Cameo chocó contra él y se encontró de repente entre sus brazos. Era tan fuerte. Y tan atractivo. «No debería gustarme», pensó. «Debería ser inmune a sus encantos. Llevo siglos rodeada de hombres como él».

–No te muevas, ni hagas ruido –le susurró.

Bueno, quizá no fueran como él. Sus amigos se lo habrían pedido amablemente, en lugar de ordenárselo.

Cameo también escuchó atentamente y miró a su alrededor, pero solo oyó el rumor del viento.

–Corre –le ordenó él.

–¿Qué es? –le preguntó mientras corría a su lado.

–No creo que quieras saberlo.

Tras ellos apareció una terrible criatura con cuerpo de perro salvaje y cabeza de dragón. Tenía alas y unas largas fauces.

Cameo jamás había visto nada parecido.

–Se está acercando –y ella era la que estaba más cerca, así que le serviría de primer plato.

–Yo también –Lazarus aceleró el paso–. He encontrado la puerta.

Dos pasos más y saltó por los aires arrastrando a Cameo consigo. Ella esperaba aterrizar contra las hojas de un árbol, pero solo sintió el aire frío en la cara. Luego desapareció el bosque y apareció un paisaje completamente nuevo.

Cayó sobre el frío suelo de metal y, cuando se puso en pie y miró a su alrededor, casi deseó no haber abandonado el bosque.