Capítulo 10
Josephina frotó una y otra vez la limpísima barandilla de la escalera, sorprendida de no haberle quitado ya el brillo. Parecía hecha de nubes y estrellas. Justo encima colgaba una enorme lámpara de araña cuyos cristales eran en realidad ópalos, zafiros y esmeraldas que proyectaban luces de colores en todas direcciones, incluso al suelo del piso inferior, muy por debajo de aquí.
«Cómo me gustaría saltar desde aquí».
Ese tonto de Kane. Debería haberla matado cuando había tenido la oportunidad. Iba a hacerle lamentar no haberlo hecho. Sí, le gustaba el plan.
¿Cómo se atrevía a aceptar la boda con la princesa Synda?
Synda le mentiría y lo engañaría sin parar porque su deseo era tan intenso como fugaz. Lo devoraría y después lo escupiría sin dejar de él más que los huesos. Unos huesos por los que ella había puesto en peligro su vida.
¿Cómo podía desear a alguien así? ¿Acaso no veía lo que se escondía detrás de su belleza?
¡Qué hombre tan estúpido! Josephina pateó el suelo con fuerza. Era más fácil sentir rabia que dolor.
Cuando le había oído decir que se casaría con Synda, algo se había roto dentro de ella y la habían invadido las más oscuras emociones. A punto había estado de venirse abajo y echarse a llorar. Habría querido gritar: «¡Es mío! ¡De nadie más!».
Pero no era cierto, no era suyo y nunca lo sería.
Sin embargo ella sí que iba a pertenecerle.
Quizá Tiberius la entregara a Kane, pensando que el guerrero la castigaría a ella en lugar de a su bella esposa, cuando lo engañara. ¿Sería eso lo que haría Kane? Clavó las uñas en el trapo con el que estaba limpiando.
«No solo voy a hacer que lamente no haberme matado, ¡acabará deseando morir él también!».
Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas y tragó aire para contenerlas.
–Quiero hablar contigo, Campanilla –anunció una voz de hombre.
Después del sobresalto inicial, Josephina se dio cuenta de que Kane estaba a su lado. Iba acompañado de dos guardias que no se dignaban a mirarla siquiera, pero que escucharían sin el menor reparo.
Kane acababa de dirigirle cuatro palabras, lo que quería decir que recibiría cuatro latigazos. Josephina quería hacerle sufrir, pero no así.
–Vete –le dijo, secándose los ojos con la mano.
–Dejadnos solos –les ordenó él a los guardias.
–Como quiera, Señor Kane.
Los dos se alejaron hasta el otro extremo del pasillo.
–Sabes que no puedes hablar conmigo –le recordó–. Nadie puede dirigirme la palabra.
–¿Quieres que malgaste las palabras diciéndote que hago lo que quiero y cuando quiero? Porque lo haré. No me importa.
Veinte palabras más. Y sin ninguna necesidad.
–Calla, tonto.
Le vio mover ligeramente las comisuras de los labios y se quedó confundida ante tal amago de sonrisa. Acababa de insultarle y a él le daban ganas de sonreír. «Nunca lo entenderé».
–Al menos vuelves a tener los ojos normales –le dijo ella.
–¿De verdad?
Ya iban veintiséis. Asintió en silencio con la esperanza de que él hiciera lo mismo.
Pero entonces la miró de arriba abajo, recorriendo todo su cuerpo con la mirada y haciéndola arder allí donde posaba sus ojos.
–El motivo por el que quieres morir es porque eres esclava de sangre, ¿no es cierto?
Josephina dejó de intentar contar las palabras que decía y se limitó a responder. Al fin y al cabo iba a ser él el que iba a sufrir los golpes y, si él no intentaba protegerse, tampoco iba a intentar hacerlo ella.
–Sí. Pero, ¿qué más te da? –«¡Estás prometido!».
–No quiero que te hagan daño.
Sin embargo en las últimas horas había sido él el que le había hecho más daño que cualquier paliza.
–Déjame en paz, por favor. No eres la estrella que yo creía.
Él hizo una mueca, como si le hubiera dolido.
–Siento haberte decepcionado, pero todo lo que he hecho desde que te encontré en el bosque lo he hecho por ti.
Bonitas palabras, pero nada más. Con solo ver a Synda había empezado a desearla, como les pasaba a todos los demás hombres. Eso no tenía nada que ver con ella.
Se quedaron mirándose el uno al otro sin decir nada. Él con una intensidad y una ferocidad que hicieron que se sintiera pequeña en comparación con semejante hombre. Atrapada.
Aunque en una bonita jaula.
Empezaron a temblarle las piernas y las manos. Se le aceleró la respiración y de pronto notó que olía como el bosque en el que él la había encontrado. A pino y rocío, limpio y puro, sin contaminar por las fragancias asfixiantes de los opulens. Ya no percibía el olor a rosas que había sentido en la habitación del motel.
¿Por qué estaba tan cerca?
¿Y por qué deseaba tanto tocarlo, ponerle las manos en el pecho y sentir su fuerza y su calor? Como si quisiera asegurarse de que realmente estaba allí, que era de verdad. Ay, sentía que le ardía la sangre en las venas, le hormigueaban los labios como si estuviesen preparándose para sus besos. Kane no era su amigo, ni su novio, ni siquiera su pretendiente.
Lo vio ponerse en tensión y cruzar los brazos sobre el pecho, esperando claramente que ella... ¿qué?
–No sé qué quieres de mí, Kane.
–Entonces ya somos dos –respondió él con aire apesadumbrado. Había en su mirada frustración y determinación. Dio un paso adelante y ella otro atrás, hasta que chocó con la barandilla–. ¿Sabes tú lo que quieres de mí?
–Sí –susurró ella–. Que te vayas –«antes de que me venga abajo».
–No te creo. Creo que quieres... creo que me deseas. A veces me miras de una manera...
–No –Josephina meneó la cabeza con fuerza–. Yo no te deseo.
–No es lo mismo no desear a alguien que no querer desearlo. ¿A cuál de las dos cosas te refieres, Campanilla?
Eso la dejó muda. No podía responder.
Kane puso una mano a su izquierda y la otra a su derecha, dejándola atrapada entre la barandilla y su cuerpo.
–Me haces sentir... me haces sentir –repitió en voz baja pero feroz–. Y no me gusta. Quiero que dejes de hacerlo.
Por primera vez desde que lo conocía le tuvo miedo. Había en su voz y en su mirada una intensidad que no había notado antes, una sensación de peligro incontrolable.
–No sé a qué te refieres.
La miró a los ojos fijamente, atrayéndola a la vez que la apartaba.
–¿De verdad no lo sabes?
Su voz era la promesa de un millón de caricias en la oscuridad.
–Yo...
Pasó un segundo. Luego otro y otro más. Ninguno de los dos se movió, ni habló. Solo se miraron. Pero aquellos segundos fueron una experiencia más íntima que cualquiera otra que ella hubiera vivido. Y más emocionante.
Le puso las manos en el pecho y se quedó maravillada por la fuerza que transmitía.
–Apártate –consiguió decir a pesar de notar que tenía el corazón tan acelerado como ella. Fue una sorpresa. Una revelación.
Un placer.
Se alejó unos pasos de ella y, al hacerlo, acabó con la intimidad, con la emoción.
Era lo que quería, pensó Josephina, pero también se dio cuenta de que detestaba que lo hubiera hecho.
–¿De qué habéis hablado el rey y tú? –le preguntó, fingiendo que no le importaba tanto como le importaba realmente.
–¿Querrás decir tu padre?
Josephina se encogió de hombros con la mayor indiferencia que pudo.
–Soy quien él dice que soy.
Kane alargó el brazo como para acariciarla, pero justo antes de tocarla su mano se cerró en un puño y se retiró.
–Hemos tomado whisky, hemos fumado unos puros y hemos hablado de los detalles del baile de compromiso que se va a celebrar en mi honor. También hemos jugado al ajedrez. He ganado yo y él ha protestado.
Un baile. Un baile que Josephina pasaría trabajando porque tendría que prepararlo y luego servir a los invitados. Las mujeres harían como si no estuviese allí y los hombres se olvidarían por un rato del desprecio que sentían hacia ella para tocarle el trasero y quizá incluso intentaran llevársela a un rincón oscuro. Tendría que dibujar una sonrisa en sus labios y fingir que todo iba bien en su triste vida.
Mientras, Kane estaría mimando a la malcriada de la princesa Synda. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar lo injusto que era todo, un nudo que casi no le dejaba respirar.
–Tienes suerte de seguir vivo –le dijo bruscamente–. Tiberius es la persona con peor perder del mundo.
Kane quitó importancia a sus palabras con un gesto y cambió de tema.
–Háblame de tu hermana.
Ya estaba obsesionado. Los celos le provocaron un dolor insoportable.
–¿Qué quieres saber?
–Está poseída, ¿verdad?
–Sí. Su marido era el guardián de la Irresponsabilidad y cuando murió...
De los labios de Kane salió un sonido parecido a un bufido.
–¿Qué ocurre? –le preguntó, molesta por no poder evitar preocuparse por él.
–¿Has dicho que su marido estaba poseído por el demonio de la Irresponsabilidad?
–Sí. Estuvo muchos siglos encerrado en el Tártaro. Murió mientras Synda y él... ya sabes, y, no sé cómo, ella acabó con el demonio. Ese es uno de los motivos por los que todos los fae os hemos estudiado tanto a ti y a tus amigos.
Kane se pasó una mano por el pelo.
–Las cosas no podrían ponerse peor. William intentó avisarme, me dijo que tendría que tomar decisiones, pero yo pensé que... esperaba... y es rubia, como la chica del cuadro. No importa. El caso es que ha ocurrido. Es quien es y voy a tener que solucionarlo de alguna manera.
Josephina no sabía cómo interpretar todo aquel parloteo.
–¿De qué hablas?
Una vez más, hizo caso omiso a sus palabras.
–¿Has dicho que nos habéis estudiado?
–Sí.
–Me refiero a mis amigos y a mí.
–Sí, claro, ¿a quién si no?
–¿Y cómo lo habéis hecho?
–¿Estás seguro de que quieres saberlo?
–Sí.
–Hace siglos que os siguen espías de los fae que informan al rey e incluso se han escrito libros que se venden en todo el reino.
–Espías –repitió–. Y libros.
–Libros ilustrados sobre los que se hacen debates. Incluso hay clubes de fans.
Aunque no apartó la mirada de sus ojos, bajó la cara hasta darse casi con la barbilla en el esternón.
–¿Y tú perteneces a alguno de sus clubes?
–Por supuesto.
Kane enarcó una ceja, en un gesto con el que parecía pedirle que le diera más detalles.
Josephina lo hizo encantada.
–Soy del club de fans de Torin –dijo con un suspiro–. Es tan amable y tan cariñoso, siempre protegiendo a todos los que tiene alrededor.
Kane la agarró por los brazos y la apretó contra sí, pero en cuanto se dio cuenta de lo que había hecho, la apartó de nuevo y retiró las manos al tiempo que murmuraba.
–Lo siento.
«Yo no», pensó ella, fascinada por su fuerza.
«Deja de desearlo de esa manera. Él no es para ti».
–No te acerques a Torin –le ordenó él.
–Conocerlo era lo único que quería hacer antes de morir.
Kane cerró los ojos como si tratara de tener paciencia.
Una de las piedras preciosas que colgaba de la araña del techo cayó de pronto sobre la cabeza de Kane. Él se limitó a quitarse los pedazos de entre el pelo.
–Es la primera vez que pasa algo así. ¿Estás bien?
–Sí –respondió secamente.
–¿Quieres saber cómo se llama tu club de fans?
–No si tú no perteneces a él.
No era miembro oficial, no.
–Para que lo sepas, Synda es aficionada a apuñalar a la gente por la espalda, a causar problemas y destrozar vidas. Nunca podrás ser feliz con ella.
–Fue ella la que hizo que te condenaran a lo Interminable, ¿verdad? –le preguntó–. A ti y no a ella, guardiana de la Irresponsabilidad –se frotó las sienes–. Por eso acabaste en el infierno.
Parecía estar hablando consigo mismo casi más que con ella.
–Sí. Hay muchos accesos a lo Interminable y uno de ellos está en Séduire. Me tiraron dentro y estuve cayendo mil años, aunque aquí solo pasó un día. El fondo es el centro del infierno, adonde por fin llegué.
–Mil años –repitió él con la voz ronca–. Otro motivo para querer morir. No quieres tener que volver a soportar semejante tortura.
Llamar tortura a lo que había pasado era quedarse muy corto.
–Todos hemos escuchado historias sobre ese lugar, pero ninguna alcanza a plasmar la realidad. Allí la oscuridad es absoluta, sin la menor esperanza de luz. Un lugar silencioso donde ni siquiera te oyes gritar a ti mismo cuando pides ayuda. Está todo vacío. No hay nada a lo que agarrarse –meneó la cabeza para espantar los recuerdos–. No, no quiero volver a pasar por eso.
Sintió que el cuerpo de Kane se veía sacudido por una extraña vibración, como si apenas pudiese contener toda la violencia que llevaba dentro. Se había quedado pálido.
–¿Kane?
–Estoy bien –murmuró.
De pronto le agarró la mano, entrelazó los dedos con los de ella y se aferró a ellos como si fueran su salvavidas. Solo fueron unos segundos, pero bastaron para dejarla tambaleando.
Para ocultar la confusión que sentía... y la repentina incapacidad para respirar, Josephina volvió a centrar toda su atención en el trapo y se puso a limpiar de nuevo la barandilla.
–Tengo mucho trabajo, Kane. Lo siento, pero tengo que pedirte que te vayas.
–¿Por qué no te has suicidado? –le preguntó como si ella no hubiera dicho nada–. No te estoy sugiriendo que lo hagas. De hecho, haré que lo lamentes si se te ocurre intentarlo. Solo es curiosidad.
–No puedo.
–Explícate.
Josephina respiró hondo.
–Haga lo que me haga a mí misma, solo me provoco sufrimiento y dolor, nunca la muerte.
Kane arrugó el entrecejo.
–¿Pero si te cortaras la cabeza?
–El cuerpo me crecería de nuevo.
–No puede ser. A uno de mis amigos lo decapitaron y no pudimos hacer nada para salvarlo.
–Yo sin embargo siempre me recupero.
–Es imposible.
Josephina se asomó al hueco de la escalera por encima de la barandilla y volvió a respirar hondo.
–Te lo voy a demostrar –así aprovecharía para liberarse de lo que estaba sintiendo por él.
Se subió a la barandilla, disimulando el miedo que tenía.
Oyó que se acercaban los guardias.
Kane la agarró por los brazos y la obligó a bajar. Su cuerpo le transmitió aún más calor que antes, y era tan firme. De pronto se sentía la piel más sensible y sus oídos podían captar cualquier cambio en la respiración de Kane. Observó la pureza de sus rasgos y se dejó embriagar por su olor. Se le hacía la boca agua de pensar en saborearlo.
–No os acerquéis –ordenó a los guardias–. Ya la tengo yo.
Los hombres se retiraron de nuevo.
–No necesito que me demuestres nada –le aclaró–. Te creo, aunque parezca tan descabellado.
La araña del techo comenzó a temblar exageradamente y, unos segundos después, cayó entera hasta el piso inferior. Los cristales salieron disparados en todas direcciones y se oyó gente gritar y correr.
Kane maldijo entre dientes.
–Olvídate de lo que ha pasado y háblame de tu problema.
Josephina asintió, porque no quería pensar en lo que iba a tener que limpiar.
–Da igual cómo intente suicidarme, lo único que consigo es pasarme semanas o meses sufriendo de dolor; aunque me reviente contra el suelo y se me salgan los órganos, todo acaba volviendo a crecer o curándose.
–¿Cómo es posible?
Muy sencillo.
–Ya sabes que absorbo los dones de los demás con solo tocarlos. Bueno, pues Tiberius puede transmitir poderes a otros y decidió darme este a mí.
–Pero lo que absorbes no te dura demasiado.
–Lo que él me transmite, sí –le explicó.
Kane se llevó los dedos a la sien.
–¿Y qué hay de tu habilidad para invadir mi cerebro?
Josephina volvió a clavar la mirada en el trapo para que él no viera que se le habían llenado los ojos de lágrimas.
–Era algo que hacía mi madre y fue ella la que me dio el don poco antes de morir. Supongo que se quedó conmigo porque no tenía otro lugar al que ir.
–Pero tu madre era humana. ¿Cómo es que poseía un don de los fae?
Ella sintió una punzada en el pecho al hablar.
–Supongo que debería haberla descrito mejor. Uno de sus antepasados era fae, pero tenía tanta mezcla que la consideraban humana.
Hubo una breve pausa.
–Tienes mucho por lo que vivir, Campanilla, y no quiero que vayas por ahí buscando un asesino mientras yo esté aquí. ¿Entendido?
No iba a prometer nada parecido y se lo hizo saber con su silencio.
Él se acercó y le susurró:
–Mataré al que se lo pidas y no seré nada amable con quien sea. Llorará y suplicará tal y como has dicho que hiciste tú en lo Interminable. Pero su sufrimiento no acabará tan deprisa como el tuyo. ¿Mil años, has dicho? Este se prolongará durante diez mil.
Josephina se agarró a la barandilla con mano temblorosa.
–Tienes que dejar que haga lo que crea que es mejor.
–¿Aunque en realidad esté mal? No. Eres mía y me encargaré de ti.
Ella levantó la mirada rápidamente hasta él.
Lo vio sonrojarse y ponerse en tensión.
–Quiero decir que ahora eres responsabilidad mía. Quiero que estés sana y salva.
«Eres mía». Aquellas palabras le habían devuelto la vida. Se le había acelerado el pulso y se le había estremecido el estómago. Todo su cuerpo había empezado a arder. Pero la sensación había desaparecido de golpe con las siguientes palabras. Solo era una responsabilidad, nada más.
–¿Qué ocurre? –le agarró un mechón de pelo.
–Nada –le apartó la mano. Un momento parecía arder y al siguiente se volvía frío como el hielo. Estaba volviéndola loca y no le gustaba nada.
Kane la miró con el ceño fruncido.
–Prométeme que no vas a hacer ninguna locura.
–No puedo. Esta conversación me parece una locura y sin embargo estoy participando en ella.
Él no se ofendió.
–Habrá algo que quieras hacer antes de morir... aparte de conocer a Torin –lo dijo con tal sequedad que fue como si hubiera meneado la cabeza y mirado al cielo.
Sí que había algo que quería hacer... Josephina bajó la mirada hasta sus labios. Quería besarlo. Lo deseaba tanto.
–¿Cómo qué? –le preguntó con un hilo de voz.
–Como... enamorarte.
Sí. Lo había deseado muchas veces, sobre todo en medio de la noche, cuando los hombres iban a llamar a la puerta de la habitación que compartía con otras siete sirvientas. Las mujeres se echaban a reír, encantadas de que fueran a buscarlas, a besarlas y a tocarlas.
–¿Alguna vez te has enamorado tú? –le preguntó.
–No –respondió Kane.
–Pero sí que te has acostado con mujeres. Con muchas –de pronto se dio cuenta de que no le hacía ninguna gracia que fuera así.
Él asintió.
–Supongo que los espías también os informan de eso.
–Sí –aunque solo habrían presenciado lo que hacía en público. No podía evitar preguntarse qué pasaría cuando estaba con una mujer en privado.
–¿Cuándo escuchaste la última historia?
–Hace alrededor de un año. Nos contaron que habías tenido una aventura de una noche.
Lo vio relajarse.
–Si esperas que te dé los detalles, debes saber que no voy a hacerlo.
–No espero ningún detalle. Aunque si fueras Paris, te los pediría de rodillas –dijo con una tierna sonrisa–. El dulce Paris.
–Estás poniendo a prueba mi paciencia, mujer. Paris ya tiene una mujer, una muy poderosa a la que no le harían ninguna gracia tus palabras –Kane se inclinó hacia ella hasta casi rozarle la nariz con la suya–. Y aunque no tuviera pareja, tú eres mía. No lo olvides.
Esa vez no añadió nada más y el calor volvió a invadir su cuerpo, a acelerarle el pulso y a derretirle el corazón.
–¿Tu responsabilidad? –le preguntó, temblorosa.
Kane le puso un dedo en la nariz, lo que le resultó irritante.
–Tengo muchas cosas en las que pensar. Cuando haya decidido algo, iré a buscarte y te lo diré.
–¿Decidido qué? –lo agarró por la pechera.
–Lo sabrás cuando lo sepa yo –se apartó de ella y se marchó sin mirar atrás ni una sola vez.
Los guardias se pusieron en marcha, probablemente con la intención de llevarlo ante el rey para que lo azotara. A punto estuvo de abrir la boca para decir que ella recibiría el castigo en su lugar. No habría sido la primera vez que la azotaban y sabía que podría sobrevivir a unos cuantos latigazos más. Pero al final no lo hizo. Ahora era el prometido de Synda y no podía permitirse olvidarlo.
Por mucho que sus palabras, «eres mía», no dejaran de retumbarle en la cabeza.
Demasiados problemas.
La cabeza le daba vueltas. Synda estaba poseída por el demonio de la Irresponsabilidad, pero Campanilla había estado en lo Interminable. Synda era rubia y podría ser perfectamente la chica que aparecía en el cuadro de Danika. Pero la postura con que lo había retratado a él hacía pensar que la chica le importaba y era Campanilla, una castaña, por la que suspiraban su cuerpo y su mente.
Su mirada triste y cristalina se clavaba en él y le rompía el corazón. Esos exuberantes labios rojos... ideales para lamerlos. Y ese cuerpo de curvas perfectas... y peligrosas.
Pero ella deseaba a Torin. O a Paris.
En otro tiempo no le habría importado. Campanilla no era el tipo de mujer a la que habría deseado; le habría parecido demasiado dulce, demasiado inocente para Desastre. Pero se habría equivocado. Y se habría perdido algo magnífico. Era cierto que era dulce e inocente, sí. Pero también era fuerte, tenía resistencia.
Era perfecta.
Lo que sentía por ella era distinto a lo que había sentido por otras. Era más intenso, lo bastante para acallar los dolorosos recuerdos, el desprecio que sentía hacia sí mismo y llegar a consumirlo. Empezaba a gustarle tocarla, a pesar del dolor que le provocaba. Pero la idea de acostarse con ella... no.
No solo la decepcionaría, los recuerdos se apoderarían de él y acabaría humillándose al vomitar delante de ella. No podría satisfacerla, solo podría defraudarla. Campanilla ya había sufrido suficientes decepciones en su vida, suficientes humillaciones. No necesitaba ninguna más.
No podría tratarla como había tratado a las chicas del club. Ella merecía mucho más que eso. Algo mucho mejor. Y él no podría dárselo.
Además, ¿qué haría Desastre si alguna vez se metía en la cama con ella?
En cuanto se había acercado y le había puesto las manos encima, mientras deseaba besarla desesperadamente, el demonio había explotado y había empezado a darle golpes en la cabeza para intentar apartarlo de ella. Kane se había mantenido firme, ansioso por estar un segundo más con ella, por sentir su aroma y su mirada... y quizá el tacto de su piel. Había sido entonces cuando se había caído la lámpara.
Kane se metió en la habitación que le habían dado y cerró la puerta delante de las narices de sus acompañantes. Casi esperaba que entraran a pedirle un autógrafo, pero optaron por sobrevivir al menos unas horas más. No sabían que el rey había cambiado de opinión sobre lo de los latigazos. No sabían que Kane había ganado la partida de ajedrez y que el premio había sido el poder hablar con Campanilla siempre y donde quisiese.
Podría haberle contado la verdad a Campanilla, pero le había gustado ver que se preocupaba tanto por él. A pesar del enfado, no quería que sufriera.
¿Sabría el efecto que eso causaba en él?
Probablemente no.
¿Qué iba a hacer con esa chica?
¿Qué iba a hacer con la princesa?
Pero, ¿cómo se le ocurría siquiera pensar en esas cosas? No estaba allí para buscar pareja. Se apoyó en la puerta y respiró hondo. Estaba allí para salvar a Campanilla y después acabar con Desastre. Entonces, y solo entonces, podría pensar en qué quería hacer con su futuro.
Pero, ¿cómo iba a salvar a Campanilla? Si se la llevaba de Séduire, la perseguirían el resto de su vida. Si mataba a la familia real, los fae lo atacarían y quizá intentaran vengarse matando a su familia, a los Señores del Inframundo. Estallaría una larga y sangrienta guerra y sus amigos ya tenían bastante con lo que tenían.
La frustración lo llevó a pegarle un puñetazo a la columna de la cama, sin darse cuenta de que era de oro macizo. Sintió que el hueso se le hacía pedazos y el dolor le recorría el brazo hasta el hombro. Soltó una amarga carcajada. La herida se curaría, su furia no.
Últimamente se quedaba demasiado a menudo sin respuestas, desorientado y sin saber qué hacer. La confusión empezaba a apoderarse de él y debía deshacerse de ella cuanto antes.
De pronto oyó chirriar la puerta del baño y adoptó de inmediato la posición de batalla. Pero no era un enemigo que fuera a atacarle. Era Synda... completamente desnuda.
Se apoyó sobre el marco de la puerta y empezó a juguetear con su pelo. Era bajita, de constitución delicada, pero con carnes más que suficientes; era la perfecta imagen de la carnalidad femenina. Un poco más de tono muscular y sería la clase de mujer que tanto le había gustado a Kane en otro tiempo.
«Mía», susurró Desastre, casi ronroneando.
–¿Qué haces? –le preguntó. Aquella era su habitación privada y quería que siguiera siendo así.
–Seducirte, claro –en sus labios se dibujó una suave sonrisa que lo invitaba a dejarse llevar por la diversión. Sus ojos no tenían ningún destello rojo, ni rastro del demonio–. En cuanto te vi supe que estábamos destinados a estar juntos. Eres todo lo que siempre he deseado en un hombre.
Destinados, lo había dicho ella.
–¿Has hablado con las Moiras?
–Nunca he tenido tal honor.
Kane no sabía qué pensar al respecto.
–¿Y qué es exactamente lo que deseas en un hombre?
–Fuerza, talento, un poco de agresividad cuando es necesario. Alguien poseído, como yo. Alguien bello.
Sí, pero no sospechaba el precio que tendría que pagar para estar con él, si alguna vez sentía el menor interés por ella.
Dio un paso hacia ella, que sonrió aún más. No había duda de que esperaba que la tirara sobre la cama y la poseyera. Pero lo que hizo Kane fue agarrarla y llevarla hasta la puerta sin ninguna ceremonia. Le sorprendió que no le causara dolor tocarla.
Le sorprendió y le irritó. ¿Por qué no sería así de fácil con Campanilla?
–Espera –le gritó ella–. Te has pasado la cama.
Kane no dijo nada.
–No me importa hacerlo en público, guerrero, pero esperaba tenerte para mí sola durante un rato.
Apenas hubo abierto la puerta una rendija, los dos guardias acudieron corriendo.
–¿Necesita algo, Señor Kane?
Campanilla estaba delante de ellos, algo que le sorprendió y le encantó. Ella lo miró a los ojos con evidente alivio.
–Kane, yo... –comenzó a decir hasta que posó la mirada sobre Synda y cerró la boca. El alivio desapareció de su rostro y dejó paso al mismo resentimiento y el mismo dolor que había experimentado él–. Olvídalo.
Estaba claro que la princesa era su enemiga. Kane lo sabía, pero no podía contarle que solo se había comprometido con Synda para poder ayudarla a ella. Si se enteraba la princesa, el plan no serviría de nada porque se lo diría a su padre y el rey haría lo que había prometido hacer durante la partida ajedrez, mandar que lo mataran.
–¿Ocurre algo? –le preguntó Kane.
Ella levantó bien la cabeza.
–No. Estoy bien.
No lo estaba. Kane dejó a Synda en el suelo y la empujó suavemente para que echara a andar.
–Princesa, voy a llevarte a tu habitación y voy a dejarte allí. Sola.
Synda se volvió a mirarlo con los ojos encendidos de rojo.
–¿Me estás rechazando?
–Por el momento –matizó Kane.
–¡Ah! –la princesa le dio un puñetazo en el pecho–. ¡Entonces tráeme una bata inmediatamente!
¿Y dejar de mirar a Campanilla? No, porque saldría corriendo.
Kane prefirió quitarse la camisa y cubrir con ella a la princesa.
–Aquí tienes. Bien tapada. Vamos.
El brillo rojo desapareció de los ojos de Synda mientras lo miraba boquiabierto, a punto de babear.
–Qué cantidad de músculos –estiró el brazo con la intención de tocarle el estómago, pero Kane dio un paso atrás para huir.
Campanilla clavó los ojos en el suelo, negándose a mirarlo.
–A tu habitación, princesa –insistió.
–Por aquí –anunció Synda sin molestarse en mirar a Campanilla.
Kane la siguió, arrastrando consigo a Campanilla.
–No te vas a apartar de mi lado hasta que no sepa por qué has venido a verme.
–Ya no importa. He cambiado de opinión –respondió ella.
–Pues vuelve a cambiar.
La oyó resoplar.
–Oblígame a hacerlo.
Unas palabras muy peligrosas. Se le ocurrían varias maneras de hacerlo.
Synda los condujo hasta el último piso del palacio, a unas habitaciones más lujosas que las de un sultán. Muebles antiguos, jarrones con diamantes, mármol, ónix, retratos enmarcados en oro, alfombras persas, una mesa hecha únicamente con rubíes y una cama en la que podrían dormir cómodamente doce personas.
La princesa se despojó de la camisa de camino al cuarto de baño.
–Es la hora de mi baño de burbujas –dijo, deteniéndose para volverse a mirar a Kane–. Aún estás a tiempo.
–No, gracias.
El brillo rojo volvió a sus ojos.
–Te puedo asegurar que lo pasarás bien.
No lo creía.
–¿Por qué no te reservas para la noche de bodas? –Kane miró a Campanilla, que seguía sin dignarse a mirarlo, pero que aun así era capaz de transmitir rencor–. ¿Dónde está tu habitación? Hablaremos allí.
Eso la dejó pálida y solo pudo murmurar:
–No pienso llevarte a mi habitación.
–La encontraré con o sin tu ayuda. Será mejor para ti que lo haga lo antes posible.
Campanilla lo miró fijamente unos segundos antes de resoplar con resignación.
–Está bien. Sígueme –dijo y lo sacó de los aposentos de la princesa.
Synda lo llamó. Kane no oyó lo que dijo y tampoco le importó.
Bajaron varios pisos, hasta una zona mucho más oscura y húmeda. Debían de ser las dependencias de los sirvientes y eso le enfureció. ¿Cómo era posible que la hija del rey recibiera semejante trato?
Campanilla se detuvo frente a una puerta abierta. Al otro lado, Kane vio un sinfín de camastros alineados y el mismo número de personas durmiendo en ellos. Eso era todo. No había más comodidades, ni adornos.
–Tú no duermes aquí –dijo.
–Sí, claro que duermo aquí.
¿Y saber lo incómoda que estaba mientras él dormía en un colchón tan cómodo como una nube? Jamás. No iba a perder el tiempo discutiendo con ella, así que se la echó al hombro. Pero, a diferencia de la princesa, Campanilla protestó, pataleó y le dio puñetazos en la espalda y rodillazos en el estómago.
–¿Eso es lo mejor que puedes hacer?
–¡Puedo ser tan fiera como un animal salvaje! –aseguró, ofendida.
–Será un gato recién nacido.
–¡Ahhh! –le pegó un mordisco en el trasero.
Por un instante, la sensación lo transportó rápidamente al infierno y lo hizo tropezar, pero consiguió recuperar el equilibrio antes de caer al suelo y, mientras intentaba respirar, se recordó dónde estaba y con quién.
«Estás con Campanilla. Tu fae. Estás a salvo».
–Olvida lo que te he dicho –dijo, retomando la conversación como si no hubiera ocurrido nada y esperando que Campanilla no notara el cambio que había experimentado su voz, de las bromas a la tensión–. Eres tan suave como un cachorrillo. A partir de ahora voy a llamarte Caniche.
–¡Tú... maldito seas! ¡Yo a ti te voy a llamar Cara de...!
Kane soltó una carcajada que le sorprendió hasta a él. ¿Cómo hacía para sacarlo siempre de la desesperación?
–Bueno, bueno. No hace falta que te manches la lengua con esa clase de vocabulario. Voy a tener que lavarte la boca con...
«Mi lengua», añadió para sí. Estaba coqueteando con ella, comportándose como si fuera algo normal. Como si pudiera hacer cosas normales.
–Olvídalo –murmuró.
Ella se quedó callada y él volvió a la seriedad habitual.
Al llegar a su habitación, no le sorprendió encontrar a los guardias todavía en sus puestos.
–¿Podemos traerle algo, Señor Kane? –le pregunto uno.
–Será un placer –dijo el otro.
Kane pasó por delante de ambos sin decir una palabra, se metió con Campanilla en la habitación y cerró la puerta. Tiró a Campanilla sobre la cama y, cuando dejó de pegar botes sobre el colchón, ella lo miró con cara de pocos amigos.
«¡Déjala!», le ordenó Desastre.
Se quitó una a una todas las armas que le había robado al rey y, mientras crujía el suelo bajo sus pies, se aseguró de tener los puñales al alcance de la mano.
–¿Qué haces? –le preguntó Campanilla.
–Preparándome para acostarme. Deberías hacer lo mismo –estaba demasiado cansado como para buscarle una habitación para ella sola. Al menos eso fue lo que se dijo porque no quería pensar que no era capaz de despedirse de ella.
Campanilla lo miró con la boca abierta de par en par y, al verla, Kane sintió el deseo irreprimible de besarla, de saborear aquellos labios. Aquel deseo le hacía enfurecer porque era todo emoción, sin acción.
Se quitó las botas, pero no los pantalones antes de subirse a la cama.
–No podemos dormir juntos –protestó ella, con temor–. Es muy inapropiado.
Y peligroso, seguramente. Para los dos.
–¿Te castigarán por ello?
Hubo un momento de silencio antes de que respondiera.
–¿Por estar a solas con el prometido de la princesa Synda? ¿Tú qué crees?
Kane respiró hondo.
–No voy a dejar que te pase nada.
–Eso ya lo veremos.
–¿Los fae parecéis muy abiertos sobre el sexo? ¿Por qué castigaron a Synda por acostarse con el hijo del carnicero?
–Porque es humano y ella fae. Esas uniones están prohibidas porque pueden destruir la estirpe.
–Pero yo no soy fae y sin embargo el rey parece dispuesto a permitirme que me case con su querida hija.
–Eres uno de los Señores del Inframundo, toda una celebridad. A ti no te afectan las leyes.
Bueno era saberlo.
–A tu madre la consideraban humana, lo que significa que el rey...
–Así es. ¿Y qué?
–¿Lo castigaron por estar con ella?
–¿Tú qué crees? Es el rey –Campanilla se pasó la lengua por los labios, dejando un rastro húmedo a su paso–. Tú también puedes estar con quien quieras sin preocuparte. Tiberius nunca castiga a los hombres de clase alta por sus infidelidades. Pueden acostarse con quien quieran cuando quieran. Solo deben tener cuidado.
Kane notó cierta amargura en su voz.
–¿Alguna vez alguien...? –«te ha forzado». No podía preguntárselo. No sabía cómo reaccionaría si alguien le hiciese a él esa misma pregunta.
–No –respondió ella de todos modos–. A mí los hombres solo me ven como objeto sexual en las fiestas, cuando han bebido, pero no suelen ir más allá de tocarme el trasero.
–Sí, claro. Te creo, es necesario beber para encontrarte atractiva.
–Tiene su lado bueno y su lado malo, lo sé. Pero, claro, yo solo soy una esclava de sangre.
Era tan inocente. Ni siquiera se había percatado de su sarcasmo.
–¿Y qué hay de eso de ser increíble y maravillosa? Creo recordar que así fue como te describiste una vez.
Campanilla meneó la cabeza para apartarse el pelo, con gesto de estar ofendida.
–Soy una persona que necesita algún cumplido de vez en cuando. Como nadie me los hace, me los hago yo.
Debía de ser una de las cosas más tristes que había oído.
–Yo creo que eres preciosa –admitió suavemente–. Y muy inteligente. Y valiente –y tan sexy que habría matado a mil hombres solo para ponerlos a sus pies para honrarla... si fuera todavía el hombre que había sido en otro tiempo.
Ella abrió los ojos de par en par.
–¿De verdad?
–¿Acaso tengo por costumbre mentirte?
–No.
–Entonces ya tienes la respuesta –Kane se obligó a relajarse sobre la cama.
Ella se apartó, como si tuviera miedo.
–No voy a intentar nada contigo, tienes mi palabra –con calma–. Quédate en tu lado de la cama y yo me quedaré en el mío; puedes estar tranquila, saldrás de aquí tal y como has entrado –sería la primera que podría decir eso después de compartir cama con él.
–Sigue sin estar bien –farfulló.
–Y el argumento sigue sin poder hacerme cambiar de opinión. Buenas noches, Campanilla –se acercó y apagó la lámpara, dejando que la oscuridad bañara la habitación.
Al principio, ella se quedó inmóvil, pero después de unos segundos, ahuecó la almohada y se acomodó sobre el colchón.
Kane soltó el aire que no se había dado cuenta que estaba conteniendo.
Miró al techo y respiró hondo la dulzura de su aroma. Por primera vez desde hacía semanas, se le empezaron a aflojar los músculos y pensó que quizá consiguiese conciliar el sueño y descansar de verdad. Pero se resistió a hacerlo. No quería que Campanilla fuera testigo de sus pesadillas.
Si explotaba y ella intentaba calmarlo, podría hacerle daño.
Y prefería morir antes de hacerle daño a ella.
Volvieron a tensársele los músculos, pero esa vez no tenía que ver con el pasado sino con que Campanilla estuviera a su lado, en una cama. Al alcance de su mano. Solo tenía que alargar la mano y podría acariciarle el pecho. Después iría bajando poco a poco. No creía que ella fuese a reaccionar mal ante tan inofensivas caricias. Al fin y al cabo, estaba completamente vestida.
Claro que quizá respondiera. Quizá lo animara a seguir.
Quizá le pidiera más.
Respiró hondo.
Necesitaba distraerse.
–Dime... ¿cómo se llama mi club de fans?
–Pensé que no querías saberlo.
–He cambiado de opinión. Por lo visto está permitido entre nosotros.
Oyó las sábanas cuando ella se dio media vuelta hacia él.
–Cataclismo para Kane.
Se mandó callar a sí mismo.
–¿Has asistido a alguna reunión?
–Es posible que haya pasado por alguna... por casualidad.
–¿Cuántas veces?
–Die... ciséis. Hay casualidades que se repiten mucho.
Kane intentó no sonreír.
–Bueno, ¿qué ibas a decirme cuando has venido a mi habitación?
La oyó suspirar con cansancio.
–Ya no importa.
–Claro que importa. Por cierto, entre Synda y yo no ha pasado nada.
–Estaba desnuda –murmuró ella.
Quería contarle la verdad, pero, ¿qué pasaría si tenía que hacer algo que no le gustara para poder alcanzar su objetivo? Entonces la verdad se convertiría en mentira. Quizá fuera mejor mantener abiertas todas las posibilidades. Además, una parte de él quería mantener la distancia con Campanilla y el compromiso le ayudaba a hacerlo.
–Puede que, cuando he venido a tu habitación, fuera a decirte que nunca he conocido a nadie tan tonto como tú –dijo ella y Kane la imaginó con la cabeza bien alta, con cierto aire esnob–. Te va a doler mucho cuando te azoten por hablar conmigo.
«No te rías», se dijo.
–No me van a azotar. El rey y yo hemos llegado a un acuerdo.
–¿Qué? ¿Por qué no me lo has dicho antes?
–Parecías divertirte mucho contando las palabras que decía.
Campanilla farfulló unos cuantos insultos en su honor.
–Bueno, Synda será suficiente castigo. Ella vive para disfrutar del momento y no piensa en nada más. Olvida todas sus promesas. En pocas semanas aparecerá otro hombre que atraiga su atención y te romperá el corazón.
Kane podía sentir el rencor que empapaba su voz y tuvo que apretar la almohada con las dos manos para no tocarla.
–Puede que sea tonto, pero tengo la impresión de que Synda también te rompió el corazón a ti.
Campanilla resopló como si estuviera loco.
–¿No?
Debía de estar dibujando círculos en la sábana porque le rozó el pecho levemente con el dedo. Aquel mínimo contacto le provocó un escalofrío que lo hizo botar.
–Es posible que lo hiciera –admitió Campanilla, ajena a lo que había provocado–. Hace mucho tiempo me prometió que me protegería de nuestro padre. Solo un día después la sorprendieron robándoles los caballos a unas arpías que estaban de visita. Aquello dio lugar a una guerra y se decretó un castigo, pero ella no dijo nada al ver que me llevaban a azotar.
La historia acabó de golpe con su excitación.
–Lo siento –respondió, sintiendo su dolor–. Lo siento mucho.
–Gracias.
¿Parecería tan cansada y triste como hacía pensar su voz?
–Voy a ayudarte a hacer que mejoren las cosas, Campanilla –prometió. Encontraría la manera de hacerlo.
–Lo creeré cuando lo vea –dijo ella con un suspiro.
–¿No crees en mí?
–No creo en nadie.